Un afiche muestra a una mujer negra con un peinado afro. La ilumina un rojo muy intenso que pronto pasa a ser azul. Sobre la imagen se oye un ruido de estática, un murmullo inquietante. Si el sonido fuera más ruidoso la escena quedaría marcada por un tono ominoso. Ese susurro, en cambio, es la marca de algo que acecha. Ya para entonces se vuelve evidente que la escena esconde algo: un secreto, un misterio, algún corrimiento. Una placa de texto cuenta lo siguiente:
Todo comenzó el día en que, hastiado de sufrir los celos de su prometida Yolande, Jean-Arthur Bonaventure le inventó de la nada una rival.
Vemos al tal Jean-Arthur Bonaventure acostado en su cama, mirando el afiche del primer plano y la lámpara de colores que lo ilumina. Pronto esas piezas (el afiche, la lámpara, su rostro, las placas de texto y el sonido) comienzan una suerte de danza de idas y vueltas de la mano del montaje. Una secuencia rítmica que narra la preparación de ese hechizo deseado por Jean-Arthur.
Así arranca Los náufragos de la Isla de la Tortuga (1976), de Jacques Rozier, que sin esfuerzo ni pompa construye un inicio fantástico a la manera de los niños, que si quieren ver el universo en una lámpara pueden hacerlo. Jean-Arthur desea inventar a una amante y lo hace, así de simple. El deseo y la fantasía están a un paso de distancia. En la siguiente secuencia Jean-Arthur conoce a su amante inventada, una mujer negra casi idéntica a la chica del afiche de su habitación.
El universo de Rozier es caótico. Un enredo causado por los personajes, cuyo ingreso en la trama desordena, desorganiza y opera como una explosión que redistribuye a las piezas hacia distintos puntos del mapa. Luego del estallido los personajes vuelven a tratar de juntarse, de entenderse. En Maine Océan (1986), película que Rozier realizó tras Los náufragos…, una cena se ve interrumpida por la irrupción repentina del mánager de la protagonista (una bailarina brasileña), quien le pide que muestre sus dotes de estrella. Así es como un marinero, dos guardias de tren, una abogada, una pianista que no sabe tocar el piano, un pianista que sí sabe tocar, un mánager mexicano y una estrella brasileña tardan veinte minutos de película en reunir los instrumentos y las capacidades para armar un número musical cuya única razón de ser es el belleza del capricho. El cine de Rozier existe por esos momentos y se atraviesa con el desconcierto de no saber hacia dónde se dirigen los personajes y con la sospecha de que algo increíble va a pasar en su llegada. Ese es el misterio que nos mantiene atentos y expectantes.

Volviendo a Los náufragos…, una vez establecido el código fantástico, Jean-Arthur y su amigo y compañero de trabajo, el Gordo Nono, pasan una noche en un bar en donde un grupo de brasileños toca una samba. Hay, en Rozier, una suerte de mirada fascinada hacia la cultura negra en general y por la brasileña en particular. Los personajes de raza negra en sus películas son siempre gráciles, siempre particulares. En la escena del bar de Los náufragos…, la samba parece funcionar como una especie de inspiración. Es sobre ese telón musical que a Jean-Arthur Bonaventure, empleado de una agencia de turismo, se le ocurre proponerle a su jefe la promoción de un viaje vacacional que emule la experiencia de Robinson Crusoe. La idea es que los clientes paguen para ser trasladados a una isla desierta para valerse por sí mismos durante un mes. La propuesta nace de la pregunta sobre la posibilidad de vivir una experiencia única en el siglo XX y sobre la desconfianza de la relación que las personas establecemos con la naturaleza durante las vacaciones. El control que ejercen las agencias de turismo, opina Jean-Arthur, arruinan la posibilidad de establecer un vínculo real con lo salvaje. Al recibir la propuesta, que opera como una respuesta absolutamente ridícula a una problemática real, el jefe de Jean-Arthur decide apoyarlo a fondo. Con el inicio de la travesía la película se mueve del lugar fantástico que hasta entonces ocupaba para entrar en un terreno más ligado al documental. Que se entienda: Rozier nunca abandona la ficción, pero al ingresar en la aventura del viaje, los cuerpos de los actores comienzan a estar expuestos a los caprichos de la intemperie. Los clientes son “guiados” por Jean-Arthur y el Pequeño Nono (hermano del Gordo), a través de una selva que deben cruzar para llegar al barco que los llevará a la isla. La sensación, a partir de entonces, es que Rozier filma el trayecto como puede, que no controla del todo lo que pasa ni lo que se ve. La lógica medida del comienzo de Los náufragos…, propia de un guion calculado, se deshace cuando entra la naturaleza. Ese traslado que hace la película del fantástico al documental de ficción, sumado a la exposición de los actores frente a lo salvaje y a una producción que se sospecha ínfima, generan una sensación de imprevisibilidad que afecta a todo el film, de ahí en más. Esta sensación palpable de peligro que recorre a Los náufragos… es imposible de lograr para una película de grandes presupuestos: es un cacho de tierra que no pueden comprar. Una producción holgada no permitiría bajo ningún concepto que sus actores se expongan al dolor real. Una estrella no puede sufrir. Por lo tanto, todo indicio de dolor en una película comercial es visto bajo el manto protector de la ficción. Así mismo, un guion de estructura narrativa clásica, con sus puntos de giro y sus pilares construídos hace miles de años, no podría acercarse a la imprevisibilidad de un guion como el de Los náufragos… en donde todo puede pasar.
Ante la pregunta sobre si todavía se puede vivir una experiencia única, alejada del mercado, Los náufragos…, desde su argumento, parece responder que no, que el control que ejercen y ejercemos sobre nosotros bloquea la entrada del aire fresco. Pero en su puesta en escena la película de Rozier ofrece otra respuesta. El cine todavía es capaz de ofrecer lo insólito, de acercarse a lo real.
En un contexto en donde la política se aproxima a la estética exclusivamente desde una lógica mercantilista con el deseo de achicar la cultura hasta que todos nos vistamos igual, hablemos el mismo idioma, vayamos a los mismos lugares y le recemos y desconfiemos de los mismos dioses, un cine como el de Rozier, que se propone ampliar las posibilidades de la experiencia y enriquecer el mundo, merece ser exaltado. Si Rozier consigue su objetivo es gracias a su independencia, condición que le permite naufragar en busca de lo insólito. En retrospectivas como esta es donde el Bafici encuentra su sentido: en la exaltación de películas que cruzan esa frontera que el dinero desconoce.
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