Un poco de distracción a favor de la concentración – Presente continuo y las películas de Diego Recalde

El relato sobre lo que uno ve en el cine está contaminado: pantallas de diferentes tamaños compiten contra otras por nuestra atención fragmentaria. Lo que tenemos son momentos cortos de concentración que peligran con un leve movimiento de cabeza, que se prenda alguna notificación, cualquier cosita, pequeña, imperceptible, que sirve de excusa. Mi objetivo hoy: escribir sobre Presente continuo, gran película de Ulises Rossell. Así como la escritura de este texto se vió interrumpida, está todo bien si se encuentran yendo de una pestaña a otra: lo importante es que vuelvan. Puedo asegurar que al final hay recompensa. Aunque más no sea por la propia gratificación de haber terminado algo, ¿qué?, cualquier cosa, al menos tres páginas de Word desordenadas. 

Ya me distraje: le puse play al programa de Rebord en el que está uno de los dos cineastas más importantes de este gobierno, Diego Recalde. Es insoportable. La botonera diabólica a full. A cada frase, dos o tres comentarios sonoros, pertinentes, que se toman todo para la chacota. Si se dice algo muy peronista, Juguetes Perdidos, algo medio macrista, alguna canción de Tan Biónica. Las personas en la mesa discuten a los gritos, algunos datos se cuelan, pero la líbido real está en “atender” o “domar”, para el clip que se pueda subir a redes sociales. Recalde contra todos se defiende bastante bien. Su lógica es impenetrable, incluso cuando tiene cuatro personas tratando de refutarlo. No puede ser feliz con tanta gente hablando a su alrededor. Recalde, dicen, puede llegar a ser vocero de este gobierno. Tendría lógica porque trabaja arduamente para su objetivo: cuando se lo dicen, sonríe tímidamente. Pareciera que todo el resto está trabajando para que eso suceda. 

En el canal de Youtube de Diego Recalde pueden verse varias de sus películas. Hice el esfuerzo de ver algunas, de a pedazos, y son realmente fascinantes. Sidra, la primera, de 2003, estuvo en el Bafici: una rareza total. Hecha de diapositivas, recupera un humor slacker con mística de perdedor, en consonancia con una época que va de Ezequiel Acuña a UPA!. O por ahí. Sigue en esa senda con Habano y cigarrillos, de 2009, resistiéndose a crecer. Los personajes asisten a una reunión de egresados en la que se dan cuenta de que sólo uno triunfó y que tienen que matarlo para que ese éxito se les pegue a ellos. Actúa Diego Sehinkman (que ahora tiene un programa en LN+), también el propio Diego Recalde (casi irreconocible por aún conservar una para nada despreciable cabellera) cuyo personaje tiene por nombre Jockey Suave (todos los personajes tienen nombre de marcas de puchos). Hizo como cinco documentales sobre las víctimas de Tangalanga y después se pone político, aunque él diga que siempre lo fue, con películas como King Perón (un monólogo muy flojo de papeles del propio Juan Domingo con testimonios de Fernando Iglesias, Julio Bárbaro, Patricia Bullrich y -atención- Guillermo Moreno) y La trans de la patria (con cameos insólitos de Felipe Pigna y Pacho O’Donell, abre la sospecha de que en el Instituto aprobaban proyectos al boleo, porque en una primera leída de su argumento parece reivindicatorio de la comunidad trans pero es todo una gran ironía). Aunque mis dos favoritas son Martín Revoira Lynch, la papa en la boca, cuyo objeto de estudio es un personaje ficticio de Fernando Peña. Hace toda una genealogía histórica de los chetos que pasa, por ejemplo, por cómo la clase alta era representada por Enrique Roldán en las películas de Manuel Romero. Aparece Graciela Borges vía audio mandando un saludo al director. La otra es Ave María, una especie de fábula sobre la cancelación cuyos protagonistas son palomas (¡!). 


Todas estas películas son películas de tesis: entrevistas y materiales controlados dirigidos para formar una sucesión de argumentos y exposiciones que funcionan como un embudo para el sentido. Tiene muchas ideas y muchas ganas de decirlas claramente. No es un cineasta que vaya encontrando la película a medida que la hace. Pero también: es un tipo al que evidentemente le importa la cultura popular y eventualmente encontrar un público ávido de esos relatos.

Ver estas películas es ver algo en eclosión. Hay todo un arco dramatúrgico: empezó con ficciones de personajes jóvenes más o menos fracasados laboralmente y sexualmente frustrados (Tenemos un problema, Ernesto, su película más famosa, se trata sobre la pérdida de su pene), terminó haciendo documentales “revisionistas” en contra de la cultura progresista de manera irónica. Es una historia que se repite en grupos de whatsapp de gente joven y tiene importancia electoral. Vio la fiesta con la ñata contra el vidrio y se llenó de resentimiento. ¿Por falta de talento o por una incapacidad social? Obviemos el diseño gráfico de sus películas, los Festivales flojos de papeles a los que fue: marcar eso es una tilinguería elitista, una especie de superioridad moral de los que accedemos al buen gusto, una estética oficial (oficialista). Hemos visto que a fuerza de fake news e imágenes editadas con los codos se puede llegar a la presidencia y conectar con el cuore popular. Si alguna vez chatearon con alguien que tiene faltas de ortografía saben que no hay que corregirlo. Pero freno acá. Para otro texto quedará un análisis más pormenorizado de su obra (se lo merece).

Me distraje y terminé más metido de lo que me gustaría con Recalde. Truffaut decía que la crítica era al mundo cinematográfico lo que el ecologismo a la política, una especie de salvaguarda “teórica, ineficaz y moralmente indispensable”. 50 años después de esa sentencia, casi que estamos en otro mundo, y el ecologismo es más indispensable que nunca, pero por factores externos -la mayoría de las veces- no puede salir de la teoría y volverse totalmente eficaz como praxis política. ¿Y la crítica? Sería bueno que suceda lo mismo. 

Al estreno de Presente continuo le precede una polémica sobre el financiamiento a la Agencia Nacional de Discapacidad: un influencer autista de once años quedó en el fuego cruzado del presidente, que lo acusó de operar para el kirchnerismo. Milei, como siempre, conoce su poder mediático y no tiene empacho en tirarle con todo en redes sociales a alguien extremadamente más vulnerable. El típico mecanismo del bully que se la agarra con alguien con el que podría pensarse que tiene rasgos en común. A veces pienso que la política argentina tiene las lógicas de un colegio secundario.

En ese contexto aparece la película de Ulises Rosell. Su hijo, Lisandro, es autista: tiene una relación muy particular con lo que lo rodea, le cuesta comunicarse con sus padres y el resto de las personas (a nosotros nos cuesta un rato tomarle el timing de su dicción). Rossell lo filma obsesivamente, su rostro bien de cerca, como una superficie a descubrir, pero también registra sus movimientos en espacios más o menos abiertos. La madre de Lisandro (y esposa del director) es la actriz Valentina Bassi: al ritmo de su trabajo va la película. Es su guía, también la nuestra: ella trata de que tenga una socialización activa durante lo que parecen ser unas vacaciones de invierno. 

Todas las escenas tienen una peligrosidad innata: las acciones/reacciones de Lisandro están por fuera de una lógica conocida por el resto de los espectadores. Su cuerpo es toda tensión. Eso genera un efecto cinematográfico inmediato, porque en cualquier momento puede sobrevenir una crisis, un ataque de violencia. Tememos por lo que puedan hacerle o por lo que pueda hacer él mismo a otras personas. La sensación de que todo es posible es acentuada por la ubicuidad de la cámara de Rossell. Todo esto abre un portal. Lo que estamos viendo no corresponde al sentido común. Es un juego indómito que requiere paciencia y amor: ver a Lisandro agarrar un vaso como si nunca hubiera agarrado algo así o entusiasmarse con cosas insólitas tiene un efecto de descubrimiento. Su discapacidad, si es que se le puede decir así, propone una relación con el mundo material horadado, precario, que se está inventando todo el tiempo de nuevo. 

En un momento Valentina y Lisandro van a una marcha al Congreso. Es todo caos y riesgo. Se cruzan a otro cineasta, Jeff Zorrilla, que pega mucha onda con Lisandro, a tal punto que queda como cuidador ocasional en varias ocasiones. Zorrilla va aprendiendo cómo tratarlo, es nuestro punto de vista como neófito en el trato con personas neurodivergentes. Lo invitan de cuidador a un viaje a Villa Gesell en donde Valentina tiene el rodaje de una serie. Aquí suceden las escenas más calmas, incluso poéticas de la película. El mar y el agua asoman como lugar de paz y de sosiego incluso antes de que Zorrilla le pregunte al Chat GPT cuál puede ser su función. Este cineasta experimental, que cada tanto saca una cámara super 8 (¿donde habrán quedado esas filmaciones?) es estadounidense, y su extraña manera de hablar el idioma (de habitarlo) rima con la propia incomodidad de Lisandro. Esta complicidad nos regala sus propias obritas y juegos privados, al costado de lo que siempre se lleva las miradas. 

Treinta y cinco personas ocupadas, trabajando en una serie, y por otro lado ellos dos se divierten en la pileta del hotel. Zorrilla se tira de panza, de cualquier manera, como una manera de estimular a Lisandro para que haga lo mismo. Pero él camina por los bordes, obsesivamente, sin meterse. Al final, venciendo el medio, lo logra. Cuando en otra escena lo vemos meterse en una pileta sin tantas vueltas, aparece una especie de alivio. Lisandro aprendió algo. Pero ese tipo de pensamiento es, en realidad, un resabio medio utilitarista de las experiencias y los aprendizajes. El tiempo de Lisandro no es lineal. La película no sigue el registro un período prolongado como para observar cambios, avances, incluso retrocesos, en su comportamiento o adaptación. No por nada se llama Presente continuo. Va por un camino sinuoso que la aleja de cualquier convención narrativa o idea edificante, por fuera de la ilusión meritocrática o de falsa inclusión condescendiente.

La obcecación de Recalde contrasta con la mirada pausada de Rossell. Cuando el primero se frustra y patalea contra una cultura que dice marginarlo el otro, incluso con un hijo que tiene condiciones objetivas que dificultan su integración, apuesta a la observación y el entendimiento. Frente a la parálisis del INCAA, hace su película sólo con un Mecenazgo sin hacer ruido al respecto. Su ética de trabajo tiene más efectos materiales que discursivos. Rossell no ofrece las verdades que Recalde encuentra y expone a cada paso que da, sino que pone en escena una experiencia subjetiva que puede quedar debajo del radar de la opinión pública: aquí, ¿hace falta que lo diga?, una de las tareas de la crítica.

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