Texto originalmente publicado en el número 7 de nuestra revista, que se puede comprar acá.
¿Quién es ese hombre?
Hoy es diecisiete de febrero de 1982. Estamos en Berlín Oeste y son las once horas y cuarenta y cinco minutos de la mañana. El muro atraviesa la ciudad y faltan dos meses para la nefasta Invasión Rosario que dará comienzo a la Guerra de Malvinas. En un interior, posiblemente un departamento, el cineasta Gérard Courant registra para su Cinématon Nº164 a Edgardo Cozarinsky. Su rostro, recortado por el sol invernal, parece obedecer a una serie de indicaciones fuera de campo: mirar a la derecha, sonreír, cerrar los ojos. Pero, unos segundos más tarde, su sonrisa busca el diálogo. Como la bebé de Auguste Lumière que ofrece una galletita de su desayuno a, probablemente, su tío Louis fuera de campo, Cozarinsky conversa, pero no podemos escuchar nada. Finalmente, después de cuatro minutos en silencio, su mirada encuentra el objetivo de la cámara y recién ahí, como si lo estuviera esperando, el plano termina.
Leído como una narración, su rostro expone, sin querer, todo su programa estético: entre los gestos planificados y aquellos encontrados sobre la marcha, la obra de Cozarinsky siempre navegó en un mar contaminado, impuro y un poco indescifrable. Si bien es presentado como “cineasta argentino”, nada de esto es completamente cierto. Así, escritor-crítico-cineasta-argentino-francés, nunca se trató para Cozarinsky de ser tan solo una cosa, sino algo en movimiento perpetuo. Ser él mismo a través de ese movimiento, creando, al mismo tiempo, las condiciones adecuadas para que estas prácticas, inquietudes y pasiones puedan convivir en una misma casa, no sin fisuras, roces, exaltaciones, diálogos y cortocircuitos.
Dando por tierra esa teoría que separa la película de su guion y este de la literatura, Cozarinsky dibujó una coreografía donde cualquier límite es borroneado o tergiversado, porque, a fin de cuentas, todo es escritura. Y toda escritura es, en el fondo, mutante. En tiempos (estos y todos) donde la identidad de un autor pasa por la claridad afirmativa de su estilo (es decir, por aquello que, a fin de cuentas, es discurso), Cozarinsky prefirió cifrar su estrategia manteniéndose siempre en el margen. No tanto por lo marginal de su cine, sino más bien, como en North by Northwest (1959), por fumigar donde no hay sembrado. Es decir, literal y literariamente, por construir un mundo en el borde de la hoja. Ese lugar donde los sentidos se abisman y ya es imposible discernir si lo que estamos viendo es parte del cine, la literatura u otro arte inventado para la ocasión, del que aún no sabemos nada.
Si suele decirse que los críticos de Cahiers du Cinéma cuando escribían hacían cine por otros medios, Cozarinsky parece haber practicado un cahierismo extremo: todos sus textos son sus películas y todas las películas son también sus textos. Nunca un cineasta dio tantas pistas sobre su cine a través de su obra escrita y viceversa. Artífice de una misteriosa alquimia, Cozarinsky escribe críticas como cuentos, novelas como cartas, cartas como películas. Por eso su cine se parece tanto a su escritura y su escritura entiende tan bien la naturaleza del guion cinematográfico; porque, como las fantasmagorías pioneras de Émile Cohl, su obra es el registro de esa mutación, pudiendo, constantemente, devenir otra “cosa”.

Materia y memoria (ficción y documental)
En El pase del testigo notamos una serie de relatos que parecen prefigurar películas posteriores. Eligiendo la claridad por sobre el estilo, funcionan como tratamiento estructural, esbozo de texto en off o campo de reflexión (aquello que los festivales llaman, vulgarmente, “propuesta estética” o, peor aún “director’s statement”). En Le violon de Rothschild (1996), Cozarinsky narra los devenires del compositor Dmitri Shostakóvich y su alumno Benjamin Fleischmann en la Rusia stalinista. Allí desliza no solo algunas pistas para leer su película, sino también todo su cine: “En sus huecos, en sus fisuras y defectos de ilación se insinúa (como la hierba mala o la huella de lo no dicho) un trabajo minucioso o exaltado: el de lo imaginario sobre los datos de la realidad. Es a ese trabajo que llamo ficción. Los hechos, por tanto, en primer término”.
Para Cozarinsky, como para Karl Kraus (cuya antorcha levantó hasta su muerte), narrar “los hechos” no implica encontrar allí un límite sino la base para la creación de una verdad mucho más grande y potente que la del documento. En ese sentido, la verdad de lo real se constituye bajo una estética de la digresión. Entre la ficción y el documental se encuentra la forma del ensayo y es en esa zona híbrida donde el cineasta encuentra su libertad. Esta obsesión por las propiedades operativas del arte y su voluntad cambiante ya había sido abordada por el cineasta en un temprano texto publicado en el n° 2 de la revista Los Libros bajo el título de “Escritura y cine: dos tiempos verbales”. Allí, después de desarrollar una teoría sobre las limitaciones y posibilidades de la imagen y la palabra, dice:
Por ello el cine resulta más propicio para la creación poética, donde juegue más plenamente el carácter mágico, o simplemente imaginario, de la imagen convocada y suscitada. Aunque ya Einsenstein se consideraba capaz de filmar El capital, solo recientemente se han comenzado a explorar las posibilidades de que el cine acceda a registros (como el ensayo) que tradicionalmente habita la palabra. Y el interés de estos ensayos (ya mezclen ficción, «documental», encuesta o exposición didáctica) no depende de su capacidad para traducir un proceso verbal sino del descubrimiento de caminos propios para avanzar hacia una meta común desde distintos puntos de partida.
Son estos “caminos propios” los que Cozarinsky comenzará a buscar, primero desde sus críticas y después en sus películas y que tendrán en su formación cinéfila un destino inevitable y fundamental: Lettre de Sibérie (1958) de Chris Marker. Es aquí donde encontrará aquello que de manera extraordinariamente precursora, André Bazin describió como “un ensayo a la vez histórico y político, aunque escrito por un poeta”. Cartas sin respuesta, documentos desmembrados, registros dudosos: todo estaba ahí. Se trataba, simplemente, de detectar la capacidad de imantación de materiales que quizás no habían nacido para estar juntos pero que el arte de la narración uniría. Fantasmas, espectros, brujos, magia negra, sesiones de espiritismo, médiums… Para Cozarinsky la idea no fue tanto “poner en escena”, sino, como acuñó para ese entonces, “poner en conversación”. Pintar conversation pieces en las que el objeto o sujeto de la charla, ya no existe y que hay que intentar invocar.
De este modo, el archivo se convertirá en el material que, más que llenar esos huecos, marcará fisuras, grietas y distancias entre Historia/Documento. Todos sus ensayos fílmicos trabajarán la realidad en su materialidad de manera similar. En La guerre d’un seul homme (1982), por ejemplo, el uso del newsreel dinamita la idea de Rossellini en Paisà (1946): mientras en el cineasta italiano la ficción microscópica supera exponencialmente la generalidad del documento, en Cozarinsky todo es documento, pequeño y “menor”. De este modo, la llamada “verdad del documento” está filtrada por el recuerdo y la memoria. Como una suerte de found footage imaginario, el archivo es forzado a una subjetividad imposible. En el cuento “Miserereplatz” escribe: “Repaso, como ante la pantalla de un monitor durante el montaje de un film, ese recuerdo de mi madre de un momento feliz de su infancia. Así lo conservo: recuerdo ajeno, prestado, apropiado”.
Frente a un presente de hipersubjetividad, donde el “yo” no es ya un principio de construcción sino una finalidad, Cozarinsky inventa una subjetividad que más que expresarse se construye obra tras obra. Archivo, voz en off, texto escrito en la pantalla, todo es para el cineasta parte de una memoria hecha de fragmentos ajenos, prestados, apropiados. “¿Qué es lo que hace que a los veinte años, en lugar de lanzarse al futuro, un joven opte por consagrar su vida a salvar los rastros del pasado?”, escuchamos en Citizen Langlois (1995) y, por supuesto, la pregunta queda sin respuesta. Porque Cozarinsky, como Welles, sabe que la intimidad de un hombre es tan solo una pista del misterio que lo rodea. Por eso, más que la estrategia estética y discursiva del cineasta italiano, Cozarinsky parece elegir la de Citizen Kane (1941).
“¿Quién es este hombre?”, leemos en Puntos suspensivos (1971), su primera película. Y es un interrogante que no solo podría estar frente a Charles Foster Kane, sino que atravesará, sin dudas, toda la obra de Cozarinsky. Pero, al mismo tiempo, ¿no es el montaje que superpone Calcuta con Buenos Aires una manera de leer el News on the March y, al mismo tiempo, algo que será amplificado y expandido a partir de La guerre d’un seul homme? ¿No son también esos hombres (y mujeres) solos por los que el cineasta siempre se interesó? Allí están Paul Bowles, Jean Genet o William Burroughs (Fantasmas de Tánger –1998–), María Falconetti, Robert Le Vigan (Boulevards du crépuscule –1992–), Shostakóvich o Benjamin Fleischmann (Le violon de Rothschild). Personajes outsiders que, como dobles de Cozarinsky, están ausentes, perdidos, extraviados o desterrados de un tiempo incompleto e infinito como el rompecabezas que Susan Alexander intenta armar.

Diálogos de exiliados
Ni cineasta de la Generación del 60 (aunque escribió diálogos adicionales para Torre Nilsson), ni parte del Grupo de los Cinco (aunque le debe todo a Alberto Fischerman) ni Grupo de Cine Liberación (como menciona David Oubiña, allí donde La hora de los hornos (1968) hace preguntas que responde programáticamente, Puntos suspensivos plantea interrogantes sin respuesta). Su cualidad de expatriado y exiliado lo vincula con un grupo de cineastas unidos a través de ese cauce turbio que conectó, en los 70, el Río de la Plata con el Sena. Alberto Yaccelini, Miguel Bejo, Eduardo de Gregorio y, sobre todo, Hugo Santiago.
Como hermanos separados al nacer (nacidos el mismo año), Santiago y Cozarinsky encontraron su lengua en la mixtura formando parte de esa galaxia llamada Jorge Luis Borges. De este modo, sus obras reflejan una voz, como dice Libertella del escritor argentino, “un poco marginal, un poco descentrada, que por lo mismo, terminó haciéndose centralmente argentina”1. De ahí, las diversas modulaciones del extrañamiento (a través de Bresson o Godard) se encontraron en un planeta (quizás de la misma Galaxia) llamado Raúl Ruiz: Santiago, por un lado, actuando en Colloque des chiens (1977) y Les trois couronnes du matelot (1983); Cozarinsky, por el otro, en Diálogos de exiliados (1975), y el propio Ruiz actuando en Les apprentis sorciers (1977). Incluso ambos cineastas argentinos colaboraron con episodios para la serie de la televisión francesa Un siècle d’écrivains, pero quizás ahí uno pueda intuir los puntos que los separan. Mientras Cozarinsky realiza un retrato de Italo Calvino, Santiago lo hace de Maurice Blanchot. Es tal vez eso a lo que refiere Cozarinsky cuando manifiesta su rechazo al Santiago post-Invasión (1969): su tendencia a lo abstracto. Mientras este decide hacer de la narración un laberinto con sus juegos musicales y discontinuidades temporales, Cozarinsky se encarga de construir ese laberinto sin centro hecho de chismes, cartas, descartes y apariencias.
Luego de haber agotado el material “Borges” después de Guerreros y cautivas (adaptación filmada en 1989 de la “Historia del guerrero y la cautiva”), Cozarinsky parece absorber su larga sombra entendiendo que toda obra se construye a partir de una juego de variaciones, versiones y traducciones en constante circulación. “Al filmar los ensayos de su puesta en escena, Alex pensó que estaba hablando de la historia”, se lee en Les apprentis sorciers. Si la cinefilia es volver a pasar dos o tres veces por el mismo lugar, Cozarinsky, como crítico y cinéfilo, encuentra en la repetición y la reescritura un momento privilegiado de la traducción, es decir, un trabajo de puesta en escena. Por eso la Historia, para el cineasta, es un conjunto de notas al pie y tomas fallidas. Es su fragilidad, su condición paratextual, la que le asegura la potencia(lidad) del relato. Si, como dice David Oubiña, “todo consiste en ser extranjero de su propia lengua”, el Cozarinsky “traductor” descubre, como un Rimbaud rioplatenizado, que el “yo” se alcanza siendo “otro”. Sobre el final de Boulevards du crépuscule se escucha: “No hay investigación inocente, el detective siempre se termina enterando de algo sobre sí mismo”. Porque ese detective es, efectivamente, Edgardo Cozarinsky. Y su tarea, como el Lemmy Caution de Allemagne année 90 neuf zéro (1991) de Godard, será intentar traducir un mundo en ruinas.
“He escrito estas tarjetas postales en inglés, un ‘inglés de extranjero’ que luego traduje a mi español natal, menos por las razones autobiográficas que para mí hicieron del inglés la lengua de lo literario, de lo imaginario, que para borrar la noción de original (…) hasta que el original mismo se vuelva traducción”, se lee en la nota final de Vudú urbano. Como en El uruguayo de Copi (un libro “escrito en francés pero pensado en uruguayo”), Vudú urbano expone y relata dos experiencias: la del exilio y la de la traducción, ambas sintetizadas en la estructura de la carta postal. Cada relato comienza con una cita, pero, a su vez, cierra con otra (que también podría ser el inicio del siguiente). Como menciona Ricardo Piglia, “la asombrosa colección de citas que abren cada capítulo puede ser vista como el paisaje al que remiten las imágenes. Cozarinsky escribe del lado blanco de la postal y su escritura comenta lo que vemos, y transmite la sensación de urgencia y de nostalgia que acompaña los mensajes que parecen llegar del pasado o de un lugar que no existe”. Como si fuera la transcripción literaria de News from Home (1976) de Akerman, Cozarinsky ve en el montaje (imagen y sonido, cercanía y lejanía, lo propio y lo ajeno) la práctica del desarraigo.
Sobre el final de la nota leemos: “Quiero agregar que si en esa tierra que llaman la patria está el padre, y en la lengua es la madre quien opera, en estos gestos de la escritura, de lectura, de traducciones enfrentadas en los espejos deformantes de varios idiomas, el exilio del que se habla y que habla es el del hijo”. Los títulos de cada capítulo, en inglés y entre paréntesis, funcionan como la traducción de una lengua extraviada, fuera de campo, a la que nunca accederemos. Si Cozarinsky pone el problema de la traducción en el centro de sus relatos, contaminando también su sintaxis, es porque considera que toda la literatura es, de algún modo, traducción de algo, porque todo es, a fin de cuentas “traducible”. Vampirizando sus materiales, Cozarinsky apuesta por un arte impuro, cuyo progreso radica en la constante reescritura de sí mismo.

P.D. Yo no sé qué me han hecho tus películas
Hoy es dos de junio de 2024 y ha muerto Edgardo Cozarinsky. Uno de sus últimos textos publicados es “El entierro de Joseph Roth”. En Berlín, a partir del encuentro con una fotografía, describe los vínculos que fue trazando durante la Segunda Guerra Mundial hasta el día de su muerte. En un pasaje, menciona su lápida:
JOSEPH ROTH
ÉCRIVAIN AUTRICHIEN
MORT À PARIS EN EXIL
2.9.1894 – 27.5.1939
Si por aquella otra Berlín de la década del 80, Courant designa a Cozarinsky como un “cineasta argentino”, me pregunto qué dirá hoy su lápida: ¿escritor?, ¿crítico?, ¿cineasta?, ¿argentino?, ¿exiliado? Como tal vez le dijo Joseph Roth a un periodista que confundía ficción con mentira, “no se trata de la verdad documental sino de la verdad interior”. Y es en esa “verdad interior” de los otros y la propia por la que Cozarinsky siempre se interesó. Y esa misma “verdad interior” la que Courant terminó, quizás sin quererlo, retratando en su Cinématon.
Escribiendo estas ideas, dudas e interrogantes, no puedo sino recordar que mi película No existen treinta y seis maneras de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo (2020) partió de un texto de Edgardo Cozarinsky. Allí, la frase de Raoul Walsh que da nombre a mi película era citada sobre el final del texto. Para averiguar el origen de la misma intenté, infructuosamente, comunicarme con él. Le escribí mails y mensajes por redes sociales que nunca contestó. Me lo encontré muchas veces después de hacer mi película y, si bien siempre se me pasó por la cabeza preguntarle si la había visto o recibido mis mensajes, me negué a hacerlo. Por miedo, sí, pero también porque entendí (o preferí entender) que, secretamente, me estaba diciendo que era mejor así. Como canta Caetano Veloso en Les apprentis sorciers: “Navegar es preciso, vivir no es preciso…”. Recién ahora lo entiendo: a veces es mejor traducir el silencio y encontrar el triunfo en esos pequeños fracasos.
Y así fue: más consciente o menos consciente, al no responderme, Cozarinsky me hizo la película. Y de algún modo yo, sin saberlo, hice una película sobre él. O sobre cómo él hizo películas, crítica y libros. Sobre cómo Cozarinsky me iluminó el camino dejándome tan solo algunos puntos suspensivos.
- Es reveladora, para esto, la entrevista realizada por Cozarinsky en 1969 a Alberto Fischerman y a Hugo Santiago titulada “Hacia el ideograma” (publicada en el nº 3 de la revista Cine y Medios). Allí Cozarinsky menciona que “un amigo” le dijo que Borges hacía hablar a sus posibles porteños de Invasión como reyes sajones. ↩︎
0 comentarios