Dirty Work – Sobre One Battle After Another

1. Es un poco más grande que un encendedor y más chico que un celular. Es fácil olvidárselo por ahí. No darle importancia. Parece un objeto inútil, avejentado. Pero si encontrás a otra persona que lo tenga podés confiarle tu vida. Una melodía se despierta cuando esto sucede y otra nueva comienza a escucharse, a lo lejos, hasta que esa persona se acerca lo suficiente como para que esos dos sonidos a priori disímiles definan ahora una música familiar. No se puede dudar cuando esto sucede: hay que actuar inmediatamente y ponerse a disposición del otro. No se pregunta quién es, a dónde se va, de qué se trata todo esto. 

Cuando se lo dan por primera vez a Bob, miembro clave del grupo revolucionario French 75, se encuentra en un momento de desesperación. Su pareja y madre de su recién nacida hija acaba de traicionar a todo el grupo y la captura es inminente. Hay que comenzar una nueva vida, lejos de todo lo que conocía. Ese aparato, entonces, será el único rastro que le quedará de aquellos días que ahora mismo se le desvanecen en la cara mientras junta lo poco que puede llevarse, se sube a un auto y deja para siempre las bombas, el ruido, la adrenalina y la revolución.

La sombra de Perfidia Beverly Hills, nom de guerre de su amada delatora, se extiende por la nueva vida de esta pequeña familia de padre e hija que ahora, 16 años después, se encuentran viviendo en otra ciudad. El mundo actual, como dice la voz en off que nos ubica con un solo cambio de plano en el presente, ha cambiado muy poco. Ellos sí cambiaron. Bob ya no pone bombas y ahora se dedica a pasar sus días fumando marihuana, bebiendo y escuchando Steely Dan. Willia, su hija adolescente, vive entre el karate y la escuela, haciendo las veces de madre e hija, soportando las vergonzosas travesuras de su padre, demasiado inmaduro y paranoico, atrapado en un momento lejano y borroso, quejándose de cosas fuera de agenda. 

Mientras se prepara para el baile de graduación, Bob le pide, con cierta obstinación, que se lleve el beeper. Ella se niega, no tiene donde ponerlo, piensa que nunca podrá servir para algo. Pero él le insiste y ella, para sacárselo de encima, termina accediendo. Y así se va. La próxima vez que se vean, algunos días después, habrán vivido una extraña aventura que los puso frente a un enemigo imposible y los llevó a recorrer los pasadizos secretos de una América subterránea. Una aventura que los volvió a unir, ya sin secretos ni interrogantes, ahora con la plena confianza de saber qué parte le corresponde a cada uno en este particular destino que les tocó. A todo esto, los dos aparatos, el de padre e hija, suenan incansablemente haciendo una tenue melodía melancólica, analógica, reconfortante. 

Si me detengo en ese pequeño objeto dentro del alto amperaje de One Battle After Another es porque creo que, como siempre sucede en las películas de Paul Thomas Anderson, detrás de toda la supuesta grandilocuencia de su cine, lo que termina resistiendo son algunos momentos desapercibidos. Es como si PTA hiciera el camino infinitamente más largo y complejo para llegar a momentos de concreta simplicidad que son el centro de cada una de sus películas. 

En los peores momentos de su cine esta tendencia se ve debilitada por la necesidad de mostrar las proezas que puede lograr con su evidente dominio de la técnica (como en The Master o There Will Be Blood, las que mejor les valieron esas odiosas comparaciones con Stanley Kubrick, cuando él solo quería ser Robert Altman o Robert Downey, Sr,).  En sus últimas películas la puesta en escena fue volviéndose menos enroscada en favor de ideas claras y gestos menores –el choque de dos rodillas debajo de una mesa en Licorice Pizza o el recuerdo de una corrida debajo de la lluvia en Inherent Vice–, momentos que conjuran intensidades muy fuertes filmadas de una manera sencilla y directa. Ese abrazo al final de One Battle After Another, filmado en un plano detalle que de tan cercano funde en uno solo los cuerpos de los personajes, no solo restituye el orden familiar largamente distorsionado, sino que además resignifica cada una de las batallas por las que los vimos pasar eligiendo, de entre todas ellas, la de la familia, acaso la más extraña de todas.   

2. PTA no filmaba una película enmarcada en la actualidad desde Punch Drunk Love (cuyo pulso neurótico que podía pasar como normalidad en un mundo post 9/11). Lo que intenta aquí es delinear el estado de las cosas de una manera engañosamente compleja. PTA es un experto en el arte de la expansión: sus narraciones crecen, sumando tramas y personajes que se van alejando cada vez más del punto de partida. Este procedimiento genera la ilusión de que se está contando algo muy complejo cuando, en realidad, la radiografía que la película hace del presente es bastante simplista: los malos y los oprimidos son los de siempre. 

Acaso lo verdaderamente punzante de la película es el retrato que hace de la mayoría de los miembros del French 75 y el narcisismo que subyace en sus acciones. Hay una escena clave con respecto a este asunto: cuando Perfidia es confrontada por Lockjaw poniendo una bomba, este le dice que no podría importarle menos sus explosiones, que poco influyen en un sistema que hasta se permite el lujo de ser atacado de vez en cuando. Estas acciones no parecen tener como objetivo la modificación del orden habitual del mundo, sino que más bien responden a una búsqueda por nuevas sensaciones de parte de cada uno de sus miembros. La tendencia de Perfidia a tener un orgasmo cada vez que se realiza un atentado es bastante ejemplar en ese sentido. Esta cuestión de lo íntimo que se expone en el terreno de la lucha colectiva es uno de los puntos que más le interesan a PTA, y es ese mismo interés el que lleva a quebrar la película en dos segmentos que disocian claramente lo colectivo de lo personal, un movimiento temporal que cambia lo revolucionario por el aburrimiento de la vida familiar. 

Esas dos cuestiones reaparecen en la secuencia del barrio latino, al que Bob llega pidiendo ayuda cuando Lockjaw ataca. Comandada por el sensei Sergio St. Carlos, esta comunidad responde al peligro de vivir en un país que no los quiere con la creación de un pequeño mundo para ellos solos. A diferencia de los French 75, que manejan una percepción del “enemigo” algo abstracta, estas personas conocen el riesgo bien de cerca. El sensei convive con el desmantelamiento de su red de contención de migrantes como una eventualidad más de su día a día. Se toma unas cervezas mientras va a ordenando a sus colaboradores las acciones que hay que llevar a cabo. Su relajo viene de sus años en el karate, pero, al ver cómo todos a su alrededor están tomados por la misma extraña calma, se entiende que no se trata de la primera vez que tienen a la migra tirándole abajo la puerta. El contraste entre su aura zen y la nerviosidad paranoica de Bob implica una diferencia perceptual. El sensei no tiene problemas en usar celulares, gps y hasta permitirse sacarse una selfie mientras cada uno de los aparatos de la milicia parece ir hacia su cacería. Bob, por otro lado, se desprende de cualquier aparato y desconfía de todo. Para él la revolución todavía sigue siendo ese viejo sueño que se mueve, mientras que para Sergio se ha transformado tanto en una práctica habitual.

Hacia el final, cuando padre e hija se reencuentran y todo vuelve a una especie de normalidad, Bob encuentra una cierta esperanza al ver que su Willia ha decidido seguir el camino de la acción. Tal vez el mundo no pueda cambiarse, tal vez ya esté todo decidido, pero, pensamos con Bob, está bien que se siga insistiendo. Por su parte, de todas las batallas que le tocaron, él ha elegido resistir en la de la familia y cuidar el pequeño mundo que construyó para su hija. Este final pone a PTA en esa zona reconfortante de evidente conservadurismo que habita en buena parte de los cineastas americanos de su generación. La película termina en un terreno tranquilo, amansado. Las cosas, al menos por un tiempo, parecen que van a marchar con cierta calma, aún sabiendo que el mundo sigue siendo lo que es y que los malos siguen en sus grandes oficinas, matando sin siquiera tapar las ventanas. ¿Qué canción podría salir de aquellos aparatitos ahora que todo parece estar bien? Ya no será The Revolution Will Not Be Televised de Gil Scott Heron, aunque si American Girl de Tom Petty. No es poca cosa. 

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