Volver a ver Familia rodante

Todo lo que cuento pudo haber pasado o no. En cualquier caso, y esto es importante, fue en 2005. Recordar es intentar hilar de manera más o menos coherente una memoria enredada desde una conciencia que en el presente tiene sus propias reglas: recordar es imaginar y, en ese camino, imaginar se parece bastante a exagerar. Mis papás, en ese año, siguen pagando la casa que compraron antes de la debacle, mitad en pesos, mitad en dólares, y su negocio empieza a dar algunos pasos firmes. Quizás por eso miran con un poco de simpatía a ese santacruceño loco y bizco que bajó los cuadros y el riesgo país. Tontos serían si no le tuvieran, al menos, un poco de cariño: en la casa empieza a haber signos de un módico bienestar. El revoque tapando los cables que un actor devenido en electricista puso a lo largo de mi casa empieza a tener algo de pintura encima. Unos años después el electricista vuelve a los ensayos y vamos todos a verlo: nos alegra verlo subido a un escenario, pero más nos alegra cuando se baja. Quizás el gusto por el arte de los niños que fuimos mi hermano y yo viene de la cantidad de artistas desempleados que uno se cruzó trabajando de otra cosa por esos años.

El día que compramos el reproductor de DVD marca Top House, el genérico de Walmart, fue un momento de revelaciones e interactividad. Su forma, más delgada que su predecesora de VHS, se presentaba elegante y futurista (muy diferente a la forma que tiene nuestro futuro, sin elegancia a la vista) a la vez que la tipografía de la marca, bien alejada estaba del logo populachero de su casa matriz, tenía un algo familiar. Ese aparato nos miraba sediento de novedades y las pantallas todavía no se habían multiplicado: había que reunirse alrededor de una. Todas las noches. El mundo se abría después de una visita al videoclub. Y más cuando aún tus padres siguen pareciendo un buen plan. Su progresismo entusiasta, silvestre, selectivamente nacionalista, hizo que por la tele pasaran varias películas argentinas que esa nueva oleada de directores y directoras había hecho en pos de ganarse al gran público o al menos trascender la tribu urbana trasnacional de la cinefilia. Una parte de la batalla estaba ganada. Tanto en el cine como en el país, había optimismo por lo que venía. Una familia tipo, clase media sin ínfulas de nada, se congregaba a ver qué tenía para decir una nueva generación. La mayoría de las veces había incomprensión, con Martel por ejemplo, y creo que no llegamos a Lisandro Alonso. Historias mínimas, el intento del mainstream por vestirse con las ropas del Nuevo Cine Argentino, no cuajó. Quien sintonizaba más con los gustos familiares era definitivamente Pablo Trapero. Con Mundo grúa había hecho un neorrealismo amable; El bonaerense ya tenía cierto grado de solemnidad y diagnóstico social. Eran películas cercanas, incluso para nuestra familia -que sigue esperando a su primer licenciado,- sin que eso implique renegar de ciertos aprendizajes modernos que en esos tiempos eran leídos como novedad. 

Esa hipotética noche, digamos de verano, digamos después de ver Telenoche, cuyas noticias estaba dispuesto a entender pero sólo podía retener sus detalles menos técnicos, nos amuchamos a ver Familia rodante, la tercera película de Trapero. Resultó estimulante en términos de identificación. Otra familia, más numerosa, más problemática, va a los tumbos desde un lugar del conurbano indefinido hacia un pueblo cerca de Misiones: un tipo de viaje que habíamos practicado varias veces. A la abuela, engrudo social de ese despelote, la designan madrina de una sobrina-nieta que nunca vio, en su casamiento. Así que se suben a una casa rodante destartalada, una Viking del 58 igual a la que tenía el papá de Trapero, la abuela, dos maridos, dos esposas, varios hijos, la amiga de una de las hijas, el bebé de otra hija, un perrito. Doce en total. El camino es largo y los problemas, aunque poco originales, son infinitos. Si bien la familia se mantiene más o menos unida, la película no es celebratoria. Una especie de desconfianza en el futuro, en la capacidad de ponernos de acuerdo más allá del trip en el bocho de cada uno, contrastaba con el espíritu de los tiempos. Quizás sólo se sienta retrospectivamente: su tono lacónico puede dar lugar a muchas interpretaciones. 

La puesta en escena de la película es totalmente fragmentaria y errática. No se trata de encontrar el plano definitivo que dé cuenta de la relación de poderes entre los personajes: todos sus esfuerzos están en la creación de una masa de pulsiones a través de planos cortos amontonados en un espacio pequeñísimo. Pura superficie y movimiento. Se desmarca de un estilo homogéneo, reconocible de películas anteriores. Ya sea en la caja de esa camioneta que Trapero recreó con paredes móviles -delicias de la coproducción – o en las diferentes paradas, voluntarias o involuntarias, en la cerrazón o en la amplitud, esa rapidez no deja afuera ni la angustia ni la lucidez de los personajes retratados. 

En el hipotálamo del preadolescente que fui, uno de mis principales intereses era coleccionar cualquier tipo de relación romántico-sexual en el arte al que tuviera acceso. De queruza y a trompicones entre lo prohibido. Rebotaba enloquecida en las paredes de mi mente en formación la historia del pibito quinceañero, rolinga, un poco mayor que yo, enredado con su prima y su amiga en un triángulo de despertar sexual, que tiene una vitalidad impresionante. Casi ni palabras se necesitan. Las que hay son torpes y le dan cuerpo a un histeriqueo frondoso que se entrecruza con las demás historias, no mucho más sutiles. Es más elegante que el triángulo amoroso de sus padres, triste y violento. Es, también, casi la única historia que termina de una manera satisfactoria. Trapero ve que los viejos están de vuelta, los adultos están demasiado cansados como para acercar posiciones, los adolescentes saben todavía disfrutar la dicha pasajera.

Ese caleidoscópico e intermitente costumbrismo es la cifra de un cine que supo concentrar tensiones; no tiene esperanzas en el escape a una vida más tranquila. El interior del país, que esta familia atraviesa, es un quilombo. No está moldeado según la imaginación unitaria y folklórica a lo Don Segundo Sombra, llena de enseñanzas y contemplación. La tierra colorada ensucia las ropas y las acciones de los personas, es un lodazal en donde todos se hunden y nadie aprende nada. Y lo digo como algo bueno: no hay idealización posible ni en la vida del campo ni en la vida familiar, más bien el destino en común se vive como una fatalidad. Nadie busca el repliegue ni hunde la cabeza en el marasmo de sus certezas previas o en un lugar seguro de la grieta. Avanzan a los golpes. Sería muy fácil si tuvieran fe en algo que los nuclee pero en vez de fe tienen fuerza. Una fuerza inconducente: masoquismos para distraerse. El buenismo y el discurso moral, en ese momento, eran propiedad exclusiva de la política. En el recuerdo, la película podría tranquilamente ir en continuado con un capítulo de Casados con hijos, prodigiosa en la descripción de una convivencia familiar chabacana y oscura. La vida interior de los personajes no construye soliloquios paralelos e individuales sino que crea un magma de conversaciones indistinguibles (es gracioso como Netflix, que es donde se puede ver esta película actualmente, trata de reconstruir con los subtítulos esos baches deliberados en el sentido de las frases entrecortadas).

Podríamos situar el origen de este caos familiar/cinematográfico pergeñado por Trapero en San Telmo, no tanto en la FUC, sino más bien en el taller de alineación y balanceo fundado por Wong Kar Wai en esos meses de 1997, que aflojaba las tuercas de la puesta en escena y configuraba un estilo ágil, en apariencia poco reflexivo. También fueron el Diego Kapan de Sabés Nadar? y la Verónica Chen de Vagón Fumador. Así se abrió un camino que ni su propio director decidió recorrer. Posteriormente tratará de explicar las acciones de sus personajes y así llegar a delinear algo parecido a la naturaleza humana. Naturalismo, en fin. Gravedad, estilo internacional, los siguientes casilleros en el juego de la vida. 

Los personajes de Familia Rodante están atrapados en un nerviosismo alegre y frustrado que, a la vez, no está inserto dentro de una narrativa política. ¿Qué película hoy se anima a ese gasto sin una identidad detrás? Unos años después, en la vida familiar la política entrará pateando la puerta. Algunos agradecerán esa irrupción, dirán que es sano explicitar posiciones y desde dónde se habla. Y es así como entramos en el terreno de lo identitario: los personajes vendrán a encarnar ideologías, los directores se encargarán de despacharlos de un plumazo, a ponerse a salvo de la disonancia cognitiva y del desierto de lo real. Esas dos familias, la mía, la imaginada por Trapero, ya no tienen una televisión o una casa rodante que los fuerce a mantenerse unidos por el amor o por el espanto. Atomizados, encerrados en nuestros propios prejuicios, sobrenarrados, así estamos.

Esa noche de verano me vino a la mente porque la próxima película de Pablo Trapero se va a estrenar en el Festival de Mar del Plata. Competencia Internacional, capitales extranjeros. Todo cierra como en un mal guion. Como en la política nacional, la sombra de la decepción del presente nos lleva a cuestionarnos sobre las personas que hicieron de los años 00 una buena década en todos los sentidos para la Argentina. Quizás yo esté idealizando el pasado y cayendo en una nostalgia inconducente, o peor, en el pesimismo. En fin, ustedes ven las mismas noticias que yo. No tengo una respuesta ni una reflexión sobre el tema; tampoco final para este texto, que fueron unos recuerdos desordenados que podrían haber estado fundidos o amalgamados si hubiera algún tipo de calor alrededor del cual reunirse. 

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