Por Lucas Granero, Dana Najlis y Lucía Salas
1.
El cuento empieza así, como cualquier otro: un joven perteneciente a la clase trabajadora, que vive con su madre en unos monoblocks en las afueras de París, descubre, en uno de esos días estremecedoramente quietos, el cine. De repente, su vida cambia. Ahora tiene un propósito secreto, un resguardo que solo mantiene para sí mismo, un consuelo. Las imágenes que ve en las películas le reservan un pequeño lugar en el paraíso, lejos del mundanal ruido. Se gana la vida como profesor, dando clases de matemática en las escuelas de los barrios pobres, por lo general a chicos y chicas que tendrán un futuro nada promisorio. Al mismo tiempo que se escuchan los primeros estruendos de Mayo del 68 el joven se compra una cámara super 8 con la que comienza a realizar sus primeras experiencias, aprendiendo de manera autodidacta aquello que salía muy caro en las universidades. Sueños húmedos, retratos agónicos, deseos de escape y algunas muertes forman los paisajes iniciales de su cine.
Su primer cortometraje, Dimanche après-midi (1967), muestra un día en la vida de un joven que, como él, se despierta y tiene que salir, inexorablemente, a enfrentarse con el mundo. Una voz en off dice: “Despertar es como volver a nacer en un mundo de desesperación”. Pero, ¿cómo es ese mundo? Hay, por lo pronto, cuerpos que caen como si nada desde los balcones de los monoblocks que habitan las dos chicas de La vie comme ça (1979), un acto tan habitual, tan frecuentemente normal, que los niños rodean los cadáveres con sus bicicletas, nada conmocionados por la sangre que salpica las baldosas. También hay familias totalmente enloquecidas que practican tiro al blanco con sus escopetas dentro de sus casas, agujereando las paredes de los vecinos, como sucede en De bruit et de fureur (1988). Amas de casa que deciden dejarlo todo y comenzar a perseguir sus sueños perdidos solo para verse fracasar, como la esposa de Les ombres (1982), y chicos sin inocencia, como los de L’Échangeur (1981), que se han vuelto ases del mercado negro, negociando dinero a cambio de revistas pornográficas, armas, e incluso cuerpos ajenos, a los que “se puede ver pero no tocar” porque eso implica otro precio, como resguardando el último vestigio de su infancia.
También es un mundo plagado de ángeles y demonios, extrañas apariciones que premonizan la llegada de algún tipo de salvación, aunque no sea aquella que uno esperaría. La muerte, como esos niños que corretean alrededor de los cadáveres, circula libremente por los pasillos de los edificios y uno puede encontrarse con su sombra al cerrar o abrir una puerta. Es un ave de rapiña, que espera sigilosamente en los rincones el momento para atacar. A veces, solo a veces, la luz blanca le gana a la oscuridad y el sol entra por las ventanas, grandioso y resplandeciente, y algo de bondad baña de repente esos espacios, por lo demás abandonados a la “buena de Dios”. Un momento de particular optimismo se encuentra al final de Les ombres, donde un padre y su hija miran, de espaldas a la cámara, el blanquecino cielo parisino desde la soledad de su balcón. El padre, deprimido por la cadena de desánimo que implicó perder a su mujer y su trabajo en pocos días, se tienta con la posibilidad del salto al vacío. Su hija, cuyo entendimiento del mundo proviene de los libros que lee, alcanza a comprender que aun en ese estado de desolación la vida puede valer la pena. “Todo es gracia”, le dice a su padre, repitiendo la conclusión final con la que el cura rural cierra su diario en el libro de Bernanos.
2.
En el cine de Brisseau hay varios personajes que consiguen elevarse hacia más allá del mundo terrenal a través de una particular forma de educación. En su nunca olvidada condición de maestro, como bien apunta Camille Nevers en su crítica de Céline, Brisseau siempre enseñó. Geneviève introduce a Céline en el arte del yoga y la meditación;; la institutriz de Un jeu brutal intenta disciplinar a la joven Mathilde. Y el propio Brisseau -que interpreta a un profesor de matemática retirado y exiliado en su propia casa en La fille de nulle part– se ve invadido por la extraña presencia de la joven Dora que de a poco se transforma en una especie de aprendiz.
Existe en su cine una lucha dialéctica entre el conocimiento y la ignorancia, entre una suerte de inocencia y una impureza fatal. Sus personajes pasan de un estado al otro y a veces pierden mucho en el camino. Así, un científico que ha encontrado la fórmula para la inmortalidad -interpretado por Bruno Cremer en Un jeu brutal-, e entrega por completo a la locura, viviendo una vida paranoica en la que su única motivación es asesinara un grupo de niños del que sospecha que le han robado sus estudios. Su hija, la pequeña Isabelle, vive lejos de la ciudad y ni siquiera esa vida lacónica y campestre sirve para atenuar su odio. Paralítica de nacimiento, su contacto con lo que la rodea es tenue, casi inexistente. Le gusta ver cómo sufren los insectos a los que tortura, tratando de encontrar así algún alivio para el rencor que le produce su condición. Al contrario de su padre, todavía conserva su inocencia, aunque sólo se expresa demostrando una total antipatía. Pero cuando descubre el amor, las cosas cambian: aprende a escuchar el sonido de la tierra al moverse y llega a lo más alto de una montaña y su odio por la naturaleza se vuelve empatía y goce.
También está el joven Fred de Les savates du bon Dieu (2002), un iletrado que se mueve propulsado por la fuerza de años y años de decepciones, hasta que la pérdida del amor -la más insoportable de todas- lo vuelve inflamable. Fred, a quien en repetidas ocasiones se lo define como “un niño de cuatro años”, solo le hace caso a sus instintos más primitivos y bajo esos impulsos va creando su propia versión del mundo, aquella que fomenta la fantasía (un robo a un banco, persecuciones, fugas y hasta la aparición de un mago que mueve los hilos de la ficción a su gusto). Su estilo es la velocidad —por algo él mismo se define como “un dios” frente al volante—, el choque, la fuerza. Todo en él es sentimiento incontrolable, no piensa, solo actúa. Y por eso ama de la forma que ama y lucha de la forma que lucha. Es el reverso proletario de Isabelle: no tiene un padre rico, ni una casa en las afueras, y, sobre todo, no tiene tiempo para deprimirse; solo piensa en avanzar. Pero sí puede, como ella, aprender a revelar los misterios del mundo y así dejar de despreciarlo, abandonar ese salvajismo para habiltar la posibilidad de ver el mundo con más delicadeza. Entonces, de repente, todo es esplendor.
Este interés por acercarse a los procesos educativos, la vida en las aulas, y las formas en las que se relacionan profesores y alumnos hizo que sus películas, al menos las de la primera etapa, sean catalogadas como “cine social”. Sin embargo, en una obra tan apegada a lo inesperado ninguna categoría resiste demasiado. El propio Brisseau se burlaba de esta cuestión, aludiendo a que “cuando un espectador cree estar en una película realista, tac, le envío un ángel.” Así, entre la tradición directa más cercana a Pialat y la tentación por aquellos fulgores de lo fantástico que nos recuerdan a Cocteau –otro cazador de ángeles– sus películas crean una tensión entre esos mundos sin nunca decidirse por ninguno. Prefirió ponerlos a convivir y mezclarlos: hacer de lo común algo extraordinario y de lo extraordinario algo común. El suyo es un mundo de fantasmas que regresan, mesas que flotan, ángeles exterminadores y algunos salvadores: milagros, pequeñas huidas hacia lo desconocido, hacia zonas donde no hay espacio para el razonamiento. Es un mundo cruel, injusto y de una violencia inusitada; pero también repleto de misterios y pequeños prodigios. El gran milagro de su cine radica en haber expuesto la fluidez que existe entre esas emociones..
Quizás la idea sea al revés: no se trata de un cine “social” sembrado de apariciones (¿no es eso Buñuel, otro de sus referentes?), sino un cine fantástico que se aferra fuertemente a las condiciones en las cuales empieza un cuento, a los orígenes de las cosas. Las películas de Brisseau son cuentos fantásticos que alargan mucho el carácter descriptivo del principio, como si La vendedora de fósforos de Hans Christian Andersen se iniciara no ya con una niña intentando vender cerillas en una nochebuena gélida, sino en su casa, con su madrastra, su padre pusilánime, hermanos muertos de hambre y frío, la locura que proviene de estar siempre contando las monedas que nunca alcanzan y entonces, afuera, en un mundo igual de lastimado, comienzan a aparecer una serie de fantasmas. ábulas materialistas en las que se ven cosas que hacen de lo eterno un fragmento de la historia, dándole un espacio concreto, unas cuatro paredes rodeadas de otras cuatro paredes rodeadas de edificios y edificios. A esta historia la conocemos, pero no por eso se ha terminado. Las fábulas fantásticas de Brisseau buscan formas de entender cómo vivir, cómo sobrevivir a todo esto junto. Las respuestas no pueden ser sencillas porque lo último que se pierde es la imaginación, que no tiene dueños y no depende del capital. Eso también es una forma de aprendizaje.
3.
Con los años Brisseau se fue moviendo de espacios muy gradualmente, como si fuese mudándose de una casa a la otra, de a una caja a la vez; una valija cada tanto. De los monoblocks inmensos donde abundan las armas y los cuchillos se trasladó al campo, a los pueblos pequeños de vida aislada, de pocos vecinos, como en Les savates du bon Dieu o Un jeu brutal, dos películas que alternan entre el barrio y la campiña. Una vez que las películas se mudan al campo, los espacios dictan una nueva vida, más pegada al pasto, al río. Esa nueva vida tiene un nuevo tiempo, más concentrado, que se puede invertir en aprender algo específico, como leer, hackear la bolsa o levitar. La vida en el campo se rige por leyes flexibles que vuelven más permeable la aparición de lo extraordinario. El movimiento de la joven Céline, que va de suicida a santa, es el que mejor demuestra la importancia que la naturaleza comienza a tener en la obra de Brisseau. Todo lo que en esos monoblocks apretujados de la ciudad parecía imposible, allí, en la quietud del campo, se manifiesta con la energía de un milagro. A través de intensas sesiones de yoga y meditación, Céline comienza a sanar y en ese camino hacia su curación encontrará un nuevo motivo para vivir su vida: ayudar al prójimo y no pedir nada a cambio. Como una suerte de franciscana, entrega su vida a los demás y se vuelve una con todo aquello que la rodea. Así, su existencia no vale más que la de una hoja, un puñado de tierra o un rayo de luz que entra por la ventana; su última aparición es la manifestación final y extraordinaria en la que su figura se vuelve omnipresente, universal. Quizás sea este deseo de volverse ubicuo lo que lo lleva muchas veces a filmar en grandes planos generales en las que toda la extensión y poderío de la naturaleza queda expuesto, dejando a los seres humanos en una escala ínfima, empequeñecidos entre la magnitud del paisaje, estableciendo una nueva jerarquía entre el hombre y su entorno en la que, finalmente, ambos encuentran una armonía.
Es válido preguntarse si Brisseau -en su costado más sociológico- consideraba que el destino de las personas estaba relacionado con el espacio que éstas habitan. Sin duda la locura que ataca a los personajes de La vie comme ca o De bruit et de fureur está condicionada por la imposibilidad de escapar de allí y lo único que les resta es delirar o morir. Pero algo pasa cuando esa fuga sucede, como la de Fred y Sandrine en Les savates…, que escapan casi a su pesar, aunque luego comprendan que es lo mejor que pudo haberles sucedido. En el campo, convertidos por completo en fugitivos, se sentirán más libres que nunca y se entregarán por completo a existir en una vida que les fue negada.
Luego, aparece París o, mejor dicho, reaparece la París de sus primeros cortos, la París en la que, supuestamente, podría encontrarse arena bajo los adoquines. Pero París no es tanto una ciudad sino lo que rodea los espacios privados en los que viven una serie de películas que podríamos llamar “Brisseau de departamento”. De estas casas la central, la más reconocible, será la de Jean-Claude Brisseau y Lisa Heredia. Allí le dieron forma a distintas exploraciones sobre lo privado que rozan los límites de lo cognoscible. Su última película, Que le diable nous emporte (2018), es una posible solución para los problemas con los que siempre lidiaba su obra en forma de utopíah: un espacio reducido que se vuelve un lugar de exploración total del mundo y de los otros, donde los sentimientos no son viciosos sino virtuosos, donde se puede vivir de a dos, de a tres y de a cuatro sin resquemores. Una utopía que llega al punto de levitar.
4.
Brisseau decía que el motor para filmar nacía de un violento deseo por comprender aquello que se le escapaba, lo que se imponía como un misterio absoluto. L’après-midi d’un jeune homme qui s’ennuie (1968), su tercer cortometraje, deja al descubierto la obsesión y el amor por el cuerpo de las mujeres. Las imágenes del Mayo francés se alternan con un Brisseau que fuma pipa e intenta disipar el aburrimiento imaginando unas chicas que se desvisten, se pasean desnudas por habitaciones, se revuelcan en la cama, se acarician, actúan, gozan y de a ratos miran a cámara. Esos primeros ensayos eróticos nacidos de la necesidad de experimentación y el juego de la imaginación fueron colándose de a poco en su forma de ver el mundo hasta convertirse, más de treinta años después, en el tema principal de sus películas. La trilogía que conforman Choses secrètes, Les anges exterminateurs y À l’aventure es la condensación de aquello que Brisseau venía tanteando desde esas primeras películas amateurs, la explosión radical de su obsesión más grande. Filmando con presupuestos más generosos, se empapó de un ambiente que no conocía límites, que se movía al margen de la sociedad, haciendo y deshaciendo según conveniencia y comodidad, un universo desconocido para él y el cual le devolvió no pocos enemigos. Brisseau se abalanzó sobre las costumbres de una sociedad burguesa construida sobre el disimulo, las buenas formas y las sonrisas amables, dejando con el culo al aire esa hipocresía que él veía moverse y crecer a su alrededor.
Hay una oscuridad inherente a cada película de Brisseau, a cada una de sus etapas, y en esta última la oscuridad es la más tremenda. El mundo ha cambiado, la economía es cada vez más salvaje y las formas de sobrevivir son cada vez más devastadoras. Sus personajes femeninos, a los que ha retratado en diferentes situaciones, espacios y tiempos, son los que peor la pasan en este mundo donde la única moral que importa es la que se rige por el modelo de oferta y demanda. Éstas se ven obligadas a actuar bajo esa misma lógica, jugar a ese mismo juego perverso, ocultando sus identidades y sus pasados para poder lograr una mínima movilidad de clase, una movilidad que siempre está a punto de costarles la vida. Mujeres pobres que renuncian a una sexualidad del placer e ingresan a una sexualidad perversa, que en el cine de Brisseau siempre está ligada a los ricos. Es el dinero el que hace del sexo una presencia obsena, perversa, destructiva. Son los ricos los que no saben vivir, no saben coger, los que todo lo destruyen. Cuando el sexo se vuelve una cosa entre camaradas, los recuerdos traumáticos se liberan, y estas madres, estos hijos, toda esta serie de personajes abandonados tantas veces a su mala suerte, vuelven a tomar el control sobre sus cuerpos para poder donarlos a un sexo nuevo, un sexo sin jerarquías, una comunidad reunida por la felicidad del placer.
Brisseau se abocó a filmar lo que nadie filmaba: la fascinación por el cuerpo desnudo de la mujer, los pequeños y grandes placeres de la transgresión, el goce sexual femenino. Todo aquello que iba en contra de un orden social burgués que necesita tapar el sexo, disimular los ardores y sofocar las emociones. En un mundo donde el goce se mantiene relegado a un espacio íntimo, secreto, casi prohibido, Brisseau lo pone al frente, mostrándolo como el elemento principal para encontrar nuevas formas de existir. Sus mujeres actúan como femmes fatales que se arrebatan frente a las imposiciones de buenas costumbres y roles estereotipados, chocan contra ese “deber ser” que ya traen consigo incluso antes de aprender a vivir. El sexo, en ese sentido, toma el rol de un disparador de nuevas experiencias, una herramienta capaz de abrir nuevas percepciones y hacer viajar, gracias a la liberadora energía del placer, hacia otros tiempos, otras vidas. Desligado de cualquier tipo de sentimentalidad mentirosa (podríamos decir “burguesa”) o apego, aquí el sexo es, antes que cualquier otra cosa, una acción totalmente egoísta. Se coge siempre para obtener algo y poco importa aquel que ayude a conseguirlo; es más, una vez alcanzado el pico del éxtasis, el otro desaparece, enterrado entre las ruinas del placer ajeno.
Choses secrètes, vuelve a escarbar en el infierno de las oficinas que ya había filmado en La vie comme ça, pero esta vez decide mostrar el juego de dos jóvenes de clase baja que intentan desbaratar un orden jerárquico patriarcal haciendo uso del sexo como instrumento de guerra para seducir a sus jefes y llegar a tener “el mundo a sus pies”. Las dos amigas esgrimen un plan de arribismo social que se vale de los mismos métodos de coerción que el sistema contra el cual disparan. La lucha de clases se mezcla ahora con una revuelta sexual y finalmente metafísica. Y el insensible y perverso Christophe, el hombre rico y el símbolo del capitalismo más perverso, deja al descubierto la imposibilidad de ir contra un poder que termina por fagocitarlo todo. El objetivo de las mujeres de A l’aventure deja al descubierto la cuestión de la libertad, esta vieja problemática que mucho antes había obsesionado a Buñuel. Las jóvenes e ingenuas protagonistas van en busca de una independencia sexual en un mundo donde la posibilidad de desapego brilla por su ausencia. Las experiencias hipnóticas y sadomasoquistas se suavizan con las ecuaciones matemáticas del universo y las teorías del cosmos que expone el ex físico devenido taxista que aparece en el banco de la plaza. Esa búsqueda de un absoluto místico y sexual le da una nueva vida a la oposición entre lo sagrado y lo profano que ya estaba tan presente en Céline.
A Brisseau, la dialéctica se le escurre de las manos: ni Mal ni Bien, ni Dios ni Diablo; lo que él reclama a sus personajes es, ante todo, la entrega total. Y a pesar de ser un marxista confeso, construyó su mundo a partir de un imaginario anárquico sin causa ni efecto. La oposición entre un mundo material y uno espiritual confluyen en un universo regido por la seducción que pone en tensión todas las esferas de la vida. Todo o nada, la lógica de Brisseau es tan fatalista como contundente.
5.
En 2005, a los 61 años, Brisseau fue condenado tras la denuncia de cuatro actrices por haberlas coercionado para tener sexo frente a cámara con la promesa de contratarlas para su película siguiente. Solo dos de las denuncias lograron que el tribunal de París lo condenara a un año de prisión con libertad condicional, lo que le prohibió ejercer su profesión por ese período, y también fue sentenciado a pagar una multa de 30.000 euros por daños e intereses. Brisseau, quizás a causa de su descuido, nunca hacía contratos por escrito con las actrices que se prestaban a sus ensayos eróticos y al momento del juicio no tuvo forma de defenderse frente a las acusaciones. De hecho, su abogado nunca apeló a la sentencia por acoso sexual y Brisseau se abstuvo de hacer una declaración pública inmediata al respecto. La condena abrió las aguas y marcó posiciones fuertes y antagónicas en el ámbito del cine; muchos directores apoyaron públicamente al cineasta a través de una petición encabezada por algunos dinosaurios del cine francés como Éric Rohmer, Philippe Garrel y Catherine Breillat, y también por varias actrices y no pocos críticos de cine. Brisseau se enfrentó a esa justicia hace galas de sus estrategias de sospecha continua y que lleva como estandarte una moral implacable; una máquina de poder que estaba determinada a condenarlo desde el comienzo. El cineasta combatió esta represión obscena desde el único lugar que conocía bien, el único que podía transformar el sentimiento de injusticia en algo útil, bello y terrible, y pasado el término de sus condena filmó Les anges exterminateurs.
Como en ninguna otra de sus películas, Les anges… pone en escena esa gran problemática que recorre toda la obra de Brisseau: cómo filmar el cuerpo que es mirado y cómo transformar el deseo en imagen. Esa curiosidad que tuvo siempre por intentar asomarse al misterio que encierra el placer de traspasar unos límites que obedecen a ciertas leyes fundadas en los valores burgueses, lo empuja a inventar un alter ego para “expiar todos sus pecados”. A través de las confesiones de las actrices entrevistadas por François, el cineasta juega con la transgresión, que depende del límite al tiempo que lo sobrepasa, que avanza y retrocede, que necesita de la ley para subvertirla y viceversa. Brisseau nunca dejó de ser consciente que la de él era una mirada masculina sobre un terreno ajeno que le causaba tanto miedo como fascinación. Y esa mezcla de ingenuidad e inteligencia que al personaje de François le cuesta tan cara, también es la de un cineasta que decidió apostar por la forma del desafío sabiendo que se estaba comprando un pasaje de ida al infierno.
Brisseau habló con claridad acerca del juicio en sus entrevistas con el crítico francés Antoine de Baecque, quien ve en la condena del cineasta algo mucho más profundo que la reacción escandalizada de la moral dominante: “Es como si los jueces se hubieran pronunciado sobre el cine de Jean-Claude Brisseau, que parece totalmente inapropiado, porque no solo juzgaron a un hombre y su relación con la sexualidad sino también una forma de hacer cine”. Nunca le interesó hacer un cine que se ajustara a cierto academicismo y mucho menos uno que ostente el lujo de las producciones típicas del mainstream francés, eso que hoy suele tildarse tan descaradamente como “cine de calidad”. La condena a Brisseau parece ser más bien la consecuencia del horror que le provoca el sexo a cierto sector de la cultura francesa, un tema tabú que al día de hoy sigue incomodando a unos cuantos. Brisseau le dio la espalda a una forma de hacer películas porque la sentía ajena, porque su visión del mundo nunca pudo ni quiso acomodarse a ciertos códigos de representación basados en la complacencia y la comodidad.
6.
En la entrevista con Lisa Heredia se puede leer otro origen de todo esto: Maria Luisa García/Lisa Heredia fue la compañera incondicional, amante y co-artífice de todas sus películas. En ella se basa sobre todo Cèline, en su forma de existir con otros como si fuera una curandera, como si su forma extraña de observar e intervenir fuera el antídoto para todos los males del mundo. Además de actriz, fue su montadora, directora de arte y vestuarista. Brisseau conoció a Lisa cuando ella era muy joven e inmediatamente comenzaron a hacer películas juntos. Se enfrentaron a todos los problemas de una vida amorosa compartida y un trabajo duro lleno de obstáculos que hacía entrar el dinero a cuenta gotas, pero el necesario para seguir filmando. En todas sus películas parecen sobrevolar todos los miedos del amor y el vértigo de esa vida en común que muchas veces amenazó con caerse a pedazos. Como todos sus personajes, ellos también se lanzaron a un vacío que los atraía y los aterrorizaba por igual, y nunca se detuvieron. Si estuvieron juntos hasta el final quizás es porque no supieron vivir de otra manera y porque hacer cine juntos terminó transformándose en la única forma de supervivencia.
Otro pilar humano fundamental de las películas de Brisseau fue su tío, Lucien Plazanet, el actor secundario más grande de todos los tiempos. Lucien casi siempre hace de Lucien: el hombre más cálido en un mundo que es puro frío mortal. Un vecino histriónico, un tío charlatán, la persona que vive justo al lado o justo debajo, la que no puede entender por qué nadie hablaría con sus vecinos, por qué nadie querría compartir esta vida que es puro dolor y desarraigo. Alguien que, como los personajes de Heredia, cuida. Alguien que ilumina todo lo que toca porque es todo generosidad. Una generosidad que viene del dolor que no se pudre, porque busca salir estando con otros. En Les Ombres encontramos su escena más increíble, en la que le cuenta a su amigo que acaba de descubrir que su madre, con la que vivió 28 años, en realidad no lo era. Que todo ese dolor de vivir encerrado en esas paredes, rodeado de gente que está dormida o quiere huir, era también una pequeña farsa. Que ni su propia miseria le pertenecía, porque no sabía realmente quién era. El amigo le dice: “¿si no le hubiese pedido dinero no hubiese hablado con nadie?” Y todo se calma y todo se ilumina. De repente nadie está solo y la vida les pertenece un poco más. Y entre los tres (padre, hija y vecino) lavan la ropa.
7.
Jean-Claude Brisseau murió el 11 de mayo del 2019. El mundo que tanto le atraía, el de los misterios, el que lo impulsaba a buscar una “metafísica de la libertad”, ha ido dando paso a uno en el que ya no hay lugar para las ambigüedades ni para el ruido y la furia. Tal vez se haya ido de este mundo con una tenue mueca de felicidad en su cara, como lo hace la madre de Bruno Cremer en Un jeu brutal, quien antes de morir dice “¡Qué hermoso!”, aliviado, tal vez, de saber que ya no quedaba nada por descubrir excepto el último secreto. Eso mismo nos dejó su cine, a través del cual descubrimos que bajo la terrible capa de realidad existen miles de otras a las que solo podemos acceder siendo totalmente honestos con nuestros deseos. Brisseau miró esos mundos a la cara y los expuso en su más contundente fealdad, tratando de resguardar los esplendores que resisten, agazapados, del otro lado de las cosas. Como buscando replicar aquel originario tajo en el ojo de Buñuel, andaba por la vida con una navaja en la boca, un arma peligrosa que bajo su mano se transformó en una herramienta capaz de hacer la luz allí donde no había otra cosa que oscuridad. Y así es como todo se vuelve gracia.
Ver, volver a ver y pensar sobre las películas de Brisseu es un compromiso con una forma de hacer cine, una que acaso se haya perdido y que necesite hoy más que nunca ser rescatada. Conseguir el dinero suficiente para filmar es siempre una odisea que ha dejado y sigue dejando a muchos cineastas perdidos por el camino. Pero Brisseau filmaba con lo que había, nunca se detuvo y, finalmente, la falta de dinero terminó siendo casi como una bendición. Es necesario resucitar el atrevimiento y esa ferocidad por cuestionarlo todo, por animarse a creer que quizás hay otras formas de pensar y de ver: otra forma de vivir.
Este dossier puede entenderse como un tardío homenaje a su figura, pero nos gustaría que se lo leyera no tanto como una revisión de ciertos temas y constantes de su obra, sino como un cadáver exquisito en el que fuimos armando un álbum de ideas, gestos y recuerdos en torno a su cine. Lo hicimos durante buena parte del 2021, un año en el que películas como las suyas pueden ser fácilmente “cancelables”, categoría que emplea dudosos argumentos para definir lo que está bien y lo que está mal, lo que aún tiene valor y lo que no, y que en este caso deja afuera las particularidades de cada una de estas películas-objeto, que son ellas mismas reflejos de sus problemas, de sus dificultades, de sus supervivencias, que no son nada binarias. Estamos seguros, queridos lectores, que estas páginas son el fruto de voces muy diversas, más o menos atravesadas por esta problemática, y todas ellas intentan arrimarse a las infinitas complejidades que abundan en su obra.