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Un fantasma recorre Europa – Sobre Transit

Por Lucas Granero

Como I Walked with a Zombie o Carnival of Souls, la nueva película de Christian Petzold es un relato enteramente poblado por fantasmas, formas estancadas, que dan vueltas buscando soluciones y salidas pero que sólo encuentran muros contra los que se estrellan, hasta que vuelven a intentar la fuga. El destino les dice “esto es así” y ellos intentan rechazarlo de todas las maneras posibles, pero inevitablemente caen rendidos ante esa fatalidad que los arrastra. Y ahí quedan, en un limbo entre un espacio y el otro.

Transit sucede en los límites de ese limbo. Y aunque su título haga pensar en una película llena de viajes, movilidad y acción, en realidad lo que hay aquí es una pura agonía de la espera. Lo verdaderamente vertiginoso no se expresa en persecuciones por autopistas pobladas ni en llegadas tarde a los aeropuertos sino en sensaciones más leves pero no por eso menos intensas. Esos fantasmas que recorren Europa no son otra cosa que refugiados, exiliados y demás variantes, que tiemblan ante la posibilidad de ser atrapados o que una visa les sea negada. En cierto sentido, el verdadero terror que Transit expresa es uno burocrático, hecho de esos papeles que pueblan embajadas y que terminan significando la pertenencia a un determinado territorio, la posibilidad de ser o no un ciudadano de este mundo.

Georg, uno de los fantasmas en cuestión, tiene un golpe de suerte al comienzo de la película (y el único que tendrá durante todo lo que reste). Al llevarle unas cartas a un escritor que no conoce, se encuentra con una habitación de hotel manchada de sangre. Una empleada le confirma aquello que la sangre hace sospechar: el escritor decidió matarse en vez de entregarse a las fuerzas alemanas que ese mismo día comenzaron a ocupar París. Lo único que queda de él son unos papeles y el manuscrito de su último trabajo. Georg agarra todo y sale con el plan de huir de París hacia Marsella. Estamos en algún momento de los años 40.

Sin embargo, todo el contexto que lo rodea parece indicar exactamente lo contrario. Los autos y los edificios son modernos, los trenes a los que se sube pertenecen también al panorama del presente y hasta las fuerzas militares llevan uniformes nuevos. Nada del espacio pertenece al pasado excepto los personajes, que hablan y actúan con la certeza de que los nazis están conquistando el mundo. Petzold realiza una operación tan sencilla como radical: hace una película de época sin recurrir al disfraz que las películas suelen ponerse en estas situaciones. Es decir, elude todo tipo de contextualización falsa y pone a los personajes a actuar en el mundo de hoy. Esta premisa le da al relato una extrañeza particular, que refuerza la sensación de estar viendo espectros en vez de personas, apariciones solitarias que quedaron atrapadas en medio de capas del tiempo. Presente y pasado se unen así en una relación tensa (¿fue alguna vez diferente?) y Transit se mira como una película hecha en un fundido encadenado permanente.

En una entrevista publicada en The Notebook, Petzold describe una idea genial que bien podría aplicarse para todo el resto de su obra.: “En la teoría estructuralista existen dos palabras: una es la metáfora y la otra la metonimia. La metáfora significa que una cosa está por encima de otra, y la metonimia que una cosa existe al lado de la otra. Creo que la historia no es solamente [pone las manos una encima de la otra] una y otra vez, sino que también es algo en lo que tenés a las cosas viejas y a las nuevas unidas. Tenés lo subjetivo y lo objetivo trabajando al mismo tiempo”. Después habla de que en Berlín salís a caminar e inevitablemente te encontrás con las huellas del pasado todavía viviente en cualquier rincón de la ciudad, ya sea en un monumento, una placa en una pared o en los restos palpitantes del muro. Esto permite que la puesta en escena de Transit se vuelva completamente inestable, prácticamente brechtiana, y el realismo ascético que sus imágenes reflejan se torne tramposo.

Pensemos en lo que sucede cuando los personajes van a la embajada: todo el decorado parece seguir a rajatabla el verosímil de época pero de repente Petzold pone en escena un plasma ultra moderno que transmite imágenes de barcos que se hunden y otras tragedias acuáticas. O por ejemplo lo que pasa cada vez que los personajes se suben a un taxi y aparecen autos último modelo. Es como si Petzold lentamente corriera el velo que mantiene ocultos, lejos de toda posible contaminación, el sistema que hace que toda película se vuelva algo creíble, cerrado, impoluto. Cuando finalmente quite por completo ese velo, lo que deja al descubierto es un objeto extraño, como un cuadro cubista camuflado de figurativo. Lo objetivo y lo subjetivo. O también: lo objetivo versus lo subjetivo.

Pero volvamos a Georg. Lo habíamos dejado arriba de un tren de París a Marsella. El viaje es lo suficientemente largo como para permitirle leer todo lo que se trajo de la habitación del escritor. Su obra recientemente póstuma le genera una epifanía. Él se ve reflejado en lo que esas páginas cuentan, piensa que bien podría estar contando la historia de su vida. Entre el resto del material de lectura se encuentran las dos cartas que debía entregarle. Una es de su mujer, Marie, diciendo que lo espera en Marsella y de allí irán juntos hacia México. La otra es un permiso de la embajada mexicana para salir del país sin problemas. Cuando finalmente llega a Marsella, una mujer parece confundirlo con otra persona y lo mismo sucede en la embajada, donde piensan que es el escritor muerto. Esto lo deja enfrente de un panorama que hasta hace poco le era imposible, uno en el que no solo puede irse sin problemas sino también jugar a ser otro.

Aquí es donde Petzold complica aún más las cosas. En principio, porque una voz en off empieza a entrometerse en el relato, leyendo extractos de ese mismo libro que el escritor dejó y que a Georg le causó tanta conmoción. Pronto nos daremos cuenta de que ese libro no es otro que aquel en el que la película se basa (escrito en el exilio por la autora alemana Anna Seghers) y que Petzold introduce en la narrativa de Transit. Y en segundo lugar, porque a partir de la relación entre Marie y Georg el cineasta regresa al terreno por el que ya había circulado en películas como Barbara (2012) y Phoenix (2014), ese en el que thriller se mezcla con el melodrama. En este aspecto, Petzold sigue demostrando su capacidad para trabajar los géneros a partir de pequeños elementos, sin que le haga falta mancharse del todo. Pone un bar como el espacio central donde los personajes sufren sus desencuentros y desventuras, casi como aquel Rick’s Cafe de Casablanca. Pone a una mujer como la figura que volverá las cosas más complicadas, remixando incluso a su histórica musa Nina Hoss en el cuerpo y el rostro de la recién llegada Paula Beer, perfecta como nuestra Penélope de turno, Marie. Incluso a la propia Marsella la retrata como un lugar de pura incógnita, un espacio casi desvanecido, resumido en unos pocos espacios que van del puerto, al hotel y del hotel al bar.

Así es como la película se va transformando en el resultado de trabajar diversas formas de transposición (y asumir sus problemas y distorsiones): de la literatura al cine, de un género a otro, de una persona o otra y de ayer a hoy. Así y todo, lo verdaderamente terrible que Transit viene a demostrar es que nada cambia tanto. Georg puede ser momentáneamente otra persona y aún así terminar derrotado, sin posibilidad de escapar de ese loop en el que se ve inmerso. Las páginas del cuento que se ha vuelto su vida ya están escritas, las tuvo en sus manos y las ha leído. Se ha vuelto, tristemente, un estereotipo recurrente, una forma que vaga entre las sombras, entre los tiempos, casi sin rostro, casi sin cuerpo, flotando entre las olas de ese mar que nunca lo lleva hacia la libertad tan deseada. Y ahí quedan.

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