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Un rey particular – The Beach Bum

Por Lucas Granero

Show me, show me, show me / How you do that trick

Sumergida en tonos azules y verdes, bañada con luces de neón que transforman todo en una alucinación fluorescente, la vida de Moondog en las playas de Florida se desarrolla a la inversa de cualquier otra. No hay responsabilidades, obligaciones, ni siquiera necesidad de dinero: sus días se pasan en la más plácida de las existencias, entregado a pleno al arte de vivirlos por fuera de cualquier tipo de preocupación posible. Todo en él es puro placer. Como poeta –el más famoso de la costa este–, parece haber abrazado una idea de vida en la que solo el disfrute le permite crear sus versos. La suya es la vida de un artista en pleno contacto con las cosas que lo rodean, con los sentimientos siempre a flor de piel. Esto siempre es algo bueno para Harmony Korine quien, adepto a las formas de existencia más particulares, encuentra en su personaje el motor ideal para construir una película sin ataduras, que se deja guiar por las zonas de confort que su protagonista va inventando y, como él, encuentra un particular deleite en mostrarlas.

Moondog ha sabido ser la voz de una generación. Ahora sufre un bloqueo creativo que no le permite producir su mayor obra maestra, esa que lo catapultará al panteón de los grandes genios. Mientras espera la llegada de las musas, sigue “high on life” (el término es propiedad de Lou Reed, 1974), chupando y aspirando todos los buenos momentos. Es una droga inagotable: los tiene con su mujer, una millonaria que actúa como libre amante y mecenas al mismo tiempo, y los tiene también con su hija, que como todo vástago no comprende bien el estilo de vida de su padre y de alguna forma trata de ir en contra casándose con un joven demasiado normal como para encajar con la idea de mundo que Moondog. Sin embargo, él ama y perdona a todos por igual. Como el rey particular que es también se permite unas cuantas travesuras, total, como dice su amigo Zac Efron, “dios ya pagó por nuestros pecados, asi que podemos hacer lo que nos dé la gana”. Korine también ya ha pagado por todos sus pecados y su redención lo hizo ingresar al paraíso pop. De regreso del infierno, se trajo la manera ideal de ejercer el tipo de cine que mejor define sus ambiciones: el coqueteo con el mainstream sin perder la radicalidad de sus primeras obras. Es, en definitiva, como un niño liberado en una gran juguetería de artefactos que hacen boom –no por nada hasta se da el gusto de incluir aquí un pequeño homenaje a Zéro de conduite. 

Fue Jonas Mekas quien dijo, después de haber visto Trash Humpers (acaso la película de su propia obra con la que más se relaciona The Beach Bum), que se trataba de la “película más americana jamás hecha”.  En esa historia de viejos que salían a romper televisores por las calles, transformando gestos nihilistas en pesadillas, se podía intuir algo que en esta película no hace más que exacerbarse: para Korine, el sueño americano solo es posible si se lo vive bajo el influjo de una fantasía, en la que lo real se transforma en un cuento de hadas. En The Beach Bum, ese cuento de hadas se hace manifiesto en un clima constante de celebración y goce. Aquí no hay otra cosa excepto fiestas, alcohol, porros interminables que llenan todo el plano de humo (cultivados y fumados por el mismísimo Snoop Dogg), canciones que se pegan una detrás de otra; no hay un elemento que no haya sido puesto con la idea de construir una fiesta cinemática interminable. El propio Korine ha dicho en varias entrevistas que la verdadera influencia de The Beach Bum son las películas de Cheech y Chong, la versión stoner del dúo cómico Laurel y Hardy. Esta es su idea de una “feel good movie”, en la que todas las decisiones responden a la regla de “pasarla bien”.  Tal vez ese sea el motivo por el que se estructura en base a secuencias autoconclusivas que nos muestran a Moondog siempre embarcado en una nueva aventura. En cada una de ellas tenemos la posibilidad de conocer a nuevos y viejos amigos y, como en un combo expansivo, la película se adentra cada vez más en el delirio: el Capitan Wack y su negocio con delfines, Flicker y su obsesión piromaniaca,  Jimmy Buffet y su guitarra… Todos ellos comparten la obstinación por vivir en su ley, un beneficio al que no renunciarán tan fácilmente. Antes, prefieren morir (algunos lo demuestran). Es justamente eso lo que los transforma en outsiders, porque nadie quiere que le muestren en la cara que es posible una vida fuera de norma y que la fantasía puede ser un estado de placer permanente. 

Guiado por esa misma intención de no acabar nunca la fiesta, Korine explora un tipo de montaje expansivo que hace que una escena se desarrolle en múltiples locaciones, unidas tan sólo por el diálogo. Esto genera una sensación particular en la que los personajes parecen no separarse nunca aunque largos períodos de tiempo pasen entre una imagen y la otra. Del día a la noche, del mar a una casa: nada parece inmutarse y todo se contagia de ese ritmo imparable con el que se maneja Moondog. Algo similar sucede con las canciones, particularmente con las de The Cure, que parecen disparadas de la cabeza del protagonista, que va variando su jukebox mental dependiendo de la situación en la que se encuentra, como si todo estuviera manejado por la más extrema subjetividad. Por eso, cuando las primeras notas de Just like heaven empiezan a escucharse, y aunque pareciera haber una mínima discordancia, un pequeño ruido rosa, nos damos cuenta de que no puede existir mejor canción para ese momento, con Moondog caminando borracho directo hacia una pileta, fumando un porro debajo del agua, con fuegos artificiales en el cielo, y su hija, feliz, recién casada. No existe mejor resumen de su vida y, aunque vendrán malos momentos al poco tiempo, nada será lo suficientemente fuerte como para despertarlo del sueño eterno en el que está inmerso.

“Él es de otra dimensión”, dice su mujer en un momento. El esposo de su hija dirá que no lo entiende, que no sabe qué le pasa. Hacia el final, Moondog destraba su bloqueo creativo y escribe un poema sobre su pene que lo termina consagrando en las altas esferas de las letras. Por más que lo intente, no hay nada que le salga mal. Desde hace ya algunos años, a Korine tampoco. Su cine no hizo otra cosa más que crecer a medida que fue poniendo frente a su cámara las expresiones de unas vidas en extasis. Y así fue encontrando la felicidad que acaso siempre buscó: filmar la nada como la cosa más preciada a la que un humano puede aspirar.

Publicado originalmente en La vida útil Nº2, versión impresa.

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