Este Bafici transcurrió sin sobresaltos si lo comparamos con la edición pasada, incluso cuando tuvo en el medio un paro general de la CGT o las movilizaciones de los miércoles frente al Congreso. A lo sumo, algunas funciones fueron suspendidas. El año pasado el estado de alerta y el shock tomó gran parte del estado de ánimo del festival, sobre todo después de que se planteara la posibilidad de que el Gaumont cerrara. Tal tragedia no sucedió, pero poco a poco, como en la fábula del sapo y el agua hirviendo (este link viene con guía de lectura para quienes quieran hablar del tema con sus hijos), nos acostumbramos a que su programación esté plagada de películas extranjeras, diluyendo la función original de este Espacio INCAA. Hoy lunes, ya terminado el Bafici, podríamos ver Better Man, Anora y Mickey 17, grandes tanques de Hollywood. Como no podemos meternos en la programación del Gaumont (todavía…) nos queda intensificar lo que sucedió los últimos días en ese y en otros cines, donde el Bafici programó una parte importante y representativa del cine argentino, seguir conversando con ciertas películas que reclaman pasiones, discusiones encendidas, o al menos un enojo más allá del comentario malicioso en Letterboxd. Tratar de estar a la altura de los problemas y dar con una sintaxis que nos ponga por fuera del comercio de la piedad.
Hay una tensión ineludible en los documentales que pude ver de esta Competencia Argentina: todos de alguna manera tratan de volver al pasado para encontrar algo, cualquier cosa, que directa o indirectamente eche luz sobre el presente. En el caso de L’addio, Toia Bonino lo hace a través de su abuelo, que pertenecía a los camisas negras y reflexiona sobre cómo su figura moldea las figuras masculinas de su familia; en Suerte de pinos, Lorena Muñoz insiste sobre el expediente que registra el juicio por el femicidio de su bisabuela en un pueblo perdido de España y se encuentra con una especie de pacto de silencio en un lugar donde todos se reconocen como familia; en LS83 Herman Szwarcbart cruza las memorias de un niño Martín Kohan en dictadura con imágenes de Canal 9 de la misma época encontradas recientemente.
En esos cruces, más allá de la agudeza política de cada una las películas, es fascinante y frustrante en partes iguales la pelea que se da entre las imágenes y la voz en off. Entre lo material y las ideas. En todas se utilizan imágenes que no fueron filmadas para los propósitos de estas películas: hay una tentación muy grande de ilustrar o decorar la propia narración. El relato en off cuenta una acción (por ejemplo: “Me paré”) y vemos una imagen, de una película hecha por personas que no están vivas hace décadas, en la que un personaje, efectivamente, se para. Estoy haciendo una simplificación obtusa porque hay muchas maneras de pararse, hay muchas maneras de encuadrar como una persona se para, y muchas veces en imágenes que un primer momento podrían parecer banales o inofensivas se pueden ver las violencias ocultas o las ideas aborrecibles de quien filma, pero esas imágenes, en silencio… ¿serían más o menos poderosas? ¿El remontaje actual las hace hablar o las pone en el tobogán de la semántica?
Por lo pronto, es un recurso repetido pero útil, porque trasluce el trabajo que hay detrás: trabajo de visualización, de organización, en síntesis: de montaje. Y una forma de llenar el timeline, como quien quiere llenar la alacena, a un precio relativamente inafectado por la inflación.
Estas películas no se agotan en eso. Hay momentos precisos, potentes, donde la imagen y la palabra se enganchan de una manera inesperada: algo nuevo aparece. Eso que en principio podía leerse como un simple testimonio se corre de la intención de probar que “así fueron las cosas” y del chantaje emocional.

El final de Suerte de pinos es de lo más intenso que se pudo ver en el Festival. Luego de dar vueltas con un relato que parecía inconducente, detectivesco en el vacío, y luchar con la burocracia española (por burocracia y por española), Lorena Muñoz accede al expediente que narra lo que pasó esa tarde en la que el marido de su bisabuela la asesinó. Con lujo de detalles, con un relato compuesto de varios puntos de vista, se escucha toda la secuencia. Haciendo gala de discreción y paciencia, va filmando los espacios vacíos en los que sucedió el hecho. No hay redundancia, no hay ilustración, solo una puesta en escena que complementa palabra e imagen. Hace nacer en una imagen de 2025 el horror del siglo pasado. La materialidad de esas calles cerca de la plaza principal, esos banquitos, que siguen iguales desde hace setenta años, detentan una evidencia dolorosa de que no ha cambiado mucho. Es simple el procedimiento y pesados los sentimientos.
En LS83 las memorias de Martín Kohan van de su vida sentimental a los diez años (un triángulo amoroso con el cineasta Néstor Frenkel) y el catálogo de consumos de una familia típica de clase media (sus padres le regalaron un conjunto Topper cuando él quería uno Adidas: se devela el misterio de por qué se viste así) al recuerdo de momentos en los que algunos familiares estuvieron a punto de ser secuestrados. La manera en que filtra y ordena desde la adultez sus recuerdos de la temprana edad vuelve en operación estética lo que es inevitable en esa época de la vida: la nimiedad más grande puede ser una cuestión de vida o muerte mientras que lo que es realmente de vida o muerte se ve lejano, sin explicación, cosa de grandes. Los archivos de Canal 9, que son los del noticiero de las ocho de la noche, con la obligación de combinar el registro de los actos políticos de la junta militar con las banalidades del día a día (como el inicio de las clases), funcionan como un ancla para esos recuerdos desordenados. Las imágenes tienen el peso de la historia. Para cualquier espectador más o menos avezado es fácil encontrar los puntos que unen lo aparentemente inofensivo con el terror cotidiano: el montaje no hace un esfuerzo particular por unirlos y en su aparente sequedad está su mérito. Aunque esa sequedad tiene su contracara, que es la de un respeto reverencial a las imágenes (prístinas por el cuidado del Museo del Cine) y a la palabra de Kohan, resguardado en la importancia cultural de ambas. No hay un glitch, un reencuadre, algo que haga crujir a una maquinaria que funciona demasiado bien.
Quien no está al resguardo de la cultura es Lucía Seles. No la piensa como una manera de reivindicar su parte baja recurriendo al manoseado concepto de lo kitsch ni recurriendo al basurero de la historia. Tiene sus propias jerarquías con un toque de francofobia y un manejo particular del inglés. Es una cineasta con un mundo propio, que ha creado una identificación con personajes totalmente excéntricos, sus one-liners, chistes internos. Ya tiene la saga del tenis, y esta película, The bewilderment of Chile, es continuación de The urgency of death (hay una tercera parte en posproducción). Por todo esto, cada estreno de una película de Seles se siente como un acontecimiento, como una parte de una experiencia compartida que va desenvolviéndose en el tiempo. Así podemos ver las variaciones de su forma, los pequeños agregados y refinamientos.
Esta película, por ejemplo, trae dos novedades y varias consolidaciones. La primera es una textura menos sucia: por momentos el azul que reluce en la noche de La Plata (donde transcurre la película) parece sacado de Thief, de Michael Mann. Por otro lado, aparece una nueva generación de actores y actrices más jóvenes, adolescentes tardíos, que etariamente encajan mejor con los impulsos y caprichos que caracterizan a los personajes más viejos pero aniñados de otras películas. Quizás todas sus películas son de adolescentes.
Son actores que conocían al Seles cineasta por sus películas, no lo acompañaron desde sus inicios y soportan el riesgo de hacer una fanfiction (el contraejemplo más claro que se me ocurre es el de los nuevos guionistas de las temporadas más recientes de los Simpsons, que crecieron viendo la serie: sabían más de Homero y Lisa que ellos mismos, lo que los termina encorsetando en lo que se espera de ellos). El más famoso es Toto Ferro, pero también está la pareja extrañísima de Lucas Vignale y Sol Masaedo. Todos brillan. Y se consolidan los García Pelayo, impulsores del cine de Seles, como actores indispensables para esta saga: Javier como comic relief (de lo más hilarante del año) y Gonzalo del lado de la templanza y el aplomo.
El método Seles no es para cualquiera. De hecho no es para nadie más que para Lucía. Pero podríamos extraer un destilado para tiempos de crisis: confiar en los actores, filmar rápido, intensificar el momento, no preocuparse por la perfección técnica, solventar con el mundo propio lo gris y patético del mundo real.
Una pregunta que circuló en la presentación de nuestro último número, con respuestas aún abiertas, es la de qué películas nos hacen la vida imposible: qué películas nos dejan con ganas de expandir nuestra curiosidad, nos plantean disonancias con respecto a nuestra manera de relacionarnos con el mundo, nos hieren con su intensidad y hacen tambalear nuestra idea de qué vida queremos después de asistir a su proyección. Seles, con sus videos e intervenciones, siempre me deja en offside: denuncia lo convencional de mi mirada, de mi sistema de valores, me sacude de mi tensa calma sin dejar de lado el sentido del humor o la maldad. Me hace la vida imposible porque habla en un idioma cifrado, inventado, particular: crea un mundo que no termino de reconocer con el propio, que me muero de ganas de habitar aunque no sabría cómo. Es una escritura opaca y en eso está la clave de su seducción.

El riesgo de la ilustración en el cine de ficción puede venir también de la adaptación literaria. No pude ver dos películas basadas en textos de escritoras que están en la cresta de la ola y llenaron todas sus funciones: Tesis sobre una domesticación y La virgen de la tosquera. Para el festival habrá sido un trabajo y una suerte tenerlas en su programación. Seguro tendrán un estreno importante así que volveremos a ellas en otro momento. Querría terminar con una película que me dejó una sensación embriagadora: Todas las fuerzas, de Luciana Piantanida, socia de Francisco Márquez y Andrea Testa. Marlene vive en la casa de una mujer mayor a la que cuida. Cama adentro, como se dice habitualmente. Por las noches sale en un traje plateado espectacular (que presagia el tono fantástico) en búsqueda de una amiga suya a la que hace rato le perdió el rastro: le preocupa que esté en problemas.
La vuelta de tuerca es simple. Entre nosotros, en los talleres textiles, entre las personas que se ocupan de la limpieza u otras tareas ingratas, hay personas con poderes. Mejor dicho: superpoderes, al estilo de volar, atravesar paredes o mover objetos con la mente. Marlene primero camina y cuando el registro de esos traslados se vuelve burocrático se alza entre los edificios de Once con una música ensoñadora de fondo y da unas vueltas en el aire. Esos momentos de superpoderes no son centrales en la trama: sus personajes los utilizan discretamente, a salvo de los ojos de curiosos. Más bien tienen un efecto estético, son más estados de la mente de los personajes. Sin una comprobación material suponen un delirio formal que le otorga a la película una particularidad intransferible.
Es como si Piantanida pudiera acercarse a un mundo del que los espectadores podemos ver solo una parte, intuir sus reglas, pero no habitar del todo. Es el mundo de los migrantes en Buenos Aires, al que se lo filma con misterio y brío: la película se permite tener colores ajenos a la rugosidad documental con la que estamos acostumbrados a percibir como marginalidad o pobreza material (todo tiene un aire al desparpajo de Adirley Queirós).
Marlene va recopilando información, siguiendo pistas, incluso enfrentándose a algunos personajes realmente malvados. El misterio de su amiga Eli se agiganta y se diluye en los pasillos en los que se inmiscuye. Se vuelve un personaje casi mitológico, la Citizen Kane del Once. En todos esos momentos de investigación el tono de la actuación de Celia Santos y sus compañeras es justísimo, no exento de maldad, picardía y respetabilidad. El habla de Marlene es simple pero directa, basada no solo en lo que dice sino en la furia apagada de su mirada y su silencio orgulloso y paciente: contrasta con su jefa, que insiste en un tono condescendiente, levemente sobrador en su manera de estirar las frases.
Entre la ciencia ficción discreta, casi desganada, y el realismo documental abrillantado, la película construye su propio lenguaje. Todas las fuerzas tiene una dramaturgia que elude la ilustración y el lugar común: construye una tensión que pareciera provenir de una película de superhéroes o de un policial negro. Un mix imposible en un principio, no tan opaco como Seles pero igualmente moroso, pero que termina generando una especie de compromiso paradójico en el espectador.
La película termina de golpe, y acá sí no quiero contar más nada, pero es como si le hubieran arrancado una parte de su relato y no pudiera desplegarse con todos sus recursos. Pudo haber sido por cuestiones económicas o pudo haber sido una decisión radical que da cuenta del modo de vida de quienes retrata: precariedad de la vida, precariedad del relato. Herida en su forma, trágica en su narración, incompleta en la estructura. Resuelve rápido y bien aunque como con pocas películas es posible preguntarse cómo se extiende ese mundo: a qué personas le faltó visitar Marlene, qué detalles nos perdimos de la historia de Eli.
Meterse en la Competencia Argentina de este Bafici consistió no solo en ver películas sueltas, compitiendo por premios y notoriedad pública, sino también ver qué tiene para ofrecer el cine nacional filmado antes del parate obligado por las políticas del gobierno nacional, incluso antes, porque ya existía desde hace años un deterioro en las condiciones materiales en las que se hacía cine. La política no solo es un tema sino también una manera de concebir la imagen, el montaje, el sonido, los modos de actuación. Dentro de las marcas de nacimiento que tienen estas películas hay una que resalta y es la de la falta de recursos: dentro de la tenacidad de algunos directores y directoras del cine argentino, lo que se puede hacer con lo que hay no es poco.
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