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Un pedazo de cielo para Vitalina

Por Miguel Savransky

“El tiempo no es dinero. El dinero no es tiempo. Nada reemplaza al tiempo y el genio no es más que una larga paciencia.”

-Jean Marie Straub

Cada una de las nuevas películas de Pedro Costa ‒el más clásico de todos los directores contemporáneos fuera de la industria‒ constituye un hito visionario que reinventa a cada plano lo que puede el cine en tiempo presente ante nuestros ojos trazando otros posibles en su singular derrotero de enorme consistencia poética. Nadie filma como él. Nadie exploró las posibilidades expresivas de la intensificación de la oscuridad en el plano y la profundidad de campo en el régimen de la imagen cinematográfica digital como él. Tiene una concepción formal del encuadre, un trabajo geométrico y plástico en la composición de un espacio cinematográfico poblado de diagonales, polígonos y pronunciadas líneas rectas, una inventiva y rigurosidad para establecer las distancias entre las personas y los objetos así como para la distribución de las playas de oscuridad y de luz en las distintas zonas del campo visual en complejos juegos de claroscuros, y una manera de tallar tableaux vivants en planos fijos de larga duración como si se tratara de lienzos de pintores holandeses del S. XVII ‒cada uno de ellos en sí mismo una proeza‒, que lo vuelven un cineasta casi venido de otro mundo. Está a años luz no solo por sus innegables méritos estéticos sino porque ellos resultan indisociables de una determinada política de reordenamiento de lo sensible en la que la parte de los sin parte, el margen aparentemente mudo de estos negros inmigrantes proletarios caboverdianos sometidos a condiciones de exclusión, marginalidad y pobreza en los barrios periféricos de Lisboa deviene a la vez objeto y sujeto de una experiencia estética alucinada ‒el tema o el contenido pero también los actores y en buena medida también los co-autores de las historias y cosas dichas‒. 

Desde En el cuarto de Vanda (2000) su cine adquirió una forma colaborativa de trabajo en la que las personas se interpretan a sí mismas, su experiencia vital pasa a ser la materia prima de la narrativa y la puesta en escena, y los diálogos y parlamentos son moldeados a partir de la hibridación y el entrecruzamiento de dos líneas de fuerza heterogéneas: por un lado, la historia oral, el testimonio y el arte de la conversación de los anónimos, por otro, fragmentos de textos de autores consagrados del campo del arte o de la tradición cultural, Robert Desnos en la famosa carta-estribillo de Juventud en marcha (2006), Antero de Quental y las referencias a las Sagradas Escrituras en Vitalina Varela (2019). Esto constituye una tercera figura frente a la convencional dicotomía excluyente, no es ni puro documental ni pura ficción, sino la fabulación de una mitología a la vez singular y anónima que pone en acto un reparto igualitario de lo sensible en el que aquellos que no tienen voz ni rostro en el orden consensualista del dominio y la policía capitalista devienen capaces de forjar una existencia estética que no tiene nada que envidiar al “gran arte” porque precisamente la búsqueda de un tono elevado para lo aparentemente bajo recusa la lógica mimética del arte que establece una jerarquía férrea según “temas” o “tópicos” en la que la miseria es considerada a priori algo carente de interés estético. Costa trabaja en la dirección del régimen estético del arte en el cine contemporáneo, un arte democrático en tanto encuentra riqueza sensible allí donde no se la suele buscar, aproximándose a sus criaturas con un amor, un respeto y una ternura inconmensurables, y a la vez con la perseverancia necesaria para extraer de esas existencias plebeyas una materialidad cinematográfica bella o sublime. En el cine de Costa no hay imágenes del “poder”, no filma al enemigo, no hay “explicación”, sociología, denuncia ni una inteligencia que sobrevuele la situación por encima de sus personas-personajes. Dotar de dignidad estética ‒específicamente cinematográfica‒ a la vida de los anónimos inmigrantes caboverdianos desclasados constituye una forma de justicia poética, una redención profana estrictamente materialista: Costa filma a los suyos ‒sus seres queridos‒ para engrandecerlos, magnificarlos, hacerles un monumento, celebrar su existencia con un poema épico, esculpirlos en el tiempo, hacer con sus cuerpos y palabras una composición formal preciosista ‒contrariamente a la lectura que otros hacen, esto es aquí un elogio‒ cuyo genio es el fruto de un trabajo paciente, sostenido, obsesivo y destilado de reordenamiento de lo sensible, conviertiendo a personas como Ventura y Vitalina en verdaderas “estrellas” del cinematógrafo.

El universo de Costa reconfigura el tiempo y el espacio de esos barrios precarios de la periferia de Lisboa, la densidad de la trama vital de sus habitantes, las marcas de desposesión y padecimientos que arrastra esta tribu de parias eternamente suspendidos entre la dureza del trabajo físico extenuante, la marginalidad del desempleo, la experiencia del desplazamiento y el desarraigo, el robo, las drogas, la línea de muerte y la fisura trágica. Sus criaturas son figuras arcaicas en cuyos cuerpos se inscribe la violencia política del siglo pero que a la vez encarnan, pese a todo, una especie de conatus indestructible. Y al menos desde Juventud en marcha en adelante el realismo cede paso al mito, lo fantasmagórico, profundizando una línea de abstracción que mezcla las memorias y el presente, lo real y lo imaginario, los vivos y los muertos a tal punto que es imposible disociar la poética de Costa de la idea de una tribu de parias de ultra-tumba, un purgatorio de zombis condenados y muertos vivos. En Caballo dinero (2014) esa dimensión simbólica e imaginaria tenía una centralidad mucho mayor que por otra parte dinamitaba la lógica causal del relato disolviéndola en una coexistencia anacrónica de temporalidades heterogéneas, mientras que en Vitalina Varela de alguna manera hay un retorno a una forma mucho más cronológica de despliegue temporal (con dos importantes excepciones que comentaremos oportunamente más adelante), siendo su película narrativamente más lineal desde Huesos (1998). 

Es como si Costa cumpliese a su modesta medida con la ambición del diseño de producción del cine hollywoodense clásico basado en los estudios de filmación en tanto locación privilegiada que provee un espacio ideal para el control absoluto del universo y el despliegue de la más pura ficción. Ya en Caballo dinero la terrible e interminable secuencia de Ventura en el ascensor junto a la estatua del soldado revolucionario descendiendo al inframundo suspendido en un indefinido ajuste de cuentas con la memoria traumática de su pasado había sido filmada en un entorno dispuesto ad hoc como un set. En Vitalina Varela hay una mezcla de escenarios reales de los barrios Cova da Moura y 6 de Maio ‒ya no se trata de Fontainhas porque tal como pudimos ver en Juventud en marcha dicho barrio fue demolido y ya no existe pero simbólicamente el territorio sigue siendo el mismo‒ y recreaciones artificiales de esos mismos espacios en un cine transformado para la ocasión en estudio ‒incluso se utiliza el croma‒. Por otro lado, los rumores del vecindario siempre se escuchan como un colchón continuo que permea lo que sucede en materia sonora en los interiores de las casas, mezclando ecos de música lejana, barullo de conversaciones, cacareos de gallinas y ruidos de televisores con las interacciones verbales y los silencios en primer plano en cada escena. 

Tanto Ventura en Caballo dinero lidiando con la memoria traumática de la Revolución de los Claveles como aquí Vitalina haciendo frente a lo irreparable del abandono y posterior muerte de su marido practican a través de la recreación de sus vidas una suerte de exorcismo, realizan un trabajo sobre su propia subjetividad, dan cuenta de sí mismos y dialogan con sus muertos en un acto de fabulación a través de la mediación del cine como dispositivo de imágenes en movimiento en la medida en que hacen y hablan de sí mismos pero al desplazarse al terreno neutro de la ficción devienen otros (no en vano el título del episodio del ascensor de Caballo dinero en una versión ligeramente distinta como cortometraje autónomo parte de la película episódica Centro Histórico (2012) se titulaba en inglés Sweet exorcist jugando con la canción de Curtis Mayfield). Costa refiere en varias entrevistas que filmar en particular estos dos últimos largometrajes teñidos con una disposición anímica mayormente sombría, ominosa, pesada y atormentada resultó un proceso muy duro y arduo, una experiencia extenuante para todos los involucrados ya que comportaba la necesaria y a la vez imposible tarea de conjurar ‒en su doble acepción de invocación y rechazo‒  los fantasmas.

Pedro Costa es a la vez un artesano del retrato íntimo pero también un narrador épico. Su trabajo está signado por un abordaje sistemático y meticuloso en el que nada resulta superfluo, irrelevante o improvisado: cada destello de luz sobre el encuadre adquiere un valor plástico decisivo, hay un formidable proceso de condensación y reducción a lo elemental en términos narrativos, un materialismo de los cuerpos y los actos cotidianos con cierto clivaje en los modelos bressonianos domina la dramaturgia, en tanto se trata antes que nada de puras presencias. Vitalina es filmada como si perteneciera a una raza superior de hombres, héroes o divinidades (de hecho, en la secuencia completamente espectral en el aeropuerto en que hace su primera aparición parece llegar de otro mundo). Aquí, como antes con Ventura, no hay un retrato realista de Vitalina, ella se desdobla en el cuasi-cuerpo de la superficie de la pantalla y se vuelve una criatura cinematográfica dotada de un aura sublime que la engrandece ante el duelo por la muerte de su marido, encarnando una santa que se pone a la altura del acontecimiento irreparable y lo asume como destino, una figura mítica a la vez singular y plural en la medida que espeja el destino funesto de toda su comunidad. 

En lugar de la sorda violencia sensacionalista característica de la forma de figuración estigmatizadora de lo plebeyo que gobierna la modulación audio-visual en buena medida de la producción televisiva, del cine comercial e incluso del circuito festivalero, Costa nos sumerge en la fotogenia y la temporalidad lenta de la espiritualidad de Vitalina con su irreductible halo de misterio, alteridad y arcaísmo, un personaje que pisa fuerte y que maneja una paleta de afectos cargados de dramatismo y épica que no tiene nada para envidiar al cine clásico de Hollywood. Probablemente Vitalina Varela nunca tenga una estrella con su nombre en el Walk of Fame de Los Angeles pero su presencia cinematográfica será indestructible y anidará en la memoria por venir del siglo y su cine. La singularidad de su mirada esculpida en el tiempo arderá en su eternidad. Las películas no son la vida y Pedro Costa no puede prometerles a sus actores ni mejores condiciones de existencia ni una felicidad empírica, no puede ofrecerles nada más y nada menos que el tiempo compartido de la amistad y un puñado de películas hechas en colaboración, la materialidad fantasmagórica de la pantalla que sirve para compartir sus historias y que nos hace preguntarnos: ¿a qué distancia de mí (de nosotros) existe Vitalina? Si pensamos en dónde se juega la conjunción entre cine y política actualmente, quizás sea en buena medida precisamente allí donde relampaguea la conciencia de que la identidad plena entre arte y política es ilusoria, en la afirmación de la distancia entre la política de la estética ‒en tanto atañe a la práctica artística‒ y la estética de la política ‒en tanto atañe al espacio-tiempo de la emergencia de un sujeto político colectivo‒, la certeza de que la política del cine está en la forma y que no alcanza para transformar el estado del mundo ni remplaza la política en las calles.

La película casi en su integridad está compuesta a partir de planos fijos (apenas hay tres ligeros movimientos de cámara) y transcurre en su gran mayoría en escenas nocturnas en los ruinosos interiores de esas viviendas precarias ‒en particular la del esposo de Vitalina‒, ante sus fachadas, en los pasillos y callejones del barrio, en un alejado bosque difusamente barruntado en sus lindes, en la capilla desierta y en el cementerio (si bien hay algunas escenas que transcurren de día en interiores en las cuales se cuela el sol por la ventana de una manera indirecta, no hay exteriores de día excepto hacia el tramo final en el cementerio y las dos secuencias filmadas en Cabo Verde). Se dibuja de esta manera todo un inmenso paisaje de profunda negrura que remite en alguna medida al expresionismo, casi una metafísica de la oscuridad en tanto fuerza que se plasma en forma plástica, dramatúrgica y simbólica como un combate entre la luz y la tiniebla: un fondo indiferenciado del que brotan los seres y al que vuelven, una vida no orgánica de las cosas que desafía los límites de la individuación y se vislumbra como una presencia amenazante, acechante. Esto se manifiesta muy precisamente en unas palabras que Ventura le dirige a Vitalina como un rezo que ella repite en plena noche al aire libre en el recóndito bosque en el último trecho de la película: “Era duro el camino. A los dos lados y abajo, la oscuridad cubrió la tierra entera. Sobre el monte más alto, llegando al fin, de repente, su cara se iluminó con una luz dócil pero inmensa. Todo se aclaró. El valle y la sierra. Y la mitad del cielo apareció como pura luz de luna. Esa cara radiante era la que Judas no llegó a tocar. Pero la otra, la que él besó, permaneció oscura, como si escondiese su crimen. No brilló ninguna luz. Era una noche inmensa partiendo el mundo en dos. Y esa mitad era la que permaneció envuelta en sombras. Y de esas sombras nacimos nosotros.”

La película empieza con un formidable plano en las afueras del cementerio de una profundidad de campo endemoniada de la que emerge lentamente una procesión de hombres que sale del funeral del marido de Vitalina para luego retornar a sus casas en las barriadas siguiendo el tránsito del cementerio al hogar. Dos de ellos se dirigen a la casa vacía del muerto, vemos un plano de la cama primero con la luz apagada y al encenderse notamos una gran mancha de sangre en el costado del colchón ‒una manera muy concisa de presentar evidencia relevante para trazar el cuadro del personaje del marido a partir del fuera de campo‒. Los hombres limpian la casa, friegan el piso, queman algunas pertenencias, esparcen humo para renovar el olor del ambiente, lamentan que “se llevó todo a la tumba”. En toda esta primera secuencia hay una predominante presencia masculina, Vitalina aún permanece en fuera de campo, su figura se introduce de a poco en escena con cierto suspense como en una película clásica mediante una construcción indirecta a tráves de insinuaciones sucesivas. 

Su primera aparición en pantalla tiene lugar en la impresionante secuencia en el aeropuerto compuesta por una serie de planos acompañados con el ruido molesto, lacerante y repetitivo de las turbinas aún en funcionamiento y unas alarmas que generan cierto malestar en el espectador. En el primero de ellos,  un plano general muy abierto de la plataforma de aterrizaje del aeropuerto de noche, vemos la diminuta figura ensombrecida de Vitalina en la puerta del avión completamente aislada mientras la escalera móvil se acerca hacia allí para permitirle descender. Luego hay un plano del lado opuesto de la plataforma de cuyo fondo oscuro emerge un grupo de mujeres negras caminando hacia adelante, las empleadas de limpieza del aeropuerto que fueron a recibirla. Y luego hay dos planos fragmentarios y sucesivos de los pies de Vitalina desnudos y sudados bajando las escaleras como si llegase de otra parte, semejando la resurrección de Lázaro o un muerto-viviente del cine de terror. Toda la escena está teñida de un tono espectral completamente abstracto, algo casi irreal que induce a pensar en el limbo y el estado de excepción que se cierne sobre la vulnerable condición de los inmigrantes ilegales. El plano siguiente reúne a Vitalina y las cinco mujeres dramatúrgicamente dispuestas como un coro trágico que se lamenta por su destino y se solidariza con ella en tanto comparten su condición de mujer, ella avanza con su equipaje y se ubica enfrente del coro, de espaldas a la cámara y entre ellas tiene lugar un intercambio verbal solemne: le transmiten el pésame, le dicen que llegó tarde al funeral, que no tiene nada que hacer en Portugal, que la casa donde él vivía no es de ella, que se tiene que volver. Sin embargo ella va a afirmar que su destino es quedarse en Portugal por el resto de sus días. 

Después la vemos llegar con su maleta a la casa de su marido muerto, una silueta o sombra oscura atravesando el umbral de la puerta al fondo del plano. Recién en el siguiente plano medio la podemos ver un poco más de cerca, una franja de luz atraviesa la mitad de abajo de su rostro, al cruzar el portal se golpea la frente contra el marco de la puerta, y tras la violenta sacudida, finalmente el resto de su rostro, aturdido por el golpe y con los ojos cerrados al principio, queda bañado por la luz. Los golpes en la cabeza (en otro momento un pedazo de techo se le cae encima) así también como la referencia recurrente a “hacer el revoque de las paredes y poner las baldosas en el piso” van a ser pequeños elementos que escanden un ritornello de sus padecimientos materiales signado por un contrapunto entre, por una parte, el presente de desamparo, duelo, inmigración, soledad y la miseria de la casa sin terminar de su esposo en la que ahora va a instalarse Vitalina pero que no le pertenece, la asociación de la obra a mitad de camino con aquello que nunca se pudo concretar, una sensación de ruina permanente, de promesa indefinidamente postergada, y por otro, la memoria del estado de plenitud y auto-suficiencia de ellos dos juntos en la casa que construyeron con sus propias manos en Cabo Verde cuando eran jóvenes. En un momento más adelante dice: “La casa que construimos juntos en Cabo Verde es incomparable”. Mucho tiempo pasó, ella no conoce el lugar al que acaba de llegar ni qué fue de la vida de su marido allí, y además la chabola oficia ocasionalmente como rancho para sus amigos cercanos que entran sin pedir permiso, su uso es muy ajeno a la dinámica de un espacio doméstico y privado, de modo que Vitalina debe lidiar constantemente con una sensación de invasión, extranjería e impropiedad.

Los parlamentos de ella hablando sola dirigiéndose al espectro de su marido en el acto de saldar las cuentas así como la rememoración conjunta a partir de los diálogos con las otras personas allegadas que lo conocieron, le confieren a la película una signatura fantasmagórica que remite a una dimensión de la memoria y del pasado que coexiste con el presente. En términos idiomáticos los personajes hablan en una combinación entre el criollo caboverdiano ‒que deriva del portugués colonial‒ y el portugués mayor, algo que tiene cierto peso y relevancia para la trama, sobre todo en la última parte (dicen que a los espíritus de Cabo Verde hay que hablarles en portugués). Vitalina es perfectamente consciente de que el amor entre ellos ya se había perdido mucho antes de la muerte de su marido. En un momento tras contar, entre otras cosas, que se casaron por registro civil y por Iglesia, dice: “no queda nada de ese amor, de esa claridad”. Ella no se reconcilia con él tras su desaparición: “Tu muerte no puede erradicar todo el mal que hiciste.” Y también: “No voy a llorar por un hombre miserable.” El dramatismo de no haber llegado al entierro, de no haber podido ver por última vez el cuerpo de su amado es un elemento que resuena fuertemente en varios nudos de la trama: “No confío ya en vos ni en la vida ni en la muerte, tu cuerpo en el cementerio, en el ataúd, no lo pude ver, ¿estás enterrado bajo tierra?” También abundan los símbolos religiosos, la cruz en el altar junto con las fotos, la vela encendida, las flores, el pañuelo negro sobre la cabeza, toda una ritualidad y una gestualidad del luto. Vitalina se golpea la cabeza y es como si en sus leves gestos y movimientos, la respiración, la mirada y las palabras dichas siempre en tono bajo como susurros ‒casi como plegarias u oraciones‒ sintiéramos la rabia contenida, la tierra que tiembla y se sacude. Ella es un alma en pena, lacerante, sumergida en las sombras, tensada entre la polaridad de la desolación y el abatimiento y la fortaleza inquebrantable, la capacidad de sobreponerse a la desgracia. Pequeños detalles extraídos de su trayectoria de vida adquieren un notable peso dramático. En cierto momento ella toma en sus manos y se lleva el casco de albañil o trabajador de la construcción de su marido, el objeto circula en varios planos encarnando un hondo valor emotivo. A partir de una escena en la que se angustia visiblemente ante una fuerte tormenta aprendemos que un miedo arcaico la invade ante el feroz ruido de los truenos, pero pese a ello también la vemos subir a la noche al techo a acomodar de forma más eficaz una especie de plástico que sirve para cubrir los agujeros en un plano bastante extenso en que Costa filma su lucha contra el viento, moviendo algunos ladrillos y tablones pesados, ejecutando una serie de movimientos y acciones que ponen en juego de manera decisiva la dimensión física de su cuerpo, sus energías, su fuerza. La película acompaña este temple anímico de pesadez, vulnerabilidad y fortaleza de Vitalina con un tono de respeto infinito. 

En su último largometraje en parte inspirado por los dos tomos de libros de cine de Deleuze, Thom Andersen plantea la pregunta/posibilidad de una nueva ola de la imagen-afección y propone una serie de imágenes de primeros planos de rostros de diferentes directores modernos y contemporáneos, uno de los cuales es Vanda dormida en su cuarto. La ligazón así establecida resulta pertinente: tanto los rostros de Vanda como ahora de Vitalina o también de Ventura son filmados por Costa en primeros planos explorando todas las posibilidades del baño de luz y sombra sobre sus rasgos, el punto de subjetivación de la mirada, la inscripción de toda una serie de afectos sobre la superficie negra de sus rostros. Hay planos en los que realmente la intensidad del encuadre pasa por los micro-movimientos de la mirada de Vitalina, casi nunca dirigida directamente a cámara, aunque sea frontal en varias ocasiones e incluso con la mirada perdida en un punto indeterminado, encarnando la densidad de su trayectoria vital, su dolorosa experiencia interseccionalmente signada por la dureza de las condiciones materiales de vida y por su condición feminizada, racializada, migrante y viuda. Varias veces en la película hay miradas estremecedoras que permanecen en segundo plano o hacia el fondo en una gran profundidad de campo que demanda un esfuerzo muy grande del espectador para enfocarse en ese detalle, ver esa zona del campo visual y mantener la atención, pero la recompensa no tiene medida pues allí vibra el punctum absoluto de ese momento. 

Recién aproximadamente a los veinte minutos aparece con centralidad el personaje de Ventura ‒antes se lo había visto apenas lateralmente‒, encarnando esta suerte de cura maldito en un estado de desesperación espiritual, cuya fe está en crisis, entregado al alcohol, caído literalmente en el piso, su mano temblequeando con la expresividad realzada por el exagerado parkinson, deambulando como alguien perdido y sin destino por esos pasillos laberínticos e interminables que no dan a ninguna parte, murmurando para sí mismo palabras un tanto incomprensibles pero que evocan los golpes de la vida y su vocación piadosa al borde del colapso. En un principio las líneas narrativas de Ventura y Vitalina van por separado, luego eventualmente el trayecto espiritual de dolor y necesidad de sostenimiento mutuo los hará cruzarse y acompañarse en sus soledades a través de la fe, el rezo, la misa, el religare de los desamparados. El primer encuentro entre los dos se concreta finalmente en la capilla en la que Ventura es habitué y único feligrés. La secuencia empieza con un plano de varios minutos en el que él está sentado, cabizbajo y ensimismado, ella entra, se persigna a su lado y sigue caminando hacia las primeras filas de sillas, él le dice que no hay misa, que ya nadie viene, ella se vuelve hacia él, él permanece de espaldas a ella, se produce un juego entre sus miradas ‒la de ella al fondo en una gran profundidad de campo se dirige a él, mientras que la de Ventura, ubicado bastante más adelante, está clavada en la nada‒, ella le pregunta si no se acuerda de ella, le dice que él estuvo en el entierro de su marido hace siete días, entonces Ventura se levanta y se acerca caminando, le da la mano y le dice unas palabras de consuelo, luego siguen conversando y finalmente él también le insiste en que no tiene nada que hacer en Portugal, y tras una queja de Ventura por la pésima situación material y espiritual de la capilla, ella le narra un episodio que ella misma presenció en Cabo Verde hace mucho tiempo referido a un grupo de personas que viajaron hasta la parroquia donde Ventura cumplía su oficio para ser bautizados pero él se negó a hacerlo por motivos de rigidez doctrinaria, y en el viaje hacia Tarrafal en busca de otro cura sufrieron un accidente automovilístico y murieron, cuestión que lo sigue torturando hasta el día de hoy. Ella le pide que celebre una misa para su marido y para ella en la que se ponen a la vez en juego la relación de Vitalina con el fantasma de su marido y la fe de Ventura que no confía más en su autoridad como sacerdote consagrado a los dioses. Entre ambos se genera una especie de complicidad y alianza, su vínculo deviene un lugar de refugio ante la intemperie. Ventura le dice en un momento: “Compartimos el luto, tú perdiste a tu marido, yo perdí la fe en esta oscuridad.” Otra escena importante que los reúne es la de la misa: luego de que Ventura canta unos versos de una canción, hay un plano medio extenso de él parado detrás del altar de madera haciendo el rezo, sus palabras procuran recalcar los aspectos virtuosos del difunto pero la conmemoración de su vida le desencadena reacciones que lo hacen perder el hilo y termina cayendo al suelo después de una especie de ataque de llanto en medio de la desesperación. Inmediatamente después viene un primer plano de Vitalina en que tiene lugar este diálogo sordo: 

-Vitalina: ¿por qué estás en contra mío y de su lado? 

-Ventura: ¿acaso no soy un hombre como ellos?

-Vi.: ¡Hijo de Caín!

-Ve.: ¿Un trabajador como los otros?

-Vi.: ¡Los hombres favorecen a los hombres!

-Ve.: Un inmigrante como los otros… Yo cerré sus ojos amargos. 

-Vi.: Cuando ves el rostro de una mujer en el ataúd, no podés imaginar su sufrimiento.

En el Q&A de una de las proyecciones Costa dijo: “Vitalina está diciendo que los hombres son cobardes y eso es verdad.” Esa es la venganza que la película lleva a cabo. Vitalina rompe el pacto patriarcal de complicidad masculina que pende en torno a la memoria y la evocación de la figura de su marido. Hay todo un tramo en que Vitalina va hablando con todos las personas a su alrededor que lo conocieron y fueron sus compinches y a ella le toca narrar la injusticia que padeció reponiendo el costado oscuro de su vida: Joaquim la abandonó en forma súbita e imprevista, dejó Cabo Verde rumbo a Portugal, le prometió un pasaje en avión para reunirse nuevamente en Europa que nunca llegó y pasaron alrededor de cuarenta años de esta separación. A través de las diversas conversaciones llegamos a saber que él desapareció por completo y rehizo su vida, acostándose con otras mujeres, errando entre los oficios de la construcción y la electricidad, el desempleo, el vagabundeo, la prisión, el robo, el alcohol y las drogas, hasta el extremo de la desgracia en que fue tragado por las sombras. En un momento ella abre las puertas de la casa, el sol se filtra adentro, la vemos en un plano frontal con un leve movimiento de cámara vertical que la acompaña en el gesto de pararse mientras escuchamos y sentimos en fuera de campo a un montón de amigos y conocidos del barrio ‒todos varones‒ entrar para darle las condolencias a modo de acompañamiento en el luto en su carácter de viuda, ella como buena matrona les da de comer, comparten una comida en silencio, le dicen que van a arreglarle el techo, ella no les responde, es desconfiada, entre ellos y ella se dibuja una distancia infranqueable (la manera en que esto se trastoca hacia el final restituye quizá la fe en el otro, en la posibilidad de la comunidad de tejer vínculos igualitarios y en la solidaridad por abajo). Hay una pareja que se queda a comer, Ntoni y Marina, que van a reaparecer en algunas escenas ‒ella está enferma, más adelante sabremos por Ntoni que su relación no anda muy bien y finalmente que ha muerto‒, él come y dice que extraña la comida casera, hablan de verduras, del sabor de la calabaza, la mandioca y la batata por contraste con los enlatados que recolecta como desechos en los supermercados, finalmente cuenta que conoció a su marido en la prisión, que era buen cocinero y dice: “Los que bebemos, los que robamos, podemos ser muy deshonestos pero también sabemos cómo ayudar a nuestros compañeros. Él nunca se olvidó de mí.”. Y en otra visita ulterior mucho más adelante, Ntoni en un diálogo con Vitalina dice: “A veces, incluso si hay amor, las cosas no salen bien.”, a lo cual ella le responde: “No te engañes. Si hay amor, las cosas van a salir bien. […] Ntoni, el amor es tan importante.”

El tramo final de la película nos reenvía de nuevo al cementerio, hay un nuevo entierro, Vitalina y Ventura son los únicos presentes en la ceremonia, solamente acompañados por los dos trabajadores del lugar encargados de transportar el ataúd y cubrir el pozo bajo tierra, que en cierto momento salen de la escena, dejándolos solos y pensativos ante el túmulo. Tras unos momentos Ventura le da la mano a Vitalina, se alejan de ahí, hacen una caminata por el cementerio, se demoran unos momentos frente a otra sepultura en un estado de dolor, meditación y lamento, todo un ejercicio de recogimiento. Pero nosotros espectadores no sabemos bien de quiénes son esas tumbas: ¿vuelven a enterrar al esposo de Vitalina más dignamente de manera que ella pueda presenciar la ceremonia?, ¿o es el cuerpo de Marina cuya muerte anunció Ntoni en un previo encuentro azaroso afuera del cementerio? Previamente vimos algunos planos en los que Vitalina se desliza fugitivamente entre las sombras, se aleja caminando sigilosamente hacia las afueras y entra de noche en un apretado bosque de difusa cartografía donde se pone a trabajar la tierra para el cultivo como en su patria natal ‒percibimos intensamente la fuerza telúrica y la sensualidad de una remolacha al desenterrarse‒. Pero la narrativa es tan elíptica y llena de agujeros que por momentos también podemos pensar que está intentando exhumar el cuerpo de su esposo de una improvisada fosa. La cuestión es objetivamente indecidible ya que hay indicios en un sentido y en otro pero se trata apenas de cabos sueltos, la trama no provee una evidencia contundente al respecto, la omisión de una determinación unívoca es una decisión deliberada en la economía narrativa de la película que formula preguntas y las deja sin respuesta. Esta ambigüedad conecta internamente de forma estrecha el retrato y la épica como las dos caras de una misma moneda uniendo el dolor de Vitalina por la muerte de su marido con el dolor por la muerte anónima de cualquiera de esos inmigrantes caboverdianos. Como si la fe de Ventura y la sensibilidad realzada ante el dolor extremado por la separación y la vulnerabilidad de Vitalina los convirtieran en las únicas dos criaturas encargadas de cuidar a los muertos, enterrarlos, honrarlos, cumplir los ritos. La vida de cada uno de esos eternos errantes importa. 

Inmediatamente después de la secuencia del cementerio hay un primer plano de Vitalina acostada en la cama pero despierta y sobresaltada porque escucha ruidos en el techo, la vemos salir en un plano fragmentado de sus pies cruzando el marco de la puerta y luego una toma de varios hombres limpiando y preparándose para reparar el techo en medio de un cielo azul a pleno sol rodeado por una masa de nubes, uno de ellos mira hacia abajo en dirección a donde está ubicada Vitalina y entendemos que vino a cumplir la promesa que le había hecho cuando estaba recién llegada. Ahí hay un corte y la película pasa a su último plano, una toma general del rancho de Vitalina y Joaquim en Cabo Verde, también un exterior de día, él arriba del techo manipulando un balde con material para fijar los bloques, ella abajo levanta un pesado ladrillo, lo coloca sobre su cabeza, lo sube por las escaleras y lo deposita arriba, al lado de donde él está batiendo la mezcla, se acerca a él, lo abraza, él la aparta hacia un lado un poco jugando y un poco inmerso en el trabajo tirándole una pizca de polvo sobre los ojos para molestarla, ella se aleja y da unos pasos hacia atrás sacudiéndose los ojos, salta a la otra parte del techo, da unos pasos hacia adelante y mira el horizonte en fuera de campo mientras se limpia los ojos. Una situación cotidiana e idílica, sin ningún tipo de subrayados pero que inserta en el espiral de la película adquiere muchas resonancias. Ya unos minutos atrás había habido otro cortocircuito en la linealidad temporal con la introducción de una serie de dos planos que remiten al pasado compartido entre Vitalina y Joaquim en Cabo Verde en la casa que construyeron juntos siendo jóvenes: en el primero, un interior muy oscuro, él está dormido en la cama, ella ya está despierta, se levanta y sale de la habitación; en el segundo, vemos una parte de la fachada de la vivienda rodeada por el paisaje abierto de una cadena de cerros a la luz del sol ‒un entorno circundante absolutamente diferente de todo lo que hasta ahora habíamos visto‒, Vitalina sale al exterior y contempla hacia el fuera de campo. Estas dos secuencias en concreto ‒el plano final y estos otros dos empalmados unos momentos antes‒ son bloques de memoria del pasado que se adhieren al presente de la percepción formando un circuito de coalescencia entre lo virtual y lo actual. Son planos del pasado en la lectura cronológica que remite a la historia de vida en común en Cabo Verde cuando eran jóvenes, pero son algo presente en la memoria de Vitalina, hay un desdoblamiento de las temporalidades de manera que el pasado y la memoria son algo absolutamente presente y constitutivo del ahora, el ahora no es el puro presente de la percepción sino que es también la simultaneidad de la memoria. La persistencia de una imagen, de un recuerdo, se mide por la activación en el presente que puede suscitar, los efectos que sigue siendo capaz de desatar. Como nos dijo Nicole Brenez a Ramiro Sonzini y a mí en una conversación en Mar del Plata, si bien el último plano de la película es parte del pasado de Vitalina, también es parte del presente del cine. Y ese pasado que es presente puede quizás en el fondo apuntar a un porvenir. Este plano final es como un regalo de Pedro Costa, un pedazo de cielo azul para Vitalina. Es como si fuera la respuesta personal de Vitalina puesta en pantalla a la pregunta planteada en Afterlife (Koreeda, 1998) sobre cuál es el plano que uno elegiría para quedarse a vivir en el eterno retorno de un loop imaginario: Joaquim y ella erigiendo su casa ladrillo a ladrillo con sus propias manos, los dos jóvenes amantes se tienen el uno al otro en ese momento fugaz de un lirismo sobrecogedor y a la vez insignificante. En ese sentido, probablemente ésta sea la película de Costa cuyo final resulta más esperanzador: la localización de las tumbas en la visita al cementerio parece darle a Vitalina cierta paz en su relación con los muertos, tal vez un ciclo se cierra y algo del orden de la relación con los otros empieza a sanar, el religare de la comunidad quizás es posible nuevamente, en eco con la memoria del último plano los vecinos del barrio finalmente se juntan para reparar el techo de su vivienda. La persistencia de Vitalina para seguir adelante y hacer frente al porvenir, la luz del sol y el azul del cielo anuncian la posibilidad de un nuevo (re)comienzo. El cielo para los pobres.



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