Ahí, en esa pequeña intersección entre esperar que pase algo y que efectivamente pase, se encuentra buena parte del cine de Jose Luis Torre Leiva. Es un cineasta atento a los ritmos de la paciencia. Sus personajes, por lo general, se encuentran siempre en un momento de sorpresiva pausa que los obliga a entrar en un estado de introspección, algo meditativos. Mientras aguardan aquello que no termina de llegar, descubren cosas nuevas, exploran una curiosidad acaso dormida, ven aquello que los rodea con una nueva sensibilidad. Podríamos decir que es un cineasta interesado en los paréntesis, en lo que queda titilando. A veces puede tratarse de una pausa previa, los preparativos para adaptarse a lo que viene. Eso le sucedía al personaje de Ignacio Aguero en la película El viento sabe que vuelvo a casa, que mostraba los métodos de investigación de un cineasta que se preparaba para filmar una película en un pueblo de Chile. La excusa invitaba a la aventura de conocer a los habitantes de ese pueblo desde una mirada relajada, abierta a la llegada de la sopresa, atenta a los misterios de lo casual. Aguero caminaba por las calles, se metía en casas a hablar con sus habitantes, hacía que la gente se olvidara de que enfrente suyo había una cámara y bien dispuestos se ofrecían a conversar o hacer cualquier cosa que el cineasta les pidiera. Y algo similar le sucede a María en Cuando las nubes esconden la sombra, actriz argentina que llega a Puerto Williams con la intención de filmar una película pero que se quedará algunos días sin nada que hacer porque el equipo de rodaje atrasó su llegada por una tormenta que les impide viajar. En la pausa, deberá encontrar algo para hacer.
O tal vez no hacer nada. Torres Leiva es tambien un cineasta interesado en en filmar desde esa posición del que no sabe muy bien con qué se puede encontrar pero esta dispuesto a darle la bienvenida. María se encuentra en ese mismo estado. Aprovecha el traspié para conocer un lugar que nunca podría haber visitado si no fuese por esa película que nunca llega. Nada muy extraordinario parece sucederle. Se pasa los días caminando, conoce a personas, graba algunos sonidos del lugar para hacérselos a escuchar a su hija, maneja un auto prestado, soporta los vaivenes de una contractura en la espalda. Se arma un pequeño universo de personajes, cada uno con sus cosas, que comparten brevemente un tiempo con María. Una mujer con su hijo recién nacido en la guardia del hospital, una maestra de escuela que le sirve de guia y única compañía, una niña violinista que suele tocar de noche o en el bosque, lejos de todos. Cada uno de ellos tiene algo para contarle, por más mínimo que sea. Así, se va conformando un retrato de los días en Puerto Williams. Una película que aparece, así, casi de la nada.
Las películas de Torres Leiva muchas veces se sienten como bosquejos de algo que nunca será. Se lo nota cómodo trabajando en ese estado algo germinal, del que solo vemos los cimientos. Planos futuros para una película que no existirá porque ya existe otra, esta que vemos, que contiene tantas otras posibles. Su método emula al de sus personajes (¿o viceversa?): es un cine que se hace al andar, de mínimas curiosidades, de una sensibilidad atenta para captar algo, un gesto, una voz, una luz, que quedarían al margen en otras. María escucha el relato de una mujer que viajó hacia la Antártida. Le cuenta la aventura haciendo alusión a pequeños detalles que permiten imaginarse una película entera: le habla de las olas, que tapaban todo el barco que la llevaba, como haciendo paredes de agua. Parecen escenas de una película de aventuras épicas, de hombres y mujeres peleando contra la incontrolable marea. Pero otro personaje, un biólogo que estudia el comportamiento de insectos de la zona, le habla de una vida microscópica prácticamente imperceptible, que sucede a la sombra de la vida humana. A esos insectos se los denomina “efímeros”, porque viven poco tiempo y solo existen para cumplir una función determinada. “Estudias algo muy muy pequeño en este bosque inmenso”, responde María al escuchar el proceso que hace el biólogo diariamente para encontrar estos descubrimientos. Lo mismo podríamos decirle al cineasta, que se balancea entre lo grandioso y lo minúsculo, dando lugar a la aparición de cualquier historia.

Hay otra capa, una más intima, que pone a María en confrontación con algunas deudas emocionales que viene arrastrando desde hace tiempo. La idea de la muerte y del consecuente duelo aparece de manera insistente yagazapada entre la liviandad de la película. Disimulada por momentos, esta idea aparece con fuerza en varios momentos, en los cuales varios personajes, la propia Maria incluida, cuentan sus historias en relación a muertes inesperadas que hicieron que cambien sus vidas por completo. En la secuencia más larga de la película, María lleva a una mujer en su auto. Esta va rumbo al hospital, a hacerse unos chequeos. Su madre murió de cáncer en muy pocos días y el fantasma de la enfermedad la rodea, haciendo que le preste más atención a su salud. María tambien tuvo una amiga que murió por el mismo motivo, aunque ella sí tuvo tiempo para acompañarla en el proceso y vivir una despedida extendida. La frontalidad con la que las dos mujeres hablan de cómo llevaron esos procesos sorprende por su contundencia. No aplican metáforas, no esquivan palabras, no se mienten mutuamente. Conversan con confianza, con esa extraña confidencia que da el saberse iguales en ciertas experiencias. El silencio, le dice a Maria su compañera de viaje, puede ser peligroso en un lugar como este. Lo expone a uno a escuchar cosas que no quería escuchar. Curioso consejo para enfrentarse con esa naturaleza que asi como parece invitar a una contemplación feliz tambien puede desvelar procesos emocionales ocultos, incluso hasta permitir la aparición de un trance.
La película termina y el equipo de rodaje nunca llega. Como en una película de Kiarostami, no sabemos si María finalmente se fue, si la película se filmó en algún otro lugar o si se quedó varada en ese pueblo, esperando. Las escenas finales muestran a esos personajes que fue conociendo en la intimidad de sus hogares, ya sin su presencia. La vida continúa: tal vez ni se acuerden de ella, la argentina que llegó de la nada. Tal vez, en algún momento, se reúnan en ese pueblo para ver la película que allí se filmó. Solo podemos tratar de adivinar. Mientras tanto, una imagen permanece: la del mar ondulado llevándose consigo el rostro de esa visitante que llegó de la nada.
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