Por Lucía Salas
Un ecosistema es un sistema natural que está formado por un conjunto de organismos vivos (biocenosis) y el medio físico donde se relacionan (biotopo). Personajes en un espacio: una familia ampliada en torno a una casa es el ecosistema desplechiniano. El padre casi siempre es Abel, un hermano Ivan, una hermana Delphine o Elizabeth (dependiendo de su grado de bondad), un primo Bob (o Simón), un amigo Jean-Jacques o Nathan. Si el hombre protagonista se llama Paul, habrá una mujer: Esther. Tres recuerdos de mi juventud (2015) es el bioma que combina ese y otros ecosistemas desplechinianos menores: el universo de los etnopsicoanalistas (Jimmy P., 2013), de los envueltos en asuntos de espías por accidente (La sentinelle, 1992), de la materialización de una vocación contra toda otra forma de vida (Esther Kahn, 2000), la adicción por la lectura de cartas en voz alta (En jouant “Dans la compagnie des hommes”, 2003), del encuentro con fantasmas y vidas paralelas (Rois et reine, 2004), las tías abuelas (L’aimee, 2007), madres que no aman a sus hijos que aprendieron a no amarlas (Un conte de Noël, 2008) y la insistencia en más o menos continuar la vida de una serie de personajes desde La vie des morts (1991).
Para hacer todo esto Desplechin desarrolla una bella artimaña rusa: la cuestión del doble. Cuando Paul Dedalus decide volver a Francia después de una larga temporada en Asia central (principalmente en Duchanbé, capital de Tayikistán) queda demorado en la aduana Rusa: hay un hombre con su mismo nombre, que nació el ismo día y en el mismo lugar que él. La noticia de la muerte de ese homónimo desencadena (tres) recuerdos de su juventud.
Lo que pasa en esos recuerdos es lo que define la transformación de un joven Paul(Quentin Dolmaire) al cincuenton Paul (Matheu Amarlic). Amarlic ya había sido Paul Dedalus una vez en Comme je me suis disputé… (Ma vie sexuelle) (¿Cuándo me enredé en una discusión… (mi vida sexual)?), una película de Desplechin de hace casi 20 años que rodea a Paul, un profesor universitario que no logra juntar ganas para doctorarse y su grupo de amigos, primos, mujeres y enemigos. Hay una idea Paul Dedalus que atraviesa casi todas las películas de Desplechin (las del ecosistema mayor): ese hijo de una familia del interior de Francia bastante culta para el cual los lazos familiares no son una obviedad, ni las amistades, ni las parejas pero para el cual todo esto es una necesidad básica y una condena. Un Dedalus (o un Vuillard en Un conte de Nöel y Rois et reine) es un hombre con curiosidad absoluta. Todo es nuevo para él todo el tiempo y su vida puede volverse una pesadilla cada vez que se toma esto en serio.
El cine de Desplechin está hecho de todo lo que no es fino y todo lo que es solemne: psicoanálisis, referencias literarias megalómanas (Shakespeare y Joyce abundantes), tramas rodeando la vida sexual de hombres y mujeres franceses de clase media, Bergman, Fellini y una constante pretensión Annakareninistica: todas las familias felices se parecen una a otras, pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada. Salvo que para Desplechin no hay versión de familia posible que no combine ambas versiones. A no ser que la gente tenga por obligatorio el sufrimiento, debe haber algo de placer en la mutua compañía. Esa es la base del disfrute de sus películas: la participación en una comunidad, ya sea de amigos, de familia, de primos, de actores; y la continuación durante años de un esquema que se va integrando de partes más o menos conectadas, de referencias internas que al final de todo más que una serie de apellidos y nombres de pila lo que comparten es una forma de vitalidad. Habitar el plano con una cantidad determinada de movimientos y velocidades que siempre se verán alteradas por la presencia de algún otro familias o familiarizable. La explicación parece ser el amor profundo por los personajes, al punto de confundirlos con personas que con diferentes gradientes interpretan película a película diferentes roles según el suceso. Y no me refiero a actores sino a la esencia que rodea a cada personaje, que nunca es el mismo pero hay algo que se mantiene.
A la vez, Desplechin se despega en Tres recuerdos de mi juventud de algunos hábitos. El paneo, la vieja costumbre de ver una cosa y después otra (una cara que lee una carta que luego unas manos sostienen) se reemplaza por la pantalla dividida (Paul mira a Esther, Esther mira a Paul, cada uno en su costado de su semicuadro). El plano secuencia discreto, una forma de ver las dimensiones de una casa o la cantidad de puertas por ambiente (al final de una fiesta, diferentes grupos buscan sus abrigos en diferentes ambientes que, al alejarse la cámara, forman parte del mismo pasillo de puestas) por cámara lenta (Esther entra a la fiesta en la casa y todo se detiene). El espacio único (la casa, el laboratorio, el hospital u hospital psiquiátrico) por muchos espacios fugaces (albergues de estudiantes, casas de amigos). El pasaje imperceptible del relato de un personaje a otro, que en un principio podría adivinarse fugaz pero que en algunos casos se estira hasta ocupar una gran parte de la película (la historia de Sylvia y Simona en Un conte de Nöel) por la concentración en un solo personaje (Paul) que conforme se va alejando del resto hará que todo lo que suceda lejos de el lugar en el que él vive sea inaccesible. Esa rabia discreta que Paul llama criticar la propia vida y que antes implicaba una especie de espejo hiperrealista en el cual se desarrollaban conflictos familiares mientras se explayaba una dinámica, hacia sus últimas películas comienza plantear la posibilidad de que todo eso admita un mayor grado de invención y un viraje hacia el qué pasaría si… Qué pasaría si ese rumbo poco extravagante que venía tomando la vida de los personajes en su madurez se reemplaza por una vida que contenga elementos fantásticos, que admita muchos géneros, que recorra países remotos y que hasta pueda convivir en el mismo plano con su yo del pasado.
Lo que parecía un viraje hacia colores brillantes y música incidental perteneciente a un cine clásico (o a un clásico del cine) maduro y solemne es la mudanza hacia un cine que admite que son las películas el espacio fantástico donde puede suceder y convivir lo usual con lo inusual, porque no hay condicionamientos. Desplechin cambia Cukor por Capra: la vida ordinaria extraordinaria por una vida improbable y extremadamente extraordinaria. Todo esto en un mundo que se presenta ordinario pero a la vez es una fuente de todo lo que en sus películas tiene vuelo. Una idea de cine que comprende que la rigidez de hacer una película se deshace si es posible una continuidad amorosa. Sólo que en este caso, con la oportunidad de ir hacia ese tiempo en el que no había películas de Desplechin (algunos años antes de 1991), puede inventarse un pasado para todo lo ya inventado, un pasado que es artificial (como todo lo anterior) pero con la profunda certeza de que no hay posibilidad de existencia para una anécdota por fuera de su correspondiente imagen filmada (nada puede ser imaginado por fuera de lo que se narra). Por eso para Desplechin todo el cine es Fantástico.
Lo extraño es que en esta oportunidad se dedique a remarcarlo. Esperemos que no sea la última vez (aunque tiene una aterradora apariencia de cierre). La esperanza es que hay algunas cosas que nunca abandona: las cartas, Roubaix, la costumbre fordiana de hablarle a las tumbas, el tipo hawksiano de gente, el hip hop, la insistencia en un amor, Esther, su propio plagio y el alivio de poder escapar con un poco de magia (o la coincidencia en el espacio con el mono de tu enemigo). La nobleza.