Antes de empezar con lo que sea esto hace falta llegar a un pequeño acuerdo con ustedes, los lectores. En este texto verán muchas veces la palabra Borzage escrita; no es mi culpa, sino la de las personas que me lo han encargado. Lo que quería decirles, a modo de preámbulo, es que cada vez que se pronuncie dicha palabra ustedes hagan lo siguiente: en su cabezas van a pronunciar Bor (hasta aquí no hay conflicto) – zá – gui, Bor-zá-gui. Me disculpo si todo esto suena condescendiente pero es necesario, ya que al final y al cabo, según me ha informado la gente que edita todo esto, varias personas se reunirán en unos días para celebrar la Semana Mundial (Sideral, quizás) de la Cinefilia, la cual dedica un programa al cineasta Frank Borzage (vayan aprovechando para practicar) y claro, qué incomodidad salir de la sala de cine y que cada uno diga el dichoso nombre de una forma distinta. Les ofrezco una versión ya pactada, convencionalizada si quieren, del nombre y así, en el tiempo que estarían para discutir colectivamente cómo pronunciar ese nombre pueden ir, no se, a comerse unas milanesas.
Frank Borzage es, sin duda, el cineasta romántico por excelencia. Su visión del amor, si tuviéramos que situarla en un eje imaginario que va de lo «holly» a lo «horny», siempre se inclinaría más hacia el extremo de lo puro, lo elevado, lo trascendente. Su cine se construye a partir de una creencia profunda en el poder del amor para desafiar las leyes del tiempo y el espacio, para suspender el flujo de la vida misma. Una de las secuencias recurrentes en su obra es aquella en la que dos personas, separadas del bullicio cotidiano, se encuentran en un momento de íntima conexión. Es como si el mundo se detuviera para que estos amantes pudieran reconocerse, para que ese primer destello de amor surgiera entre ellos. A veces es difícil discernir si los personajes se enamoran porque el mundo ha dejado de girar, o si es su amor el que ha forzado esta pausa en el tiempo. Borzage parece estar siempre al borde de esa paradoja. A diferencia de cineastas contemporáneos que rodaron películas con esquemas similares (Lubitsch viene a la cabeza viendo History Is Made at Night, Walsh en Man’s Castle), donde los personajes parecen enamorarse a la carrera, su amor convertido casi en un subproducto de su propio brío e inercia, Borzage recuerda en cambio a todos aquellos planos que pueblan la filmografía de John Ford, de personajes que se toman un descanso (¿o es el mundo el que les deja descansar brevemente?), normalmente al lado de una tumba. El conflicto en su cine surge precisamente cuando estas burbujas de intimidad se ven amenazadas o rotas por fuerzas externas. Las barreras sociales, las distancias geográficas, las guerras (especialmente la Primera Guerra Mundial) y las crisis económicas, como la Gran Depresión, son elementos que constantemente tratan de separar a los amantes. En este sentido, la Historia es para Borzage una fuerza disruptiva, un recordatorio constante de que el amor, aunque puro y trascendente, debe luchar contra el tiempo y las circunstancias para sobrevivir.


Estas ideas alcanzan su máxima expresión (y también su problematización) en I’ve Always Loved You (1946), una de sus grandes obras maestras (vayan a verla, por favor). La película presenta un triángulo amoroso en el que el vértice central es Catherine McLeod, interpretando a Myra Hassman, una joven pianista de gran talento, hija de un músico centroeuropeo expatriado en una esquina rural de Pennsylvania. A un lado de este triángulo está Leopold Goronoff, el músico de fama mundial, uno de esos aristócratas europeos que solían poblar las películas de los años 30 y que después de la Segunda Guerra Mundial perdieron popularidad (al fin y al cabo, quién se iba a creer la milonga del cosmopolitismo del dandy europeo después de dos guerras mundiales), que se ofrece a ser el mentor de la muchacha. Al otro lado del triángulo está George, un joven que trabaja en la finca familiar de la protagonista, alguien que la ha conocido desde siempre, anclado a ese mismo paisaje americano que Borzage retrata con tanta sencillez. La figura triangular permite que la película se mueva dialécticamente, presentando una idea pero también su contraria. Myra se debate constantemente entre la ambición profesional y la vida familiar, entre un talento puro (un fin en sí mismo) y las exigencias de la fama, entre el amor y la admiración, entre lo bello y lo sublime. Aquí es interesante detenerse en este motivo recurrente de los amantes aislados. Mientras que la relación con George sigue este esquema, aunque con un tono más diurno de lo habitual, la conexión con Goronoff se desarrolla en casi total oposición. Aquí no hay escenas de aislamiento visual; al contrario, su relación se construye a la vista de todos, en ensayos y conciertos, siempre bajo la mirada del público. Sin embargo, lo que les une es algo mucho más profundo: no solo comparten un talento extraordinario, sino una sensibilidad especial para convertirse en canales vivos de la música. Para ellos, no se trata solo de interpretar piezas de Bach, Beethoven o Rachmaninov, sino de encarnar esas partituras, de dejarse atravesar por el espíritu de la música de una forma casi trascendental. Esta conexión se hace evidente desde su primer encuentro, cuando Goronoff no ve en Myra una mera técnica brillante, sino a alguien capaz de hacer que la música viva a través de ella, algo que la distingue de los demás estudiantes que apenas pueden aspirar a ser meros intérpretes (la película hace verdaderamente justicia a la palabra melodrama, ya que cuantas otras películas se han centrado tanto en el “drama” y tan poco en el “melo”). Quizás los momentos más interesantes surgen justamente cuando estas tensiones se presentan simultáneamente en una misma secuencia. Hacia la mitad de la película, cuando Myra ya ha renunciado a seguir los pasos de Goronoff y ha optado por una vida más sencilla junto a George, Borzage nos regala una escena fascinante. Una gran tormenta los mantiene juntos en el salón de la casa, a la luz de las velas; podría ser, y al principio es, una escena que nos devuelve al motivo de los amantes reunidos durante la noche que comentábamos antes. Pero en medio de la habitación está el piano que George ha hecho afinar en secreto como sorpresa para ella. Cuando Myra empieza a tocar, Borzage nos ofrece uno de sus clásicos montajes paralelos: el piano de Myra y el de Goronoff, al otro lado del océano, parecen sintonizarse, como si la música actuase como un cordón umbilical secreto entre ellos. Para George es un momento íntimo con su amada, para Myra (y para el espectador) es un desdoblamiento: la imagen apunta hacia George, la granja, Estados Unidos, la intimidad y sencillez de la vida familiar; la música hacia Goronoff, los palacetes de Europa, su talento desperdiciado. Si en las anteriores películas el patrón era una fuerza externa que separaba a los protagonistas, la Historia esta vez es otra pasión igual de profunda, pero de naturaleza distinta. Sin embargo, en este ensamblaje dialéctico, la película también ofrece la idea contraria. En la secuencia final, durante el concierto final de Myra en un Carnegie Hall repleto, con Goronoff dirigiendo la orquesta, Borzage encuentra, en medio de lo sublime de la música, ese mismo instante de detenimiento íntimo entre Myra y George, en una promesa de reconciliación final entre todas las contradicciones.
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