Una película de juicios – Sobre Belén

No son pocas las personas en este país (me incluyo) que disfrutan más de hablar sobre una película que de verla. Incluso podrían hacer lo primero sin haber pasado por el incordio de lo segundo. Resulta totalmente lógico: asociada al encuentro, al cariño, a la chicana, al intercambio y a la dialéctica, la conversación argentina se distingue y se desmarca por sobre otras actividades en las que somos definitivamente menos aptos. Esta lógica tiene su perversión en un escalón superior: la discusión política, agrietada, es un diálogo de sordos ensimismados que al perder la ironía sólo encuentran en su cajón de herramientas la violencia (ver el caso del tiktokero Pirovano). El cine argentino se desvive por encontrarse en alguno de estos dos estamentos, siempre en el foco de la discusión. Nuestras películas más populares se sienten cómodas en el ditirambo o bajo los cascotazos.

En mejores tiempos escribí que era un buen signo que se filmara más levemente: un buen signo para la realidad política, que encontraba un respiro, no necesariamente para el cine. Estos años, en cambio, pueden ser adjetivados de cualquier manera menos de tranquilos. El cine responde y desborda con El Eternauta, con Homo Argentum y, ahora, con Belén. Las plataformas encontraron en la discusión pública una buena alternativa al marketing tradicional. Aunque para eso, claro, hay que ubicarse en algún lugar de enunciación. Si Netflix encarnaba un nacionalismo difusamente peronista y Disney se la jugaba con un macrismo retórico, mileista avant la lettre, Amazon entra a la conversación aliado con el progresismo feminista. Cada empresa -que en el manejo de nuestros datos, en las condiciones de contratación de sus empleados, y en la vida privada de sus magnates hace lo que se le canta en su cruzada por la concentración de la riqueza- aprovecha que sin el Instituto es más barato encontrar su rincón.

Yendo al punto. Belén es una muy buena película. Tiene la humildad y el aplomo para entroncarse dentro de un género fácilmente reconocible: película de juicios (porque son dos). Narra la lucha de la abogada Soledad Deza (Dolores Fonzi, directora y guionista) y su compañera (Laura Paredes, coguionista) por la liberación de Belén (Camila Plaate, espectacular) que fue presa acusada de abortar en una guardia de un hospital de Tucumán. Las situaciones y personajes son universales: la abogada cabeza dura, el descuido de su familia, los riesgos de meterse con el poder, la minucia de conseguir pruebas y apoyos, el desarrollo exhaustivo de un discurso oral en el que el proyecto final no es ni más ni menos que cambiar lo que la gente común cree que es la justicia. Hay pizarras, carpetas, cartas, soliloquios. Todo ese tapiz genérico tejido a lo largo de generaciones está hecho de hilos que llevan a referencias concretas de la historia reciente argentina.

Tal enfoque supone un avance en el cine testimonial argentino mainstream: no se regodea en el amarillismo de un caso estremecedor que en otras épocas era moneda corriente (miren El caso María Soledad por ejemplo), ni se enrosca en explicaciones psicológicas de sus personajes, sino que va más allá y observa atenta el nacimiento de un fenómeno social que vino a cambiar la vida en común probablemente para siempre. Su mirada está pegada a la acción de sus personajes, que se definen por el movimiento que generan. Hay pocos momentos en los que los personajes no estén haciendo algo y que la vida no se les vaya en ello. 

El truquito del clasicismo es que tal cosa no parece estar inflada de una gravedad artificial, sino que lo grave, lo terrible, proviene del propio fluir de las situaciones. Pocas veces en una sala de cine sentí tanto los sonidos de la angustia alrededor: un surround involuntario de respiraciones entrecortadas, sollozos contenidos, gente que resopla, saca un pañuelito, contiene los mocos con pochoclos. Ese movimiento hacía crecer una sensación de contagio afectivo: nos tocaba de la misma manera sin distinción de género ni de nada. Todos llorando. Hay algunas razones. 

Belén no simplifica el mundo y al encontrar matices también tiende puentes. Si bien su fuera de campo absoluto es el pañuelo celeste, es decir, cualquier argumento en contra del aborto, lo cierto es que no impugna las instituciones a las que el feminismo miró de reojo durante todo este tiempo. La iglesia, por caso, guarda su respetabilidad y complejidad. Una buena pregunta sería cuántos planos de la película tienen imágenes religiosas, cristos, fragmentos de la biblia: el problema no es la fe ni la iconografía, sino todas las manías y prejuicios que circulan alrededor. El poder judicial tiene un funcionamiento aceitado que sostiene la ilusión del Estado de Derecho apoyado en la violación sistemática de los derechos humanos, pero esa máquina, sin embargo, está diseñada sobre un entramado de nombres propios que son su combustible (el personaje de Julieta Cardinali) y también su promesa de falibilidad (el sobrino bobo del Juez). El fuera de campo de la justicia es el sistema penitenciario y en el retrato de los días laguneros, enmohecidos, de Belén en la cárcel, se siente la atención y la delicadeza. Todo un statement si pensamos en lo pirotécnico de En el barro, lo más feminista que puede ser Netflix. El underplay de Camila Plaate se luce en tareas menos intensas: jugar con un gato, cortar unos tomates, cocinarlos en una salsa. Y por último, tampoco es que el feminismo mire tan de reojo a la institución familia, pero es algo que se propone discutir. En el caso de Belén, la abogada Fonzi ni se lo plantea. Descuida un poco esos vínculos pero sus compañeros saben entender la importancia de su tarea, incluso se vuelven cómplices necesarios. Su núcleo (de clase alta provinciana) se mantiene inalterable o en todo caso se amplía con las diferentes militantes que van apareciendo para ayudar en el caso.

Iglesia, justicia, familia: una lista de “temas” espinosos de los que Belén se ocupa de una manera espejada a cómo lo hacía la otra gran película feminista de esta epoca, Las hijas del fuego, de Albertina Carri, que era blasfema a lo pavote, los hombres eran representados como una masa amorfa de hormonas + violencia y la única salida era el escape a la naturaleza, bien lejos de cualquier convención social. Cada cineasta hace su juego y es evidente que el de Fonzi va por la centralidad, la guita, el sello de lo “necesario”, meterse en la discusión de cabeza, incluso queriendo convencer a alguien. A mí no me tenían que convencer de nada, que a los cinco minutos era parte del surround del llanto. En ese sentido…

Si en Argentina es todo una gran conversación, ¿cómo se nos ubica a nosotros -los hombres- en el diálogo con los feminismos? ¿Con qué tono de voz? ¿Cuáles son los momentos en los que hablamos y cuáles los que deberíamos quedarnos callados? Doble caracter de espectadores: de la película, adentro de la sala, y del movimiento feminista, en la calle. Las palabras clave son discreción y acompañamiento. Correrse de ese lugar tiene el riesgo de quedar en offside: así como las plataformas, muchas personas, community managers de sí mismos, encuentran en todas las causas una manera de autoafirmarse, sumar puntitos, ganar pantalla y muchas veces esa sobreactuación se nota y se parece a estar bailando arriba del parlante en una fiesta a la que no fuiste invitado. Es difícil de entender para los hombres, lo sé, pero es así. A uno le da envidia porque queda con la ñata contra el vidrio del movimiento político más disruptivo del último tiempo. 

Belén propone una épica en la que es posible reconocerse. La violencia estatal genera un caldo de cultivo en el que se cuece la organización política: ver eso en movimiento, ver cómo se cruza ese idealismo de algunas con todo un sistema que quiere bajarlas, es emocionante. No terminaba de entender muy bien por qué lo era tanto, por qué la sala entera lloró durante toda la película. Explicar por qué algo te emociona es un trabajo de traducción complicado.

Pero creo que entiendo algo. Belén, en su trabajo de hormiga con los anabólicos del capitalismo, es heroica. Reconoce la historia de algunas mujeres (y algunos hombres) que se entregan a una tarea que consideran trascendente. Proponen una alternativa superadora a ciertas injusticias a partir del trabajo desinteresado. No es caridad, no es condescendencia, es sentido de la responsabilidad. Esa altivez de los personajes (algunas veces confundida con soberbia, como sucede en la peor escena de la película, la de Fonzi en la tele) no los separa de la realidad sino que los sitúa en el aquí y ahora de una manera especial. A ellos los une una (no tan) secreta convicción. Un sentimiento, la vocación de servicio. Que una película esté a la altura de esta militancia es un desafío: hay que mantener el foco y no hacer tanto barullo en el acompañamiento de los hechos. Belén lo logra, aunque sería imposible extraer y separar químicamente cuanto de esta victoria corresponde a la discreción y al timing de Fonzi y cuanto es universalismo de plataformas.  

Emociona ese heroísmo porque es infrecuente en la ficción argentina, quizás por cuestiones de presupuesto, de vicio costumbrista, de timidez crónica. Si el cine como molde de la experiencia en general nos acostumbraba a revelaciones individuales y victorias módicas, acá vemos todo lo contrario. Los alcances de la película llevan a más lugares de los que nos podemos imaginar. Recuerda lo que la vida política, que entre la rosca y el mesianismo ha bajado nuestras expectativas y nos hunde en la apatía, puede ser: rebeldía, comunidad, trabajo, conflicto, entrega. 

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