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Ventura – Cavalo Dinheiro y entrevista a Pedro Costa

Texto de Fernando Pujato.

Entrevista por Ezequiel Salinas

Se podría ciertamente citar a figuras señeras, citar a Jacques Tourneur hasta el hartazgo, sobre todo Yo caminé con un zombie (1943), a John Ford, sobre todo… bueno, casi cualquiera de Ford, algo de Kenji Mizoguchi, sobre todo Cuentos de la luna pálida (1953), algo también de Murnau, sobre todo Nosferatu (1922), y demás padres fundadores y películas memorables, sin olvidar a Charles Chaplin, claro está. Citarlos como antecedentes explicativos con la esperanza o la comodidad expositiva, o ambas a la vez, de encontrar ahí las huellas de algo que se nos escapa, irremediablemente —aunque tal vez sólo a mí se me escapa— de la última película de Pedro Costa; y no sólo de la última, por supuesto. Pero más allá de mencionar secuencias y planos hurgando casi desesperadamente en la historia del cine para señalar y explicar y comprender al menos algo de Caballo Dinero existe una noción en una disciplina académica, con más contactos con el cine de lo que usualmente se supone, acuñada por el gran antropólogo norteamericano Clifford Geertz y que dice más o menos así: no se trata de generalizar a través de casos particulares sino dentro de ellos. Tomando un funeral en Bali desarrollado de una manera poco habitual, pues todos los funerales en Bali se desenvuelven de acuerdo a una serie de reglas fijas e inamovibles, Geertz desanda el camino que va desde las ceremonias previas al ritual hasta llegar a la colonización holandesa, y un tanto más allá también, tratando de encontrar las causas culturales (esto es: políticas, económicas y sociales) por las cuales nada salió como estaba previsto pero siempre volviendo al funeral, siempre dentro de él. El asunto es bastante más complicado que este breve resumen y, por supuesto, Costa no es un antropólogo, Bali no es Fontainhas, el funeral del marido de Vitalina, llevado a cabo antes de su arribo a Lisboa desde Cabo Verde, transcurre en un absoluto fuera de campo y, perogrulladas más, perogrulladas menos, aunque ambas cosas requieran de una puesta en escena, elaborar una película no es lo mismo que llevar a cabo un trabajo de campo y escribir un libro. Pero tal vez esta idea pueda permitir salirse un tanto del exceso referencial, captar de otra manera o desde otro punto de vista algo crucial en ese pasaje en el cual un personaje y una figura simbólica se encuentran dentro de un ascensor hacia la nada y algunas cosas tan o más importantes que ésta a lo largo de toda la película. Existe una sutil, o tal vez grosera, distinción entre hacer pasar la historia a través de la figura o del cuerpo de Ventura o hacerla emerger dentro de él para intentar comprender no ya el encadenamiento de los planos en el cine de Costa y tal vez ni siquiera el por qué de su duración sino qué tipo de cosas podemos descifrar en ellos. Entonces, Ventura viaja en ese ascensor, viaja consolando la agonía de un combatiente, viaja atrapado en el régimen dictatorial del Estado Novo y el Movimento das Forças Armadas (FMA) y el “abra la puerta en nombre del general António de Spínola”, recordando un viejo o un reciente —o un no sabemos cuándo— duelo a cuchillo en el monte y los noventa y tres puntos en la cabeza y el Hospital Militar, escuchando voces de Fontainhas y de Damaia y de Gato Negro, con sus hijos y sus nietos y sus hermanos y también con los fantasmas de su niñez. Viaja construyendo casas y escuelas y edificios para nada, para ya no poder trabajar más. Bailando en el Estrella Garden con Toti, João, Lila, Nené y Zezé y entonando con la voz quebrada “Alto Cutelo”, la canción de Os Tubarões: Marido há muito / que foi para Lisboa / Contratado… Parado con su pijama a rayas como rezando una plegaria laica: Contratado…

En un momento de toda esta vorágine de recuerdos siempre propios y nunca ajenos ese mágico primer plano del rostro de Ventura sonriendo cuando nombra a su esposa, a Zulmira, una sonrisa de ojos húmedos, triste, fatalmente ensoñadora, acaso luminosa. Luego, el agobio. No es necesario extrapolar nada de toda esta magistral secuencia de planos picados y contrapicados, primeros planos y cambios de ángulo conjugados para acentuar el extrañamiento de este encierro polifónico emergiendo desde Ventura e instalarnos imaginativamente en el porfiado tránsito de unas vidas sin un destino manifiesto, negándose a desaparecer a pesar de todo lo vivido, a pesar de su condición de inmigrantes pobres y de su condición de hijos pobres de inmigrantes pobres. Porque desde la eterna espera de noticias de la metrópoli en Casa de Lava (1994), pasando por la cruda realidad de adicciones al borde de la muerte en En el cuarto de Vanda (2000) y la búsqueda de un ensueño fantasmagórico en Juventud en marcha (2006), renunciando explícitamente a montar una puesta en escena del pasado colonial, Costa nos ha conducido a través de cientos de años de esta cruenta historia para mostrarnos no sus causas —cualesquiera éstas sean— sino sus efectos, más específicamente sus efectos sobre personas determinadas en un lugar determinado. Desde un pequeño poblado de Cabo Verde hasta un populoso barrio de Lisboa, desde el monte Fogo hasta las ruinas, literalmente, de Fontainhas, sus criaturas han peregrinado tozudamente buscando tal vez, tan sólo, sobrevivir. Algunas no lo lograron y murieron cayendo de los andamios o por sobredosis, otras no sabemos si están vivas realmente o deambulan como fantasmas por entre los recovecos de la memoria de los vivos, pero todas ellas se encuentran, de alguna u otra manera, en los planos de las películas de Costa, en todos.

No es una casualidad el comienzo de Caballo Dinero con una serie (once en realidad) de planos fijos de retratos de Jacob Riis de la migración en los Estados Unidos a fines del siglo XIX para luego posar la cámara en una pintura de un ¿africano, caboverdiano tal vez? e inmediatamente, en un breve paneo hacia la derecha, fijar el plano en un estrecho, largo y oscuro pasillo, bastante parecido a una catacumba romana —para aquellos que han tenido la oportunidad de visitar una catacumba romana, aunque siempre hay fotos— pero sin los característicos nichos en sus paredes, por el cual viene caminando una silueta casi desnuda portando sólo un calzoncillo color rojo y una gorra. Al llegar a lo que parece el final de esa galería subterránea la silueta se detiene y levanta una mano para cubrirse de un haz de luz; no sabemos de dónde viene ni hacia dónde se dirige. De aquí en más, Costa se despega no tanto de esa experiencia afín a todos aquellos que han debido abandonar su lugar de origen, cruzando océanos, desplazándose en trenes, camiones, autos, de a pie, por territorios desconocidos o poco conocidos, se despega más bien de esa suerte de generalización universal del tipo “todos los inmigrantes hemos pasado por lo mismo y hemos sufrido del mismo modo” y demás etcéteras poscoloniales para centrar la película en aquella figura, en Ventura, emergiendo de esa suerte de túnel del tiempo, para hacerla surgir desde él, para instalarnos en el vórtice de una existencia peculiar y desde allí desplegar otras vidas, acaso igual de peculiares: su sobrino Benvindo esperando sentado, literalmente, en vano, su paga de años y años de trabajo pues ya sabe que el dueño de la fábrica huyó con todo el dinero, Viltalina leyendo con un susurro desgarrador el acta de defunción de su marido pero también leyendo con el mismo tono el acta de su matrimonio, el contrincante de Ventura en aquel duelo a muerte desplazándose en muletas por los interminables pasillos del hospital e imposibilitado siquiera de llevarse una cuchara de comida a la boca; y los ejemplos podrían multiplicarse. Tampoco es casual que en la secuencia con Benvindo la luz esté proyectada sobre Ventura y que Vitalina lea fuera de campo y que su contrincante permanezca siempre en un cono de sombras. Ellos están y no están, son recuerdos y apariciones imprevistas, son ilusiones pero también desvaríos.

El centro de gravedad en toda esta fantástica realidad llamada Caballo Dinero, el único al que vemos salir —en un plano alejado sin línea de horizonte alguno— de ese extraño e ilusorio hospital, saludado casi con desgano por un médico, es un inmigrante de la ex colonia portuguesa de Cabo Verde. Un ex albañil. Un ex combatiente de la Revolución de los Claveles. Un sobreviviente. Su nombre es José Tavares Borges pero todos, dentro y fuera de la pantalla, lo conocemos como Ventura.

¿Cuándo empezaste a trabajar en Caballo Dinero, cuando terminaste Juventud en marcha o después de Ne change rien? ¿Cómo fue el proceso de gestación?

Después de Ne change rien. Empecé cuando estaba en Nueva York con Ne change rien en el Festival de Cine y vi una foto de Gil Scott-Heron en el New York Times. Me dije: “¡Es Ventura!”. Y me acordé de la música, los poemas de Gil Scott Heron, que me gustaban mucho. Sería un comeback. Gil estaba enfermo, con cáncer. Intenté pasarle Juventud en marcha en DVD.

¿Vos ya conocías su música?

Sí. Gil vio Juventud en marcha. Le gustó, creo. Me llamó. Mi idea era que él hiciese la música de la película. ¿Todavía no era Caballo Dinero? No, no. Le pedí si para la próxima película podía hacerme una canción. Me propuso más que eso: por qué no hacer una película que fuese como un rezo, una oración. Una idea complicada, pero ¿por qué no? Le dije que escriba algo y lo pensaría. Nos escribimos. Un segundo contacto con él fue cuando estaba haciendo sus conciertos en su tour europeo. Me dijo que tenía una idea, que estaba escribiendo sobre los barrios, las personas. Y yo pensaba en esta idea recurrente de Ventura, cuando me hablaba de sus días de casi pánico, los días de la revolución de abril del 74. Un misterio, esa sombra. Ventura siempre me hablaba de este tumulto, de esa tortura interior que sintió en los días, meses, años de la revolución. Percibí las dos cosas: una oración que empezase con los esclavos (hablábamos un poco de los esclavos de África) y que terminase en la revolución de abril… Me pareció una idea interesante, difícil pero tal vez posible. Y como primer gesto estaba este personaje, ese monstruo, ese fantasma que Ventura me describía como un hombre todo vestido de hierro, de metal, que lo perseguía, que lo quería matar en un hospital de Lisboa en el 74. ¿Quién es este hombre de metal, un médico, un doctor, quién es? No sé cómo lo hicimos un soldado, un militar de abril. Para nosotros los portugueses (y para ustedes los argentinos también), este soldado con su ametralladora es muy simbólico. Más que otros pueblos vivimos con esta imagen de tumulto militar. Para nosotros era inmediatamente una imagen de abril. Se lo propuse a Ventura y me dijo que no, que no era éste el monstruo. Y siempre me decía: “es un hombre de metal, en el interior de un ascensor en el hospital, que me quería matar”. El problema surgió luego de un tercer encuentro que tuve con Scott-Heron. Dijo que pronto iba a empezar a pensar la música, y como tres semanas después murió. Entonces yo estaba un poco sin saber qué hacer y me dije: empecemos por la escena del ascensor, en el espacio más pequeño y limitado de la película, como para empezar. Empezamos sin más ideas, no había más nada, con esta escena como núcleo. Y era muy difícil para nosotros, me parecía larga, compleja, difícil. El espacio era muy difícil, un desafío para mí con la cámara, con las luces… Y para Ventura era atemorizante, hasta psicológicamente. Él estaba en un viaje mental.

¿Cómo trabajás con Ventura en la construcción de la película? ¿Vas hablando, parando, dejando de filmar?

No es muy clásico o convencional. Lo hacemos desde siempre. Es el método que Charlie Chaplin inventó, que es la repetición de los ensayos, filmados. Nunca ensayamos, nunca repetimos sin la cámara; por lo tanto lo que encontramos, lo que hacemos es siempre una variación de la toma, de lo que está siendo captado. Eso cambia mucho, porque instala la cámara siempre: la hace desaparecer, de cierto modo, o también la hace más presente, o monstruosa… Lo podemos hacer durante mucho, mucho tiempo. Al ser nosotros los productores no tenemos deadlines; por lo tanto, si bien tenemos una disciplina muy estricta, si Ventura no estaba bien, y fue muy exhaustiva esta escena del ascensor, a veces suspendíamos o parábamos un día o dos.

¿Trabajaron la escena del ascensor hasta que la tuvieron?

Trabajamos en el ascensor completamente, toda la escena. Era también un desafio, también por ese aspecto: era una escena que dictaba, que presuponía toda la película, todo lo que Ventura pudiese hablar, recordar, etc. Teníamos después que mostrar o reconfirmarlo en otras escenas de la película, como cuando hablaba de los cuchillos, de su mujer, de esto o aquello. En la película casi siempre está dos veces la misma información. Una vez fuera, una vez dentro. Por tanto el ascensor dictó un poco la construcción de la película. Y era complicado. Lo rodamos en un pequeño estudio, muy, muy primitivo. Al ascensor lo hicimos nosotros, es una cabina construida, una construcción que no podríamos retomar. Volver era complicado. Por lo tanto lo hicimos completamente, y después fuimos a la fábrica. Y así.

¿Cómo trabajás esta cuestión de la producción, cuando hablabas de hacer películas pensando en el dinero, pensando en hacer la mejor película posible con la menor cantidad de dinero?

Es una evolución negativa (risas). Es que… Ahora lo digo sin vergüenza: no quiero plata. No la quiero. No quiero buscar, sólo lo intento con lo que está disponible en mi país públicamente; normalmente para documental, porque no puedo escribir las cien páginas que exigen para la ficción, para la que ofrecen mucha más plata. Por lo tanto voy al apoyo documental. Es lo que puedo hacer, más un poquito aquí o ahí. Más cosas de… sabes, de pegar o largar. Yo voy a hacer eso, necesito 40 mil euros, 500, 100. Si me puedes ayudar, muy bien… Y sino… Ahora no escribo las cartas, no voy a Bruselas o a París, no busco coproductores porque no puedo. No puedo repartir, compartir, esta vida de territorios y world agents y sales agents y no sé qué. Todos los fees…

¿Éticamente decís que no podés compartir?

Ni éticamente ni de ninguna manera. Éticamente es la política; es también la materialidad, porque vivo de los fees. La plata para pagar los salarios, a Ventura o a mis tres o cuatro compañeros, las paredes del ascensor, la comida, son los fees de las otras películas, de festivales, de retrospectivas, más pequeños presupuestos… Esta película está en 150 mil euros, creo. Un poco menos.

Que para una película europea es muy poco.

Poquísimo. En cualquier periódico profesional europeo lo ves. Estuve viendo los presupuestos franceses de películas que se están rodando. Por ejemplo la nueva de Bertrand Bonello —que lo conozco, es un chico simpático— es una “pequeña película intimista”, rodada con niños: 3 millones de euros (risas). Assayas: 6, 7… Una película media ahora es 3, 4, 5 millones. Por lo tanto no, ahora para mí es prácticamente imposible, más que imposible: es irracional hacer una película con estos montos, en estos presupuestos. Con hasta 200 mil podemos trabajar seis meses un equipo de tres, cuatro personas ganando un salario mínimo. Mínimo quiere decir justo pero tiene una relación con el trabajo en ese lugar. El salario mínimo en mi país es 500 euros, no muy bien pagos; pagar 1500, 2000, 2500 euros cuando podemos es súper bueno para todos, sobre todo para Ventura o para los actores, porque la pensión de retiro de Ventura es de 140 euros al mes.

Una miseria.

Menos que en Argentina. La mujer de Ventura, que es una planchadora, nunca gana más de 500, 600 euros al mes. Y trabaja de 6 de la mañana a 8 de la noche, todos los días. Por lo tanto, hay una ética. No la pensamos así, no está ahí siempre como una dictadura, no es un dogma, pero evidentemente pasa en todas las películas. Ves la plata… Aunque políticamente es muy débil, el cine de Sudamérica es uno de los cines que, para mí, en términos de producción siempre inventó un poco más que el cine europeo; inventó sus propias maneras, un poco guerrilleras, de hacer. En Europa, cada vez más, un joven cineasta se queda estancado completamente en los Euro Script Funds, los Euro Budgets…

La búsqueda de coproductores, los script-doctors…

Y esta enfermedad de delegar inmediatamente en el productor sin querer saber nada de dónde está la plata que vamos a utilizar. Es una manera de no enfrentar una realidad que estará necesariamente en la película. Cómo trabajas con las personas pasa también por la cuestión material.

Eso en tu cine es muy palpable, el hecho de dónde está el dinero. Está en las personas, quizá en un lugar.

Estaba en las películas que me formaron, en Godard o Straub… Los más modernos, digamos. En Godard es muy explícito, es palpable, visible. En Straub es una manera de no renunciar a ciertos lujos. Es una manera muy lujosa de trabajar.

Pero vos como que renunciaste al lujo…

A un cierto lujo. Para tener un verdadero lujo, que es el tiempo: el tiempo de trabajar, de buscar, de experimentar, de probar, de renunciar… Sin sacrificio, sin pesadillas, pero hay mucha renuncia. Lo digo siempre: hay muchas películas para hacer y muchas para no hacer. Tanto como escenas, planos, ideas. Eso es complicado, puede ser conflictivo, una tortura. Yo tengo el lujo de probar mis ideas, de observar, de experimentar y de entender si existen o no. Una idea no existe si no tiene una forma concreta. Y renunciamos, vamos a pasear, a caminar…

Es como si la frontera entre vivir y filmar fuera más fácil de atravesar. Existe pero es franqueable, se puede pisar de un lado y del otro. Quizás cuando todo es más lujoso o grande un rodaje termina siendo algo que cambia todo, que aliena.

No es tan romántico. Es un combate, siempre. Pero que al menos sea un combate entre tú y el mundo, no las sociedades. Agentes de cine, productores, máquinas de producción. Yo estoy en un combate con el mundo. Con las formas, con mi materia, con la memoria, con cosas así. Estoy un poco más liberado de las diabólicas maquinaciones en que vivía antes, que todos vivimos un poco: el tiempo, la lluvia, esta escena, dónde está la madre en la escena, la cortamos, va a funcionar o no… Por lo tanto no es un gusto o una obsesión, es lo que digo siempre de Brecht, que decía: Las noches sin dormir fueron las noches en las que pensaba no en arte sino en producción. Todas las noches sin dormir fueron las noches en las que trabajaba mi producción, mi organización del trabajo. Después el trabajo produce trabajo y ese trabajo tal vez sea un poquito artístico, quién sabe. Pero es la producción lo que me orienta…

Me hace acordar mucho a Cézanne.

Cézanne, sí, sí. Muchos artistas y artesanos hablaron de eso, inventaron sus propias maneras de organizarse, de colocar el arte en sociedad. Porque el cine está saliendo muchísimo de ella… Aparentemente vive con plata. Es un mundo paralelo absolutamente fantasioso, o más que fantasioso demagógico y estupidificante.

Siempre que hablás de tu trabajo hablás de tu grupo, decís “nuestro trabajo”. ¿Cómo trabajás en el día a día con esas cinco personas, con los actores, qué hace cada uno?

No es muy lineal o sencillo, ni siquiera romántico. Uno, por ejemplo, es profesor de una escuela de cine, de la escuela de cine portuguesa, a tiempo completo. Otro hace sonido para películas de todo tipo. Por lo tanto cuando trabajamos ellos intentan liberarse de sus obligaciones, pero siempre hay un paso que debemos hacer, a veces tengo que relacionar mi rodaje con el rodaje de mi compañero que hace el sonido, si por caso debe hacer un corto porque necesita un poco más de plata. Esas semanas que filma yo hago algo como buscar locaciones o trabajar más con los actores. Con el otro compañero lo mismo, aunque intentamos estar todos juntos todo el tiempo. Pero por ejemplo el ascensor fue verdaderamente como un estudio, la idea de estudio. En el sentido de que lo hacíamos con una luz estable, que yo podía cambiar solo o con el camarada del sonido, sin el de la imagen. Así es como un laboratorio donde puedes hacer tus experimentos en grupo o solo, si no tienes colaboradores por dos o tres semanas. Cada vez necesitamos más estos estudios o laboratorios, porque también Ventura, Vitalina, los actores, las personas con las cuales trabajo necesitan estas pequeñas comodidades. No son actores como los de la Nouvelle Vague o el cine de hoy. Son actores que necesitan para mí cierto acompañamiento, una calma, una intimidad, casi un secreto; y de una luz, una sombra que tiene sus raíces en el cine de estudio. Cada vez más, porque también perdemos muchos componentes de nuestro oficio, no tenemos escenarios… Porque los perdieron, perdieron su casa..

Fontainhas ya no existe.

El nuevo barrio es un barrio fantoche; lo odian, les disgusta. No es su casa. Por lo tanto hacer algo como “aquí es mi casa, vamos a rodar una película en mi casa”, significa poco. Es mejor reconstruir todo casi como un artificio que filmar una realidad que no es la real para ellos. No hay una realidad afectiva.

Habitualmente en mi país se habla mucho de hacer películas para recordar cosas, como la dictadura, las historias de las guerrillas, sobre todo con los documentales. A mí me llama mucho la atención que hables de que esta película era para olvidar.

Teníamos la sensación de que el trabajo que estábamos haciendo era un exorcismo. Con su componente malsano, demoníaco, de expulsar un demonio para que no nos habite más. Para mí este trabajo de exorcismo es un poco el de un hipnotizador que retira una parte de tu cabeza. Es como si nuestro libro de escenas, nuestro libro de historia, nuestro libro de historias, nuestro guion saltase de la página 12 a la 36 y de la 36 a la 50… ¿Dónde están las páginas que no están? Es ahí donde está la película. Son cosas muy profundas que no pueden ser escritas, que casi no pueden ser verbalizadas. O podían tal vez, yo creo, sobre todo en el pasado con artistas muy concretos: Ozu, Mizoguchi, Lang, Godard… No sé qué pasó, si es la sociedad del cine; las cosas se tornaron muy antagónicas y muy enemigas. Todo cambia y para mí es mucho más difícil de concretar, de buscar esos fantasmas, esos black holes. Los de Ventura, de la historia, dónde estoy yo en la historia de Ventura, dónde está Ventura en mi historia. Es muy difícil. Siento que es muy débil. Mi película es muy abstracta, muy mental, muy poco concreta. Fritz Lang, con la misma materia, producía películas muy superiores. Para mí no hay confusión. No hay que olvidar el olvido. Nunca olvidar el olvido.

No borrarlo, pero como dejarlo atrás.

Hay en este proceso, en este trabajo de cine, un trabajo muy laboratorial, rebuscado, penoso, casi anatómico, de desenterrar cosas muy olvidadas. Tan olvidadas en ti mismo que no las encuentras fácilmente. No las puedes inventar, casi no las puedes escribir. Puedes tratar, podías tratar. Era la materia de películas que todos amamos y admiramos, las películas clásicas de Renoir, de Lang… Los trabajos de composición, de organización formal, temática, cinematográfica eran no sólo grandiosos, sino que también tenían una relación con la sociedad que no es la misma. Era un cine más industrial, para bien o para mal, más popular, digamos menos artístico en el sentido de más integrado; y el propio modo de mirar, de estudiar las cosas que esos artistas tenían era diferente. Por ejemplo, la cuestión religiosa: John Ford era un hombre católico, Dreyer era un hombre católico, John Ford era patriota, militarista, Ozu muy tradicionalista… Son cosas que no encuentro en mí. El 99% de mis compañeros o colegas, más jóvenes o no, no tienen esas convicciones, esa fuerza, esa creencia. Y creo que es una flaqueza, una debilidad que hace que mis películas, que tus películas, que las películas que hacemos, por muy buenas y talentosas y brillantes que sean, tienen más humo. Humo artístico.

Sin embargo, antes de ayer en el Q&A cuando te preguntaron por la composición te diste vuelta y señalando la pantalla dijiste: “Éstas son nuestras convicciones”.

El público de festival es un público cinéfilo, que sabe dónde está, qué hace, qué pasa aquí, y por lo tanto hay una transferencia hacia el dominio de lo artístico que para mí es muy angustiante: lo artístico, lo que Brecht llamaba lo artístico, es un bloqueo, una barrera. Claro que, para mí, ése es mi trabajo: la forma y el contenido están juntos. Siempre. Así lo pienso. Estoy haciendo una luz porque va con una idea, con una palabra. No hago luces sólo para hacer luces. Pero es una barrera, una cortina, un velo.

Esta reafirmación de tu trabajo hace que siempre estés lejos de esos cineastas que van al museo, que hacen una instalación… Tu trabajo refrenda mucho la sala.

No me quiero separar. Tengo la impresión de que cuando me llaman para un museo, aquí, en Buenos Aires o no sé dónde, es precisamente por este velo, por esta formalidad, por este lado pictórico, que es la superficie. Es horrible hablar así, pero es una superficie. Es por eso que me llamaron para el museo, por mis cualidades pictóricas o plásticas. No es por Ventura, por Vanda o los chicos que pasan, los barrios, porque haya un trabajo digamos antropológico. No es por eso. Para eso hay otras cosas, hay documentalistas, hay estudiosos. A mí me llaman por el arte. Y eso me revuelve un poco. Pero no digo que no: mostraré lo que hago en cine en la pared de un museo, sin gadgets ni artificios, sin la instalación, algo que me distraería completamente. No entiendo cómo instalar mi trabajo en una galería o en un museo; es una proyección, es lo que es. No sé producir cincuenta monitores, que pasas la mano y tocas la alarma… Es muy elaborado, pero a veces es fútil. Inútil y fútil. El visitante de los museos es muy distraído, más que el de cine. El de cine no está completamente distraído. Esta película es más rápida, creo, más veloz. Como la serie B, las B movies de los cineastas de los 40: pensabas a la velocidad de la película, no podías volver atrás, no te daban tiempo; para mí ésta funciona un poco así. Por ejemplo en el ascensor no puedes parar, se te escapa algo y estás perdido. En los Q&A tengo la sensación de que el público tiene un bloqueo, que no escuchan y no ven realmente. Hay personas que no miraron que Vitalina está leyendo su propio certificado de nacimiento, y que llora cuando lo hace y luego lee el de su marido. No sé qué pasa. Sé que la gente se entromete en las películas de una manera totalmente abusiva. Todos nos proyectamos en las películas de una manera insoportable. Es demasiado. La película es alterada, transformada, no es lo que es. En las pocas clases o workshops que doy hago algo que llamo “experimento peligroso”, que consiste en mostrar una película de Lubitsch, a veces Trouble in Paradise, otras Heaven Can Wait… El efecto es siempre el mismo: es demasiado densa, hay demasiadas informaciones y elementos; y los chicos y chicas están completamente hipnotizados, no captan. No es el mismo sistema orgánico como era el mío con respecto a una película: cuando las miraba reconocía algo que era, de lejos, la sociedad norteamericana, las fantasías románticas o las comedias. Las entendía, creo. Ahora no. Es un mundo totalmente de ciencia ficción, que no existe. Un lenguaje que no existe. Un lenguaje cinematográfico que no seduce del todo, que es reaccionario políticamente. Totalmente, que es tradicionalista. Es rancio, viejo y para viejos, estéril.

¿Algún ejemplo?

Lo que Scorsese hace, la manera en la que habla de sí es un asesinato… Lo que hizo en su documental de los italianos es un martirio total. Es un camino de la cruz…

Hay chicos que me dicen: “Sí, sí, yo comprendo el talento de Lubitsch, el brillo, el champán…”, pero no hay nada para mí ahí. Un compañero de la escuela de cine de Lisboa me decía que al proyectar El desprecio los chicos de primer año estaban ultra aburridos. Y está Brigitte Bardot, que para los heterosexuales… (risas). Que era demasiado densa, quebrada, fragmentada, que era algo circular que no avanzaba. Y lo comprendo, claro, es algo que patina, súper concéntrico y un poco asfixiante. Es una película muy dura, muy angustiante. Y son chicos formados en un mundo que tiene a David Lynch. Es muy raro.

Por eso en el Q&A dijiste que al cine de hoy le faltaba trabajo, fe y convicciones.

Para estos chicos que tienen a Lynch, que empiezan con Lynch, que es un trabajo de las altas esferas artísticas o filosóficas, Lubitsch es incomprensible. Por lo tanto, creo que hay una esquizofrenia entre lo que yo pensaba que era el cine y lo que se piensa que el cine es. Son dos cosas que se están separando completamente. Hay un tipo como Godard que dice cosas interesantes, y habla de una promesa que no se cumplió, algo que estaba ahí y que de alguna manera fue corrompido. Yo lo creo. Mi manera de descorromper, de purificar, que es una palabra horrible, es por el lado la plata, de la corrupción más material. Encontré esa manera de intentar ligar un poco más mi vida social a mi trabajo. Porque la pasé mal: los asistentes, los coches, sólo la escritura, no eran para mí. Yo creo que podría ser como Ozu, Mizoguchi, si entrenara todos los días, si estudiara, si fuese un funcionario. Asi como Brecht fue un funcionario de teatro y cine… Pero tres veces, cinco, seis semanas cada tres años…

Es una intensidad muy difícil de aguantar. Yo veo en directores de mi generación o un poco mayores que a veces el momento de filmar se vuelve tan intenso que los destruye, es aplastante.

Porque es un momento retirado de la vida. Es una intensidad que no tiene equilibrio ni con tu fisiología, casi. Hay compañeros que están enfermos, completamente tontos psicológicamente. Y bueno, hay que filmar eso, esa tontería, ese desnorte, esa locura.

Filmaste en 35mm y en digital, en blanco y negro y color, documental, ficción, ni documental ni ficción… ¿Para vos cuál es el punto común en todas tus películas, por dónde pasa?

Hay cosas, pero no soy la persona indicada para eso. Lo común es cierto gusto por un tipo de trabajo muy exigente, que tiene que ver con la realidad. Es difícil, son palabras difíciles, abstractas; pero realidad tangible, para no filosofar demasiado, lo que ves, lo que escuchas, que es lo que hasta ahora la cámara capta. Ese gusto por la realidad de las cosas del mundo, sólo eso. No es más complicado. Y no confiar en ti mismo de cara a esa realidad. Como te dije, no soy un tipo de fe o convicciones políticas muy fuertes: estoy siempre muy débil, muy frágil de cara a la realidad. Es un desafío permanente. Una atención a la realidad que intento que se dé con la misma intensidad, que permanezca en la película de principio a fin. Muchas películas pierden esta tensión, prometen cosas buenas que están en los principios de ciertas películas y después (desde mi punto de vista siempre por razones de producción o de dictados de producción) se vuelven más débiles. Terminan en una sinrazón. ¿Por qué?

¿Tiene algún sentido la división entre documental y ficción en tu trabajo?

No, nunca lo pienso ni lo pensé. Hay momentos en que intentas dirigir un poco más y otros que sientes que no es necesario dirigir. Es como la primera toma de La salida de los obreros de la fábrica. Hay una segunda toma, ¿sabes? En ella los Lumière dijeron: “No, por ahí; tú por ahí; tú por ahí”. Decían que la primera no era buena. Entonces hay un deseo de ficción en cualquier documental. Eso hace a la maravilla del documental. O tal vez lo contrario es verdadero: hay un deseo de documental en la ficción. Para mí son los motores absolutos del trabajo.

Hace un tiempo programaste El amanecer del planeta de los simios en un ciclo y has dicho que te gusta mucho.

Me había gustado mucho la primera película de este cineasta, Matt Reeves. Era interesante, tenía algo que la hacía intrigante, un toque diferente. Y a ésta la sentí próxima a mi trabajo. Puede parecer un poco extravagante pero es lo que siento. Es una de las películas más compuestas de CGI, de efectos especiales, la más elaborada por computadora, pero al mismo tiempo es la película donde más me gustaron los paisajes desde Straub. Hay una densidad, un color de las cosas, de la naturaleza que me tocó. Una asfixia. Es una película muy interior para mí; es muy quebrada la postura de los simios, la postura de los humanos. La manera en la que están cara a cara… Me gustó mucho la mise-en-scène de los cuerpos. Los cuerpos de los simios son mil veces mejores que los cuerpos de los no-simios, de nosotros, en las otras películas.

Entrevista realizada por Ezequiel Salinas en Octubre 2015, durante el Festival Internacional de cine de Yamagata, Japón.

El texto y la entrevista fueron publicados originalmente en la revista Cinéfilo N21, en enero de 2016.

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