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Road to Oscars #03 – Mi diario de velocidad

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Mad Max: Fury Road (George Miller, 2015)

Por Lucas Granero

You can never go fast enough
-James Taylor a Warren Oates en Two-Lane Blacktop

Km 0 – Velocidad: 60

Sean mis testigos y acompáñenme en esta fantasía cinéfila: Mad Max: Fury Road no gana ningún Oscar. Y en ese mismo instante en el que Iñárritu se levanta para recibir el premio a la mejor película, irrumpe en el lujoso espacio una multitud de motoqueros salvajes salidos directamente de la película de George Miller. A paso veloz y arrebatado, rompen todo, ponen patas para arriba el lugar, se roban las estatuillas, secuestran a Iñárritu y dejan ardiendo en llamas todo lo que se cruza por su paso. Creo que sería un acto a la altura de la película, la mejor premiación posible, un acto performático, casi un ready-made que aparece y desaparece dejando solo polvo a su alrededor. Hay que morir histórico en el camino de la furia.

¿Alguna vez en la historia de los Oscars se nominó algo tan desbordadamente anárquico? No logro recordar algún hecho cinemático que haya alcanzado el privilegio final de la Industria que contuviera dentro de sus frenéticos fotogramas a un personaje que toca una guitarra que además de sonidos ensordecedores lanza llamaradas de fuego. A lo sumo, pienso, algo de esa fiebre de destrucción permanente se puede intuir en tonalidades más leves en la ya histórica aniquilación de gloria nazi de la secuencia del cine de Inglorious Bastards, siendo el fuego el denominador común de éste apetito por la destrucción siempre tan saludable.

Es cierto que Mad Max: Fury Road tiene un espíritu de épica que bien sabemos se gusta de premiar. Su grandeza de acción física contagiosa y su modo siempre coherente de encontrarle una forma igualmente desbordante a esa enfermedad por lo veloz solo encuentra alguna herencia en películas que hacían de la épica su cualidad esencial, como podría ser el caso de Ben-Hur, la película bigger than life de William Wyler que ganó el premio a mejor película en 1959, junto con otros diez Oscars más. Pero es evidente que las intenciones de George Miller sobrepasan cualquier antecedente posible: lo suyo es una oda a la condición de perpetuo movimiento que el cine posee como arte autónomo que encuentra en Mad Max: Fury Road un exponente que lo lleva al borde del colapso.

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Km 100 – Velocidad: 120

Mi película preferida de los 70’s es Two-Lane Blacktop de Monte Hellman. Contextualmente es una película extraña porque es la primer obra maestra de una época naciente muy fructífera para la herencia fílmica norteamericana (la película es de 1971) y no puede hablar de otra cosa que de una cierta sensación de fin, de conclusión decepcionante. Los 60’s acaban de terminar y lo que quedó de la que acaso sea su imágen más idiosincrática, esa en la que Peter Fonda y Dennis Hopper andan con sus motos por las rutas mientras suena “Born To Be Wild”, son solo dos cadáveres tirados en el asfalto. Como si fueran el reverso zombie de esos cuerpos, los dos personajes de la película de Monte Hellman no tienen otro objetivo más que conducir acaso porque el sonido del motor es lo único que les inyecta algo de vida. La ruta en Two-Lane Blacktop es como una superficie gris decididamente inerte, que ya no proveé fugas hacia la aventura ni espacios en los cuales percibir las huellas de un espíritu libre y en la que ni siquiera quedan rastros ya para la construcción de un relato posible. Two-Lane Blacktop es una película sobre rutas convertidas en desiertos sin horizontes en la que, al igual que en Mad Max: Fury Road, no queda mucho que hacer excepto moverse lejos de ese presente para encontrar, quizás, la promesa de un futuro menos terrible. Pero Hellman, siempre consciente del nível existencial de su película, ni siquiera nos permite pensar en otra posibilidad para sus personajes que no sea la carretera y en el momento de mayor alcance de velocidad la película termina con el celuloide prendiéndose fuego hasta el punto en el que ya no queda nada para ver: tal su condición efímera. En su crítica para Las Pistas, el amigo García Candela ya supo observar estas similitudes entre la película de Hellman y la de Miller y se animaba a esbozar una idea que considero vital: allí donde la de Hellman se anima a apretar a fondo el acelerador y la película empieza a desaparecer ante nuestros ojos, en ese punto donde todo se difumina, es donde comienza la de Miller, que lo aprieta bien a fondo y nace del fuego, con el celuloide siempre a punto de salirse de la pista, bien descontrolado. Mad Max: Fury Road empieza por el fin.

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Km 420 – Velocidad: 240

La estética de Miller parece salida de una publicidad de perfumes para punks. Es delirantemente barroca, repleta de fluidos, híper contaminada de información y chatarra. Mezcla hermosas mujeres encadenadas tomando agua de manera increíblemente sensual con una seres maquillados de cromo. Como el amplificador de los Spinal Tap, Miller va siempre con el volúmen a 11 y desconoce la calma en todos los niveles de su película. No niego que eso no funcione: lo hace y de maneras impensadas. Lautaro dice: las imágenes se agolpan unas encimas de las otras, como un flujo continuo, sin posibilidad de distinguir más que el ruido del metal chocándose o el movimiento mismo. Lo que no deja de tener cierta elegancia, en contraposición a lo feo e incómodo que a veces resulta todo lo que vemos en Mad Max.

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Es innegable que el verdadero valor de la película reside en su obstinación al movimiento. Nada permanece quieto. Los planos buscan siempre una oscilación posible. A veces la encuentran en autos que se chocan y otras en gestos menos obvios pero igualmente potentes como en el pendulante ir y venir de las antenas de los autos que no pocas veces sirven para que el enemigo se acerque más y más. Hasta las partículas de polvo y el humo de los coches que vuelan permanentemente por el aire funcionan como elementos propicios para que nada permanezca quieto. Otro aspecto se hace evidente: Miller piensa su película casi como una historieta. Cada plano es una viñeta repleta de onomatopeyas visuales. Los tres primeros minutos contextualizan la historia con envidiable economía narrativa. Todo se reduce a una tierra en la que el agua es el nuevo oro y en la que un hombre intenta una fuga multiplicada porque no solo busca escapar de ese presente demoledor sino tambien de un pasado no demasiado lejano ni tampoco bien sanado. Y nunca es bueno caminar por el desierto con las heridas abiertas. Todo eso en cuatro o cinco planos. Cambio de página. Títulos con cromo, sangre y fuego. Lo que siguen son dos cuerpos. Uno es el de una mujer que sube a un camión que nada tiene que envidiarle a esos que ya hemos visto en Sorcerer (William Friedkin, 1977) o Convoy (Sam Peckinpah, 1978). Su manubrio tiene una calavera en el centro. El otro cuerpo esta lleno de llagas. Algunos súbditos le soplan talco y luego le ponen una armadura transparente. Él también tiene una calavera pero la suya está ubicada en su cinturón, bien cerca de su sexo. Ella se llama Imperator Furiosa y él Inmortan Joe. Él posee el agua, ella sus tres más preciadas mujeres. La furia se desata. Como espectadores, vamos encadenados a ese auto que es esta película, experimentando la misma sensación de vértigo y polvo en la cara a la que es expuesto Tom Hardy durante esas persecuciones iniciales. Ya estamos metidos en una tormenta de polvo y electricidad. La primer gran batalla de la película sucede dentro de esta nebulosa. Esta secuencia demuestra algo verdaderamente paradójico en la idea de acción que concibe Miller. La mezcla de CGI y elementos analógicos, cuerpos y chatarra reales, generan una fisicidad extremadamente palpable en la que todos los planos tienen algo para relatar. La acción en Mad Max: Fury Road no se genera de la manera en la que la haría una Micahel Bay, es decir, mediante una catarata visual de elementos que solo se suman y suman, en una fiebre aditiva que lo máximo que genera es un dolor de cabeza, sino que aquí hay casi una comprensión primitiva del montaje donde también hay mucho que suma pero siempre se alcanza un resultado. Aquí la acción esta para ser vista, oída y sentida.

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Km 666 – Velocidad: 1000

Nuestra favorita el año pasado era The Grand Hotel Budapest. Siento que está de más aclararlo pero por las dudas les cuento que el consenso este año en Las Pistas es que ésta película se lleve todo. Igual que la de Anderson, es una feliz anomalía dentro de una selección de películas que (¿para qué mentirnos?) pronto olvidaremos. Y no podrían ser más distintas: la sutiliza de pastelero de Anderson choca rotundamente contra la brutalidad de carnicero de Miller. Pero comparten el valor de ser más relevantes de lo que cualquier academia o premio puedan decir sobre ellas. Es más: no les importan los premios porque existen por fuera de ellos. Recuerdo que luego de verla por primera vez en el cine, justo a la salida, le comenté a Lautaro que la película me resultaba una cosa impresionante y hasta dificil de creer posible dentro de los límites del sistema de estudios. Le dije que para mí Miller había entrado a la Warner con todos sus motoqueros cual malón, agarró todos los millones que necesitaba y se fue al desierto a hacer su película. No son muchas las películas que exhiben con tanto valor esa sensación y se jactan de ello. Por eso, poco nos importa que gane algo o no: nos alcanza con esa sensación, nos alcanza con que la fantasía del principio sea algo factible de convertirse en realidad. Para los demás están los laureles.

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