Texto originalmente publicado en el número 7 de nuestra revista, que se puede comprar acá.
Tal vez cine histórico hubo siempre, también en Latinoamérica. Pero casi siempre fue un cine muy monumental, académico, clásico. Películas épicas, llenas de batallas, o en las que todo el énfasis está en la reconstrucción detallista de la época. Lo que es relativamente nuevo es el boom de películas históricas de autor, que renueva las maneras que tiene el cine de imaginar el pasado, sobre todo de épocas anteriores al cine mismo. ¿Cómo contar la historia desde el punto de vista de los pueblos originarios o de las mujeres, si no tuvieron la posibilidad de escribirla? ¿Cómo narrar vidas que nunca fueron escritas? ¿De qué modo nuevos relatos del pasado pueden influir sobre nuestra comprensión del presente?
En el último tiempo vengo investigando en torno a la figura del extranjero que se desorienta cuando llega a América: Zama en el virreinato del Río de la Plata, Viggo Mortensen en la Patagonia de Jauja (2014), Orélie Antoine de Tounens en Rey (2017), el ingeniero Gustave Verniory en Notas para una película (2022), hasta el propio René Descartes visitando el Amazonas en el pasado hipotético de Ex-isto (2010), entre otras. ¿Cómo han cambiado estas figuras de conquistadores y civilizadores? Seguramente el Aguirre de Herzog sea el antecesor más famoso. Quizás la figura de la desorientación masculina diga más del presente que del pasado.
Como sea, esta pesquisa me llevó a películas históricas de décadas precedentes y allí, en el corazón de la década de 1990, se me apareció una figura enigmática y atractiva: la actriz francesa Dominique Sanda. Primero en Guerreros y cautivas (1994), la adaptación de Edgardo Cozarinsky del cuento borgeano; después en Yo, la peor de todas (1990), de María Luisa Bemberg. En la primera, Sanda interpreta a una francesa extraviada en medio de la Conquista del Desierto; en la segunda, a una virreina que enamora a la religiosa mexicana sor Juana Inés de la Cruz. ¿Por qué, de pronto, esta actriz francesa se cuela en el cine argentino encarnando a estas mujeres pretéritas? ¿Por qué, de pronto, no me puedo sacar a la Sanda de la cabeza?
Cuando Edgardo Cozarinsky la llama para filmar Guerreros y cautivas, a fines de la década de 1980, Sanda ya es una actriz consagrada. Había trabajado con Bresson, Huston, Visconti, De Sica, Garrel, Bolognini, Cavani, Malle, Duras, Deville, Jacquot, Demy, Allio, Risi. Era un ícono del cine europeo de la década de 1970. Quizás parte de su encanto y enigma se desprenda de su naturaleza contradictoria. Una especie de diva sin carácter de diva. Jacques Demy dijo: “Belleza, exigencia, pasión… Preciosa y frágil, suave y áspera al mismo tiempo; Dominique está dotada del talento de las estrellas”. Ni hablar de las actrices y actores con quienes compartió escena: Desde Paul Newman hasta James Mason, pasando por Stefania Sandrelli, Robert De Niro, Danielle Darrieux, Burt Lancaster, Erland Josephson, Isabelle Huppert, Klaus Kinski, Jean-Louis Trintignant, entre otros.
En 1988, Dominique Sanda llega a la Patagonia para filmar esta coproducción franco-suizo-argentina. Por alguna razón que desconozco, no se estrena hasta 1994. Es la primera película que Cozarinsky estrena en la Argentina. Dura apenas una semana en cartel. Es un film olvidado de manera casi instantánea. Las muy escasas y someras revisiones posteriores solo la critican por su discurso o ideología. Se trata de un western argentino –un “southern”–, un relato épico, monumental, sobre la fundación de la Argentina moderna, en el que se celebra la llegada del tren, el telégrafo y la escuela como un triunfo de la civilización ante la barbarie. Si nos quedamos en ese aspecto, probablemente no haya mucho que rescatar.

Sin embargo, y al mismo tiempo, Cozarinsky filma de una manera muy poco común para su época. Bajo la fachada del relato heroico, masculino –él mismo dice que quiere hacer “un film lírico e ingenuo, una especie de estética de revista Billiken, entre el arrebato sangriento y la lámina escolar”–, contrabandea una narración poblada de mujeres complejas, diferenciadas, incómodas, con voz, sensibilidad y opinión. De hecho, es Sanda quien contagia a las demás mujeres su deseo de huida, de cambiar de lugar y posición frente al encierro y la vigilancia. Los hombres son soldados y mueren como soldados, sin cuestionar su destino patriótico; en cambio, las mujeres –muy contrario a las siempre secundarias tareas de cuidado a las que son confinadas en estos tipos de relatos– ensayan, sueñan y hablan de otras posibilidades de vida en esas latitudes.
Sanda dice, cuenta, no deja de repetir en entrevistas que fue ahí, en la Patagonia, que algo dentro de ella hizo un “clic”. Sintió una certeza, una conexión especial con esta tierra, y fue por ello que, en 1990, cuando la Bemberg la convocó para Yo, la peor de todas, no dudó en volver.
Seguramente, si Joaquin Phoenix no fuera el protagonista de Napoleon (2023) casi nadie vería la última de Ridley Scott. Lo mismo pasa, creo, para estas películas históricas latinoamericanas: ¿cómo convencer al gran público de ir a ver una película sobre el Virreinato del Río de la Plata o la Conquista del Desierto? No podemos negar que hay algo, sea esnobismo, sea el cariño o la devoción que sentimos por ciertos actores/actrices, que nos atrae cuando los vemos en una producción nacional. Como cuando un primera línea como Viggo Mortensen, al que vimos como Aragorn en The Lord of the Rings (2001-2003) o en las de Cronenberg, de pronto viene a actuar a la Patagonia argentina (ni hablar de cuando se porteñiza y dice que es hincha de San Lorenzo o toma mate). Tal vez en una escala menor, pero bajo el mismo signo del prestigio internacional, Martel consiguió fichar a Giménez Cacho, el gran actor de Arturo Ripstein, presente en Cabeza de Vaca (1991) y en alguna de Almodóvar, para el protagónico de Zama (2017). Sanda es una gran antecesora en este sentido. Para contar una historia del pasado remoto, precinematográfico, se contrata a una actriz que viene de antemano con un pasado conocido por el público de la época, que la recordará de Il conformista (1970), Une femme douce (1969) o cualquiera de sus participaciones más famosas. Ese pasado es el ardid para atrapar al público y la materia prima sobre la que se trabaja, sobre la que se reelaboran los sentidos.
En sus comienzos Dominique Sanda transitaba por el mundo del modelaje, era chica de tapa. Tuvo su cubierta de Vogue y allí la vio Robert Bresson, que estaba buscando actrices para encarnar a Elle, una mujer sin nombre propio, la gentil, soñadora y pensativa protagonista de Une femme douce. “Me dijeron, leyenda o verdad, que Bresson me eligió por mi voz en el teléfono. Me alegré muchísimo al saber esto. Nuestra relación también puede deberse a mi estado en ese momento. Tenía 16 años y nunca me dije que quería ser actriz. Yo estaba allí, sin ninguna ambición particular, más que la de no quedarme en el mundo tan inútil de la moda”.

No deja de ser curioso –o paradójico– que su voz fuera doblada tantas veces a lo largo de su carrera. Sanda, la actriz de las mil voces. En muchas de sus películas más famosas, como Il conformista y Novecento (1976) de Bernardo Bertolucci, fue doblada al italiano. No fue el caso de Guerreros y cautivas, en la que su habla francesa instala un delicado aplomo que hace sentir el tiempo pasado como reflexivo y al mismo tiempo dislocado. En Yo, la peor de todas, su personaje es doblado por Cecilia Roth. Hay actrices de voz inconfundible como Graciela Borges, pero en el caso de Sanda, la voz (“ese extraño objeto”) es esencialmente confundible, es un cuerpo que se presta para ser ocupado por múltiples voces, y ahí radica probablemente una de sus fuentes de extrañeza. Una característica de Sanda es que al hablar abre muy poco la boca. Seguramente esto facilita su doblaje, pero también –y sobre todo– realza esa opacidad y ese enigma que suelen insuflar a sus personajes.
Al ser una actriz de gestualidad opaca, la atención muchas veces pasa de la figura al fondo, se recarga la potencia de todo lo que la rodea: los objetos que la visten, los decorados que la envuelven. Se podría decir que es una actriz generosa con su mundo circundante: constantemente está dándole la oportunidad a una cortina, un candelabro o un par de zapatos para despegarse de su condición de mero telón de fondo y actuar al mismo nivel que ella. Esto es clave, por ejemplo, en Yo, la peor de todas. Antes de ver esa película, me imaginaba a sor Juana como una religiosa que tendía al éxtasis divino, pero de un modo austero, despojado y hasta casi abstracto. En la mirada de Bemberg, sor Juana se presenta con sus mapas, esculturas, joyas, astrolabios, sus libros. Una monja bien a tierra, fetichista, barroca desde el arranque, lejos del cliché del ascetismo, que se define por sus posesiones materiales. Después, como castigo por la frustrada relación de amor con la virreina Dominique, será trágicamente despojada de toda su colección. Una de las imágenes fundamentales del romance es cuando, cautivada por el ingenio y la pasión de sor Juana, la virreina le obsequia una enorme corona de azuladas plumas de quetzal, el ave sagrada de México. Una monja vestida de carnaval, bromeando, se refiere a sí misma como Moctezuma aceptando un regalo de la corona. El vínculo entre colonizadora y colonizada es realmente un encuentro, una colaboración, un intercambio erótico, algo muy diferente a la opresión.
Por otra parte, Sanda tiene una extraña capacidad para crear vínculos contradictorios con sus posesiones. Es como si pudiera desearlas con fervor y, a la vez, mantenerse absolutamente desapegada de ellas y de todo. Es ese resto de misterio y ambigüedad que siempre les aporta a sus personajes. Y eso desde su debut con Bresson, ¿acaso no se parece a la relación con los objetos de la protagonista de Une femme douce? Recuerdo ese comienzo tan poético y sintético donde Bresson filma el suicidio de la joven solo enmarcando sus objetos en el momento en que ella se arroja del balcón: una mecedora se balancea, una mesita cae y el viento hace volar un chal blanco. No hace falta mostrar el cuerpo cayendo o destruido. Todo el relato, que es un gran flashback de la vida previa al suceso trágico, se organiza y avanza por sus visitas a la casa de empeño, donde va a vender sus diversas posesiones para así poder comprar discos y libros, lo único que parece realmente interesarle. Da la impresión de que el mundo no le termina de hacer sentido: “Todo me parece imposible”, retruca a su marido, y a la vez sigue adelante, sale, visita museos, lee, mira las flores. Ese devenir misterioso y ambiguo que aporta a sus personajes es el que me atrapa, el que me hace pensar cosas distintas cada vez que vuelvo a ver una de sus películas.
Bertolucci encontró en Sanda ese “aura de glamour que ya no existía, como el de Marlene Dietrich o Greta Garbo”. Una mujer presente, seductora, inteligente. En la mayoría de sus personajes se da un patrón común: los hombres no la entienden, la celan, insisten en controlarla; las mujeres, en cambio, se deslumbran, se reflejan e, incluso, se redescubren a sí mismas. En Il conformista la Sandrelli es el estereotipo de la burguesa y religiosa, obedientemente preocupada por las apariencias, pero cuando baila tango con Dominique parece soltarse, algo de su rígido e inercial destino parece sacudirse. Tengo muy presentes los encuentros entre mujeres, encuentros reveladores, que protagoniza en los films de Cozarinsky y Bemberg, en los que hace de reflejo de otras. “No te vayas, estoy decidida a salvarte”, le dice a Gabriela Toscano, la francesa cautiva que el personaje de Sanda quiere traer de vuelta al pueblo, a la “civilización”. Mientras la baña, le cuenta de su tierra natal: “Me veo allá como otra mujer que se me parece, pero ya no soy esa, ni lo seré jamás”. La escena inscribe un gesto de reflejo recíproco. Marguerite le muestra su imagen “limpia” en el espejo a la cautiva, y a la vez da vuelta el espejo y se mira a sí misma. Se condensa aquí un gesto multiplicador hermoso y potente: la presencia de francesa desarraigada es del personaje y también de la actriz, de la extranjera del pasado y del presente, así como de todas las mujeres. Diría que en la película de Cozarinsky las cautivas son más importantes que los guerreros. En Yo, la peor de todas Dominique es la virreina, mucho más que una figurita decorativa al lado de su esposo. Su vida erótica e intelectual es intensa, su relación con sor Juana está atravesada por libros y lujos. Más que una virreina es una bi-reina. Son dos vidas que se entrelazan y se fusionan por similitudes: por una astuta resistencia ante el encierro y el protocolo, ante ese mundo pequeño y opresivo que les toca en suerte por ser mujeres en ese contexto. La monja, considerada la primera feminista de América, se enamora de una virreina llamada María Luisa (evidentemente el nombre no es una elección azarosa), que reiteradas veces nos enfrenta, sosteniendo su mirada a cámara. En la curiosidad, en la voracidad lectora, en el afán de saber se desliza un atisbo del tipo de utopía que nace de las estrechas relaciones femeninas. Las dos películas muestran un flujo constante de control y crítica creado por hombres demasiado asustados, en las que la extranjera Dominique difunde y difumina posibilidades de fuga, de reinvención. Tiendo a ver a Sanda como una precursora, siempre asociada a lo ambiguo en términos de género: bisexual, torta. Antes de que eso estuviera instalado desde la teoría, ella lo actuó. ¿Cuánto influirá su colaboración con las directoras mujeres que trabajaron con ella? “Yo tengo a mis santas Margaritas en Marguerite Yourcenar y Marguerite Duras, que fueron mis guías. ¡Sentirme amada por estas mujeres me dio un poquito de solidez, por favor!”, le cuenta a María Moreno en una entrevista. Y yo de alguna manera, volviendo a ver sus películas, revisitando a Cozarinsky y Bemberg, me doy cuenta de que dentro de mí la ubico también en un pequeño altarcito, Santa Sanda, Santa Patrona (¿o Matrona?) de los films históricos argentinos.
¿Qué le dice Sanda a Varda en el documental sobre Demy (L’univers de Jacques Demy, de 1995)? Lo había visto hace mucho y, si bien recordaba que conversaban, no me acordaba de qué le decía. Ahora, viéndolo de nuevo, me sorprendo con una pequeña historia asociada a Une chambre en ville (1982), película que Demy declaró como su film más personal y político. Es una ópera proletaria, un relato de lucha de clases, inspirado en los recuerdos de las huelgas de los obreros metalúrgicos ocurridas en su Nantes natal a mediados de la década de 1950, cuando era niño. Los dos papeles principales estaban originalmente escritos para Catherine Deneuve y Gérard Depardieu, pero las estrellas querían cantar con sus propias voces, que, según Demy, eran insuficientes. Esta situación lo llevó a buscar otros intérpretes más dóciles. Y si había una actriz que no se acomplejaba con ser doblada, esa era Dominique Sanda. Y se entregó con placer a actuar siguiendo la música de Michel Colombier, más oscura que la de Michel Legrand, quien no quiso participar de este film por ser “demasiado político”. Sanda le cuenta a Varda que la música la lleva más lejos, le abre un sendero inesperado para la actuación. Su personaje es inolvidable: Edith es una femme vitale como las mujeres del cine noir: deseante, sensual y ruda. Se desliza gustosamente por las calles, taconeando el asfalto, yirando desnuda, solo cubierta por su tapado de visón, se anima a cruzar límites insospechados, porta un arma, coquetea con el crimen a causa de la pasión. Una heroína trágica, más cerca de Tarantino que de la belleza dócil de colores pastel de Deneuve. Une chambre en ville fue muy mal valorada en su momento, probablemente por su extraña crudeza, por ser la más terrenal y desgarradora de sus historias. Siendo fan del Demy de Lola (1961), Les parapluies de Cherbourg (1964), Les demoiselles de Rochefort (1967), etc., siento que, de pronto, este film ilumina a todas las demás con un brillo oscuro. “De todas las películas de Jacques (…) es la única vez en que una mujer muere por amor”, dice Sanda. Es tal vez ese mismo brillo opaco el que me hace sentir a Dominique como una actriz contrabandista, quien, bajo su gestualidad parca y reservada, trafica sentidos, sentires, microrrelatos de gran intensidad.
¿Cómo habrá sido ese “clic” que, cuenta Sanda, sintió en la Patagonia cuando vino a actuar para Cozarinsky? Quizá no lo dije todavía, pero probablemente mi obsesión conella se acrecentó desde un comienzo por el hecho de que sabía que por el año 2000 se vino a vivir a Buenos Aires. Según entiendo, la razón para radicarse estuvo asociada al amor, a su relación con Nicolae Cutzarida, el padre de Ivo, un profesor de filosofía rumano que llegó a Buenos Aires muy joven, a causa de las persecuciones políticas de su país. Algunos años después, influenciada por China Zorrilla, se fue al balneario de José Ignacio en Uruguay, donde dice que adora “escuchar los pájaros, el viento, ver los cambios de luz, la soledad, tener animales”. ¿Fue primero el amor hacia la persona o hacia el paisaje? Pienso en esa escena de Jauja en que la hija del capitán Dinesen se escapa con un soldado y lo primero que dice es: “El desierto me llena”. En algún lugar de su alma europea siente el flechazo del paisaje patagónico, una inusitada conexión con la naturaleza que la envuelve. Esta, por cierto, es una de las características principales de la ficción histórica contemporánea: la atención a la tierra, a los lugares, al registro de los espacios, las atmósferas que solo el cine puede crear y mostrar. Pero además el pasado se vuelve cine no únicamente con lo que aportan los hechos históricos, los libros o documentos, sino por cómo las actrices y actores que encarnan, condensan y materializan nuevos modos de mirar incluso nos hacen sentir espacios interiores. Desde ahí, la mirada de la Sanda actriz, siempre generosa con todo lo que la circunda en la pantalla, se me mezcla con la Sanda real, “arrebatada y transformada por este continente implacable”, como decía Borges de la cautiva del cuento.

No se trata de la imprecisión por la imprecisión, sino de cómo revitalizar los relatos históricos para que le hablen al presente y, de algún modo, lo renueven. Cabe tal vez preguntarse cómo la ficción literaria sirve como legitimación de muchos de estos relatos históricos. Cozarinsky acude a Borges, y Bemberg, a Octavio Paz. Como sea, ambos se adelantaron y miraron al pasado para fantasear en sus vacíos e intersticios, no para reconstruir puntillosa y académicamente sobre lo ya sabido o escrito. En ese fantaseo Sanda fue clave. Para mí, se ha convertido en una especie de talismán que favorece un modo distinto de abordar los personajes históricos femeninos y los contagia con sus modos libres, ambiguos, queer. Como una potencia discreta y sutil que se infiltra en la Historia con mayúscula y la feminiza.
Más que como un simple juego de palabras, su apodo “Domino” se me aparece como una señal. Efecto Dominó. Como si, a partir de su performance, se pudieran desencadenar potencialmente una nueva serie de personajes y puntos de vista femeninos que nos invitan a imaginar y participar del pasado como algo abierto a ser transformado. La filiación de Martel a Bemberg es plenamente consciente. En una línea de Zama, uno de los gobernadores le dice al secretario de Zama, que malgasta su tiempo escribiendo: “Haz hijos, no libros”. En Yo, la peor de todas, sor Juana, que ni se enrosca para decir que no entiende la maternidad, dice: “Mis hijos son mis libros”. Es una pequeña marca de la línea directa que tiene Martel con Bemberg. Ambas películas son viajes de exploración por el virreinato, relatos de encuentros de mundos, de conocimiento, espera y fantasía, en las que el pasado se busca y se crea con estilo abstracto, despojado, artificial. No sé si Lisandro Alonso beberá directamente de alguna de estas fuentes, pero vía Fabián Casas, en Jauja, se filtra consciente o inconscientemente algo del modo literario y desprejuiciado de trabajar con el material histórico. Pienso en esos hombres de uniforme azul con nombres como Birrita o Milkibar que me llevan directamente a Aira.
No sabemos cómo seguirá desarrollándose el cine histórico en este presente amenazante para la cultura y la industria cinematográfica, pero sería deseable que proliferen nuevos abordajes de épocas pasadas, que lleven mucho más allá estas propuestas autorales, irreverentes y lúdicas, que abran de nuevas maneras nuestro pasado. Que Santa Sanda nos acompañe.

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