Sigue resonando – Sobre Nuestra tierra

Hace unos años, Lucrecia Martel estuvo en México trabajando en la postproducción de Nuestra Tierra. Por casualidades de la vida, en algún momento de su estancia me encontré en la misma casa productora, apenas a una puerta de distancia. Aunque ya la había visto en persona, hubo algo cinematográfico en ese instante: no la vi, solo reconocí su voz bajando las escaleras y luego detrás de esa puerta cerrada. Recuerdo cómo aquel sonido parecía atravesar todo el espacio, cómo su cadencia ocupaba la habitación aunque no la viéramos. El cine de Martel siempre me ha fascinado por sus exploraciones sonoras; le otorga un peso fundamental a lo que escuchamos en la experiencia del cine y ofrece uno de los argumentos más convincentes para seguir yendo a escuchar el cine en las salas. 

Un amigo me contó que, en una charla, Martel usó un tupperware en lugar de un vaso para explicar cómo entendemos el sonido en el cine. Pidió que se apagaran las luces y, en la oscuridad, tomó un vaso, colocó sobre él la pantalla encendida de su celular: esa luz representa la proyección en una sala, y la manera en que se filtraba dentro del vaso encarnaba el sonido expandiéndose en el espacio. Aunque nunca logré encontrar este video, mi primer tatuaje es un tupperware. Ese gesto sintetiza mucho de lo que me atrajo siempre de su trabajo: la atención a lo mínimo, a lo que no se ve pero transforma la experiencia. Una puede cerrar los ojos o girar la cabeza, decidir no mirar; pero el sonido siempre nos atraviesa, se cuela en el cuerpo, imposible de abstraer por completo. 

Mi fascinación con Martel empezó hace años, cuando vi La Ciénaga. Lo que me marcó no fueron los diálogos, sino los sonidos mínimos: el vidrio haciendo cling cling, el ventilador girando mientras los niños jugaban frente a él, cada gesto cotidiano amplificado por la cámara y el sonido. Era como si esos detalles construyeran un lenguaje propio, un universo entero contenido en un par de secuencias domésticas. Con Zama, en cambio, me quedó más presente la impresión de la directora misma: frente a la sala nos dijo, con total naturalidad, “no me ofende si se duermen, la película es lenta.” Esos momentos me enseñaron a prestar atención a lo que usualmente pasa desapercibido, a los sonidos, a los silencios, a la respiración de la cámara, y a cómo todo eso configura la experiencia del cine.

Esperaba (como tantas) con muchas ansias Nuestra Tierra, su primer documental, y me sorprendió ver que todavía quedaban algunos asientos libres en la función de prensa del NYFF. La película tuvo su estreno en Venecia a fines de agosto, pero aún no se sabe cuándo llegará a Argentina o al resto de Latinoamérica. A veces las funciones de prensa acá se llenan de filas interminables, pero en este caso todavía había espacio para entrar. Verla en este contexto tiene algo peculiar: hay un silencio expectante, se nota la atención de periodistas y patrocinadores privados del Lincoln Center, la sensación de estar ante un estreno importante, pero sin la algarabía del público general. En este caso, la expectativa era especial, construida a lo largo de los años: Martel comenzó a filmar el documental en 2010. Tal vez valga aclarar que el NYFF, para quienes no lo conocen, se dedica a traer lo más destacado de otros festivales como Berlín, Cannes o Venecia. También quizas valdria tomar nota de que cada boleto para el público en general cuesta 35 dólares, síntoma de una política cultural totalmente privatizada, concebida para cierta audiencia neoyorquina. La película —traducida al inglés como Landmarks— fue seleccionada en el Main Slate, la sección principal y más prestigiosa, junto con los nuevos trabajos de Jarmusch, Panahi y Reichardt. Es el corazón del festival, donde suelen reunirse las películas más esperadas del año. Aunque muchas de ellas tendrán pronto distribución en Nueva York, hay una cierta aura de pre-exclusividad que rodea estas funciones en Manhattan.

Parece una novedad para Martel, siendo su primer documental, pero a la vez es un proyecto que lleva tanto tiempo gestándose que ya parece formar parte de su filmografía consagrada. En 2010 comenzó a registrar el juicio por el asesinato de Javier Chocobar, líder de la comunidad Chuschagasta, ocurrido en 2009. La película se vive como un drama judicial, con todo el peso del cine de Martel. En el tribunal de Tucumán, escuchamos primero a los acusados: Luis Humberto Gómez, orgulloso de ser expolicía armado “por derecho”, y Darío Amín, socio minero convencido de que esas tierras le pertenecen a él y a su familia. Su seguridad frente a la cámara y ante todos los presentes es evidente; no hay duda ni temor, sólo la certeza de que saldrán impunes. El juicio tiene una solemnidad casi funeraria, con cada gesto y cada palabra cargada de peso. En una escena, los abogados de los culpables nombran la presencia del equipo de la película, subrayando la corte como espectáculo, y la jueza asegura frente a todos que esto no es un espectáculo, sino un proceso serio, de carácter público, donde no pueden elegir quién asiste ni qué medios cubren la noticia. En medio del juicio se proyecta el video de los instantes previos al asesinato de Chocobar, recordando brutalmente lo que está en juego. Más adelante, el juicio se traslada al mismo lugar donde ocurrió el crimen: uno de los acusados guía a los jueces y a la audiencia en una reconstrucción de los hechos, mientras la cámara de Martel observa con una distancia precisa, consciente de la carga simbólica de ese regreso.

Martel alterna esas voces con momentos de vida de la comunidad: la esposa de Javier mostrando sus fotos, un colibrí, unas cabras, una fiesta. En una de las fotos, el bebé está en el piso porque lloraba, y ella describe la escena mientras habla de su marido, que siempre traía un lápiz, que le sacaba fotos a todo. Ayudan estos detalles de su persona, narrados por su esposa, a pensar en Javier Chocobar no solamente como un mártir. La música por otro lado, el chamamé, acompaña algunos otros instantes y ayuda a sostener la sensación de vida que persiste a pesar de la violencia. En los testimonios de los miembros de la comunidad Chuschagasta, somos testigos de la cotidianidad: entramos en las casas, escuchamos las voces, vemos los movimientos mínimos de cada día. La cámara se detiene en los gestos, en los detalles que sostienen la memoria, y nos permite percibir la resistencia que se ejerce desde lo cotidiano, frente a quienes intentan borrar la historia de este pueblo.

La película obliga a pensar el colonialismo como un proceso que sigue en curso. No es un evento cerrado, sino un esfuerzo constante por borrar la existencia de los pueblos indígenas. En el juicio, los abogados les preguntan a los miembros de la comunidad desde cuándo ocupan esas tierras, exigiendo papeles que lo comprueben, como si la memoria y la continuidad de la vida no bastaran. Esa disonancia —entre quienes reclaman derechos heredados de los colonizadores y quienes solo buscan seguir habitando su territorio— revela el núcleo mismo del despojo.  La corrupción y la complicidad institucional muestran cómo el poder se ejerce a través de documentos, leyes y narrativas que justifican el despojo. Martel lo vincula, en entrevistas, con Palestina; yo pensaba también en Gaza, en Sudán, en luchas que parecen lejanas pero forman parte del mismo mapa, donde la memoria y la resistencia se enfrentan a un aparato que pretende borrar.

La película tampoco oculta sus contradicciones. La primera imagen que vemos es una toma satelital de la Tierra, una mirada distante, casi abstracta, que parece observar el planeta desde el espacio. Es una perspectiva que incomoda: refuerza la mirada cartográfica, colonizadora, desde arriba. Refuerzan la mirada cartográfica, colonizadora, desde arriba. Martel lo sabe, y juega con esa incomodidad. Como si quisiera que el espectador se pregunte desde dónde mira y qué privilegios trae consigo. Esa conciencia del marco y de la mirada agrega capas al documental y hace que cada encuadre sea más que un testimonio: es una invitación a cuestionar nuestra posición frente a la historia y la justicia.

El final nos regala un instante de justicia: la sentencia que condena a los culpables. Pero el corte rápido hacia la noticia de su liberación temprana nos devuelve a la crudeza. La película no busca consuelo, sino memoria. Martel elige cerrar con los rostros de quienes defienden la tierra, no con los de quienes la destruyen. La cámara se demora en esos rostros, en el entorno, y en los sonidos que los rodean: el viento, los pasos sobre la tierra, los silencios que laten como una respiración. Son esos silencios —tan presentes como el sonido— los que conectan el final con el principio, recordándonos que incluso cuando todo parece callar, algo sigue resonando.

Al salir de la sala, vi que no era la única conmovida. Creo que fuimos muches en poder reconocer la precisión con la que Martel nos hace escuchar lo que normalmente queda silenciado. Confío en que la película encontrará su propio camino; no sé si “irle bien” significa llenar salas o estrenarse en todas partes, porque el éxito, en el cine, suele medirse desde centros que no nos incluyen. Tal vez, en cambio, le irá bien si logra seguir circulando, si llega a las comunidades sobre las que habla y a quienes puedan escucharla con otros oídos. Y por eso seguimos yendo al cine, a vivir experiencias donde la imagen y el sonido se entrelazan para contar historias que importan, que cuestionan y que nos conecten más entre acá y allá.

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