Por Lucas Granero
Dentro de las mil y un historias que nos contaran las películas de este BAFICI, posiblemente ninguna le gane a aquella del hombre que encuentra restos de películas mientras excava en lo que solía ser la pileta de natación del pueblo Dawson City, en Canadá. Pero para llegar a eso todavía falta. Antes vienen, como en todo inicio que se precie de tal, las cavernas.
Por más que se hunda hacia lo más profundo de la mina, allí donde la forma se vuelve abismo, el joven Elder no puede encontrar nada excepto darse la cara contra la roca unas cuantas veces. Como un reverso de El caminante sobre el mar de nubes, Viejo calavera baja hasta lo más bajo posible y pone a su personaje sobre un mar de piedras para enterrarlo en esas cuevas hasta asfixiarlo y así, tal vez, hacerle encontrar la salida. Porque Elder no viene haciendo mucho excepto emborracharse, drogarse, robar y, sobre todo, bailar (baila esta canción, con justicia la más votada en nuestra encuesta de fin de año) hasta que de repente lo dejan de nuevo en el medio de la nada, debajo del cielo más negro.
Su padre, trabajador de las minas, muere en un accidente cuyas causas permanecen inciertas y él pasa inmediatamente a ocupar su lugar. Por supuesto que nadie le preguntó si tenía ganas, si le interesaban las minas o qué piensa de la muerte de su padre, por lo que Elder, que más que de vagancia estalla de una angustia incontenible que se desata en pequeños actos destructivos, trata de llevar esa nueva vida a la que lo arrastran de la única forma que conoce.
Acaso lo más interesante de Viejo calavera sea su coraje por acompañar a su protagonista hacia la profundidad de ese hábitat por demás hostil y su manera, siempre ingeniosa, de mostrarlo. Así, los diversos espacios cavernosos por los que transita Elder se transforman en una excusa ideal para dar rienda suelta a unas composiciones de planos que bien podríamos categorizar de virtuosas, pero que no terminan encajando en ese término porque encuentran siempre un punto de incomodidad justa, que los despega de ese control muerto en favor de una exploración que se adecua a las eventualidades propias de tales lugares. Ver, por ejemplo, la manera en la que muchas veces las escenas se resuelven con el solo uso de las linternas que los mineros llevan en sus cascos o aquel en el que se muestra a uno de ellos en un sauna y la cámara lentamente se va empañando hasta transformar a la figura en una mera mancha. Ahí, en esa franja que va de la abstracción a la figuración rupestre (no por nada es esta una película de cuevas), Kiro Russo encuentra la forma ideal de presentar el mundo que circunda a Elder, cuyos sentidos no pocas veces están al borde del colapso, volviendo a la percepción de las cosas un asunto de pura alucinación agudizada.
Pero, a diferencia del héroe del día que da por puro accidente con la historia viva de buena parte del cine mudo, de ese viaje hacia el centro de la tierra Viejo calavera no logra extraer más que el barro áspero que actúa como el elemento siempre presente de unas vidas destinadas a únicamente a sobrevivir de la manera que mejor les salga.
Los mineros que vemos en varios de los hallazgos fílmicos que Bill Morrison expone en Dawson city: Frozen time excavan con el objetivo único de volverse ricos a partir del oro que abunda por toda la zona. Afiebrados por el creciente porvenir que se asume imparable, los mineros transforman a ese sector de Canadá en todo un pueblo que cuenta con sus bancos, sus bares, sus casinos y que pronto da la bienvenida a la mayor atracción jamás creada por el hombre: el cinematógrafo. La leyenda ya bien lo cuenta: cuando Edison quiso comprarle a los hermanos Lumière su tan mentado invento, uno de ellos les respondió “el cine es un invento sin futuro”. Dawson city: Frozen time es, por si a alguno aún no le alcanzaban los ejemplos de más de 100 años de vida, el argumento más contundente para demostrar cuán equivocados estaban. Morrison pronto entiende que el nuevo oro, en los albores del siglo XX, pasa a ser ese extraño entretenimiento de las imágenes en movimiento que se expande incontrolablemente por todo el mundo a una velocidad tal que obliga a los empresarios del cine, la nueva fauna que mueve el mundo, a actualizarse más rápido que la competencia. Así, el cine mudo da lugar a las talkies y ahora que las estrellas hablan ¿quién querrá ver las imágenes en silencio? Toda una historia del cine pasa a estar encerrada en sótanos que no en poco tiempo se prenden fuego, acaso como un castigo que el propio cine activa en contra de sus carceleros aprovechando su condición de nitrato, inflamable material que volvía a la actividad de ver una película un deporte de riesgo. Pero de todo edificio que se viene abajo por las llamas, siempre algo de cine sobrevive y, como un verdadero ave fénix que resurge de las cenizas de la historia, las imágenes quedan ahí para quien quiera ayudarles a salir del olvido.
Morrison, explorador de tesoros que nadie quiere, encuentra estos materiales desechados y los reivindica poniéndolos en el lugar que se merecen, es decir, proyectados en una pantalla de cine. La historia se vuelve hacer así frente a nuestros ojos y cada plano de esa Dawson City primitiva aturde con sus miles de resonancias posibles y hasta su deterioramiento permite intuir unas cientos de capas de historia que laten al mismo tiempo que sus fotogramas, capas que la película no esconde sino que más bien se siente a gusto de mostrar, bifurcándose en un anecdotario que incluye partidos de baseball, exilios masivos a otras ciudades y unas cuantas aventuras más que son tan solo algunas de las ramas posibles de este relato de supervivencia cinéfila que vuelve al material fílmico algo casi cercano a un superhéroe imposible de destruir por más de que se obstinen en dejarlo oculto debajo de una pileta para que unos cientos de años después un hombre con su excavadora descubra el hallazgo y los superpoderes se vuelvan a animar con tal solo acercarlos a la luz de un proyector.
¡Qué acto verdaderamente político hubiera sido que el festival inaugurara con esta película! Ahora que la amenaza a las leyes de subsistencia del cine ponen en posición de alerta a toda la comunidad audiovisual, con cuánto impacto hubieran afectado las imágenes de Dawson City que recuerdan, entre muchas otras cosas, la importancia de la preservación del material fílmico para construir la memoria visual de un país. Pero si algo queda claro después de ver esta película monumental es la esperanzadora sensación de que por más que pasen miles y miles de administraciones ineptas y aún cuando ya nadie quede en la tierra, sobrevivirán, tapados bajo múltiples capas de polvo y destrucción, algunos cuantos fotogramas que mantendrán viva la aventura de haber vivido. Es así nomás: el cine nos va a enterrar a todos.
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