Por Lautaro Garcia Candela, Lucas Granero y Ramiro Sonzini
Queremos empezar este newsletter con un desagravio a la señora Mirtha Legrand, que parece haberse puesto al hombro la defensa del cine argentino desde sus almuerzos. En esta nota dice que habló con Pirovano y le confirmó que no cierran ni el INCAA ni el Gaumont. Y Jotafrisco, en el método de investigación de estos tiempos (revisar likes de funcionarios en Twitter), descubrió que el presidente suscribe a lo que dice la señora. De todas maneras, es una no-noticia, porque sabemos que el Instituto no cierra efectivamente sino que se reorganiza de una manera que se parece bastante a cerrar. Es la lógica comunicacional/política del gobierno de Milei en todas las áreas: avanzar de máxima, recular un poco y finalmente tratarnos de exagerados a los que nos oponemos. Cabe preguntarse qué pasaría si los grandes popes del cine nacional intervinieran más en esta batalla, más allá de Leonardo Sbaraglia, que se prende en todas y lo podemos ver en cada una de las marchas.
Hace un par de días nuestro representante cordobés estuvo en el estreno del nuevo mediometraje de Nicolás Prividera. Los poquísimos lectores de este espacio –y los no tan pocos del sitio Con los ojos abiertos, donde Prividera escribe regularmente– quizá sepan que, desde hace varios años sostenemos una pequeña disputa intelectual, mucho más fogueada por Privi (como le decimos cariñosamente) que por nosotros mismos, en donde frecuentemente nos endilga tibieza, impericia e inutilidad (es un amante de los juegos de palabras). Hay que reconocer que venimos perdiendo esta trifulca, ya que nuestro contendiente es, con bastante holgura, el polemista más voluntarioso (y por qué no talentoso) del mundillo del cine argentino; y porque nosotros hemos demostrado en sucesivas ocasiones una notable inutilidad para la tarea, aunque en el último número de la revista publicamos una extensa y brutal crítica de José Miccio a su película que molestó a varios e incluso algunos decidieron tomar distancia de nuestro espacio. Como era lógico, esperábamos que el contragolpe de Privi fuera furibundo, pero sorprendentemente nunca llegó. Incluso su silencio nos hizo temer por su salud. Afortunadamente, en la proyección de Carta a una señorita de París se lo vio muy sano.
Sonzini asegura que, al ver a Privi en la sala, después de tantos años de enojos virtuales, paradójicamente, sintió alegría. “Le hubiera dado un abrazo”, comentó momentos después en una pizzería de Corrientes cuando de golpe, como si de una invocación se tratara, Privi apareció (seguramente buscando la misma cena económica por la que nosotros estábamos allí). El encuentro fue amigable, se habló un rato de la situación del país y de los estudiantes universitarios; estuvimos de acuerdo, y en la despedida hubo abrazo. Mientras caminábamos apurados hacia el cine, todos comentamos con sorpresa la amabilidad de nuestro rival y alguien en chiste dijo: “Mañana saca una nota en contra de esta charla”. No ocurrió, pero casi. Al día siguiente, publicó este texto, que no tiene nada que ver con La Vida Útil, pero que se da el gusto de arrancar tirando un codazo totalmente gratuito a la pasada. Más allá de lo que dice sobre el texto de Miccio y sobre la Semana Mundial de la Cinefilia que organizamos, es inspirador saber que ni el contacto humano lo ablanda intelectualmente ni la tozudez intelectual le terminó de secar el alma.
Aunque en su personaje de crítico jamás da el brazo a torcer ni muestra signo alguno de debilidad (leyéndolo uno tiene la sensación de que se considera él mismo el único cineasta y crítico coherente y útil), viendo su pequeño film tuvimos la impresión (¿la ilusión?) de que algo se replanteó. En primer lugar porque aquí decidió cambiar esa impostada tercera persona (en realidad, una primera disfrazada) de Adiós a la memoria por una primera persona femenina, que es la voz de un personaje que lee las cartas que Prividera le envía. En este artilugio retórico lo que ingresa es la intención (diferida, potencial, no consumada) de un diálogo. No escucharemos qué piensa ni qué responde la señorita de París, pero por lo menos existe como potencia. En segundo lugar, y con mucho más nitidez, la siguiente frase -mencionada al pasar- hace un tremendo eco en las intervenciones del crítico en la discusión pública: “Solo queda de ese viaje una carta de mi madre a sus padres donde previsiblemente dice: ‘París es una ciudad hermosa, la sentimos tan cerca nuestro como Buenos Aires’. ¿Seguían mis padres la vieja tradición argentina de peregrinar a la vieja ciudad luz? ¿O solo perseguían sus propios fantasmas? Su admirado Sartre aún estaba vivo entonces. Yo solo puedo dialogar con los muertos, ¿cómo podría reprocharles algo?”. Es como si el Prividera cineasta se permitiera reconocer la incapacidad para dialogar con la parte viva del presente que el Prividera crítico jamás admite.
La película, a pesar de su permanente necesidad de conceptualizar cada imagen que incluye, cada unión que produce con el montaje, pareciera dejar un poco más de espacio para algunas preguntas; y sobre todo para un gran momento de belleza, sin voz en off, sin interpretación ni clausura de sentido: a la mirada de la Mona Lisa la sucede una secuencia de montaje de fragmentos con imágenes de su madre paseando por París, tranquila, relajada, hermosa. Solo la acompaña una canción de Elvis. Esa pequeña secuencia es un acto de amor, hacia su querida madre y hacia el espectador.
Dejando de lado las inquinas del mundillo (aunque en ese mundillo pueden verse las tensiones que luego se replican a gran escala en diferentes ámbitos del cine y de la política) vimos otras dos películas. La primera fue Corazón embalsamado, de Julieta Seco, que cuenta en primera persona su infancia y adolescencia en una San Fernando del Valle de Catamarca completamente atravesada por el catolicismo. La voz en off que recorre la película está contada desde aquel presente. El hacer esta película puede pensarse como una vuelta al nido o como una sesión de psicoanálisis: la narración está llena de detalles, de cosas dichas al pasar, de recuerdos.
Hay una cruza en los materiales que componen la película. Por un lado, las grabaciones de la época: en VHS, de lo que suponemos es la infancia de la directora (a finales de los 90, principios de los 2000), y posteriormente imágenes que parecen registradas por los primeros celulares que podían grabar video. Por otro lado, planos en digital de cámaras contemporáneas que se dedican a los espacios vacíos que suponemos son la casa de la directora y retazos de pósters de las habitaciones de la infancia. Aparecen jugadores de fútbol, de rugby, Pamela Anderson, algunas imágenes pornográficas. Está todo medio fuera de foco o al menos rarificado, filmado desde muy cerca, como una forma táctil. Como si quisiera hacernos sentir la textura de las cosas. La sensación que causa es de inquietud y de trance.
Esas texturas cobran más importancia en uno de los capítulos dedicados a la Virgen María, a sus mantos, al bordado de los vestidos. Es una escena bastante impresionante, justamente porque no termina de quedar claro qué grado de ironía tiene. La película parte de un anticlericalismo de manual, más sugestionado que dicho en voz alta. La única voz que no es de la directora es la de un cura que obviamente tiene ideas conservadoras sobre la familia, las relaciones, la sociedad. En el contexto de la proyección podría pensarse que en el espectador típico del Bafici esas ideas no podrían causar otra cosa más que una antipatía total, no una tensión que motive el pensamiento. Pero después la voz en off habla embelesada de algunas figuras religiosas, como el corazón de Fray Mamerto Esquiú y los vestidos de la Virgen María ya nombrados: esa relación no implica solo un rechazo. Es Catamarca, pero sobrevuela el fantasma de Lucrecia Martel en el sopor, en donde resuenan la siesta y el secreto, las habitaciones con la puerta abierta, la sexualidad reprimida. Es como la película en primera persona que haría la protagonista de La niña santa en ese momento. Esa primera persona aniñada, confundida, no termina de explicar las cosas: está más cerca de sentir que de entender. Relata sus experiencias como un muestrario de todas las cosas que están mal en la juventud y que son peligrosas vistas desde el presente. Las piensa de manera crítica pero intenta mantener la ambigüedad de esos años narrados. Esa regresión a la infancia se siente como retórica disfrazada o el resultado de un plan calculado, al mismo tiempo que también como una purga personal de esos años.
Y, por último, Sean Price Williams. Seguramente ese nombre les suene a muchos cinéfilos avezados en seguir los avatares del cine independiente norteamericano actual. Aparece en los créditos como director de fotografía de casi toda la obra de los Safdie, Alex Ross Perry, Nathan Silver y hasta en las películas recientes de Abel Ferrara, acaso estableciendo una suerte de tradición estética entre dos formas de retratar la vida en Nueva York –algo así como unir al cine salido de The Deuce con aquellos que alimentaron su cinefilia en base a alquileres en Kim’s Underground– . Su estilo ya es una marca bastante personal y fácilmente identificable: por lo general, tiende al trabajo con texturas rugosas, cámara en mano, lentes muy cortos, siempre en celuloide y en búsqueda de imágenes que le sigan el pulso a la ciudad, fugaces y esquizofrénicas. The Sweet East, su ópera prima, funciona como un manifiesto de su particular catálogo de obsesiones e influencias en el que se mezcla cierto clima heredero de películas de explotación de la más profunda Europa (Walerian Borowczyk, por ejemplo, y otros tantos polacos más) con zonas incendiarias del cine americano, como las películas de la infame productora Troma.
Un viaje escolar a la capital del país se transforma en el túnel ideal para que Lilian, nuestra Alicia de turno, comience un viaje por toda la costa este hacia las profundidades del sueño americano. Allí encontrará toda suerte de extremismos, desde una red de pedófilos hasta un grupo de anarquistas, pasando por brigadas de extrema derecha, fanáticos de las armas y hasta un dúo de insufribles cineastas que quieren volverla una estrella. Cada pasaje a esos mundos se cuenta como un pequeño relato autoconcluyente, capítulos en un fresco más amplio que va configurando un territorio sinuoso, rodeado de raros peligros y personajes excéntricos, a los que Lilian mira con asombro y suficiente confianza como para animarse a dejarse llevar, al menos por un tiempo, en sus extraños juegos. Aunque cada visita a estos mundos presenta una infinidad de posibilidades, The Sweet East acaba mordiéndose su propia cola. Su horizonte es la farsa, la picaresca, y su único afán es multiplicar ese gesto hasta el cansancio. La originalidad de la película, su frescura adolescente, algo ingobernable, termina dando lugar a una monotonía general en la que todo parece dar lo mismo. Se supone que hay un intento de algunos cineastas americanos por retornar hacia las bases, volver al espíritu de los cuentos y la fantasía iniciática (acompañan a Price Williams las películas de Tyler Taormina, Graham Swon y Aaron Schimberg, entre otros). Pero The Sweet East no logra transformar al mito de su América en algo más que una pobre caricatura.
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1 Comment
Estimados,
Ojalá sostuviéramos (en el cine argentino) alguna “disputa intelectual”, pero (en relación a LVU) sólo hubo un cruce en los pfrimeros dos números de la revista. Luego de la presentación vino primero el silencio y luego la ofensa de la “extensa y brutal crítica de José Miccio”, que como ustedes mismos asumen incluso más allá de ese adjetivo, “molestó a varios” tanto como para “tomar distancia de nuestro espacio”. Yo tomé distancia porque no me interesan los “contragolpes” sino los argumentos, y la nota misma demostraba que no los había. Una disputa intelectual es otra cosa, pero esta vez me veo en la necesidad de contestar una afirmación que repite el mismo modus operandi de forzar una lectura gracias a un recorte falaz.
“Es como si el Prividera cineasta se permitiera reconocer la incapacidad para dialogar con la parte viva del presente que el Prividera crítico jamás admite”, concluyen luego de hacer una cita descontextualizada. Mis películas pueden tener muchos defectos, pero nadie puede decir que no dialogan con el presente… En eso son más bien bastante excepcionales. No porque sea “el unico cineasta y crítico coherente y útil”, sino simplemente porque no temo en hacerlo. Porque si algo espero del cine y la crítica es que dialogue con el presente…
Eso hicimos en la pizzería de Corrientes, pero evidentemente “estuvimos de acuerdo” porque sólo hablamos de la realidad política, y no de su relación con el cine y la crítica. El texto que salió en OjosAbiertos obviamente ya estaba escrito. Pero no le hubiera cambiado una coma. No es “un codazo totalmente gratuito a la pasada”, sino precisamente un comentario sobre una crítica que no sabe cómo dialogar con el presente…
Podría decir algunas otras cosas sobre lo que comentan de la película (el “artilugio retórico” está abiertamente tomado de Sans Soleil), pero me quedo con “la impresión (¿la ilusión?) de que algo se replanteó”, más allá de lo que señalé al inicio. Es decir: me alegra que les haya gustado un poco más que Adiós a la memoria…
Saludos.