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Son leyenda – Mato seco em chamas

Por Iván Zgaib

1.

La capacidad de viajar siempre formó parte del corazón del cine. Así nació: como un medio de transporte sin necesidad de desplazamiento físico. Es parte de su encanto, a la vez científico y esotérico. Antes del turismo global, antes de las pantallas en nuestros bolsillos, antes de las imágenes anónimas que se reproducen de a cientos, de a miles, de a millones, como si fueran un experimento genético ensayado en el subsuelo de algún laboratorio clandestino. Antes estuvo el cine. Su poder de registro y de transportación, de documento e imaginación, ofrecía a los espectadores comunes un viaje hacia lo desconocido, la posibilidad de transportarse a tierras escondidas que guardaban secretos. Pienso en el acto ceremonial de Nanook of the North (1922) al llevarnos hasta el Ártico, pero también en otras películas completamente arrancadas de las pretensiones antropológicas como Island of Lost Souls (1932) de Erle C. Kenton o los paisajes imaginados por Joseph von Sternberg en los romances espumosos de Morocco (1930) y Shanghai Express (1932). El cine: capaz de motorizar nuestra percepción, de propulsarnos hacia esa otredad (o hacia ese otro) que parece siempre inalcanzable, inasequible. Y el cine, también: capaz de fijar nuestra mirada, de condenar a esos otros (y a quienes miran) a ser siempre lo mismo. Una imagen tallada en la piedra.

Mato Seco en Chamas, la última película de Adirley Queirós y la primera codirigida junto a Joana Pimenta (directora de fotografía en su film anterior, Era Uma Vez Brasília), pone en ebullición aquellas pulsiones ancestrales del cine. Toda la filmografía de Queirós orbita en esa dirección. Es una disputa por los modos de registrar el espacio y a los otros, que en este caso toma la forma concreta de ciudades sitiadas, favelas encandiladas y negras vapuleadas por la Historia brasileña. Por eso, Mato Seco en Chamas debe leerse como una piedra arrojada contra el panteón del miserabilismo. En la cronología reciente del cine de Brasil, ese antagonista fue encarnado por Cidade de Deus (2002), una película que aún hoy se sigue pasando en las escuelas secundarias como si fuera un salvavidas que puede rescatar la conciencia de los adolescentes, y que los estudiantes de cine (¡mis estudiantes de cine!) siguen mirando como un faro que los guiará a buen puerto. Todavía hay una estela de fascinación detrás de ese film. Quizás se deba a cómo ostenta una forma vertiginosa (heredera de la peor familia de Hollywood y MTV) y a cómo manosea una temática que tiene el peso de un yunque. Pero lo cierto es que su composición nunca articula esos dos elementos. Basada en una hiperestetización de las favelas que no pueden escapar al tráfico de drogas y tragedias, la violencia cruda de Cidade de Deus está adornada por una vestidura postiza de la imagen. La iluminación vanidosa que contrasta los colores hasta saturar a los personajes; la alta definición, sin matices ni ruidos en el plano; el comportamiento hiperactivo de la cámara, que aprovecha cualquier excusa para seguir adelante y exhibir piruetas dignas de un campeonato de gimnasia (cruzar la favela en el lomo de una bala o girar en 360 grados alrededor de una pelea). En Cidade de Deus no hay transferencia entre mundo y forma, sino un cálculo audiovisual que se preimpone a los personajes, sus dramas y acciones. Es el tipo de imagen plastificada (no plástica ni estilizada) que puede servir de cambio en todos los mercados del mundo. Un acercamiento particular a la otredad: de reojo, al paso, como si nos llevara en algún colectivo desde el cual vemos las imágenes sucederse y mezclarse unas con otras. Turismo global, capitalismo monoteísta y cine formateado a escala mundial: todo confluye. La película de Queirós y Pimenta ensaya una contraofensiva a ese modelo. Es una disputa en torno a las imágenes de los sectores populares, sí. Pero, además, es una disputa sobre la concepción del cine, bañada en el barro de lo real. El largo sueño baziniano junta aliento. 

2.

Mato Seco em Chamas, como los films anteriores de Queirós, recupera ciertos motivos de los géneros clásicos, aunque nunca para reproducirlos a imagen y semejanza de los modelos importados. En parte western, en parte distopía, en parte retrato policial de forajidas, la película trabaja con una estructura épica. Léa acaba de salir de la cárcel y se reúne con su hermana Chitara, que encontró un mapa donde figuran oleoductos secretos. “Mi hermana hizo historia en Sol Nascente”, recuerda Léa mientras escupe humo como un motor sobrecalentado, encima de una cama desértica y en una habitación que estaría vacía si no fuera por la cámara que la filma y el equipo al cual ella mira de reojo. Toda la película consiste en ese relato familiar que estira sus brazos a lo largo de los años. Se mueve hacia adentro y afuera de las celdas de una prisión, narra la lucha por la apropiación de combustibles y observa el cortocircuito entre una banda de gasolineras y una de motoqueros, y entre los habitantes de una favela y la tropa de milicos que vigila cada esquina. El disparador nace bajo la forma de una picardía popular: las hermanas compran la tierra e instalan una refinadora clandestina, manejada por mujeres negras y ex  convictas, nacidas y criadas en la ciudad periférica de Ceilândia. Hay una épica, es cierto, pero que curiosamente solo funciona como coraza. En vez de insistir en los grandes sucesos narrativos y en los giros y las causalidades, la atención es reescalada a nivel microscópico.

El primer movimiento: que un imaginario ficticio, alimentado por la leyenda de Chitara, se infle de realidad. Hay una ficción delirante, pero esculpida sobre la base de actrices no profesionales, que viven en la misma región donde la película tiene lugar. Esa es la razón por la cual la progresión lineal se trunca constantemente y es reemplazada por registros que buscan aspirar las huellas de aquel universo: una cámara no intrusiva, independiente de cualquier montaje ostentoso, atestigua las conversaciones entre Léa y sus amigas. No hay una lógica directiva en aquellas escenas; es decir, no parecen estructurarse alrededor de una función específica, y es eso lo que les otorga su grado de espontánea libertad, como si llegaran con el viento. Lo que hacen es poner en escena el entramado de una memoria afectiva, cuya potencia está en el grado de especificidad que posee. En uno de los pasajes, las gasolineras hacen un asado en la refinería y rememoran las noches que pasaron en la cárcel. Había un boliche a lo lejos, en la colina, y de ahí bajaban los himnos funk que las presas agarraban de rebote y usaban para convertir sus celdas lúgubres en pistas de baile y deseo. Todo el relato está situado con esa precisión punzante que solo podría corresponder a las mujeres que sintieron el encierro y bailaron para exorcizarlo. Pero, además, su potencia se devela por el grado de ambigüedad con que las mujeres evocan aquel tiempo: está la herida ardiente por haber experimentado la asfixia de la cárcel y, al mismo tiempo, la nostalgia por los momentos en que pudieron aferrarse al goce en medio de esa tragedia. Algo similar ocurre cuando Chitara recuerda a su padre: le despierta risas por sus legendarias caravanas en Ceilândia y remordimiento por cómo hizo sufrir a su madre. O cuando Léa habla de su ex pareja: se arrepiente de haberlo ayudado a salir de la cárcel, de dónde descendió hacia una espiral de violencia mortífera, pero se reconforta al saber que le dio su hijo pequeño. “Mi príncipe”, dice con cariño mientras acaricia una pistola. Cada diálogo pone en el centro de la escena el agenciamiento de las protagonistas: sus anhelos, sus historias y sus fantasías forjados en las brasas de la exclusión. Así la ficción toma cuerpo.

Pero lejos de alimentar una falsa dicotomía (la realidad contra la imagen), Queirós y Pimenta incorporan aquellos elementos vivos dentro de un juego de distanciamientos. El segundo movimiento, entonces: que el registro documental del espacio periférico y sus habitantes atraviese el filtro del extrañamiento. Así como algunos momentos parecen adjudicar el dominio de la forma a las protagonistas, otros se organizan desde un punto de vista más lejano, que tuerce la sensación de inmediatez en torno a aquellas mujeres y al espacio. En los pasajes nocturnos, la imagen adquiere un halo enardecido, como si fuera iluminada por una fogata. Ya la escena inaugural de la refinería expresa aquel procedimiento: casi un eco digital de las fábricas de Metropolis, el registro muestra a las mujeres de Sol Nascente cubiertas por humaredas expresionistas, sombras pesadas y contrapicados que las elevan como heroínas en medio de una maquinaria gigantesca. El fuego se enciende una y otra vez como un motivo visual recurrente: es producto del gasoil que vierten Chitara y sus compañeras; una demostración física del poder que han acumulado en la favela, y también una expresión atmosférica de la calamidad que recorre al país entero. Pero incluso en aquellas secuencias enrarecidas, dislocadas, también hay planos de larga duración y tomados a la distancia, que simplemente describen las acciones de las mujeres. La manera en que llenan los tanques de gasolina o cómo los empujan de un costado de la planta a otro: todo invoca un tono emparentado a lo observacional, con respeto por la veracidad de las acciones dentro del plano. Más adelante, la escena que acontece dentro de una iglesia se organiza de manera inversa. Empieza con una larga cadena de imágenes naturalistas de los vecinos cantando en la capilla y termina como si estuviera arribando el fin del mundo. El registro inicial es transparente y contenido, propio de un cronista que se atiene a transcribir objetivamente el trance espiritual de las personas. Pero de repente aparece un plano exterior de las calles cubiertas por un torrente de lluvia. Y, después, el plano de dos mujeres rezando las recorta encima de la inundación: la iglesia, con los ecos de una prédica sobre el Apocalipsis, se ve envuelta por un río de barro que golpea sus puertas. 

Así, Queirós y Pimenta oscilan de un punto hacia otro: descubren lo documental en lo misterioso y lo extraño en los rincones más ordinarios. Ya no se trata de conquistar una imagen o la realidad, sino de atravesar los vasos comunicantes entre uno y otro. 

3.

El paisaje de Mato Seco em Chamas es sensiblemente diferente del resto de la mitología queirosiana. Si antes sus películas habían estado erigidas desde el suelo de las viviendas populares de Ceilândia, entre los pasillos comunes y los balcones que unen a los vecinos mientras miran naves extraterrestres en los cielos, ahora expande los límites de su mapa visual. Nos arrastra por la tierra naranja y las casas solitarias, perdidas en medio del descampado, como si hubiéramos pegado un salto más allá del margen (es la periferia dentro de la periferia). La hipnótica escena en que Léa se reencuentra con su hijo, a quien finalmente abraza después de haber pasado seis años en la cárcel, la muestra caminando confundida por un paraje seco y abandonado. Allí, el plano se abre y proyecta una visión majestuosa de aquel sur salvaje, emparentado al imaginario espacial del western. Esta es una tierra en constante disputa. Pero en vez de ser domada con ferrocarriles como en las arcaicas leyendas del Viejo Oeste, el desierto contemporáneo de Brasil se conquista erigiendo cárceles. El hijo de Léa apunta al horizonte y dice: “Ahora los policías controlan todo”. Ya nada es igual. 

Lo que resulta peculiar del film es la manera en que esa sombra del western se entronca con el cuerpo de la distopía. Cada vez que el mundo tecnológico aparece en la película, se alimenta de las conspiraciones del control y la vigilancia. Hay camiones militares que el gobierno lanza para custodiar el orden desigual de las favelas, con centinelas cuyas cámaras lo ven todo. Y también está el brazalete que lleva Léa en su tobillo, desde el cual pueden saber si tiembla, si huye o si vuelve sobre sus propios pasos. Frente al espacio inmaculado de los westerns clásicos, donde la arena estaba a punto de ser rozada y fundada por primera vez, el western distópico y sureño de Mato Seco en Chamas está cubierto de púas. Incluso con el fantasma omnipresente de las cárceles, lo que el film sugiere es que la coerción de los cuerpos no necesita de muros ni rejas, sino que acontece a cielo abierto. Está plantada en los cimientos mismos de las ciudades, con las zonas destinadas a apartar a los negros y a los pobres que no tienen pase libre por el centro. 

Yendo aún más lejos, la expropiación de los géneros abre nuevos pliegues temporales y la película se desliza en ellos para extremar el desorden que siempre caracterizó al cine de Queirós. Si el western es la fuente predilecta del cine para mirar los mitos del pasado, la distopía es la máquina especulativa que nos lanza hacia el futuro. Los dos géneros se mueven en direcciones opuestas, pero acá confluyen en un punto de encuentro. No es casual, para ese proceso, que el bolsonarismo esté siseando en el cuello de la película todo el tiempo. Hay manifestaciones alérgicas al color rojo, camionetas con altoparlantes que llaman a votar por la ultraderecha y tropas que se preparan para disparar mientras escuchan los mantras de coaching patriótico difundidos por el gobierno. La distopía de Brasil, saboreada por un fascismo que muestra los dientes llenos de espuma, es una regresión a las batallas más primitivas: ¿de quién es la tierra?, ¿quién tiene derecho a habitarla? 

4. 

La resistencia en Mato Seco em Chamas es una promesa latente, como un canto sin origen que flota en el aire. Nos convoca, con la voz quebrada, a una cita que podría tener lugar. ¿Pero cómo? La película va a parir un espacio negado: una imagen donde las mujeres negras, las habitantes de las favelas y las dueñas de una sexualidad sin rejas podrán ocupar el lugar que les fue quitado. La ciudad las empujó afuera. Los policías les martillaron las caderas. Los partidos les hablaron en idioma extranjero. ¿Y las películas? Las hicieron luz molesta. El pueblo filmado acá no es uno invisibilizado sino, por el contrario, encandilado: ha sido amenazado a punta de faroles, con un cargamento que no puede hacer otra cosa más que borrar los surcos de su piel o los lunares de sus ojos para dejar solo piel y ojos. La respuesta, entonces, no es mostrar lo oculto, sino soltar una jauría de sombras. 

Aquellas resistencias adoptan distintas formas a lo largo de la película, aunque la clave está en su fragilidad. Ya no se trata de la venganza triunfalista de Branco Sai, Preto Fica (2014), donde Queirós mostraba a sus amigos con patas de palo y sillas de ruedas haciendo explotar el Congreso que los traicionó. Por el contrario, las resistencias de Mato Seco en Chamas son apenas muestras efímeras, como una llamarada que se enciende solo por unos segundos. Andreia, una de las trabajadoras de la refinería, funda el Partido del Pueblo Preso y sale por las calles a cantar sus propuestas, mientras la caravana de motoqueros la corea a bocinazos. No hay información certera sobre el resultado de su candidatura, aunque el tono en que lo recuerda Léa sugiere que fue fallida. Lo significativo es que, contra todos los pronósticos, mientras los fascistas gobiernan con balas y hacen sus desfiles macabros, las perdedoras alzan la frente. Montan la ficción de un pueblo que reclama el terreno político: hacen, literalmente, una performance en el espacio público. Y, por unos minutos, lo moldean. También hay otro pasaje donde la fragilidad se trama en un tándem de dos escenas: en ambas Léa está en un colectivo rodeada de mujeres. Pero mientras la primera está marcada por el éxtasis embriagador de la música y de las chicas besándose unas con otras, la segunda las muestra escoltadas por la policía; vestidas de blanco y sumidas en un silencio de duelo. El drama roto de Mato Seco en Chamas está sostenido en la observación de esas fuerzas: el control, que es siempre una sentencia firmada, y la resistencia de los cuerpos, que es la primavera en riesgo. Pero también es lo que puede volver: el pulso que sobrevive a la opresión.

La familia que ocupa el centro de Mato Seco en Chamas también está educada en una historia sentimental de fragilidades. Padres que se esfuman. Mujeres que subsisten con trabajos de arena movediza. Amantes encarcelados por crímenes que no son suyos. Que el último plan de las hermanas sea apropiarse del petróleo oculto en la favela más grande de Brasil es una provocación: insiste, una vez más, en esa lucha por el territorio, pero, sobre todo, dentro de un país (¡y una región!) donde la riqueza ha sido históricamente arrebatada a las mayorías. Y donde esas mayorías, encima, han sido relocalizadas a la fuerza, acarreadas hasta los bordes de las ciudades para liberar las zonas que pueden multiplicar la renta en pocas manos. La refinería de Chitara la muestra haciéndose de un negocio que es territorio prohibido para su clase. Pero lo más potente de esa fabulación es que esté narrada bajo la forma de una leyenda popular: no es solo épica por su grandilocuencia, sino porque es contada en retrospectiva, como una hazaña que redescubre su fuerza en el relato antes que en los hechos. La película convierte a Chitara en una figura cuyas historias corren de boca en boca por las colinas de Sol Nascente. Como una santa a la que se le prenden velas por la noche. O una bandida que va de pueblo en pueblo confundiendo a la ley, mientras los vecinos cuchichean sobre ella. Una de las escenas más hermosas ocurre sobre el final, a orillas de una fogata, sobre la cual se reúnen los caballos y los motoqueros. Lo que se escucha de fondo son los cánticos de una cumbia, como si fuera un himno que nace de las entrañas de la favela: “Chitara es la reina de la quebrada / Chitara, la que está a cargo / Chitara no está acá para joder”.

El film trabaja junto a esas mujeres de carne y sentimientos. No solo para explorar los misteriosos conductos que unen lo real y lo imaginario en términos narrativos, sino para hacer de ellas mismas, de esos cuerpos que llevan la marca del castigo, una imagen donde confluyen ícono e índice. Queirós y Pimenta las retratan en medio de la noche, iluminadas por las llamaradas de rabia, mientras escupen nubes de cigarrillo. Las muestran subidas a la torre de su refinería, con camperas de cuero y escopetas que las hacen ver como las heroínas de un tanque de acción. La indexicalidad: un rastro de esas mujeres, impreso en el barro de la imagen. La iconicidad: una cualidad instantáneamente pregnante, como un sueño que no podemos olvidar. La gracia es que ninguna impone su peso sobre la otra. La huella de las mujeres es transformada en algo más, gracias a la iconización. Y el ícono adquiere densidad por el tesoro que fue arrebatado a la realidad. La ensoñación nos afecta de una forma particular porque sabemos que no funciona en un grado cero, sino porque está trastocando las raíces de lo que duele cuando llevamos los ojos abiertos. 

5.  

El momento más transparente de toda la película es también el más escalofriante. Sin distanciamiento, sin ningún truco para modular el discurso ni los gestos de las personas, la intervención es casi nula. La cámara se comporta apenas como una infiltrada en una reunión a la cual no recibió invitación. Se desliza en medio de una multitud exultante y escanea los rostros de los hombres y las mujeres que vitorean a su propia leyenda: “El capitán llegó / el capitán llegó / el capitán llegó”, cantan y saltan en lo que podría ser un festejo de cancha, pero que en realidad es la fiesta del fascismo. Lo más impactante es que, por primera vez en todo el cine de Queirós (un cronista de la historia brasileña), la amenaza ya no viene de afuera. No es el Estado que desterró a los negros o los centinelas que los reprimieron, ni tampoco los monstruos que se comieron a Dilma Roussef y la escupieron afuera del gobierno. El peligro está entre nosotros: son los mismos ciudadanos, sin oficinas en el Congreso ni camuflajes de la policía. Pueden estar rozándonos los hombros, en una parada de colectivo o fumando un pucho a la salida de un baile. La película no indaga demasiado en esto, pero aquella escena es un vistazo efímero hacia otra ruta menos transitada, llena de maleza. Por unos minutos, Queirós y Pimenta se despegan de la inclinación a imaginar una contraofensiva popular frente a la maquinaria del Estado. Lo que sugieren en cambio es una distopía más compleja e incómoda, como un molde deforme en el cual no entran las imágenes procesadas del cine político ni tampoco las de nuestros sueños. La violencia está encarnada en el cemento de las ciudades, pero también en los muros de nuestros pensamientos. Y hay personas dispuestas a salir a la calle para defender la muerte. Por eso aquel pasaje vislumbra una posibilidad abierta para el cine de Queirós. Quizás, en el futuro, sus películas observen que hay misas de Ceilândia rezándole a Bolsonaro. 

Este texto forma parte del número 6 de La vida útil.

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