Cinco comentarios sobre El Eternauta

El estreno de El Eternauta en Netflix supuso casi un tema obligado en todas las reuniones, cuentas de memes en Instagram, comentarios o editoriales sobre la actualidad política: referirse a la serie suponía un enganche inmediato, una especie de complicidad impostada, lo que me resultaba un tanto molesto, cansador, casi una parodia. Ponele un cascarudo o una máscara a todo a cambio de un par de likes. Y a la vez la serie fue uno de los pocos momentos culturales mainstream que pudo darnos la maltrecha industria audiovisual en los últimos… ¿10 años? Florecieron escuelas de hermenéutica del todo dudosas en todos los rincones del espectro político: lo que parecía ser común a todos volvió a atomizarse con lecturas ridículas en términos ideológicos (ej 1, ej 2). Y sin embargo, creo, que El Eternauta se mantiene, por su fuerza estética, por su vocación popular, su factura técnica y por el interés casi folklórico en algunas de nuestras tradiciones, como un objeto estético que no es ni una campaña de marketing anichada (aunque Netflix lo intente por todos los medios) ni en un evento político-partidario. 

Una parte de su efecto correspondió a lo logrados que estaban sus efectos especiales (VFX en gran parte, artesanales un poco). Ver Buenos Aires cubierta de nieve, totalmente en ruinas, no es cosa de todos los días. Muchas personas se enorgullecen de que tengamos el presupuesto para imaginar nuestras ciudades en ruinas, o dicho de otra manera, tener la capacidad de pensar que los extraterrestres no empiecen sus invasiones por Washington DC. Paradójicamente, contribuyó a levantar un poco la golpeada autoestima de una gran parte de la gente que conozco, que anda con la brújula desmagnetizada y poca esperanza en el futuro desde diciembre de 2023. Frente a las grandes producciones apocalípticas estadounidenses, Argentina asoma la cabeza: ¿vieron que sí se puede? ¿Cuántas cosas salieron bien en este país desde la pandemia? El Eternauta se convirtió en una causa nacional como Franco Colapinto. Lo que debería ser causa nacional, en todo caso, es mejorar (casi revivir) las condiciones en las que Bruno Stagnaro pudo educarse (primero) y filmar (después). Lo que hizo no sólo da cuenta de un tesón y una honestidad intelectual poco frecuentes, sino también de la confianza que tuvo una parte de la industria audiovisual argentina en él. Al final, lo que nos distancia de las potencias cinematográficas no es tanto el talento (somos un semillero) sino, simplemente, el dinero que le dedicamos al cine. la discusión sobre de dónde viene la financiación (si es privada o estatal) termina siendo un tanto banal: bien usada en ambos casos no solo rinde en términos económicos sino también de soft power (un orgullo extraño me invadió al ver la cantidad nombres extranjeros que trabajaron en la serie). El problema es que en el caso del gobierno actual no es una cuestión de conveniencia o de ahorro, sino meramente una cuestión ideológica y de revanchismo.

FIDELIDAD. La serie tiene la virtud de no enamorarse de la obra original sino de entender profundamente su esencia: la narración de unos hombres comunes enfrentados a lo extraordinario, el realismo de sus locaciones, su espíritu episódico, de historieta plebeya. El detalle de la peripecia es un lastre del que se libera desde la primera escena. Sitúa la acción en el presente y el aggiornamento es palpable. Juan Salvo, el protagonista, tiene unos cuantos años más que en la historieta y está divorciado. No está con Elena y Martita (ahora Clara) en su chalet soñado de familia tipo de clase media. A Favalli y a Lucas, sus compañeros, también les subió la edad: son todos hombres acercándose a la jubilación. Uno podría pensar que todo está hecho para adecuar a Ricardo Darín, quizás el único actor que podía encarnar a uno de los últimos héroes de ficción que dio Argentina, pero también puede verse otra cosa: pocas personas podrían permitirse, a la edad del Juan Salvo original, 40 años, la vida que llevaba en el comic. Y si lo hicieran, generarían una especie de ruido o desconfianza como en esas ficciones televisivas en las que todo el tiempo nos preguntamos de qué vive esta gente. ¿Cuántas familias felices y de buen pasar económico, en esta actualidad, puede soportar una ficción? El corrimiento temporal es una estrategia comercial, de comodidad en cierto punto, incluso una tradición del propio Oesterheld, pero también de supervivencia: el juego de equivalencias puede volverte loco. Las acciones conservan su esencia pero son trastocadas para conveniencia del pasar de los capítulos. Y al final, la serie termina teniendo un efecto extraño, de modesta hiperstición. Para quienes nos criamos leyendo la historieta y formamos ciertos gustos vivenciales a partir de ella (mi pasión por el truco viene de ahí) terminamos viendo perplejos que la realidad termina siendo influenciada por la ficción (ahora el truco se puso de moda).  

IMAGINACIÓN TÉCNICA. La sociedad del presente es mucho más lumpen que la que había dejado el primer peronismo (la historieta original se terminó de publicar en el ‘59). Esa degradación se hace presente en muchos momentos de la serie. Hace de eso un tema, subrayado a veces, pero siempre integrado a la trama. Me detengo en algo más sintomático: si en la historieta hay largas explicaciones sobre cómo deberían funcionar los trajes justo antes de que salgan a la nieve, con especial detalle en los materiales y los mecanismos para aislar la nieve, en la serie esos escollos son pasados por alto y, en cambio, vemos trajes muchísimo más precarios hechos de bolsas de plástico pegadas al cuerpo, que no se diferencian tanto de los inventos con los que se arreglan las personas que viven en la calle para protegerse del frío. Dentro del populoso mundo que pinta El Eternauta, el mayor desafío técnico en la serie es hacer andar un tren, una tecnología tradicional, remanida, y noble, mientras que el Favalli de la historieta saca varios aparatos que incluso sirven para medir la radiación en el aire (y así descartar un conflicto nuclear, un riesgo idiosincrático de la época). Si El Eternauta se proponía un futurismo a la criolla era porque existía cierta esperanza en la técnica: ahora lo viejo funciona. Low-tech, high-life. El desamparo del presente se traduce en términos de las posibilidades técnicas que tienen, incluso, los argentinos de clase media.

ARMAS. El acto reflejo de Juan Salvo en contra de agarrar un arma para su primer expedición a la ciudad de la nieve fue celebrado como una especie de resistencia en contra de un cliché del cine apocalíptico y como la confirmación de que la sociedad argentina por default está en contra del uso de armas en situaciones domésticas. Cuando finalmente empuña un arma, empieza a disparar con una precisión pasmosa, y posteriormente trabaja codo a codo con lo que queda de las Fuerzas Armadas, hubo otro tipo de celebración, acrítica, de la posibilidad de que esa Institución todavía tenga un rol social útil y honesto. La discusión dentro y fuera de la serie da cuenta de una idiosincrasia y una tradición conflictiva con sus fuerzas. Lo que propone Stagnaro no es un militarismo obtuso ni un rechazo simplón. Aunque se permita el chiste de poner a la mesa militar tomando whisky se pregunta qué tipo de organización puede ser útil y propone una ficción en la que un personaje, como veterano de la Guerra de Malvinas, tiene sus traumas y que tales recuerdos le traen conflictos. El mundo ficcional complejiza las posiciones de los personajes, no los vuelve meros vehículos declamativos de las posturas de sus autores, y así interroga las de quienes miran. De hecho, lo que durante varios capítulos parecen flashbacks de la Guerra terminan siendo un gancho hacia el futuro que probablemente dé paso a la trama metatextual, incluso metafísica, que se hace presente en la historieta desde la primera página.


MUSICA Y REALISMO. En un cuento jodón y malicioso de Fabián Casas, su narrador, probablemente Fabián Casas, revolea, en una noche de whisky, las hojas de un manuscrito único de un gran escritor, probablemente Juan José Saer, que le había hecho la vida imposible durante el día. Lo hace porque escuchó una canción, Una casa con diez pinos, de Manal. “¡Toda la filosofía especulativa del mundo se hace trizas frente a la letra de esta canción! ¡Vayan a laburar Kant, Hegel, Lacan y demás enfermos mentales!”, escribe, toma whisky, le regala los poemas a chicas que andan por ahí. Recordé tal escena por la omnipresencia de la banda de Martínez, Medina y Gabis. Los personajes escuchan sus canciones y luego las cantan a capella, como un rezo, y es cierto que cuando suena Manal, hacia el final, toda la filosofía especulativa del mundo se hace trizas. En la serie hay una puntuación y un énfasis que incluso podría chirriar, pero esa impunidad le da lustre a la ficción. Lo mismo sucede con el cuento de Casas. Las obsesiones son lo que vuelve verídica una situación ficcional. El realismo es un asunto personal, no abstracto. Es imposible creerle a alguien cuya voz no tiene ninguna particularidad: la mayor parte de las compañeras de El Eternauta en Netflix parecen filmadas por los autómatas del final. Stagnaro tiene algunas obsesiones. El rock nacional está presente desde Okupas (con la musicalización de Enrique Bellande), tiene a sus actores fetiche ahí, trabajando con él (emociona ver que el Negro Pablo ahora apriete a Ricardo Darín), y el submundo los marginales se hace presente con peligrosidad pero también con nobleza. Y no es diferente su serie del 2001 a la del 2025 respecto a cómo aparecen los símbolos en la vía pública, esa maraña polisémica de publicidades. Parece una pavada y es un chiste recurrente la cantidad de carteles con marcas en la ciudad ya destruida, a veces haciendo comentarios jocosos sobre la situación, pero de eso también se trata el realismo: un shock de banalidad en el medio de lo que puede ser una ensoñación o una visión del protagonista, o un render super trabajado casi abstracto de una calle desierta vestida de blanco.  

1982/2001/2024. Tres momentos se anudan en El Eternauta. El presente, el estallido social de la convertibilidad, la Guerra de Malvinas. Son momentos liminales, previos a cambios radicales. Los paralelismos son más obvios entre la nevada y la guerra: adolescentes apurados a agarrar las armas con probabilidades lejanas de ganar, una especie de comunión contra un enemigo mayor. Pero el fantasma del 2001 entra por la desconfianza que existe al interior de la sociedad: cuando aparece el acontecimiento, los sentidos y las rencillas se precipitan, surgen acusaciones más o menos veladas políticamente. En la historieta, esos asuntos “entre privados” terminan rápidamente: cuando aparecen los cascarudos la unión es total al menos entre las personas que no están siendo dominadas mentalmente por el enemigo. A lo sumo, discordancias sobre cómo enfrentar la invasión. La serie demora en llegar a ese momento de comunión porque se detiene en una serie de situaciones (los pasajeros del tren que piden ayuda a Salvo, el edificio de Elena y su perversa reunión de consorcio, la falsa embarazada, toda la trama del shopping) en las que se pone a prueba al protagonista, a su moral y su capacidad de decidir acerca del bien mayor. ¿Qué es más importante? ¿La famosa ex-Martita, Clara, o todo un grupo de personas encerradas en un tren que tienensus propias ex-Martitas, Claras? El acontecimiento político (existió en 1982, en 2001 y ahora en 2025) pide fraternidad y lucidez (¿quién te va a cuidar? / ¿quién detendrá la turba iracunda si no estoy con vos, nena?), propone mensurar los efectos de las propias acciones, implica un compromiso. El cimbronazo de encontrarse con las estructuras que sostenían a la sociedad totalmente rotas y un estado casi de naturaleza, hobbesiana, para mucha gente puede ser una oportunidad, como en el 2001, pero también un riesgo. Otro riesgo es hacer de una historieta de ciencia ficción un tratado sociológico, así que deseémosle mucha suerte a Juan Salvo y su equipo: una parte del amor propio de este país depende de su éxito.

1 Comentario

  1. Miguel

    Muy buena nota Lautaro, gracias!!

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