FicValdivia – Unidos y no alineados o una lista de canciones entre Magreb y el Caribe

Valdivia tiene una isla rodeada de ríos (el Cau-cau, Callecalle, Cruces y Valdivia), llena de árboles, y algunos edificios bajos. Cruzando el puente principal desde el centro y doblando a la derecha el camino lleva a la universidad, una serie de edificios y auditorios dispersos, rodeados de galerías que protegen de las lluvias. Durante una semana algunos de sus espacios comunes se convierten en salas del FicValdivia. A la noche, después de las últimas funciones del día, cuando los caminos hacia la avenida se llenan de gente caminando a oscuras entre los árboles y pareciera que la ciudad entera se está apagando, se ven las estrellas tan nítidas que parecen de mentira. Pueden distinguirse las constelaciones enteras como un mapa. Pero eso que vemos no son las estrellas, sino sus imágenes del pasado. La luz viaja rápido, pero la distancia es larga, y esos brillos corresponden a cuatro, ocho, cientos de años atrás, según la distancia a la que estemos de cada estrella (el cielo es una máquina del tiempo). Así son muchas veces los días en FicValdivia: películas del pasado (lejano o inmediato) que proyectan luz sobre el presente de la región. Entre ellas forman sus propias constelaciones. 

Hace tres años el festival y algunas revistas de cine de Latinoamérica (Oropel, La Rabia, Desistfilm, Simulacro Mag y nosotros) organizamos el Mapa de Cine Latinoamericano y del Caribe como una forma de conocer mejor el cine de la región. En un principio hubo una especie de certeza compartida: cuando pensamos en el cine de Latinoamérica, pocas veces pensamos en el Caribe y, si lo pensamos, queremos decir por lo general solamente Cuba, solamente en los primeros años del ICAIC. Es común en la cinefilia, sobre todo la nuestra, tener un mapa un poco segmentado del mundo: el país de una, después los países centrales, después la región, con también sus países centrales (México, Brasil, Chile, Colombia, un poco Perú, un poco Bolivia, un poco Uruguay). De eso hablaba un poco Diego Cepeda en el número 6 de la revista cuando quisimos hacerle una entrevista sobre cine dominicano y nos dijo que en realidad la conversación tenía que ser sobre cine caribeño: las herramientas y formas de organizar la historia nunca puede ser las mismas, porque la historia es otra. 

Como en Diálogos de exiliados, de Raúl Ruiz, que se pasó en el festival por su 50 aniversario, a veces pareciera que estamos amontonados en unos cuartitos, pensando en espirales entre la distancia y la insistencia con la propia cultura, lo que sea que eso signifique, entre una sofisticación que tira y afloja con lo ajeno y un hermanolatinoamericanismo sincero y a veces un poco cringe. Entrando por puertas y ventanas, habitamos mucho una parte minúscula de la historia del cine. Como en la película de Ruiz, encontramos nuestro placer y nuestra gracia en formas singulares de acomodarnos en algunos colchones, mientras miramos con enojo distante los nuevos edificios de durlock que proliferan por la ventana. En un momento de la película Edgardo Cozarinsky tiene un pequeño monólogo que dice: Las experiencias más típicas del hombre moderno, una cierta impermanencia, una cierta transculturación, un cierto estar de paso por las cosas, fueron hechas por los latinoamericanos, mucho antes que por todos los europeos. Porque en el fondo somos todos mestizos. En segundo lugar, todas aquellas cosas que los latinoamericanos más envidian en Europa son aquellas de las que Europa, hoy mismo, está tratando de desprenderse, con una gran dificultad. Me refiero a ciertas formas del superdesarrollo, del adelanto tecnológico. Es una situación que podría compararse con la que quizás usted, señora, hace años, cuando era pobre, sintió al ver en la vitrina de Balenciaga un modelo que le gustaba y que no podía comprar. Y hoy, cuando puede comprarlo, se da cuenta de que ese modelo ha pasado de moda. Hay una tensión en la cinefilia entre la identidad y la envidia; el deseo de ser y de ser otro; de ser ser centro, o de hacer centro desde la periferia; el afán del desarrollo y la búsqueda del talismán de lo pequeño. En Valdivia se cocina lentamente una idea de región que piense en estas cosas sin intermediarios (Europa, la distancia a la que piensa Diálogos de exiliados) pero con interlocutores (algunos que de ahí vienen), partiendo de un conocimiento hecho en conjunto cada vez más de este lado del Atlántico. En otra época, con otras formas, solíamos tener algo así de este lado de la cordillera: centros de ideas y conocimiento. Eran BAFICI y Mar del Plata. 

Fri Joe N’e Kisi, Fri J’e Teki en sranan tongo, o La libertad no se da, la libertad se toma en castellano es uno de los temazos que dio la independencia de Surinam en 1975. Tres años después el Cineclub Vrijheidsfilms (un grupo dedicado a la creación y difusión de cine militante en los países bajos entre 1966 y 1986) y LOSON (la organización nacional de surinameses en los Países Bajos) hicieron Mujeres de Surinam (At van Praag, 1978), bajo el espíritu y el cobijo de una serie de canciones de independencia que son casi todas muy difíciles de rastrear (el imperialismo tiene las garras tan largas que llegan hasta el shazam). 

Como una especie de fiesta de la independencia, la película mezcla temazos con la historia de cuatro mujeres, tres en Surinam y una en Holanda y se sube al ritmo de ambas cosas: las canciones revolucionarias y el habla de las mujeres que la protagonizan, que está entre el sranan tongo (que tiene a veces palabras en inglés) y el neerlandés. Acostumbradas a ver cine latinoamericano en castellano o en portugués, el punto ciego del cine de la región tiene también un punto sordo: el neerlandés, francés, inglés, criollo haitiano, papiamento, patois y tantos otros que, como el guaraní, el toba, el wichi, el mapuche y tantos otros que no circulan como los idiomas oficiales. Las cuatro funciones dedicadas al Mapa Latinoamericano y del Caribe, programadas por Jonathan Alí y el festival, apuntaban directamente a ese punto sordo. 

El punto sordo no está sólo en la lengua, sino también en las canciones. Acostumbrados a la Nueva Canción, con esa misma tensión de antes, me acuerdo de eso que Ruiz enojado llamaba la cultura Ambrosoli o Quilapayún, que no está lejos del problema de las dos vanguardias, la estética y la política, aunque ahora sabemos que no hay que elegir: podemos movernos libremente entre ambas. Lo importante es que los problemas y discusiones detrás de esto nos son más que familiares, y también sus sonidos, que forman parte de nuestro imaginario afectivo: canciones combativas y melancólicas, hechas principalmente con voces y guitarras; a veces quenas, bombos, charangos, intrumentos de acá. El kaseko nos queda más lejos. Género popular que surge en los 40 en Surinam y cuyo nombre viene de casser le corps, romperse el cuerpo, era música inspirada en un exorcismo del baile de los esclavos. Son canciones hechas con trompetas, trombones, saxofones, pianos y son, sobre todo, canciones hechas más para bailar que para cantar. 

Compartimos continente, subcontinente y, aun así, estamos tan lejos o cerca de Surinam, las Guayanas, Haití, Guadalupe o Martinica como de Angola, Senegal y Cabo Verde, aunque con unos haya un océano de por medio. Las películas de Sarah Maldoror en el programa del Mapa de Cine Latinoamericano pensaban directamente en estas distancias y fracturas territoriales: Césaire, une homme une terre (1976) y Léon G. Damas (1995). Si bien las dos películas piensan sobre y con Césaire, al verlas resuenan algunas ideas de quien fuera su compañera hasta algunos años antes de su muerte en 1966 (diez años antes de la primera película), Suzanne Roussi. Césaire y Roussi estudiaron juntos en Francia, junto con Léopold Sédar Senghor, Mário Pinto de Andrade (revolucionario panafricanista y ex marido de Maldoror), y otros poetas de la mítica revista L’Etudiant noir que editó dos números en 1935. Roussi fue parte de la generación de poetas, políticos y revolucionarios africanos y caribeños, muchos de los cuales volvieron a sus países durante la Segunda Guerra Mundial. De vuelta en Martinica, Roussi, Césaire y René Ménil editaron la revista Tropiques entre 1941 y 1945. Después de eso, Roussi dejó de escribir y se dedicó a la docencia y a la crianza de sus seis hijos. En los primeros números de la revista, Roussi pensó en la opacidad de las islas, sobre todo en El gran camuflaje, que comienza con una tormenta: un ciclón que se forma frente a las costas de Puerto Rico y recorre una a una todas las islas del Caribe. Fronteras aparte, el mar se estira sobre todo el territorio. Ese paisaje en común está roto y fragmentado, y Roussi reformula una paradoja parecida a la de Ruiz y Cozarinsky, casi 40 años antes: 

Porque la red del deseo insatisfecho ha atrapado a las Antillas y a América. Desde la llegada de los conquistadores y el desarrollo de sus técnicas (empezando por las armas de fuego), las tierras del otro lado del Atlántico no sólo han cambiado en apariencia, sino también en el miedo. Miedo a distanciarse de los que se quedaron en Europa, armados y equipados, miedo de estar en competencia con gente de color rápidamente declarada inferior para poder vencerlos mejor. Fue necesario, en primer lugar, y a toda costa, hacerlo en una América más rica, más poderosa, mejor organizada que la sociedad europea estancada — deseada. Era necesario vengarse del infierno nostálgico que vomitaba sobre el nuevo mundo y sus islas, sus demonios aventureros, sus reclusos, sus penitentes, sus utopistas. Durante tres siglos, la aventura colonial ha continuado — las guerras de independencia son solo un episodio —, los pueblos americanos cuyo comportamiento hacia Europa a menudo sigue siendo infantil y romántico, aún no han sido liberados del agarre del viejo continente. Por supuesto, son los negros de América los que más sufren en una humillación diaria, las degeneraciones, las injusticias y la mezquindad de la sociedad colonial.

Césaire, une homme une terre (1976) retrata a Césaire pensando en la isla en relación al mar: el costado que da al océano –bravo y difícil– y el costado que da al golfo –manso y lleno de flores–. Esta es la geografía en la que Césaire fue también intendente (de Port-de-France) y en la que recibe a su amigo y ex-compañero de revista, entonces presidente de Senegal, Senghor, que llega a mantener los lazos de un panafricanismo antillano. En el segundo corto, filmado 20 años después, recupera la figura de otro de los poetas de la negritud, León G. Damas, de Cayena, que como sus compañeros de generación fue poeta y político, diputado representante de Guayana Francesa en el congreso de Francia. En él, Maldoror y Césaire van a las puertas de las escuelas a preguntarles a los estudiantes sus poetas favoritos. Los estudiantes pueden nombrar pocos poetas que no sean franceses, y menos aún que sean de las islas. Las adolescentes le explican a Maldoror que en la escuela no los leen. Un poco más tarde, hablando de sus propios favoritos, Césaire hace algo parecido. Decía Roussi: si las Antillas son tan hermosas, es porque el juego de las escondidas ha tenido éxito. Ciertamente, ese día en las islas es demasiado bueno para ser visto.

El primer poema que aparece en Leon G. Damas podría quedarle dedicado a la Isla Teja: Tres ríos / Tres ríos corren / Tres ríos corren por mis venas. Después de escuchar a Damas recitando, Césaire habla en la película del ritmo de los poemas de Damas, parecido a la conversación y al blues. Dice que hay algo de nostalgia en la poesía de estas colonias que la poesía de sus compañeros africanos, como la de Senghor, no tiene, algo que al oido de Césaire parece sonar a una distancia similar a la de las músicas de protesta de este y de ese lado. Charlando a la salida de las funciones con Jonathan Alí, me contaba que por otro lado, en la Guayana Francesa, en Martinica, en Haití y en Trinidad, de donde es él, hubo en esa época entre los poetas y escritores una obsesión por la representación histórica. Por crear obras de teatro que explorarán momentos de la historia del país y del mundo, con una enorme voluntad de lirismo, que es algo que se ve en la película de Maldoror sobre Césaire. Obras representadas en decorados minimalistas, con el vestuario construido casi como escenografía. Algo parecido a ese fragmento de una obra de Césaire que Sartre cita en el prólogo de Los condenados de la tierra de Fanon (que estudió en la escuela de Roussi y Césaire) y que Solanas y Getino citan en La hora de los hornos

Una forma modesta de este tipo de representación teatral aparece en Sweet Sugar Rage (1985), de Honor Ford-Smith y Harclyde Walcott, producida por el Sistren Theater Collective, un grupo que se junta para desarrollar dispositivos teatrales que piensen sobre los problemas de las mujeres trabajadoras, sobre todo en la zafra. Las mujeres del grupo piensan obras en las que cantan, bailan e inventan soluciones para situaciones. La película tiene la forma de la investigación teatral misma, recolectando entrevistas, registrando el proceso de transformar un problema en una escena. Vemos a las chicas disfrazándose, buscando distintas formas de tener una barba y bigote falso, de disfrazarse de hombres, de capataces, de terratenientes. Lo más fascinante es el pensamiento alrededor de los gestos del trabajo, mecánicos e inconscientes, comienzan a analizarse y desarmarse para volverse coreografías para la obra. La película es jamaiquina y la música, por fuera de la que hacen las mujeres en escena, es obviamente dub (y obviamente las canciones no se encuentran en ningún lado, hasta que logremos piratearlas), y el idioma es inglés mezclado con patois. El dub de protesta que aparece en la película es totalmente opuesto a la Nueva Canción, pero también al kaseko. Es una música lenta, muy lenta, cíclica, casi aletargada que se funde en el tiempo y el espacio estirando teclados y bajos. El de la película es un dub sintético y electrónico, totalmente ochentoso. 

Un poema de León G. Damas podría unir al ciclo del Mapa de Cine Latinoamericano y el Caribe con Fulgores de Magreb, el programa dedicado a la diáspora argelina, tunecina y mauritana en París:

UN VAGABUNDO ME HA PEDIDO UN PAR DE CÉNTIMOS

También yo me vestí un buen día con

harapos

de vagabundo

También yo con ojillos de cordero

degollado

le sostuve la mano a la puta miseria

También yo

pasé hambre en este maldito país

y creí poder

pedir un par de céntimos por piedad

por traer el estómago vacío

También yo más allá de

la eternidad de sus avenidas

para maderos

cuántas noches hube

de caminar

los ojos también vacíos

También yo sentí el hambre aquí en los ojos

y creí poder

pedir un par de céntimos

hasta que un día

me harté

de cómo se mofaban

de mis harapos de vagabundo

y disfrutaban

viendo un negro de ojos y estómago vacíos.

Las tres funciones de Fulgores de Magreb pensaban casi como un loop en esa frase: También yo /pasé hambre en este maldito país. El maldito país es Francia. Las películas están hechas pensando en el después: después de las guerras de independencia, como quien esquiva una ola y se come otra de frente, llega la garra de la dependencia. Lo que las películas miran, de una y otra manera, es la actualización veloz y táctica del viejo colonialismo al neocolonialismo. Otro hilo rojo que nos ata, sobre todo estas últimas semanas y días después de las elecciones, con las películas del pasado. Nationalité: Immigré (1976) fue hecha por Sidney Sokhona, que emigró a Francia desde Mauritania para poder estudiar, y que terminó yendo de noche a los cursos de cine de la Universidad de Vincennes, esa materialización de la educación popular que salió de los Estados Generales del Cine, donde conoció a Med Hondo y a Jean Rouch. Sokhona tenía veintipocos años en 1972 cuando vivía en un albergue de migrantes en la calle Riquet, un espacio precario, abandonado, derruido. Una estafa habitacional que atrapó a cientos de hombres que llegaban a trabajar a Francia desde el norte de África, España y Portugal. Sokhona filmó la película en su casa, en medio de un proceso de protestas por la demanda de mejores condiciones habitacionales para los migrantes. La película es extremadamente 70s: mezcla de documental, performance y ficción, de cine directo, comedia y sátira. Parecida a las películas del cine underground argentino, con un humor basado en una literalidad radical, un cine con metáforas directas, de la superficie como gracia, evidencia y flecha. Comienza con un grupo de migrantes que van arrodillados a ver a unos franceses para pedirles asilo. Los franceses están sentados en una mesita afuera, y les dan a cada uno carteles que dicen cosas como “pocilga”, “ciudad dormitorio”, etc., entre lo obvio y lo genial. La claridad política de la película está en la forma en la que mezcla noticias del horror (un recuento de las últimas víctimas del racismo y la negligencia de los dueños de las pocilgas para migrantes) con invenciones performáticas y conversaciones íntimas sobre amor, sexo, matrimonio, hastío y desarraigo. La película registra una huelga real, en la que se unieron obreros y estudiantes y duró ocho meses. Igual que en las guerras de independencia, los habitantes del albergue no pueden ganar, ni siquiera ganando. Una vez que les prometen un lugar mejor para vivir, caen en otro albergue administrado por la policía en el que no se puede ni siquiera conversar, bajo amenaza de ser expulsado o deportado. Pero para ese momento los habitantes del albergue ya están organizados en algo más grande que su casa: están pensando en una lucha económica y política. Sokhona hizo una película más y después abandonó el cine para dedicarse a la política, de nuevo en Mauritania, aunque parece que muy lejos de las ideas de su vida anterior como militante y cineasta. 

Mes voisins, de Med Hondo, es un corto que registra la lucha de los habitantes de otro albergue de migrantes en París, pensado junto con una canción cantada por Catherine le Forestier: si querés hablar de tierras lejanas donde la gente muere de miseria y hambre (…) vení a ver a mis vecinos. Se pasaba junto con Alí en el país de las maravillas (Djouhra Abouda y Alain Bonnamy, 1975). La película comienza con una lista de actos de violencia contra los migrantes africanos: asesinatos y muertes por negligencia del Estado y los albergues, algunos de los que aparecen en Nationalité: immigré. A partir de ahí el ritmo de la película cambia y se transforma en un collage, una serie de secuencias de montaje, sobreimpresiones y trucas que ponen a conversar materiales diversos. Comienza una versión de La Marsellesa tocada atolondrada y desafinada en un clarinete. Al poco tiempo entra el habitante principal de la banda de sonido: Alí, un trabajador migrante argelino que habla y habla sobre su vida, sobre Francia, sobre sus compañeros trabajadores, sobre el racismo. Su tono es acelerado, picante, entre enojado y eufórico, como un personaje de una novela de Elio Vittorini. A su voz la acompañan los taladros con los que él y sus compañeros construyen una ciudad en la que no viven. Dentro de los experimentos formales de la película hay muchos que se proyectan sobre el espacio: flickeos y sobreimpresiones de las calles de París y los edificios para familias migrantes en las afueras, hechas de cemento y nada. Ahí habla la esposa de Alí, también migrante, también verborragica: habla de cómo en Argelia todos piensan que son felices en Francia, que son ricos, pero en realidad son pobres y están tristes, y solo hacen la pantomima de tener plata y buen humor cuando vuelven de visita. También habla de querer seguir siendo argelina en los papeles, como las mujeres francesas que se quedaron en Argelia, y de la guerra, de la Segunda Guerra Mundial, de las casas, de las calles, de todo. La película acompaña las ideas de la pareja con imágenes de París que, cuando la habitan los franceses, se vuelve fastuosa y ridícula. La película se sube al ritmo de sus protagonistas y arma con este collage de imágenes, voces y canciones de Argelia y Francia una síntesis histórica impresionante, llena de intensidad y belleza, como si en una película todos miraran el mundo como Jonas Mekas, les pareciera una mierda pero aún así celebraran vivir en él con odio y alegría.  

En unas paradojas del mestizo, el migrante y el exiliado, parecidas a las de Cozarinsky, Ruiz y Roussi vive Voyage en Capital (1978), dirigida por Ali Akika y Anne-Marie Autissier, un hombre argelino y una mujer francesa en París. Voyage… de hecho se parece un poco a algunas ficciones de exiliados latinoamericanos en Europa. Tiene algo de Diálogo de exiliados, pero sobre todo de Gracias a la vida (o la pequeña historia de una mujer maltratada) de Angelina Vázquez Riveiro, o incluso de Sentimientos: Mirta de Liniers a Estambul de Jorge Coscia (a diferencia de esta, Voyage en capitale es buena). Las hermana un desarraigo frente al exilio, dentro de un proceso que es político y a la vez profundamente personal, de una manera en la cual lo político está medianamente claro (o se puede lidiar con ello) hasta que lo personal siembra dudas en todos lados. La película comienza con una mujer argelina nacida en Francia en el aeropuerto, despidiéndose de un hombre argelino que conoció en el avión y al que ayudó en el proceso de entrada al país. Se separan ahí y la película acompaña sus dos vidas muy distintas: la mujer joven vive con su familia, trabaja y milita dando clases de francés a migrantes a la noche, el hombre acaba de migrar para mantener desde Francia a su familia en Argelia, y vive con un pariente en un albergue de migrantes (un poco menos precario que los de Sokhona). Ella tiene problemas con su familia, que se opone a su independencia y sus pocas ganas de casarse, y él tiene problemas para conseguir trabajo y vivir lejos de su mujer y sus hijos. La película piensa mucho en el shock cultural y el deseo, acompañando conversaciones entre los personajes sobre las relaciones entre los hombres y las mujeres en Argelia y en Francia. Hay un momento en el que la chica y su amigo/alumno, con quien hay una especie de tensión sexual y romántica, hablan de cómo les gusta conversar al uno con el otro, y él le dice que jamás había pensado que podía conversar con su propia esposa, que vive en Argelia, con quien pocas veces cruzó palabra. “Cuando voy a Argelia quiero volver a Francia y viceversa”, le dice ella a él en otro momento. Él le contesta: así es el imperialismo, te vuelve extranjero en tu propio país. Obviamente Voyage en Capital también tiene grandes momentos musicales que no voy a lograr encontrar, entre ellos un momento en el que el hombre protagonista y su pariente están en un bar y se escucha en la radio que Palestina tuvo un pequeño triunfo frente a una avanzada Israelí (una escena filmada seguramente  poco tiempo antes de los nefastos acuerdos de Camp David), ponen música y comienza una fiesta entre todos los migrantes del bar, bailando y celebrando a Palestina. 

El programa tuvo también una charla-performance de Lèa Morín, programadora del ciclo. Morin es una persona bastante extraordinaria: investigadora, editora, profesora, archivista, lleva adelante procesos de recuperación y restauración de películas que se consideraban perdidas. Estudia sobre todo los cines del norte de África y su diáspora en Francia, pensando también los vínculos de estos movimientos con los nuevos cines latinoamericanos. Pero lo más extraordinario es su forma de trabajar y de armar una charla como si fuera un collage: una cámara registra lo que va sucediendo en una mesa de trabajo, en la que va armando una historia del cine norafricano hecha de fragmentos. Fotos, artículos de diario, documentos y archivos personales se van pensando en conjunto con una serie de escenas de películas e imágenes de gente olvidada por la historia. La performance abre con un montaje de gestos de películas a veces olvidadas, perdidas, fragmentadas, otras recuperadas y recirculadas. Pasa por algunas películas poco vistas como De quelques événements sans signification (Mostafa Derkaoui, 1975), una película que navega entre la ficción y el documental en la que un grupo de cineastas marroquíes salen a la calle a preguntarle a la gente qué películas miran, y se ven envueltos en el crimen cometido por uno de los entrevistados. Una película censurada, como la mayoría de las películas y las personas que recupera Lèa en su relato: personas apresadas por las policías marroquíes y francesas, personas secuestradas, personas aplastadas por el mundo en el que viven, como Mehdi Ben Barka, secuestrado y asesinado por la policía, o Michèle Firk, crítica de cine francesa y militante que se unió a la guerrilla en Guatemala y se suicidó antes de ser capturada por la policía. Léa ensambla una historia del cine hecha de películas sin terminar, como ¡Ya França! ¡Ya França!, un corto feminista anticolonial hecho por la enfermera Rabia Teguia, que estudió en el departamento de cine de la Universidad de Vincennes, igual que Sokhona. 

En su charla, Morin dice: nunca “descubrimos” la historia del cine, la somos simplemente. Y fue, simplemente, en esa charla, en esa historia armada con las manos, como un mapa dibujado en una servilleta que de coordenadas para llegar a otro lado. Esas coordenadas tienen también otra bibliografía: la revista marroquí Cinema 3, los manifiestos de Heiny Srour (Mujer, árabe y… cineasta) y de Med Hondo (¿Qué es el cine para nosotros?). Es una forma de trabajo que avanza en Valdivia: la de crear una comunidad de pensamiento para una constante y sistemática historia del cine que no es nueva, simplemente es. Una historia que funciona como ese mapa trazado en el cielo, que es a la vez una máquina del tiempo hecha de objetos y fragmentos, que conviven con el presente en una mesa de trabajo. 

Hay muchísimas cosas más que decir de Valdivia: las películas de Helga Fandelr, de entre 20 segundos y 3:20 minutos (lo que dura un cartucho de Super 8), proyectadas y organizadas por ella de manera tal que los colores, las líneas, las velocidades nos digan algo sobre cada película que no se va a volver a decir (y que estaban secretamente hiladas con esta historia a través de una de las películas, el retrato de un viejo amor de Helga, un hombre marroquí que vivía en Francia en la clandestinidad organizando a los estudiantes); el programa de Disidencias, que pensó Bushman (David Schickele, 1971), –ese eslabón perdido entre esta historia y la LA Rebellion, vía Nigeria y el recuerdo de las noches de Watts– con Compañero Piquetero, que se une  secreta y no tan secretamente con La noche está marchandose ya de nuestros Ramiro Sonzini y Ezequiel Salinas (¿escribiremos sobre la película de nuestros amigos? no lo sé, pero mientras tanto les dejo esta cita de El palacio y la calle de Miguel Bonasso, que parece hecha a medida: ¿Qué pasa en la cabeza de alguien que se cae de su clase de un miércoles para un jueves?¿Qué fenómenos sociales, políticos y culturales engendrará esta movilidad social al revés, en el sentido al ascenso de una sola generación de nuestros abuelos?); la retrospectiva de Rhayne Vermette, cineasta meti, y su cine hecho de una luz que parece distinta a cualquier otra, la luz de su Manitoba natal que que hace que el tiempo se mueva de otra forma, no recta, no direccionada sino en círculos que se intersectan, alrededor nuestro y de la historia; que te hechiza como una especie de trance gótico hecho de tierra húmeda y misterio; Nightshift, de Robina Rose, con su protagonista trabajadora en la recepción de un hotel que vive las horas más largas rodeada de locos que no podrían importarle menos (con su cara de piedra de Buster Keaton) y que hace de cada rincón del hotel una secuencia fascinante; La vida que vendrá de Karin Cuyul que ata las últimas imágenes de la unidad popular, las primeras de la dictadura con el estallido y su después, peleando con uñas dientes por un cine que no se establezca en la melancolía de la derrota constitucional, hecha con materiales amateurs increibles entre los que están una entrevista a una mujer que, después de la triunfal campaña del no dice que “hay un no ganador y un sí mandador”, frase que aún resuena; Fuente alemana de Jeanette Muñoz, que registra dos momentos de una de esas fuentes que los gobiernos regalan a cambio de haber recibido tierras robadas (o de ese traspaso de un ladrón a uno más grande): por un lado decenas de familias jugando bajo el sol en el agua, colgados de cada recobeco de la fuente, relucientes entre el agua y, por otro, la misma fuente 15 años después, en 2019, embellecida por el estallido (Muñoz, en ese montaje, hace algo parecido a lo de Cuyul en La vida que vendrá: fuga esa apropiación de una fuente pública hacia el estallido, para recordar que esa energía no murió, está todavía en el aire); La corazonada de Diego Soto (o el amor a los 60 años); Luis Miguel, Cuartito Rosa de Sergio Navarro y su montaje imaginario con El principe de Nanawa de Clarisa Navas; Piel de toro muerto de Aroldo Munguia, que rodea los petroglifos de Toro Muerto con esa alianza extrañamente virtuosa entre los dedos y la tecnología para pensar en cómo el cine se inventó ya ahí, en unos dibujos en la piedra en Arequipa, hace más de mil años (y arma, así, otra historia posible de esta historia que dibujó en la piedra tantas formas en Valdivia). 

Como un mapa para el presente, este cine nos sacude un poco la melancolía, la frustración, la misantropía oculta detrás del omnipresente ¿por qué no votan bien? de los últimos días. Cada canción, cada inflexión de la lengua nos da formas y coordenadas más precisas, estéticas y políticas para pensar. Vuelvo a pensar en el monólogo de Cozarinsky, y cómo choca con el de Roussi: una cierta impermanencia, una cierta transculturación / Era necesario vengarse del infierno nostálgico que vomitaba sobre el nuevo mundo y sus islas, sus demonios aventureros, sus reclusos, sus penitentes, sus utopistas. Pienso en los puntos ciegos y sordos de esa historia, los huecos en mi mapa mental, que son fascinantes y a la vez un poco obvios (una familiaridad construida con lo que está cerca, lo que se parece). Y a la vez, vivir ahora tiene siempre esta sensación de olvido y tontería, de estar viviendo un loop de presente (de políticas económicas, de devaluación de la vida) que es más parecido a un juego de chicos, a Sal de ahí, chivita chivita, en la que siempre se agrega una capa más de posibilidades y quietud. Y si las ideas y las líneas que nos traen hasta acá están ya en estos objetos que circulan poco y nada por el mundo, ¿cómo se salda esa distancia?¿Cómo traducirlo, llevarlo a las discusiones (eso que parece ser hoy acá lo único que existe)? Después de haber transitado entre las máquinas del tiempo de la historia durante unos días excepcionales y tranquilos, bajo unas estrellas que no se ven acá, la pregunta es qué y cómo hacer con esta historia, cómo dejar de mirar obsesivamente el presente como un ombligo. 

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