Hace unas semanas sucedió entre el Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken y el MALBA la primera semana de cine recuperado de Argentina, Más allá del olvido. Fue una semana de celebraciones en medio de malas noticias, en la que se vieron todo tipo de descubrimientos. Programado entre los equipos del Museo y del Malba, con aportes de muchas cinematecas de iberoamérica, se trazaron una serie de vínculos e historias paralelas del cine argentino y sus vecines. Hubo sobre todo grandes iluminaciones acerca de momentos de la historia del cine nacional, cruces estéticos de la Antártida hasta Catalunya, películas que cambiaron para todos los presentes la idea que teníamos de la Escuela de Cine Documental de Santa Fe, de la generación del 60, y hasta hubo un lazo secreto, literalmente subterráneo, que unió la primera y la última película del ciclo para cerrar ese milagro de cinco días. Mientras terminamos de ultimar los detalles del nuevo número de la revista (que sigue en preventa) le pedimos a algunes espectadores fieles que escribieran de algunas de las películas que pudimos ver ahí.

Lucas Granero sobre Ferrocentauros (José Celestino Campusano, Sergio Cinalli, 1991)
Temprano ejemplo de cine brutismo, Ferrocentauros es la primera exploración de José Campusano en un mundo que será clave en su obra posterior: esa subcultura de los motoqueros del conurbano, centauros de la ruta que llevan con orgullo y honor sus máquinas de hierro por las calles de la ciudad. Aunque lejos de los efectos de películas como Vikingo o Fantasmas de la ruta, este cortometraje ya permite intuir las obsesiones del cineasta por retratar un submundo del que se siente parte y del que quiere dejar un registro fiel, sin exageraciones ni falsedades.
Aprovechando un gran encuentro de motoqueros que se desarrolla en algún punto de la ciudad, Campusano va con su cámara buscando testimonios que permitan entrever que todo lo que allí sucede no es un simple divertimento o un tonto hobby de fin de semana, sino una forma de vida que está por encima de todo lo demás. Lo que encuentra es un entramado de códigos, valores y placeres varios que se dirimen por completo en torno a esas motos; personas que son capaces de renunciar a todo con tal de sentir el golpe del viento rutero en la cara, el sonido del motor rugiendo a toda velocidad y, sobre todo, el hecho de sentirse felizmente marginados de cierto tipo de sociedad a la que le dan la espalda, orgullosos de no pertenecer.
Lejos de la sensualidad queer de Scorpio Rising o la explotación de una subcultura como Easy Rider, aquí Campusano apuesta por una estética cercana a la del cinéma vérité de los años 60, con una cámara que no esconde su presencia y que permite, además, la aparición de una persona que hace las preguntas con micrófono en mano. La estética de informe de noticiero se desarma por completo al escuchar lo que Campusano pregunta y las respuestas que consigue. Las declaraciones de aquellas personas destierran cualquier idea de documento de «investigación de campo», tan afín a la lógica televisiva, para dar lugar a un retrato de pares: es decir, a la puesta en escena de los hábitos de una comunidad cuyos rasgos y actividades el cineasta ya conoce de antemano y quiere, acaso como fin último, volvernos testigos de esa celebración, dejando de lado prejuicios e intervenciones morales.
Campusano escucha, se mete, circula, conoce y filma: todo es digno de ser documentado, desde la más banal de las declaraciones hasta las manifestaciones más extremas de lo que es vivir una vida bajo los términos que uno se impone y rechazar por completo las reglas que no encajan con el modelo de una libertad total. Es de una honestidad absoluta, entonces, que la última escena de este áspero cortometraje sea la confección de un tatuaje hogareño (mejor dicho, tumbero) en el que vemos en detalle la totalidad del proceso. Un hombre escribe una palabra en su brazo, agarra una gillette y comienza a cortarse, tratando de seguir los trazos dibujados. La sangre se esparce rápidamente, y la imagen parece imitar tanto una pintura renacentista como la tapa del primer disco de Suicide, un instante entre lo sagrado y lo gore. Por momentos, uno piensa que no va a poder seguir, que el dolor debe ser demasiado. Pero no. El hombre persiste en la tarea hasta que el tatuaje queda terminado. La palabra «inmortal» ya se puede leer completa y clara en su brazo semi herido. No lo sabíamos hasta ahora, pero Campusano había filmado, tan tempranamente, el manifiesto más puro y contundente de toda su obra.
Maui García Alena sobre Pepos (Jorge Aldana, 1983)
«En la calle pavimentada del cine colombiano, Pepos es la alcantarilla abierta.»
Esta frase es, según Jorge Aldana, director de la película, la crítica más acertada que le han hecho a su obra, estrenada a principio de los 80 en Colombia. Pepos es una película de ficción que, al mismo tiempo, funciona como un documental en su forma más cruda. No solo captura la vida nocturna de Bogotá de esa época —una ciudad que ya no existe, y que nos lleva directamente a las noches de Cali que Caicedo retrató en ¡Que viva la música!—, sino que también refleja las tensiones y contradicciones sociales y políticas de esos años, con dos jóvenes atrapados en medio de esa incertidumbre. Al igual que la novela de Caicedo, Pepos está llena de transgresión, drogas, música, emociones y pura energía.
La primera mitad de la película no tiene diálogos entre los personajes. Pero a través de sus imágenes y su música — con un lenguaje que recuerda al cine mudo— avanza con una fuerza impresionante poniendo en un plano central narrativo a canciones de los Rolling Stones, The Clash, Bob Dylan y B-52 ‘s. La narrativa, llena de confianza, no solo nos presenta a los personajes, sino que también convierte a Bogotá en un reflejo del clima social de la época. De repente, a la mitad de la película, ocurre un quiebre: con la misma seguridad narrativa con la que comenzó, incorpora diálogos, voces en off y textos leídos como si fueran parte de la banda sonora. Y aquí se muestra una de las mayores audacias de Pepos, que es usar esas voces y textos como parte de la musicalidad de la película, de una manera tan natural que sorprende. Los diálogos y las voces funcionan como una track más de la banda sonora.
Esa musicalización es lo que convierte a Pepos en un manifiesto punk. No solo por su estética irreverente y su energía desbordante, sino también por el gesto de su producción. ¿Qué mejor manera de reflejar la actitud de Aldana que el hecho de que, a pesar de usar canciones sin derechos de autor que le impedían estrenarla comercialmente, decidió hacerla exactamente como la imaginó? Este acto, casi impensable hoy en día, es una muestra clara del deseo de Aldana de que la película, por encima de todo, existiera como él la soñaba. En ese sentido, el MADO también sirve como una reposición histórica, un tributo a alguien que desafió las convenciones de producción y distribución del cine de su época.
Como si el MADO fuera una especie de ouija que convoca los espíritus del cine, Pepos resucitó en el Malba, transmitiendo la misma energía con la que fue filmada. Más de 40 años después de su estreno, Pepos sigue tan viva como el primer día. La película conserva esa vitalidad única que tenía cuando se hizo y se mantiene como un testimonio fiel no solo de la juventud bogotana de la época, sino también del estado de ánimo y la creatividad de Jorge Aldana en ese momento.
El festival no fue solo un viaje al pasado, sino una forma de mantener viva esa energía y rendir homenaje a alguien que decidió romper con las normas de su tiempo para crear algo único y atemporal. Esa misma energía se sentía en el aire desde la función anterior. No sabemos si fue casualidad o los espíritus rebeldes que rondaban el festival, pero el último plano de la película que vimos antes de Pepos (Ferrocentauros de un joven José Celestino Campusano) mostraba a un motoquero que con una Gillette ser realizaba un tatuaje en el brazo que decía «INMORTAL». Y esa palabra, «INMORTAL», no solo define a los personajes de Pepos, sino a la película misma. Porque, al igual que ese tatuaje en la piel del motociclista, Pepos sigue ahí desafiando al paso del tiempo.
Francisco Bouzas sobre Monte criollo (Arturo S. Mom, 1935)
La vida es un mazo marcado,
baraja los naipes la mano de Dios.
“Monte Criollo” – Letra de Homero Manzi
Monte Criollo fue la primera película que llamó mi atención del programa de MADO, abriéndose lugar entre películas perdidas de Ford y re-estrenos centenarios del cine argentino. Para explicar este berretín tengo que hacer mención al ciclo de Noir Criollo realizado en el Cineclub Municipal Hugo del Carril, en Córdoba, a mediados del 2024, un ciclo del cual esta película parecería haberse escapado para solo reaparecer en forma de una recuperada copia única seis meses después. Es posible que los ciclos se extiendan más allá del tiempo y estén compuestos por secretos desencuentros.
Hubo también un segundo desencuentro: llegar dos horas antes a la sala por un error de programa. ¿Qué hacer? Partir y prolongar esta desavenencia , o esperar y darle fin. “Monte Criollo que en su emboque tu ternura palpité…” dice el tango que, compuesto para la película hace 90 años, ya adelantaba su naturaleza esquiva y engañosa. Pero yo no lo había escuchado antes, por lo que no había sido aún avivado y decidí esperar.
La película inicia con una mujer, Lucy, escapando de quién sabe qué, y buscando refugio en la bodega de un bar donde el juego y la bebida son los principales atractivos. La policía busca a la fugitiva, que altera su condición de escondida a prisionera al no poder escapar de su improvisado resguardo. Más temprano que tarde Lucy es descubierta por los “gerentes” del bar: dos amigos, Carlos y Argüello, que se dedican al juego del Monte. Los acompaña un pintoresco mozo que los guarece en su establecimiento. Los dos amigos protagonistas, aunque con diferentes pesares, deciden llamar a la policía y entregar a la mujer, porque si bien se dedican a vivir fuera de la ley, no quieren problemas con la cana. comienzan las contradicciones, comienza el noir.
La mujer es absuelta rápidamente por el oficial con las siguientes y aproximadas palabras “el asunto con los dos caballeros ya se ha solucionado”, y ahí muere la cosa. No sabemos más nada: quiénes son los otros, qué había pasado, de qué escapaba (¿de una historia similar a la que le espera?). La cuestión es que ya están planteadas las bases para la película que comienza sin dilaciones, porque Lucy, mientras estaba guardada en la bodega, pudo percibir las manos ágiles de sus futuros cómplices y, astuta como es, les propone una sociedad.
La película da sus primeros pasos y ¡ellos también! En una secuencia inolvidable por su economía narrativa y su claridad formal, tres pares de piernas caminan por una calle y cada paso nos transporta a un nuevo golpe en el juego de las cartas, que nos devuelve a unas piernas mejor vestidas, que dan un paso más hacia una nueva estafa, y así la película decide contar el ascenso meteórico de este grupo de criminales para dejarnos en el presente de la película, con unas piernas vestidas de gala y la primera secuencia musical: Carlos, además de estafador, es cantor, un François Villon arrabalero.
“Monte Criollo” se desarrolla como una especie de musical-noir-criminal-poliamoroso, repleto de equívocos, ambigüedades, personajes complejos que abrazan la libertad sexoafectiva de sus compañeros porque comprenden que para las cadenas está la cárcel, que pueden decir que prefieren la guita a la amistad pero que son capaces de morir por la felicidad ajena. Historia de traidores leales, con códigos que se re-escriben hasta que no queda más tinta, y con un número musical central donde el tango homónimo de la película es cantado nada más y nada menos que por Azucena Maizani, la cantante que se vestía de varón. Y es que los bajos fondos son siempre contradicción y ambigüedad, de naturaleza indefinida y esquiva, el lugar en donde nacen los emboques.
Todo aquello que entusiasma y sorprende en Monte Criollo solo crece a la sombra de la reversión de 1942 realizada por Daniel Tinayre y llamada Vidas Marcadas. A los interrogantes sobre el pasado de Lucy, Tinayre impone un presente a-histórico de prosperidad; la figura del criminal-artista se descarta, y los números musicales son menos relevantes en la estructura general. La película de Tinayre adopta una actitud desinteresada respecto a las relaciones afectivas y todo se vuelve más distante. Finalmente, las muertes son provocadas por pistolas, un método bastante menos comprometido que un cuchillo a la hora de quitar una vida. Lo siempre expansivo en Tinayre se contrapone a lo contenido en Mom, y en esta oposición, Monte criollo muestra sobradas credenciales de un compromiso total, expresado en la profundidad dramática de sus personajes, en la condensación narrativa (lo que Mom hace con tres, Tinayre lo hace con seis), en sus aciertos musicales y en los riesgos formales que adopta el director.
Un último desencuentro: el de la película con el proyector. Sobre el final de la función de Monte Criollo pude presenciar como nunca antes un sincronismo entre el soporte material y la materia narrada. Los dos eternos amigos que desfalcaron a toda la ciudad ahora se baten a duelo por la mujer que ama sólo a uno de ellos. Facas van, facas vienen y, de pronto, las voces se ralentizan, la película se mueve, se apaga, se prende, ruidos extraños invaden la sala, ¿qué sucede? ¿a quién mataron? Las figuras se distorsionan, todo es confusión, aparece una imagen, alguien sufre una puñalada, ¿está muerto? No, aún no. Y todo es oscuridad nuevamente, ¿pero para quién? Para los espectadores seguro, pero ¿y los personajes? ¿qué ven ellos en esta noche compartida? Imagen y sonido vuelven a inundar la sala. Ahora es claro, uno está muriendo y, agonizando, le dice al otro que huya porque está llegando la policía; difícil es entender quién muere, de vuelta la oscuridad, ¿es la película la que está muriendo? La oscuridad se prolonga, teorías susurradas recorren la sala, y finalmente se reanuda la proyección. La historia llega a su fin y la contradicción es total: hay muertes felices sin sonrisas, hay vidas prósperas y pobres, y se termina la proyección con una tensa calma porque ya sabemos qué será de la vida de los personajes pero, mientras salgo del cine, alguien pone en palabras el último emboque: ¿y la copia? ¿qué va a pasar con la película? ¿se podrá volver a proyectar?

Ale Tevez sobre Rockabilly (Sebastían De Caro, 2000)
Además de la camaradería y el entusiasmo que invadió a MADO a lo largo de sus cinco jornadas, otro espíritu caracterizó al evento, uno que provenía de las propias películas y que desnudaba las intenciones de los cineastas de las películas recuperadas: la pulsión por salir a filmar, como sea, lo que sea. Esta tendencia, aparentemente instintiva, es la base que ordena y desordena los ejercicios que se pudieron ver de Álvaro Covacevich (Morir un poco), Nicolás Rubió (Mi prima Lidia) o el mismísimo Raúl Soldi (El arte en la calle); y a su vez es lo que le da razón de ser a una sorprendente película como lo es Rockabilly de Sebastián De Caro.
De Caro tenía 22 años, un grupo de amigos bastante fieles y muchos deseos de hacer una película. Con 1500 dólares y una cámara Hi8 comprada en el Musimundo del Abasto por Esteban Prol -productor y uno de los protagonistas-, el otrora actor de tiras juveniles se lanzó a filmar, o mejor dicho grabar, una historia de pibes buscando su propio rumbo. Rockabilly se estrenó hace casi 25 años en algunas funciones aisladas en el Centro Cultural Rojas y otras tantas en la casa del cantante Jairo, padre del actor Iván González, responsable del personaje más gracioso de una película ya de por sí divertida. Con el afán de imprimir la leyenda, las notas de la semana del limitado estreno sostienen que fue el primer largometraje argentino rodado íntegramente en video.
La película se centra en Martín, un muchacho que está corriendo detrás de otra vida posible. Trabaja en un estudio de grabación, intenta formar una banda, asiste a un taller literario, busca el amor en cada rincón de la ciudad. Sus amigos -los de siempre y los que aparecen de casualidad en su rutina- no son muy diferentes y fundamentan cada una de las acciones en la constante exploración de experiencias dentro de una etapa de transición en sus juveniles vidas, aquella donde la adolescencia ya quedó atrás y las responsabilidades adultas están más cerca de lo que quieren creer.
El protagonista es la quintaesencia del hastío que años después se convertiría en piedra fundacional del movimiento conocido como mumblecore. Martín compone, a su manera, un rockabilly que suena como una oda a los outsiders. Hay algo de perdedor, mas no de derrotado. Esa sutil diferencia es lo que hace a esta película vital, lúdica y honesta tanto con sus personajes como con el espectador. Pero para llegar a ese resultado, Sebastian De Caro contó con una ventaja por sobre el resto de los directores que encontraban en la post adolescencia una fuente inagotable de historias y peripecias: era contemporáneo a los jóvenes viejos a los que buscaba retratar.
A diferencia de sus personajes, Rockabilly está repleta de certezas. El desborde de confianza la lleva a tropezar en ciertos momentos por simplemente no fijarse por dónde camina, pero esa misma determinación por saber lo que quiere contar -y de qué manera- guía a la ópera prima de De Caro por un camino que le sienta más que cómodo. En el trayecto hay pecados propios de la inexperiencia, pero sería una incoherencia imperdonable si no estuviesen allí, perceptibles en pantalla grande; es que, al fin y al cabo, está hecha por jóvenes para jóvenes, algo que en el cine ya no existe y que escapa a la imaginación de todos aquellos que se criaron con las películas como única posibilidad de expresión en imágenes. ¿Por qué un adolescente, en pleno 2025, elegiría el cine para contar lo que le sucede a él y a toda una generación? Y en el caso que afronte esa quijotada, ¿alguien estará allí para descubrirla?
Y el panorama puede ser aún peor. Mientras las imágenes digitales de Rockabilly volvían a la vida en un elegante blanco y negro -producto de una decisión del director que se torna bastante polémica ante la ética de la restauración, pero que es acertada en lo formal-, uno no puede imaginar la irrupción de una película así en nuestros días. Pocos, ni siquiera directores jóvenes con cierta trayectoria y experiencia, saldrían a filmar con ese pragmatismo salvaje como estandarte. Marcelo Alderete, ex programador del Festival de Mar de Plata y quizás la persona más lúcida que escribe sobre cine en este país, siempre recuerda una charla que tuvo con el cineasta Ted Fendt. En ese encuentro, suponemos que en algún festival del mundo, el director le confesó a Alderete que “es mejor pasarse dos años filmando y no esperar dos años o más, buscando financiación para filmar por un par de semanas”. En los tiempos oscurisimos que vivimos, donde la derrota y la escasez de oportunidades ya son parte de nuestra cotidianidad, este modelo puede resultar una posibilidad no muy descabellada. Quizás así, y sólo así, surjan nuevos Rockabillys.

Verónica Balduzzi sobre Florentina (Jorge Colombo, 1971)
La noche del viernes 17 de enero entramos a ver el segundo programa de cortometrajes producidos por escuelas de cine que programó la primera Semana del Cine Recuperado, compuesto por siete cortometrajes en 16 y 35mm producidos entre los años 1962 y 1972 por el Instituto Cinematográfico de la Universidad Nacional del Litoral. Entre estos materiales descubrí Florentina, de Jorge Colombo, cuyo negativo aún sigue extraviado.
Sobre los créditos iniciales de fondo blanco y letras negras, seguidas de las fotografías (¿o son fotogramas?) de Florentina junto al fotómetro que seguramente hizo posible la correcta exposición de la película, una voz en off narradora nos presenta a su protagonista, la misma del título. Se nos advierte: “Florentina nos dijo que se siente identificada con personajes trágicos, literarios, o reales”. Y es que Florentina es todos esos personajes, una maestra de escuela rural que parece salida de un cuento litoraleño, tan real como la Escuela N° 375 de Ataliva, y tan trágica como sus pensamientos acerca de los domingos y su voluntad de trascendencia.
Muy rápidamente entramos en contacto con su nostalgia. Mientras la vemos recorrer la escuela abriendo las persianas para que entre la luz, entendemos que para ella ser la directora de la institución solo significa estar alejada de su vocación de maestra. Su perfil detenido contra la ventana y recortado por el sol nos recuerda que “a Florentina no le resultan dolorosas las cosas en sí, sino todo lo que de pasado hay en ellas”. Su aparente ascenso hacia un cargo que tiene más de administrativo que de contacto con lxs niñxs, produce en ella un efecto de melancolía. Pero, ¿con qué palabras hablar de su soledad?
El cortometraje comienza y termina con las voces de unxs niñxs cantando una ronda tradicional infantil, que dice:
Yo la quiero ver bailar, saltar y gritar,
Cantar por los aires y moverse con mucho donaire
Déjenla sola, solita y sola
Que la quiero ver bailar, saltar y gritar,
Cantar por los aires y moverse con mucho donaire
Déjenla sola, solita y sola.
Esta canción nos llega por primera vez sobre las imágenes de Florentina en su recorrido matutino en el micro escolar para comenzar su jornada laboral. En ese momento, aún con la seriedad de su mirada, el canto pertenece al mundo de los juegos. Pero sobre el final, es el contraste entre los bailes y la soledad lo que se vuelve visible. Recién entonces comprendemos que la vida de Florentina transcurre en el espacio entre cada verso.
Hay pensamientos que le pertenecen a los domingos. Para Florentina, por ejemplo, “las caras que ve desde hace treinta años, no es cierto que existan”. Ni tampoco la calle de todos los días, ni la pared de enfrente, ni Rafaela. Nada eso existe en el día que prosigue a lo que la distrae de su soledad: el alcohol, los amigos, la buena música. Después de una noche de baile llena de energía, la música se corta abruptamente, se congela el fotograma, y llega el domingo. La cámara recorre la habitación desde la ventana entreabierta hacia los vasos y cigarrillos abandonados de la noche anterior, pasando en su camino por una flor medio reseca. Florentina se mira al espejo mientras, por montaje, sus amigos posan rígidos para la cámara. Vemos los barrotes de una ventana que refleja la lluvia y apenas a ella, pensativa, insistente en su melancolía, del otro lado. Durante esta secuencia, la voz del narrador nos comparte los argumentos que Florentina tiene a favor y en contra del suicidio: “un sacrificio clásico con miras a la perdurabilidad. Casi un reproche, además, hacia aquellos que la amaron o dijeron amarla”. ¿Qué queda después de esto, excepto calentar el café y ponerle azúcar?
Volvemos a la escuela, otra vez una canción. Lxs niñxs en el acto escolar entonan A mi bandera, pero no vemos la bandera sino apenas su sombra sobre la pared del patio. Una de las maestras dice: “¿Cómo cumplir con los ideales de julio de 1816? Muchos hombres trataron de definir esta palabra, pero no todos se preocuparon por hacerla realidad.” Y esa palabra nunca se menciona, del mismo modo en que Colombo no filma directamente la bandera, aunque es curioso cómo a todxs la escuela nos enseñó de qué palabra se trata. Florentina mira a lxs niñxs bailar mientras parece estar pensando en otra cosa: efectivamente, el folclore es reemplazado de a poco por el tic-tac de un reloj mientras que agarra su ejemplar de Memorias de una joven formal, de Simone de Beauvoir, que tiene sobre la mesita de luz. Ya se nos había advertido que Florentina “fue siempre de las mujeres que hicieron lo que se les dio la gana.”
Si Florentina, que fue producida por una escuela de cine, retrata la vida de una maestra de escuela, entonces su gesto no puede más que espejarse en la tarea de poner en evidencia las instancias de la realización de la película. Ya desde el comienzo podemos escuchar las conversaciones del equipo técnico preparándose para filmar, seguido de la claqueta que marca la acción y abre paso a la voz de Florentina. La voz en off narradora que acompaña todo el documental nos cuenta no sólo los distintos aspectos de la vida de su protagonista, sino también la manera en la que ésta se percibe a sí misma como un personaje. “Notamos que hay cosas que no nos dijo ni nos hubiera dicho nunca. (…) Pareciera que entendió que el control sobre su personaje tal cual ella lo estaba construyendo debía ejercerlo únicamente ella.” Luego de esto, vemos las fotografías de Florentina en su juventud en paralelo a que una niña con una cinta en la cabeza se hamaca colgada de un árbol. Es como si la niña pudiera ver todas las Florentinas del pasado solo al contemplar su rostro: de joven con guardapolvo, como estudiante, en la playa, riendo (igualmente) en una hamaca. Pero entre estas versiones también está el rostro de la Florentina que conocemos hasta el momento, una ocupada en construir su personaje, consciente de lo que revela y de lo que oculta, una que mira a cámara en pantalla completa. Un rostro que contiene todo lo que de pasado hay en él.
Miguel Gutiérrez sobre Morir un poco (1967, Álvaro J. Covacevich)
Nadie sabe por qué Morir un Poco fue un éxito de público (casi 200 mil espectadores), si fue por mostrar la realidad de las tomas de pobladores, por el desnudo con striptease incluido, o por la maniobra empresarial de Covacevich, que compró de su bolsillo los mínimos garantizados de ventas por varias semanas en el cine Windsor. Además, no solo la película fue un éxito sino también la música, compuesta por Covacevich (según él porque no alcanzaba la plata para pagarle a otro) e interpretada por Los Larks y Nano Vicencio. Si se piensa en términos de impacto, Morir un Poco llevó muchísimo más público a las salas que las posteriores Tres Tristes Tigres (1968), Largo Viaje (1967) o Valparaíso mi Amor (1969), y a pesar de que las temáticas y las aproximaciones tienen aspectos en común y que Morir un Poco estuvo en diversos festivales internacionales, Covacevich es sistemáticamente dejado de lado cuando se habla del nuevo cine chileno.
Una de las razones parece ser su falta de definición política, sin ir más lejos Covacevich en alguna entrevista dijo, casi orgulloso, que siempre ha sido “apolítico”. A diferencia de Littín, Francia, Soto, Kaulen e incluso Ruiz, que siempre fueron militantes o tuvieron lazos estrechos con algún partido. Esto no quiere decir que Covacevich no tratase temas políticos en sus películas, basta consultar sus primeras cuatro para darnos cuenta que su obra está en sintonía no solo con el nuevo cine chileno, sino también con el nuevo cine latinoamericano.
Como si fuera el perseguidor de El Hombre de la Multitud de Poe, Covacevich va tras el hombre común, primo hermano del Hombre sin Atributos de Musil, un tipo sin nombre ni palabras que deambula por las calles de Santiago y Valparaíso buscando quién sabe qué. Decía el poeta y crítico Julio Huasi “Lo más trascendente que deja el mensaje de Covacevich, es que demuestra un camino para el cine nacional, un camino que nuestros cineastas se han negado a recorrer. La ciudad, con sus contradicciones, sus lujos y miserias, sus indudables contrastes, aparece en todas direcciones. Y después, el subdesarrollo, la miseria, la soledad, el no-amor, la esclavitud” Hay algunas escenas que recuerdan otras películas chilenas posteriores, un tren hecho por niños nos lleva a Cien Niños Esperando un Tren; las caras de pesadumbre de algunos niños a Largo Viaje, estrenada meses después; los bares colmados y los tomadores solitarios a Tres Tristes Tigres. Si bien Morir un Poco viene precedida por obras como Isla de Pascua de Yankovic-Di Lauro (luego de sus varios cortometrajes) o las películas realizadas en el Centro de Cine Experimental de la Universidad de Chile, su éxito tanto en taquilla como festivales le dio otra escala al cine de ficción chileno (sobre todo a ese con tintes de realismo) que en los años posteriores tendría sus mejores películas.

Lucía Requejo sobre El asesino (Cecilia Pagliero, 1971)
Tu cárcel
Quizás sea inevitable quedar preso en una cárcel que uno mismo se construyó. Hoy, decir que la tecnología nos muerde la cola es una metáfora común: llevamos con nosotros la televisión a todos lados en el bolsillo, nuestra mano se ha extendido para convertirse en un instrumento de aceleración táctil que sólo avanza hacia adelante y hacia abajo, mientras el camino del contenido nos guía y nos encierra. Si pudiéramos ir hacia atrás y hacia arriba, buscando las huellas de ese sentimiento, encontraríamos que la sensación de encierro y persecución a la que nos somete la tecnología no es ninguna noticia de ningún diario de ningún lunes.
El hombre de El asesino, cortometraje de Celia Pagliero recobrado y proyectado en el MADO dentro del ciclo de películas del Instituto cinematográfico de la Universidad Nacional del Litoral, está preso. Es rehén de, más que de los medios de comunicación, de propaganda: siempre y cuando la política de la televisión y la radio sea el capital, es decir, la publicidad. Lo primero que vemos es una playa, cuyo silencio antinatural es interrumpido violentamente por el ruido de la caja negra, con la violencia de aquello que empieza sin que hayamos apretado play. Los bordes de la televisión son perceptibles, y deben estar ahí encuadrando característicamente la forma, para que no existan dudas de de dónde proviene esa ferocidad. Son tiros de un malón de indios, proponiendo una ficción, pero que se transforma en palabras de un slogan de una marca de ropa: “a la moda, y a tu modo”. La incongruencia inmanente de la publicidad, territorio familiar del espectador de comerciales. La publicidad tiene el poder sobrenatural de convertir lo artístico, lo sensorial, en producto. Ese puente que se teje entre imágenes que nada parecen tener que ver es fundamental para instalar el glamour característico de querer vender: producir fascinación en aquel que mira. Pero asimismo, trae consigo un humor absurdo particular: el de creer que todo es posible. La publicidad promueve la seguridad, la afirmación, la respuesta. No hace preguntas: ordena. Tiros, indios, ropa. Arma su propio sistema, que entendemos y aceptamos.
La figura del espectador está de espaldas a nosotros, en frente de la televisión, inmóvil, mientras las publicidades se suceden. No se mueve y es una sombra negra, una silueta de ser. La televisión es la luz. La silueta transiciona a persona, ahora sí, que sostiene un diario, y lee. A pesar de que mantiene la agencia de pasar la página, lo que se sucede no es contenido sino publicidad: alcohol, relojes. La persona que “lee” transiciona a una que conduce, y a una que “oye”: mocasines, retazos de tela. Siempre dándonos la espalda. Si se baja del auto, carteles luminosos. Si se sube de nuevo, suena el comunicador del automóvil. “Lo requieren en su oficina”, dice la voz, lugar donde tres teléfonos negros lo esperan en su escritorio. Pero se mantienen en silencio, y lo que le suena de improvisto es el reloj pulsera, de donde sale la voz de su hijo, que pide. El telecomunicador suena, y también pide: que mire la correspondencia. Un ruido blanco fantasmagórico indistinguible no nos permite saber qué dice uno de los teléfonos negros, que por fin suena. Los estímulos son tantos que se transforman en una pelota de sonido, mecánica y espectral, que solo da paso otra vez al sonido que sale de su muñeca, que ahora molesta a nuestro oyente con una encuesta. Requiere, pide, ordena. Al colgar el teléfono, la playa, como un sueño. Allí el único sonido es el mar.
El único tiempo verbal que utilizan las voces que salen de los aparatos electrónicos es el imperativo. Pero la orden ya no es necesario que provenga de la tecnología, sino desde dentro de uno mismo. Al llegar al hogar, una voz le ordena a nuestro hombre que se limpie los zapatos. Extrañado, lo hace, pero le gritan, sáqueme del horno, sáqueme del horno, sáqueme del horno. El no tuteo no lo hace menos invasivo, ya que la voz no proviene de ningún lado, y el pollo efectivamente se quema, en el horno. El colmo del requerimiento no puede llegar sino a través del humor. Al son de Danubio Azul, de Strauss, nuestro antes pasivo receptor del imperativo de los medios rompe a palazos su caja negra, con la misma vehemencia con la que se lo exigió. Parece un sueño, una expresión de deseo, pero no es. Porque la escena que sucede al rompimiento es una vez más, la playa, el verdadero sueño febril: descansar la mirada y los oídos, recobrar el contacto con el aburrimiento de la inutilidad extrema. Cuando en la escena siguiente, nuestro asesino de televisores le cuente al doctor in media res su trifulca, la pregunta será para qué, “para qué todo ese paraíso mecanizado”, imperativizado, en el cuerpo y en la mano, cuando lo que estaba a mano era el sol, la arena y las olas. Nuestro personaje dirá que el lenguaje mediatizado de la publicidad “no da lugar a respuesta”, pero la escena siguiente lo contradice, sabiéndolo equivocado: un grupo de vendedores de una agencia de marketing convierten su historia en ganancia, aprovechando el acontecimiento para vender televisores “a prueba de asesinos”. Quizás la publicidad no da lugar a que el otro ofrezca respuestas, pero siempre tiene la suya propia, a una pregunta que ella misma se hace, ajena a nosotros.
El capital todo se lo come, la publicidad es inmanente, la cárcel ya está encastrada y funciona perfectamente, con nosotros adentro. Recobrar cortometrajes que nos hablan de esa sensación, con presos antes de los presos, nos da ni más ni menos la sensación de que no somos los únicos que se sintieron, alguna vez, así, ni que encontraron la manera de preguntarse cuál era la forma que mejor representaba el suceso, los sucesos. Y así, que ocurra el suceso más grande de todos: sentirnos, finalmente, menos solos. Y poder reír de tropezar, una y cien veces, con la misma piedra.
Diego Trerotola sobre Lucía (1966, Dick Ross)
El milagro camp
Aries Cinematográfica, la productora de Fernando Ayala y Héctor Olivera es célebre, entre otras cosas, por haber coproducido en Argentina una serie de películas con Roger Corman, el maestro de la clase B. Mucho antes de que eso fuese posible, Aries prestó servicios a otra productora estadounidense, la World Wide Pictures, que estaba al servicio del pastor Billy Graham, que usaba las películas para difundir su misión en la tierra. En octubre de 1962, Graham había venido por primera vez a Argentina, había llenado varias veces el estadio de San Lorenzo de Almagro con sus shows de prédicas, que acercaban a Jesús al corazón de la gente, y había registrado aquellas performances, con traducción en vivo de otro pastor, Pablo Sorensens. Alrededor de ese material, el equipo de cine de Billy Graham se propuso narrar “un, digamos, milagro, ocurrido durante su estancia en Buenos Aires y como consecuencia de su prédica. Eligieron el caso de una joven señora que atendía un pequeño quiosco dentro del Plaza Hotel donde vivía la troupe norteamericana y que, gracias al predicador, la susodicha había estado al borde del adulterio pero había podido alejarse del pecado”, en palabras de Héctor Olivera en sus memorias Fabricante de sueños (2021). La película, que se llamó Lucía (1963), nunca se estrenó en Argentina y tampoco habían quedado copias en el país según Olivera, hasta que Daniel Galgani encontró una en 16mm. en la colección del uruguayo Martín Dayan, quien cedió la copia a fines de 2023 a Fernando Martín Peña para que forme parte de la Filmoteca Buenos Aires. Finalmente, el estreno argentino de la película fue en el cierre de la Semana del Cine Recuperado. Así pudimos ver el milagro.
Protagonizada por Fernanda Mistral, quien encarna al personaje del título de la película, que comienza haciendo un tour para turistas en el Centro de Buenos Aires, acosada por Jorge Barreiro, empresario estadounidense criado por una pareja argentina exiliada. La forma del acoso de Barreiro, que sigue a la guía de turismo en su recorrido a pesar de que ella lo evita, tiene un tono de comedia voluntaria, a diferencia del resto de la película que pareciera querer ser un melodrama femenino, incluso feminista, que se convierte progresivamente en lo contrario, pero provoca situaciones de involuntaria comicidad como: 1) el peluquín que usa con toda solemnidad el coprotagonista Zelmar Gueñol (uno de Los Cinco Grandes del Buen Humor); 2) la boutique de chirimbolos que abre Lucía, con carteras de cuero de vaca estilo animal print criollo; 3) los flashbacks adolescentes de la protagonista corriendo con trenzas por un cementerio; 4) el decorado de la habitación de la hija con extraño adorno de ikebana de ramas secas y globos, ideado por el gran escenógrafo Mario Vanarelli, que prefigura el estilo de Tim Burton; 5) el personaje de una anciana con collar de perlas insertada en dos escenas inconexas, que parece enviada por Dios o Jesús o su representante en la tierra, Billy Graham, aunque parezca adelantar la caracterización de una de las vecinas de El bebé de Rosemary; 6) la forma en que los protagonistas miran embelesados la prédica del pastor, comportándose como autómatas, similar a los personajes de Extraña invasión (1965), otra coproducción con Estados Unidos dirigida por Emilio Vieyra donde la gente queda hipnotizada mirando la TV; 7) Etc., etc.
Dirigida por Dick Ross, la película es una auténtica gema del camp más elevado, con su lograda estética de lo artificioso y lo excesivo (empezando por la dilatada extensión del sermón doble de Graham), que además tiene el mérito de ser el debut cinematográfico del galán Jorge Barreiro, que tendría una de las carreras más camp que un actor logró sostener en el cine y la televisión argentina. Para Olivera, “el auténtico milagro del pastor Graham fue la supervivencia de Aries ya que el movimiento financiero nos permitió poner en marcha un nuevo proyecto.” ¿Quién dijo que las películas malas no pueden salvar al cine? Casi en la quiebra, la productora Aries se benefició económicamente y puedo encarar su próxima película, Paula cautiva (1963), en colaboración con la escritora y guionista Beatriz Guido, una de las más logradas de Ayala, donde también actúa Fernanda Mistral, pero se invierte toda la ideología de la película al servicio de Billy Graham.
También Lucía es un documento histórico con muchos planos del Estadio de San Lorenzo del Almagro, el “Viejo Gasómetro” hoy desaparecido (tal vez elegido por Graham porque fue un club de fútbol creado por un sacerdote), y con varias imágenes del paisaje porteño en un lujoso color, que sobrevivieron al tiempo en el primer rollo de la película. Sin embargo, la mayoría del metraje de la copia proyectada tiene el síndrome del vinagre y perdió su color original virándose al magenta, un rosa intenso que subraya su estatus camp y también le da una tonalidad involuntariamente diabólica. Estrenada 62 años después de su rodaje, la copia avinagrada de Lucía provocó que la película se trabe durante la proyección y un fotograma se queme por la fuerza de la luz del proyector: un espectáculo de destrucción que siempre provoca gritos en la sala y que, aunque magnificado por la proyección en la pantalla, es inofensivo porque solo destruye la veinticuatroava parte de un segundo de proyección. Ese accidente es una pequeña maravilla fotoquímica, un fuego artificial, ver arder una película en una pantalla es también un raro milagro, más en estos días de hegemonía digital. ¿Lucía ardiendo en el infierno? ¿O tal vez fue la Luz de Cristo castigando la herejía camp de la película? Para mí es la primitiva claridad de la magia pagana del cine, si me permiten parafrasear a Borges.
Comunicado desde Argentina (1977, Lucha Film Collective -Frederick Kuretski, Nancy Hollander, Marjorie Bray, Donald Bray, William Bollinger-) Por Victor Guimarães
Siempre de espaldas, una mujer escribe una carta. En la banda sonora, otra mujer lee las palabras de Lili Massaferro, destacada militante argentina, a una amiga norteamericana. Siempre mediados por esa escritura y esa voz, se invocan archivos de la historia política del país, tratados desde una perspectiva feminista y revolucionaria. En color y en movimiento, la ficción: el gesto de escribir, la voz cálida y amistosa. En blanco y negro y casi siempre en imágenes fijas, la gravedad del documento: Eva Perón, los desastres históricos, el peronismo guerrillero, la rama femenina de Montoneros. O quizás no sea así: entre la carta ficcionada y el documento ineludible, oscilan gestos que borran los límites. En cada foto, crear suspenso en un reencuadre, introducir una duración lenta y misteriosa que inventa cine donde sólo parecería haber información.
Comunicado desde Argentina toma las mejores formas del informe militante –los Comunicados del Consejo Nacional de Huelga en el 68 mexicano, los Comunicados del ERP dirigidos por Raymundo Gleyzer, el Informe General de Pere Portabella– y las transfigura con una personalidad única. La tarea necesaria de la contrainformación es trastocada por una sensibilidad particular, ya sea en la interposición de una doble mediación –filmar la escritura, dar cuerpo a la correspondencia imaginada en la voz de otra– o en un montaje paciente y siempre tieso, como si en cada imagen pudiéramos adivinar las tensiones de una historia en movimiento.
Lili es la amiga y es la representante de las mujeres rebeldes argentinas, es la que dice “yo” y es la que dice “nosotras”. Si la película arranca con un retrato de Eva Perón, es porque no hay Lili sin Evita, ni movimiento de mujeres en Argentina sin cada una de las que lo hicieron en nombre propio. Todo tiembla en la mezcla constante, en la oscilación productiva entre la autobiografía y el tratado militante. No hace falta mencionar la carrera de actriz de Massaferro en el cine argentino, ni hacer referencia a sus parejas famosas, ni llenar la pantalla con su rostro. Más que decir que lo personal es político, como signo de una expansión de lo privado hacia lo público, Comunicado desde Argentina afirma que lo político es irremediablemente personal. Para una mujer que tuvo un hijo fusilado por la policía y se hizo montonera, para enseguida fundar la rama femenina del MPM, no hay nada más personal que los descalabros del país.
Inextricablemente personal y política es también la historia de Lucha Film Collective (o Lucha Films), una de esas alianzas insólitas entre gringos y latinoamericanos sobre las cuales todavía queda una historia por escribir. De manera similar a lo que ocurrió con el Víctor Jara Collective, una mezcla de inmigrantes y yanquis que filmaba en Guyana para montar clandestinamente en Nueva York, el colectivo es una implosión subterránea en las entrañas de la bestia. Un grupo de profesores y estudiantes latinoamericanistas en Los Angeles, activos en la lucha contra el golpe en Chile y en otras acciones de solidaridad con Latinoamérica, recibe la invitación de un cineasta, Frederick Kuretski, para hacer una película destinada a explicar la caída de la Unidad Popular. De un intenso trabajo colectivo, en donde aprenden a hacer cine juntos, nace Chile: with Poems and Guns (1974) y, unos años después, Comunicado desde Argentina, terminada poco después del golpe de 1976.
Comunicado surge del cruce entre las historias personales y el activismo de la rama femenina del colectivo. Según Marjorie Bray, co directora y quien interpreta a la autora de las cartas, la película parte de una entrevista de Nancy Hollander con Massaferro en el 74. En esa visita a Argentina, ellas se hacen amigas, y Lili le confía parte de su archivo personal por razones de seguridad. Bajo el aire tóxico de las acciones de la Triple A y la inminencia del golpe, Nancy también recolecta materiales fotográficos de publicaciones argentinas y se lleva todo a Los Ángeles para construir el film. Casi medio siglo más tarde, después de haber sido considerada perdida por las propias directoras y reencontrada en España, la película aterriza en Argentina para completar el círculo: Buenos Aires – Los Ángeles – Buenos Aires. Desde Argentina, pero ahora en Argentina.
Todo ese enredo de alianzas improbables –el encuentro entre Nancy y Lili, los archivos personales y los públicos, las ganas de militar de unas y las de hacer cine de otras, Buenos Aires y Los Ángeles, la ficción y el documento– resulta en una mezcla estimulante de formas. A diferencia de otras tantas películas militantes de la época –como la que vimos en la función anterior, Entre la Esperanza y el Fraude (Mercè Conesa, Bartomeu Vilà, Rosa Babi y Joan Simó. 1976)– acá no hay voz institucional, ni datos duros, ni corroboración de una idea prefabricada. El cine no es un repositorio de algo que ya se resolvió en otra parte, y sí una vibración propia, forjada en el frescor de la urgencia. Acá hay otras formas de fraude –confianza en la ficción, en la manipulación con fines cinematográficos, en la dramaturgia del montaje– y de esperanza: en las fuerzas de la imagen, en las virtudes del ritmo, en las maneras singulares de hacer política con el cine, o de hacer cine con la política.

Ella vio el inconcebible universo: películas de Narcisa Hirsch por Pedro Henrique Gomes
La frase que da título a este texto evoca la narración de Narcisa Hirsch al final de una de sus películas más aparentemente simples, pero que en realidad concentra mucho de lo que su obra construyó a lo largo de más de 50 años. Inscrita en Aleph (2005), con su duración de sólo un minuto, está la constelación de elementos estructurantes de su archivo de reflexiones, imágenes, pensamientos y potencial radicalidad estética. Pero más que una artista que perseguía la radicalidad fundante dentro de un registro experimental, Narcisa miraba hacia otras posibilidades de investigación visual y sonora.
Si bien es cierto que su obra visual siempre estuvo en constante transformación, en este cortometraje vemos un profundo enfoque en la relación entre tiempo y espacio, y la conexión de estos con la construcción de imágenes poéticas, tanto personales como universales. Gracias al trabajo de la Filmoteca Narcisa Hirsch (bajo la mirada de Tomás Rautenstrauch), la Semana del Cine Recuperado Más allá del olvido pudo realizar una función con 8 cortometrajes inéditos de Narcisa: Un casamiento (comisionado por la realizadora, pero cuyo autor y año aún son desconocidos), Tambores en la plaza (1970), Frida – Fiesta (1972), Andrea 1973 (1973), Aida/Ayda (1972-1978), Patinando (1980), Come Out S8 (1972) y Rafael en Río (1977). Me gustaría centrarme en estos dos últimos.
De manera más o menos directa, tanto en un sentido puramente técnico como filosófico, el cine de Narcisa es un cine de revelación: de imágenes que aparecen desenfocadas hasta que son “iluminadas” por el lente de la cámara, que frecuentemente narra lo que filma y proporciona contexto e interpretación al pensamiento siempre construido gradualmente por Narcisa; de sonidos que son a veces ininteligibles, a veces repetidos infinitamente, a veces relevados u ocultos. Ya sea en la ausencia de diálogos (lo que no implica, necesariamente, en la ausencia de narración), como en Come Out S8 (1972, una reelaboración del Come Out realizado un poco antes), o en la presencia seminal de ellos, como en Rafael en Río (1977), sus películas destacan el paso del tiempo, siempre ubicándolos en su debido lugar, envolviendo las imágenes en un espacio concentrado que ella va llenando de sentido pacientemente.
Pero mientras Come Out articula la repetición como forma de desestabilizar y provocar nuestra experiencia sensorial, Rafael en Río nos conduce a un estado de contemplación, donde el tiempo se disuelve y se mezcla en el flujo del paisaje del mar y la narración. En el primero, necesitamos algunos minutos para darnos cuenta de que el plano que vemos en detalle y con un lento zoom out es la imagen de un tocadiscos reproduciendo la música de Steve Reich, del mismo nombre, con la larga repetición de la frase come out to show them.
Como Michael Snow en Wavelength (1967), que extiende un zoom in durante 45 minutos mientras diversas acciones se desarrollan dentro y fuera del campo, Hirsch disuelve la progresión narrativa en un loop sonoro que pone en crisis, por poco más de 10 minutos, la relación del espectador con el tiempo, que pasa sin pasar hasta disolverse por completo, casi de forma abstracta, en contraposición a la imagen, que se revela. O, si lo queremos, hasta que el sonido se convierte en imagen, poniendo la propia idea de percepción bajo tensión. Hasta el momento en que vemos el plano más abierto e identificamos la composición del cuadro mientras la música repite come out to show them, algo parece quemarse, arder con la luz rojiza que rodea la aguja del tocadiscos, como la luz del Sol ilumina aquellos planetas que puede alcanzar. Cuando vemos el cuadro a una distancia suficiente, proyectando su luz sobre el disco girando, la idea de constelación, de un universo inconcebible, vuelve a aflorar.
En Rafael en Río, que junto con Rafael (1975) y Rafael, Agosto 1984 (1984) forma parte de una trilogía de cartas dedicadas a Rafael Marino, el movimiento es distinto al de Come Out: la cámara no se aleja de su personaje central, por el contrario, es el personaje el que se aleja de la mirada de la cámara. Hasta que Rafael desaparece de vista (y del alcance de la cámara de Narcisa), seguimos sus movimientos al borde de la playa mientras la voz en off de la realizadora cuenta un poco de su relación con ese hombre que sólo vemos a la larga distancia. El procedimiento aquí es similar al de una narrativa literaria epistolar, ciertamente íntima, personal, pero con una sensibilidad suficiente para contagiar al espectador. Pues, además de que el gesto narrativo se presenta como forma fundamentalmente lírica, también demuestra la consistencia de la mirada de una pintora al describir su tableau (y este se mueve…).
Su mirada guía la mirada del espectador, pero lo deja libre para fabular y develar los no-dichos que componen su carta visual. Esto porque sus películas, en general, están constituidas en gran parte por el fuera de campo, más allá de lo que su cámara nos da a ver de manera más evidente. Especialmente en estos films más autobiográficos, la narración de Hirsch es un elemento esencial de su archivo de imágenes y en su pensamiento cinematográfico (estético y obviamente político), trazando un diálogo entre memoria, pasado, presente y futuro.
Hirsch, como Michael Snow, Jorge Honik, Claudio Caldini, James Benning y tantos otros artistas visuales y cineastas, entendió el cine no simplemente como una forma de representación, sino como un amasijo de formas y experiencias en las que el tiempo, el ritmo y la percepción pueden volverse indisolubles. Este es, quizás en esencia, su gran gesto de radicalidad.

Enrique Bellande sobre El monumento a Cristóbal Colón (1921)
En más de 20 años como espectador habitual del cine del Malba, ni una sola vez vi la sala tan estallada de gente como en la apertura del MADO. Como bien se disculpó Peña al presentar la función, la realidad es que esto sucedió por un error en la web del museo que permitió que se sobrevenda la función, pero -esto no lo dijo- también fue por el esfuerzo de la organización por intentar honrar la mayor cantidad posible de esas entradas vendidas, agregando bancos al fondo y sillas a los costados. Que la proyección de una película muda de 1918 casi inédita –a la que incluso se anunció con el faltante de un rollo- junto con otros materiales mudos todavía más ignotos convoque a tantísimas personas fue un anticipo de la afluencia casi emocionante de público que veríamos en cada jornada. Más allá de que evidentemente hay un público interesado en el tipo de materiales que se exhibían, creo que desde su primer anuncio el MADO hizo un gran trabajo en generar esas expectativas sobre sí mismo y prender esa llama de interés que hoy tanto le cuesta al BAFICI o al Festival de Mar del Plata. Otro punto a favor fue la fecha elegida: enero es un mes con pocas opciones en Buenos Aires y quienes se quedan en la ciudad suelen tener amplia disponibilidad como para encerrarse a ver película tras película.
Tenía especiales ganas de ver El monumento a Cristóbal Colón, película de la que ya conocía la historia a través de Luis Bernárdez, que está haciendo un documental sobre este monumento al marino genovés. Cuando en 2014 se iniciaron los trabajos para removerlo de la Plaza Colón con el fin de trasladarlo hasta su actual emplazamiento en la Costanera, en la base de la escultura se descubrió una bóveda con una “cápsula del tiempo”: una pequeña colección de objetos -diarios, monedas, cartas-, depositados en un cofre de plomo en el momento de la inauguración del monumento en 1921, como una suerte de mensaje para un futuro indeterminado. Entre los objetos conservados en esta cápsula, se encontraron también 2 rollos fílmicos de nitrato, que contenían un pequeño documental de unos 20 minutos sobre la construcción del propio monumento donado por la colectividad italiana, llevada a cabo entre mayo de 1920 y junio de 1921.
Tras el descubrimiento, el Museo del Bicentenario y el INCAA le encargaron a Peña la restauración de ese material. Aún había un laboratorio fotoquímico en Argentina, así que Peña trabajó en Cinecolor hasta obtener nuevo negativo y copia. Y acá es donde la historia se tuerce. ¿Qué hicieron el INCAA y el Museo del Bicentenario con ese material largamente oculto y ahora restaurado? Peor que nada: no sólo no hicieron movimiento alguno por difundirlo, sino que además bloquearon su acceso durante años. Que es justamente lo que me contó a fines de 2023 el amigo Bernárdez: pese a insistir una y otra vez, no conseguía que lo autoricen a ver o copiar ese material para poder incluir las imágenes en su documental. Pero hete aquí que Peña, zorro viejo, previendo que este film seguiría el destino de tantas películas tristemente sepultadas en los archivos del Instituto, aprovechó la restauración para hacerse -silenciosamente y por su cuenta- una copia adicional en 35mm., que resguardó en su colección. Y a modo de protesta por la vocación oscurantista de los responsables del INCAA, programó esa copia hecha un poco clandestinamente, para que la primera proyección pública de este film en sus más de 100 años de existencia inaugure esta flamante Semana de Cine Recuperado.
El material está filmado con solvencia, en un estilo similar a los noticieros de la época. El registro comienza con la llegada por barco de los gigantescos bloques de mármol de Carrara que conforman el monumento. La descarga -hecha con enormes grúas- y el lento y laborioso transporte de estas piezas hasta el parque trasero de la Casa Rosada, dan una idea del peso del monumento (40.000 kilos, según reza uno de los intertítulos). A medida que se suceden los progresos en la construcción, se ven políticos y dirigentes, albañiles y peones, e incluso se presenta al maestro escultor del monumento (Arnaldo Zocchi), en cuyo honor alguien declama unos sonetos. Pronto llega uno de los grandes hitos del proyecto: el día que se alza la columna con la escultura que la corona. «El emocionante momento», según el intertítulo que lo anuncia. Miles de personas se presentan a ver el espectáculo y es imposible no quedar hechizado frente a estas imágenes. El film intenta una suerte de proto timelapse para contar la maniobra de izamiento de la escultura pero lo que nos impacta es la visión de esa multitud. Los rostros de niños, mujeres y hombres, sus vestimentas, las sonrisas de alegría, las infinitas volutas de humo desperdigadas por sobre toda la masa de gente (increíble registro de lo extendido que estaba el hábito de fumar), las miradas de todo el mundo fijas en la cámara (todavía un elemento novedoso), todo transmite una electricidad singular. Sobre el final de la maniobra, sorpresivamente aparece en el cielo el dirigible El Plata, que sobrevuela el monumento a modo de festejo. Acto seguido llega el cierre del documental con la inauguración formal del monumento, llevada a cabo el 15 de junio de 1921, día en el que, con la presencia del presidente Hipólito Irigoyen y frente a otra gran multitud, el conjunto escultórico fue descubierto de la tela que lo mantenía a resguardo.
Al día siguiente de la proyección, alguien escribió una reseña en Letterboxd que me gustó mucho: “Personas de este tiempo observando a personas de otro tiempo observar la representación de una persona de un otro tiempo”. Entrenados como estamos en el hábito de ver cine-que-se-parece-al-cine, siempre es saludable visitar otro tipo de registros con valores que no son necesariamente los que solemos buscar en una sala. Acá lo importante claramente pasaba por la conexión que podíamos establecer con esa vida porteña de 1920 congelada en un rollo de película, la fascinación de ver a esas personas de otro tiempo en los lugares en los que hoy nos toca vivir a nosotros. Reconocer las mutaciones y permanencias en esos espacios (divisar por ejemplo las cúpulas del edificio de Aduanas a lo lejos), o divertirnos con la perplejidad que nos causa ver una muchedumbre que podría llenar un estadio, yendo simplemente a presenciar la colocación de una estatua. Perdernos en el tiempo, sentir su desplazamientos y desfasajes. Es muy posible que en esto mismo hayan pensado quienes filmaron y depositaron estos dos rollos de nitrato en un cofre oculto. No dudo que a ellos les hubiese fascinado aún más que a nosotros poder ver la vida de quienes los precedieron por un siglo, transformada en luz en movimiento proyectada en una pantalla, tanto que pensaron en este film para quienes vendrían un siglo después. Y así como no deja de maravillarme la idea de una cápsula del tiempo, me respondo a mi mismo que, más allá de esos cofres simbólicos que se guardan en monumentos o naves que viajan al espacio, la preservación de nuestro patrimonio -un poco el centro de toda esta semana de cine recuperado- empieza cuando entendemos que todo registro fílmico es una cápsula del tiempo, que todo lo filmado y fotografiado constituye una suerte del álbum familiar del mundo, y que cada proyección de estos materiales nos devuelve algo de lo que, sin saberlo, fuimos.
Cuatro días más tarde, el MADO cerró su recorrido triunfal con una bizarra proyección de Lucía (1966), engendro evangélico de Dick Ross producido por Aries Cinematográfica, otra película completamente inédita que tuvo la primera proyección pública desde su creación. En la secuencia inicial, Fernanda Mistral encarna a una guía turística que va recorriendo la ciudad con un grupo de turistas americanos -a los que sin embargo les habla en español-, mientras diversas imágenes exhiben los puntos turísticos clásicos de la ciudad: el Obelisco, la 9 de Julio, el Congreso, etc. Y de pronto, una suerte de guiño cósmico que funcionó como el perfecto cierre simbólico para esta edición inaugural: el rostro pétreo de Cristóbal Colón mirando al horizonte llenó la pantalla -ahora en color-, y por unos largos instantes la cámara recorrió cuidadosamente el monumento, a cuyos pies todavía dormía -como lo hizo durante casi 100 años- la película que inauguró este encuentro. Nos vemos en el MADO 2026.
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