Por Lucas Granero
En una entrevista para Cahiers du Cinéma, Jacques Rivette decía que para él L’amour fou era tan solo el residuo de un proyecto mucho más grande, pensado a largo plazo. Confesaba que lo que más le interesaba era conseguir, finalmente, una instancia de rodaje en la que se sintiera completamente cómodo, en armonía total como para conseguir una película que fuera el producto de esa comunión entre intérpretes, técnicos y demás implicados. Las cinco semanas de rodaje que le llevó realizar esta película monumental supusieron el descubrimiento de una nueva forma de relacionarse con el cine, acaso el impulso vital que terminó de darle entidad a su particular modo de experiencia cinematográfica duracional/vivencial. En ese sentido, L’amour fou puede pensarse como una suerte de documental sobre aquellos días, un entrecruzamiento de distintas sensibilidades que le dan forma a una película de extrema densidad emocional.
Las relaciones con La mamá y la puta, de Jean Eustache, estrenada cuatro años después, resultan obvias, y los diálogos que se establecen entre ambas películas son múltiples. En principio, las dos tocan la idea de un romance tóxico, en el que factores externos a la relación terminan actuando como disparadores para diversas amenazas. Bulle Ogier (que hace aquí su primera aparición en el cosmos Rivette, dando inicio a una relación que se desarrolló durante toda su obra) y Jean Pierre Kalfon forman una pareja de artistas que se encuentran en medio de los ensayos para una puesta teatral de Andrómaca, de Racine. No pasará mucho tiempo para que ella comience a rodearse de sospechas y dudas con respecto a las relaciones de su pareja con las actrices de la obra, lo que la terminará distanciando cada vez más de la realidad hasta alienarla por completo. Rivette siempre ha sido el gran retratista de la paranoia (lección aprendida de asistir a todas las clases del maestro Lang) y por eso evita, a diferencia de Eustache, en cuya obra la desilusión política post mayo del ‘68 atacaba directamente el ánimo de sus personajes, mostrar las huellas de los enemigos. Prefiere dejar todo en un estado de incertidumbre pleno, en el que el afuera parece ser un terreno salvaje en el que todo puede pasar. Esa enemistad que la película establece con el exterior es uno de sus tantos poderes. Son sólo dos los espacios en los que se desarrolla todo el relato: el departamento en el que vive la pareja y el teatro en el que se se llevan a cabo los ensayos, dos espacios habitados por distintas formas de permanencia, y que se comunican uno al otro arrastrando obsesiones y estallidos varios que entran en resonancia. Ese encierro permanente termina dándole a la película una respiración particular, contaminada, que lejos de disiparse se torna cada vez más densa, hasta volverse irrespirable.
Aunque pueda pensarse que se trata de un experimento puramente moderno, es interesante notar cómo Rivette no se priva de usar las herramientas de la narrativa clásica. A la luz de ese montaje paralelo que usa en varios momentos, que se trata de una película que no reniega de ninguna enseñanza previa sino que las magnifica. Una llamada telefónica, por ejemplo, o una jornada dividida entre la cama (ella) y el teatro (él), se cuentan a través de cortes que van mostrando qué es lo que sucede en el otro espacio al mismo tiempo. Cada corte, cada salto hacia otro lugar, se siente como un ataque directo, tal es la amenaza constante que la película logra instalar. Más violentos resultan estos cortes cuando lo que se muestra es el exterior, ese afuera que se quiere negar, y que aparece como fogonazos de luz natural que castiga la percepción que hasta ese momento manteníamos. Cada cambio de plano supone una sorpresa, la palpitación de un peligro. Es como si Rivette potenciara un poder secreto en el uso del suspense que Griffith y otros pioneros encontraron en el montaje primitivo.
Filmada en 16 y 35mm, el primero utilizado únicamente para los ensayos de la obra y el otro para todo lo que sucede fuera de los mismos, L’amour fou mezcla distintos grados de granulado y textura, una intensidad en la captura de luces y sombras, de atmósferas densas, que muchas veces terminan tornándose indistinguibles. Hay momentos donde la diferencia entre un material y otro es imposible de definir, jugando incluso a construir raccords de movimientos entre las dos zonas de acción. Es claro que lo que en un comienzo existía como dos instancias individuales e independientes pronto comienzan a contaminarse mutuamente. Andrómaca entra en la vida de estas personas, destruyendo lo que ya venía frágil, acaso acrecentando lo que ya estaba por caerse. Esa dualidad entre ficción y realidad supo ser una de las constantes de Rivette. Sus personajes muchas veces se mueven por la vida como si estuvieran actuando, a punto tal que transforman todo lo que los rodea en pura ficción, encontrando a veces una brecha en la cual la realidad se les vuelve una especie de cuento de hadas (pienso en Céline y Julie, pero también en Le Pont du Nord). Aquí, esa brecha está simbolizada por esa puerta en la casa en la que vive la pareja. Cuando la locura lo envuelva todo, será destruida por completo, a martillazos, por lo que ninguna barrera entre esos dos mundos queda en pie. Al final solo quedará la muerte o el escape. Ninguno de los amantes elige la primera y sin embargo todo lo que queda es silencio.
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