Twin Peaks: ¿Es futuro o pasado?

Por Malena Solarz y Nicolás Zukerfeld

Una serie de televisión    

El diez de junio de 1991 se emitió el último episodio de Twin Peaks, tras una segunda temporada que casi triplicó los episodios de la primera y dejó a los televidentes con opiniones muy dispares. Televidentes, sí, porque Twin Peaks fue y es una serie de televisión, de la época en la que las series se veían en televisión, de la época en la que, en realidad, casi todo se veía por televisión. Y en ella el encuentro periódico (y en pleno prime time) con los espectadores permitía un vínculo capaz de tolerar malos momentos, malos capítulos, malas decisiones, y perdonarlo todo con tal de poder reencontrarse en siete días con ese universo. La sensación al terminar de ver una serie (especialmente cuando los episodios no podían verse todos de corrido en modalidad “maratón”) solía ser precisamente esa: haber pasado un tiempo en ese mundo, haber compartido una temporada con esos personajes y tener, entonces, una intensa relación de familiaridad con todos ellos. 

David Lynch y Mark Frost, creadores de Twin Peaks, supieron entender a la perfección las reglas del formato con el que trabajaban: además de compartir pantalla y mimetizarse con series como Cheers o Dallas, Twin Peaks toma estas formas de la cultura popular norteamericana y, como en una fiesta de disfraces, las pone a bailar con un grado de experimentación formal difícil de encontrar en los productos de consumo masivo del momento (y de cualquier momento). De a ratos la propia serie se viste de soap-opera de la tarde, sacando a la luz los secretos más oscuros de un pueblo chico (algo que siempre se relacionó con Peyton Place, la novela de Grace Metalious adaptada luego a la legendaria serie de TV). A veces simula ser una sitcom, con escenas de una artificialidad a la que solo le faltan los aplausos y las risas grabadas. Pero también, a veces, son los propios habitantes de Twin Peaks los que ven con devoción su propia novela, Invitation to Love (completamente inventada para este universo), generando una especie de pantalla duplicada. Tal vez el primer signo de autoconciencia y su posterior caracterización como “serie de culto”, sea que Twin Peaks es una serie sobre un pueblo en el que todos ven televisión y allí descubren, como en una pesadilla, su inconsciente colectivo.

Acá en Argentina la serie se emitió por primera vez en el Canal 9 (en un intento de su director, Alejandro Romay, de vencer a ¡Grande, Pa!, hit de Telefé que exaltaba los valores familiares más tradicionales). La pregunta que se repetía en todas sus publicidades era “¿quién mató a Laura Palmer?”: un whodunit, sí; pero Twin Peaks fue, a la vez, la confirmación de que la resolución de un crimen siempre es una puerta abierta a un enorme conjunto de otros crímenes, a un complejo universo de personas comunes que son atravesadas por pequeñas o enormes crisis y a una cantidad de hilos que quedan sueltos, tentándonos a tirar de ellos hasta deshacer todo posible sentido. 

En aquel último capítulo, después de haber vivido en Twin Peaks veintiocho episodios (que equivalen a veintiocho días), Dale Cooper ingresa al Black Lodge y se encuentra, finalmente en persona (y no ya en sueños), con personajes ya conocidos para él y para nosotros. Sin abandonar esa mueca de perplejidad (tan típicamente lyncheana), Cooper recibe atentamente todo lo que ellos tienen para decirle y mostrarle. El lugar en el que está también nos es familiar: reconocemos las cortinas rojas, el piso en zig-zag, las estatuas y los sillones dispuestos como en una sala de espera glamorosa y absurda. También aceptamos con total naturalidad que todos (menos Cooper, claro) hablen un idioma que reconocemos como inglés pero que no lo es del todo. Esa enorme extrañeza, sin embargo, se construye de una manera muy sencilla y no menos contundente: los actores realizan todos sus movimientos y dicen todos sus parlamentos en reversa, y luego ese material es puesto nuevamente al revés, quedando ahora “al derecho”. Entre los personajes que desfilan por esa sala ahora aparece ella, el amor platónico de todo el pueblo, el punto de partida de toda la serie, la chica violada y asesinada que nunca vimos más que en filmaciones caseras antiguas o fotos protocolares del colegio: Laura Palmer. 

La relación entre detective y víctima ha sido motivo de grandes hitos de la historia del cine negro, y no es casual que uno de ellos sea precisamente Laura, film de Otto Preminger de 1944. Allí Gene Tierney interpreta a Laura Hunt, una joven asesinada en torno a la cual gira la investigación del personaje de Dana Andrews. El detective McPherson, rodeado de objetos, cartas e imágenes de su víctima, se involucra tanto en el caso que, como era de esperarse, termina enamorándose de ella (o su figura). La diferencia con Twin Peaks es que, a esta altura de la serie, ya hemos descubierto hace tiempo que nuestra Laura, Palmer, no es solo esa inocente y delicada muchachita, la chica 10 que ayudaba a los enfermos y tenía un novio jugador de fútbol americano e hijo de un honrado militar. Esta Laura encarna, aún siendo un fantasma, tanto a la femme fatale como a la niña bonita. Y Cooper, que no deja de ser un galán de telenovela, también se deja seducir por ella, aunque más no sea para develar quién fue su asesino. 

Vestida de gala (o de funeral), Laura se mueve seductora en la sala de espera del Black Lodge y hace tres cosas que son, incluso cerca del final, novedosas: chasquea los dedos de una forma extraña (recordemos que todo está “en reversa”), para luego decirle a Cooper: “Nos veremos en veinticinco años. Mientras tanto…”, y retoma esos puntos suspensivos con un gesto en el que enmarca su rostro con sus manos, en una pose sospechosamente similar a la tapa del disco Heroes de David Bowie. Pero, como en todo relato del noir, involucrarse demasiado con una investigación puede tener consecuencias letales, y esta no es la excepción: ya no es este Cooper, amoroso y encantador, quien sale del Black Lodge y vuelve a Twin Peaks habiendo cumplido con su deber, sino su doppelganger, su gemelo maligno. Un destino trágico para un personaje que no parecía predestinado a serlo. Doblemente trágico, porque no solo no logra rescatar a su novia Annie, sino que queda atrapado en el Lodge, quién sabe hasta cuándo. Y así, en esos últimos instantes del último capítulo, Twin Peaks nos deja rogando que ese plazo de veinticinco años sea, en realidad, mucho menor, y que pronto Lynch y Frost vuelvan a llevarnos a ese pueblo de los bosques cercanos a Canadá. 

Una película

Un año más tarde se estrena Twin Peaks: Fire Walk with Me, un largometraje que parece frustrar todas las expectativas sobre la continuidad de la serie. Más bien, Lynch hace lo contrario: una mezcla entre precuela y spin off que abre aún más la proliferación de enigmas relacionados, de alguna u otra manera, con el asesinato de Laura. 

La película, como muchas de Lynch, parece estar dividida en dos grandes partes, que aparentemente no tienen nada que ver. Sin embargo, en la primera, uno vive un efecto de siniestro déjà vu: un año antes de los acontecimientos que marcaron la llegada de Dale Cooper a Twin Peaks estamos, ahora, en Deer Meadows y, en vez de ver el cuerpo “envuelto en plástico” de Laura Palmer, aparece el de Teresa Banks, un personaje del que solo habíamos escuchado hablar en la serie. El que llega a investigar el caso es otro agente especial del FBI (más oscuro y cínico que Cooper) que “tiene su propio modus operandi”, Chester “Chet” Desmond, junto con su ayudante, el forense Sam Stanley. Ambos se ven involucrados en un “caso blue rose”, es decir, un caso rodeado de secretos en el que solo un selecto grupo de detectives puede intervenir. 

Esta primera parte se interrumpe cuando, en medio de la investigación, Desmond desaparece sin dejar rastro, anticipando simplemente que el asesino volverá a atacar. Algo curiosamente similar le sucede a otro agente involucrado en el grupo blue rose. Se trata del glamoroso y entrañable Phillip Jeffries, que regresa al FBI luego de un tiempo de ausencia para vociferar unas frases incomprensibles y desaparecer, nuevamente, de una forma aún más extraña. Casualmente (o todo lo contrario), quien interpreta a Jeffries es el mismísimo David Bowie, experto en recorrer ese camino sinuoso entre géneros (musicales y sexuales), siempre mimetizándose con épocas y estilos distintos, pero construyendo a la vez una identidad mutante y completamente elocuente para pensar su propia época. La repentina aparición-desaparición de este agente es una de las escenas más recordadas de la película, no solo porque genera una rareza espacio-temporal gigantesca, sino porque parece diseñar un prólogo para una película que no es la que veremos

La segunda parte de la película sucede un año después, en el ya conocido pueblo de Twin Peaks. Aquí se narran los últimos siete días de Laura Palmer antes de ser asesinada. Por un lado, esta parte confirma todo aquello que en las dos primeras temporadas intuíamos de su sinuosa vida: la violencia familiar, la adicción a las drogas, lo que pasó en aquel trailer el día de su asesinato. Sin embargo, como si Lynch estuviera preparando algo que recién desarrolla más de veinte años después, distribuye una serie de elementos que, en el contexto del largometraje, parecen solo generar interrogantes vacíos. Algunos de ellos suceden en los sueños premonitoriamente oscuros que atormentan al personaje de Laura. En particular uno, que puede perderse en el mar de pistas de la película, pero que será fundamental en la tercera temporada: Laura sueña con Annie, un personaje que nunca conoció ya que, en la cronología de la historia, llegará al pueblo mucho después de que ella sea asesinada. Annie se aparece al lado de Laura en la cama y le confirma algo que ella aún no comprende pero nosotros, que ya vimos la serie, sí: “Estuve en el Lodge con Dale y Laura. El buen Dale está en el Lodge y no puede salir. Escríbelo en tu diario”. Aunque todavía no lo sepa, Laura se reunirá algún día con Annie y Dale en ese tiempo suspendido en el que flota el Black Lodge, y allí le prometerá a Cooper (y a todos nosotros): “Nos veremos en veinticinco años. Mientras tanto…”, para despedirse con su extraño ademán.

Otra serie de televisión (o la misma)

David Lynch se toma su tiempo. Después de Twin Peaks: Fire Walk with Me, realiza cuatro largometrajes y cientos de cortometrajes, videoclips y publicidades. Quizás por su tradición de pintor, el tiempo es un elemento importante en su obra audiovisual. Por un lado, entre película y película pueden pasar cinco o siete años, pero en el medio puede realizar trece cortometrajes en tan solo uno. Para el regreso de Twin Peaks, Lynch se toma casi literalmente esos veinticinco años que Laura había anunciado en 1991. El 21 de mayo de 2017, entonces, se estrena el primer episodio de la tercera temporada, también conocida como Twin Peaks: The Return. Lynch mantiene a casi todo el elenco de las dos primeras y la película y, en un gesto truffautiano, permite que sus rostros nos muestren el paso del tiempo, las enfermedades, las cirugías, o incluso la muerte. 

Pero este “return” del título no es solamente un regreso: es también un nuevo comienzo, aunque sea desde las ruinas de lo que fue alguna vez un pueblo en decadencia, o desde la propia historia de la televisión. Porque Lynch regresa a Twin Peaks (y al formato serial), pero el mundo hoy es completamente distinto: la tecnología ha cambiado todo en materia de telecomunicaciones y eso generó formas completamente nuevas de consumo. Y dentro de esos cambios se incluye al rol enorme que hoy, y desde hace algunos años, ocupan las series (ya no necesariamente “de televisión”) en el mundo audiovisual. La manera en la que esos fieles televidentes se reunían para ver su telenovela preferida en una pantalla, o la forma en la que compartían, como pertenecientes a una logia secreta, información o claves, al día siguiente en el bar o el colegio, hoy se da una forma completamente distinta. Si a principios de los años 90 Lynch fue convocado para darle prestigio a ese medio un poco bastardo que era la televisión, hoy la situación ha dado un giro casi completo: una serie no tiene que reclamar su pequeña porción de legitimidad, sino casi todo lo contrario; hoy, una serie no pertenece más a aquello denominado “cultura baja” (recordemos que los primeros dos episodios de esta tercera temporada se estrenaron, como en su momento la precuela, nada más ni nada menos que en el Festival de Cannes). Sin embargo, Lynch y Frost no dejaron de abrazar la periodicidad semanal como una de las reglas originales y fundamentales del formato y lo mantuvieron, aún emitiéndose por Showtime.

Ahora bien, si Twin Peaks en sus dos primeras temporadas era una serie sobre el presente y Twin Peaks: Fire Walk with Me una película sobre el pasado, Twin Peaks: The Return es una serie sobre el futuro. O sobre el futuro de las series. Y en ese futuro, para Lynch, hay mucho de presente y, claro, de pasado. Pero en un mundo audiovisual saturado de nostalgia empática, esta tercera temporada anula ese vínculo reaccionario con el pasado para invitarnos a seguir delineando esa zona tan riesgosa y deforme llamada “contemporaneidad”. El futuro, entonces, parece estar en el “mientras tanto” de Laura, en tres puntos suspendidos en un gesto, en esos veinticinco años que nunca terminan de pasar. 

En 2017, Twin Peaks deja de ser simplemente un lugar imaginario en el estado de Washington para devenir en contraseña, en guiño, como aquel que Laura Palmer le envía a Cooper mientras espera en el Black Lodge. Es, en esta tercera temporada, un enigma montado sobre otro y sobre otro. Algo similar a lo que (nuevamente) Bowie junto al diseñador Jonathan Barnbrook realizan para el disco The Next Day (2013), cuando intervienen la vieja tapa de Heroes de dos maneras: por un lado, tachan con una línea su título, y por el otro colocan un cuadrado blanco con el título del nuevo disco sobre el bello rostro del músico modelo 77 (que, como decíamos, gesticula de manera parecida a Laura Palmer). Ese “día siguiente” de Bowie es un regreso después de diez años de ausencia, pero también es una forma de hablar del “día de ayer”. De igual manera, así comienza (¿o continúa?) este regreso “a Twin Peaks”: curiosamente, no con un “primer episodio” o con un “episodio 30” (que continúa el fin de la temporada dos), sino con una “Primera parte”. Esto no borra lo anterior, como en la tan utilizada lógica del reboot, sino que se superpone a su propia Historia. 

Como si se tratara de un flashback (o, como dice el slang de las series, un “previously”), volvemos a ver a Cooper y a Laura, juntos, hace veinticinco años, en la sala de espera del Black Lodge. Pero claro, ahora, ese recuerdo no es de nadie, ni siquiera nuestro. Sin embargo ahí está, como una prueba, la misma imagen fotografiada en 1991 en 35mm, el anuncio (fatal) de Laura Palmer: “Nos veremos en veinticinco años. Mientras tanto…”; la pose y la perplejidad de Cooper. Fundido a negro. 

Mi tronco tiene algo para decirle
Lo que fue alguna vez un final con puntos suspensivos, ahora se convierte en una nueva invitación a pasar un tiempo con ellos, si estamos dispuestos. Pero este regreso parece necesitar entrenamiento previo. Aquí no hay, como en Star Wars, un resumen que un rodante ascendente pueda suplir al modo de los viejos seriales. Regresar es, aquí, un ejercicio físico y visual que amplifica hiperbólicamente el nivel de atención del espectador. 

Sin embargo, después de haber visto, como mínimo, las dos temporadas y la película, sabemos que no hay nada que nos prepare del todo para lo que vamos a ver. Uno cree haber adquirido un saber-ver; uno cree ser lyncheano. Entonces se sienta en un sillón, quizás parecido a aquel en el que están Laura y el enano, y se pone a ver Twin Peaks. Y aún así falla. Y abandona, o lo vuelve a intentar, y así aprende. Aprende a ser como Dale Cooper, un detective que se viste como agente del FBI pero que en realidad encuentra pistas en sus sueños; aprende, día a día, capítulo a capítulo, a ver mejor. Pero es un trabajo arduo: no es cuestión de golpear dos veces los zapatitos rojos (como Lula, el personaje interpretado por Laura Dern en Wild at Heart) o de seguir simplemente el camino de baldosas amarillas. Volver a Twin Peaks es bastante más complejo: hay muchos caminos, hay zapatos sueltos, y mucha historia ya recorrida.

La ventaja es que no empezamos de cero esta vez. La experiencia de las primeras temporadas nos dio una gran lección acerca del McGuffin hitchcockiano: la pregunta sobre el asesino de Laura fue la zanahoria delante de nuestras narices para llegar a la mitad de la segunda temporada y, una vez allí, nos abandonó en el medio de un camino repleto de nuevas preguntas. Esa enseñanza nos coloca frente a este nuevo regreso a Twin Peaks con una supuesta consciencia: sabemos que tenemos que buscar pistas, y que estas pueden estar en los objetos o gestos más recónditos, y hasta sabemos, también, que muchas de esas pistas pueden ser falsas. O creemos saber, porque siempre sabemos menos de lo que pensamos. Ahora que somos expertos detectives, Lynch hace explotar el McGuffin por el aire, suprimiendo todo posible whodunit, para que preguntemos algo más expansivo que “¿quién mató a…?”. En esta tercera temporada, el misterio que prevalece es: “¿qué relación tiene cada una de estas partes con el todo?”.

Entonces hay un nuevo aprendizaje: hay que mirar todo con atención, reconocer pistas, seguirlas, detectar las falsas, y dejarse encantar por las “des-pistas”. Y también, claro, hay que abandonarse a los misterios y disfrutar del camino, por más borroso que se vea. Pero lo particular de Twin Peaks es que para comprenderla hay que mirar hacia adentro de ese universo, no hacia afuera. A diferencia de ese tipo de películas o series cuyos enigmas parecen “resolverse” (o en realidad, legitimarse) cuando las pistas se relacionan con otros relatos más “elevados” (las sagradas escrituras, grandes autores de la literatura fantástica, mitología griega, etc.), aquí lo único que nos puede guiar para resolver los enigmas (o al menos intentarlo) es su propia lógica. Como las grandes sagas de aventuras, Twin Peaks forma su propia mitología, con su correspondiente simbología, su glosario, su etimología y genealogía. Todo símbolo valioso para Twin Peaks remite a algo que sucede dentro de este propio mundo. Tal vez por eso, el momento más importante para todo espectador es cuando, finalmente, aprende a “hablar en Twin Peaks”.

Remix 

Si antes hablábamos de la importancia que Lynch le daba al tiempo (al paso del tiempo, especialmente), tal vez una de las principales características que diferencia Twin Peaks: The Return con las dos primeras temporadas es, precisamente, un elemento temporal: su particular tempo. Lynch utiliza un cierto tipo de ralenti, que alcanza su potencia conceptual en la intervención que el director (ahora como músico) realiza sobre una serie de composiciones. En la Parte 1, cuando se presenta al personaje de Mr. C, lo primero que escuchamos (y que se convertirá luego en un leitmotiv) es “American Woman” del dúo Muddy Magnolias, pero con su velocidad reducida en un 300%. De esta manera, Lynch transforma un tema pop en una sinfonía industrial donde la batería parece provenir de las entrañas de una fábrica musicalizada por Einstürzende Neubauten. Otra intervención del ralenti se da cuando Mr. C es interrogado por Gordon Cole y Diane Evans. Detrás de un vidrio espejado responde a las preguntas con una voz levemente deformada, “pitcheada” más grave. Finalmente, en la Parte 8, cuando los woodsmen intentan revivir a Mr. C en el bosque, se escucha una versión ralentizada (de forma más extrema aún que la de Muddy Magnolias) de la Sonata para piano n.º 14 de L. V. Beethoven, también conocida como “Claro de luna”. Nuevamente Lynch juega con ciertas zonas de la vanguardia que van desde la manipulación de las velocidades y la repetición de fotogramas de Martin Arnold, los collages musicales-analógicos de Christian Marclay hasta 24 Hour Psycho, film en el que su director, Douglas Gordon, convierte la película de Hitchcock en una pieza conceptual de 24 horas. Como si se tratara de un remix que intenta alcanzar (o inventar) lo fantasmático y oscuro que hay detrás de toda obra, esta intervención se relaciona, en los tres casos, con el personaje de Mr. C, el doble siniestro de Dale Cooper, lo más parecido a un villano que tiene esta nueva Twin Peaks

Pero este ralenti no se limita al uso de la música, sino que también puede pensarse tanto en el tempo actoral como en la duración de las escenas y su ritmo interno que, más que permitirnos “palpar” el tiempo (como en cierto cine de la modernidad), nos desconcierta por completo e incluso por momentos llega a exasperarnos. Esta lógica se grafica claramente en la transformación que sufre el personaje de Dale Cooper. Luego de dejar el Black Lodge, Cooper termina cayendo en Las Vegas, ocupando el cuerpo de un tal Dougie Jones (interpretado también por Kyle MacLachlan), un patético agente de seguros, un poco excedido de peso, con muy mal gusto en el vestuario, una especie de peluquín despeinado y que, en ese preciso momento, está engañando a su mujer con una prostituta.

Del Dougie Jones original solo conocemos su superficie, dado que Cooper lo reemplaza rápidamente. El problema es que, tal vez por el choque eléctrico al salir del Black Lodge o por la longitud del viaje, el Cooper/Dougie está un poco defectuoso. Básicamente es un ser en estado catatónico, atontado, como si esa perplejidad antes descripta como “típicamente lyncheana” se caricaturizara, no solo en el sentido cómico sino también por lo hiperbólico. Aquí Lynch muestra algo fundamental, que a veces es dejado de lado para caracterizar su obra: el dominio de un tipo particular de timing cómico. Con Cooper/Dougie, el timing se desajusta generando un extraño oxímoron: mezcla la rapidez de la screwball hawksiana (al fin y al cabo Dougie es una especie de Cary Grant vuelto un ser primitivo en Monkey Business) con la observación infantil del Monsieur Hulot de Jacques Tati. 

El nuevo Dougie parece contener el lado bueno de “Coop”, pero dentro de un cuerpo casi inútil: es un autómata, un ser reseteado que actúa como un bebé recién nacido. De hecho, parece atravesar todas las etapas de aprendizaje de un niño de 0 a 6 años: el desarrollo motor (levantar la cabeza y prepararse para el gateo), el cognitivo (atender a los estímulos visuales y sonoros), el lenguaje (comunicarse con balbuceos) y el social (depender de las personas próximas). Especialmente el cognitivo y el del lenguaje son desarrollos centrales para recuperar al Cooper que todos recordábamos. Cooper/Dougie va aprendiendo palabras por contagio, copia y repetición. Es decir, primero observa que alguien hace algo y grita algo, entonces asocia esa acción con esa palabra (la secuencia del casino es un claro ejemplo de esto). O posteriormente, cuando alguien lo señala y lo llama “Dougie Jones”, él aprende su nombre (o su alias temporario). Y finalmente, en un estadío más avanzado, Dougie repite siempre la última palabra de su interlocutor, generando una conversación simulada, una reafirmación de lo que le dicen. Visto desde afuera Dougie se convierte, al contacto con la electricidad, en un rapero extraterrestre que es al mismo tiempo un humano y una máquina de sampleo.

El “despertar” total de Cooper se posterga durante casi toda la temporada, llevando al límite nuestra ansiedad, pero también dándonos tiempo para aprender lentamente a adaptarnos a este Twin Peaks: The Return, en el que el héroe ha perdido casi todas sus capacidades. Así, un café, una placa de policía, un toma corriente, un pulgar levantado, un cherry pie o el nombre de un personaje secundario de Sunset Blvd. accionan como reflejos condicionados frustrados tanto para nosotros como para Cooper: los espectadores esperamos que cualquiera de ellos funcione como una contraseña para revivir al viejo Dale, pero habrá que esperar a que todas las coordenadas se den a la vez para que Cooper pueda, finalmente, reaccionar. La aparición de esos elementos reconocibles podría calmar a ese espectador que desea recuperar lo que Twin Peaks fue alguna vez como serie, pero también al personaje que necesita llegar a lo que Twin Peaks fue como espacio. Sin embargo, Lynch evita la empatía inmediata deformando esa familiaridad con sus íconos, volviéndolos cada vez más distantes. El espectador prototípico de Stranger Things, por ejemplo, que añora cualquier guiño u objeto ochentoso como si eso le diera, en sí mismo, un valor a la obra, estaría en este Twin Peaks muy insatisfecho. Porque Lynch decide dialogar con la contemporaneidad, creando todo un universo de sintética. Dougie Jones y su tempo sintetizan un nuevo régimen de visión: nuevas condiciones de producción de sentido (y exhibición) suponen un nuevo tipo de personaje y, en consecuencia, un nuevo tipo de espectador. Y esto, hoy, es un gesto de resistencia.

Return
Hay algo particularmente notorio, especialmente en los primeros episodios, que tiene que ver con el uso de tecnologías ultramodernas (alejándose de la estética “retro”): superficies vidriadas o metálicas enormes que no tienen ni una sutura, intercomunicadores que permiten llamar a distintas dimensiones, incluso autos, celulares y computadoras novísimas (la mayoría de las veces, incluso, podemos ver la marca y modelo). Hasta la secuencia de créditos de esta nueva temporada da cuenta de esta conciencia: la música sigue siendo la famosa composición de Angelo Badalamenti, pero ahora el rostro de Laura Palmer se transparenta y atraviesa todos los espacios que ya conocemos (la cascada, el bosque, el Great Northern Hotel), pero filmados desde drones y en altísima resolución. Así, cada comienzo nos permite tener una perspectiva (y una sensación) completamente nueva aunque todo lo demás sea familiar. Este es un regreso, pero con aviso: las cosas cambian o, más bien, cambiaron. Incluso al viejo y querido pueblo de Twin Peaks han llegado las cámaras de seguridad (aunque no sirvan para nada) y las drogas de diseño. Y todo eso (esa “nueva tecnología”) convive en la serie con los métodos ancestrales del oficial Hawk, con los mensajes místicos y poéticos del tronco de Margaret, o incluso con un detective perdido en Las Vegas, que repite una y otra vez “Heeeellooooo!”. 

Cada capítulo de The Return tiene, a diferencia de las temporadas de los 90, una estructura mucho más programática: la mayoría evita retomar exactamente donde se dejó en el episodio anterior y concluye de noche, “escapándose” al famoso club nocturno The Roadhouse, rebautizado en esta temporada como el Bang Bang. La secuencia final generalmente se divide en dos: primero Lynch, disfrazándose de curador musical, presenta bandas o solistas (algunos preexistentes al universo de la serie, y otros inventados o transformados para la misma) que, por sus edades, podrían haberse formado con Twin Peaks o la obra de Lynch. De esta manera desfilan por el bar Chromatics, Au Revoir Simone o Sharon Van Etten, funcionando, como menciona Calum Marsh en una columna para Pitchfork, a la manera de un testamento de cuánto cambiaron las cosas a lo largo de veinticinco años, pero también cuán poco. Algunas veces Lynch intercala la performance musical con diálogos entre dos o tres personajes completamente laterales (y que vemos por única vez). Al dedicarle los últimos cinco o siete minutos a una canción deriva la narración por completo sacándole el acento a cualquier cliff hanger. Al mismo tiempo, esta repetición en la estructura hace notar cada pequeña variación o, incluso, excepción. Es decir que, por un lado, parece aislar a cada capítulo como si fuera un pequeño cuentito, pero por otro genera una lectura vertical de un capítulo “sobre” el anterior, en la que detectamos similitudes y diferencias. 

Pero, además de las vueltas al Roadhouse cada noche, existen otro tipo de “regresos”. Como un paleontólogo de su propio universo, Lynch comienza a excavar en las capas tectónicas y temporales que él mismo se encargó de construir. De esta manera, vuelve sobre material original de las dos primeras temporadas y de la película, reescribiéndolo o remontándolo. Cuando estos fragmentos aparecen no dejan de cumplir la función de un tradicional flashback (actualizar información y clarificar, aunque sea un poco, el orden de la trama) pero, al mismo tiempo, estas imágenes se transforman inevitablemente en contacto con nuevas escenas. Lynch transforma así su propia filmografía en un found-footage y, como aquellos cineastas que manipulan material de archivo, interviene en su propio pasado, en su obra, modificando su aspecto y forzándolo a cambiar su sentido. 

Un ejemplo es cuando el personaje interpretado por el propio Lynch, Gordon Cole, cuenta que tuvo “uno de esos sueños con Monica Bellucci”. En el sueño, que se desarrolla en París y en blanco y negro, vemos a Gordon tomando un café, efectivamente, con Monica Bellucci. Después de una charla amistosa (observada, según Cole, por Cooper) Monica profiere una frase típicamente borgeana: “Somos como el soñador que sueña y luego vive en el sueño. ¿Pero quién es el soñador?”. En ese momento, Gordon Cole se da vuelta y se ve a sí mismo, pero hace más de veinte años. Lynch, en vez de poner a otro actor o rejuvenecer su rostro digitalmente, inserta un fragmento de la película Twin Peaks: Fire Walk with Me, en el que el enigmático Phillip Jeffries señala a un también joven Cooper mientras dice: “¿Quién pensás que es él?”. Ahora, la película que Lynch filmó en 1992, además de ser el pasado, también regresa en forma de sueño dentro de otro sueño. Quizás sea Cooper, justamente, el soñador. 

Pero el procedimiento es llevado al paroxismo en la Parte 17, el anteúltimo capítulo. Después de cerrar, de alguna manera, una cantidad de conflictos y brindarnos algunas revelaciones, el agente Cooper, ya recuperado, visita a Phillip Jeffries (convertido ahora en una especie de tetera metálica gigante en el Convenience Store). Cooper le indica una fecha, 23 de febrero de 1989 (un día antes del asesinato de Laura Palmer y de la llegada de Dale Cooper a Twin Peaks), y Jeffries dibuja con humo las instrucciones para encontrar a Judy: el símbolo de la cueva del búho se transforma en dos diamantes y después en un “8” (o una cinta de Moebius). Cooper es automáticamente transportado en el tiempo a esa fecha y cae, literalmente, en una fragmento de Fire Walk with Me, pero en blanco y negro. Lo extraordinario es que en esta nueva versión de la escena el Dale Cooper del 2017 está ahí, también en blanco y negro, agazapado en el bosque observando una discusión entre Laura y James en 1989. Lynch inventa subjetivas de Cooper (que lógicamente no existían en la película), generando un raccord con la mirada de Laura que, al verlo, grita desgarradoramente, como si supiera que esa continuidad entre el pasado y el futuro es aberrante. Lo curioso es que en la escena original ese grito ya ocurría, solo que era lanzado al vacío. Lynch nos fuerza a recordar, nuevamente, escenas que tal vez no vemos hace años, e incluso hace surgir la pregunta de si Cooper (ya viejo) no habría estado ahí espiando, en el fuera de campo, mientras estos jóvenes enamorados discutían en la ruta. En vez de escaparse por el bosque y encontrarse con quienes serán sus agresores, Laura ve a Cooper que le tiende su mano, intentando salvarla de la muerte que, sabe, está cerca. Y por un momento, parece lograrlo: la imagen recupera su color y, por si esto fuera poco, Lynch inserta el famoso plano del cuerpo envuelto en plástico, pero lo hace desaparecer. Luego, Twin Peaks, la serie original, vuelve a empezar. Es decir, volvemos a ver en orden lo que sucede en el célebre episodio piloto de 1990: Jocelyn Packard pintándose los labios y Pete preparándose para ir a pescar. Pero si el viaje en el tiempo de Cooper y de la serie fue exitoso, Pete nunca encontrará el cuerpo de Laura tirado en la costa, porque Laura, por lo menos hasta ahora, puede haberse salvado.

Si seguimos atentamente la pista que le da Jeffries a Cooper, ese “8” es una marca del infinito, pero también del volver a empezar, del loop, de la pérdida del tiempo y el espacio. El pasado, dice Cooper, dicta el futuro. El problema es que aquí pasado, presente y futuro han convergido en un mismo punto del que será muy difícil salir.

¿Qué año es este?

Dentro de los dieciocho capítulos incluidos en Twin Peaks: The Return, no es casual que ese punto de convergencia (representado por el número 8) tenga su paradigma en dos episodios de carácter excepcional que incluyen ese número: la Parte 8 y la 18. Pero su importancia no reside en que representen grandes puntos de giro, ni que sean particularmente reveladores a nivel de la trama, sino que toman lo desarrollado hasta el momento y lo dan vuelta por completo. 

En el famoso episodio número 8 (llamado “Got a Light?”), Lynch decide hacer explotar (literalmente) todo por los aires. El capítulo comienza con Mr. C que, recién fugado de la cárcel, es traicionado y recibe unos cuantos disparos mortales quedando tirado en el piso (al igual que Cooper en episodio 8 pero de la primera temporada). A este doppelganger lo asisten unos seres misteriosos denominados woodsmen, y vemos que, como en un ritual ancestral, cubren su cuerpo y su rostro de sangre, para dejar salir de su abdomen una burbuja con la cara de Bob (o, para decirlo de otro modo: “el mal”). De repente estamos en el Roadhouse donde la banda “The” Nine Inch Nails interpreta un tema de seis minutos; cuando termina, Mr. C revive. Lo que viene a continuación es un recorrido histórico que va desde los ensayos atómicos en New Mexico en 1945 hasta lo que pasa en esa dimensión completamente desconocida, en la que un bicho extraño (“el Experimento”) vomita y da origen al propio Bob, para luego ver cómo en una gran sala de teatro antigua, el Gigante y una mujer vestida de gala (Señorita Dido) crean a Laura Palmer y la envían a la Tierra. Finalmente, en los años 50, los woodsmen aterrizan para atemorizar y asesinar a casi todo un pueblo, mientras nace de un huevo un extraño ser, mitad insecto y mitad sapo, y una pareja de jovencitos se da un primer beso, mientras escuchamos “My Prayer” de The Platters. 

Por más que cada uno de estos segmentos del capítulo estén señalizados con placas que nos orientan en tiempo y espacio, el camino visual entre uno y otro punto es absolutamente imposible de dilucidar. Sobre la primera sección Lynch aprovecha la explosión para, literalmente, entrar a la misma y realizar un recorrido por el llamado “cine experimental”, desde Retour à la raison de Man Ray a Crossroads de Bruce Conner. Durante varios minutos, entonces, desfilan delante de nuestros ojos una serie de manchas, ruido gráfico o incluso el negro total. Y, mientras todo esto sucede, escuchamos una pieza central de la historia de la música contemporánea: el “Treno para las víctimas de Hiroshima”, del compositor Krzysztof Penderecki. Curiosamente, el autor declara haber denominado así a su obra una vez compuesta, luego de haberla escuchado, por primera vez, ejecutada por los cincuenta y dos instrumentos que la interpretan. La asociación de esta composición con lo que estamos viendo en pantalla, de todas formas, es bastante literal: algo explota, algo deja de existir, algo nace.

Quizás eso sea lo que realmente Lynch toma (o hereda) de vanguardias de la primera mitad del siglo XX como el surrealismo o dadá: esa violencia lúdica que destierra la promesa de poder aplicar lo aprendido, que desubica y decepciona a cualquier alumno aplicado. Ese corte (o “tachadura”) que rompe los ojos. Porque tal vez así, con los ojos cortados o tapados (como el personaje de Naido), podamos ver mejor. ¿Pero qué significa para David Lynch “ver mejor”? Una tarea ardua: atentar contra ese espectador de Twin Peaks que fue alguna vez. Ser un espectador nuevo, sin haber eliminado por completo al anterior: ser los dos a la vez. La figura del doble que atraviesa toda la obra del director, ahora rebota también para alcanzar al espectador.

Este shock destructivo reaparece en el capítulo 18, llamado “What Is Your Name?”. Aquí, al igual que en el 8, comenzamos en terreno conocido. Todo parece ir confluyendo en un punto en el que, digamos, varios conflictos se resuelven. Pero Lynch comienza a destejer rápidamente esta trama. Cooper parece retornar del viaje témporo-espacial del episodio 17 y se reencuentra con Diane (el gran personaje tácito de las primeras temporadas, ahora interpretada por Laura Dern). Nos damos cuenta entonces que Cooper tiene una misión: descifrar las tres claves que, en sueños, el Gigante le pidió que recordara en el primer episodio (“430”, “Richard y Linda” y “dos pájaros de un tiro”). “Dos pájaros de un tiro” fue resuelto en el capítulo anterior y Cooper traduce el “430” como las millas que tiene que conducir para llegar a una coordenada específica. Cooper se besa con Diane y avisa: “Cuando crucemos, todo puede ser diferente”. El auto arranca y atraviesan el umbral, una especie de línea que divide distintos estados (no de los Estados Unidos, sino estados en el sentido más sensorial o existencial). En la habitación de un motel, casi de manera mecánica (como siguiendo un plan) Cooper y Diane tienen sexo, aunque todo parece teñido de un tono trágico, no gozoso. De repente comienza a sonar, nuevamente, “My Prayer”, lo que remite indefectiblemente a la historia de los jovencitos que se besaban en el capítulo 8. Al día siguiente, Cooper se despierta solo en la habitación y encuentra junto a la cama una carta de amor y despedida que parece estar dirigida a él, pero que en realidad le habla a un tal Richard y está firmada por una tal Linda. La clave, que replica en la del Gigante, parece estar en una frase de la carta que Cooper (¿o Richard?) tiene delante: “Ya no te reconozco”. Pero aún sabiendo que ahí hay una pista, estamos lejos de poder interpretarla.

Cooper se vuelca a la ruta nuevamente y llega a Odessa, Texas. Allí acude a una cafetería llamada, curiosamente, Judy’s. Con un tono ya alejado de la atenta ingenuidad que lo caracterizaba, pide un café y después de defender a una moza del acoso de un grupo de cowboys, pregunta (como si lo supiera) por otra empleada. La moza le pasa la dirección donde irla a buscar y Cooper maneja hasta una casa donde lo recibe una mujer interpretada por la mismísima Sheryl Lee, solo que ahora no se llama Laura ni vive en Twin Peaks; su nombre es Carrie Page y habita en un pueblo parecido al del estado de Washington, pero en el Sur de los Estados Unidos. El repliegue y la duplicación parecen alcanzar aquí su límite, su borde: Odessa es y no es Twin Peaks, Judy’s es y no es el Double R y Carrie Page es y no es Laura Palmer. 

Podríamos pensar que Cooper, que ha atravesado un arduo camino de regreso, estaría preparado para entender la situación, pero no. Por primera vez Cooper no sabe muy bien qué hacer, y decide llevar a Carrie Page a ese lejano pueblo llamado Twin Peaks. Allí, pasan por todos los lugares que reconocemos fácilmente (el Double R o la gasolinería de Ed), aunque Carrie permanece completamente ajena. En ese recorrido llegamos al destino: la casa de los Palmer. Al tocar la puerta, atiende una señora que se da en llamar Alice Tremond. Ni rastros de Laura, Sarah o Leland. Aunque la casa está igual, todo parece estar ocurriendo en un mundo paralelo, idéntico al que Cooper conoce, pero sin la historia que él conoce. Cooper pregunta quién era el antiguo dueño de la casa a lo que la señora Tremond responde: los Chalfond (Tremond y Chalfond son nombres que lejanamente pueden resonar en nuestra memoria, pero no como familiares de los Palmer, ni como habitantes anteriores de su casa). Cooper se retira. Se lo ve entre decepcionado y aturdido. Camina unos pasos y mira nuevamente la casa, sabe que algo no anda bien. Carrie lo mira entre asustada y desorbitada. De repente Cooper pregunta: “¿Qué año es este?”. A lo lejos, se escucha una voz que lleva el eco del tiempo y la Historia: es la voz de Sarah Palmer que, después de enterarse de la muerte de su hija, grita su nombre. Carrie, como si de golpe pudiera recordarlo todo, profiere un grito tan potente que logra atravesar nuevamente la electricidad y cortar las luces de la casa.Tal vez como en ningún otro momento, este final (no solo del episodio sino también de la serie) nos revela que todo lo que vimos es, a su vez, una especie de reflejo alterado de otra cosa. Como en Invitation to Love, la telenovela de la tarde, Twin Peaks (el pueblo) se revela como una imitación imperfecta de otro pueblo y de otro. Pero si esto es así es porque Twin Peaks (la serie) es un gran espejo deformante que genera dobles idénticos que no son capaces de reconocerse como semejantes.

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