Por José Miccio
1. En Robocop, un minuto antes de que el policía Murphy sea cosido a balazos, un diálogo entre dos delincuentes incluye esta línea: “No hay mejor manera de robar que la libre empresa”. En La masacre de Texas 2 el curioso emprendedor dedicado a la elaboración y venta de productos de carne humana, tan buenos que ganan concursos regionales en Texas, se lamenta porque los impuestos entorpecen la actividad empresarial. En La gente detrás de las paredes los habitantes del barrio descubren que la pobreza en la que viven se debe a que los villanos especulan con inmuebles y acumulan dinero por el solo gusto del dinero, no importa lo que pase alrededor. El cine de Hollywood de los 80 abunda en referencias de este tipo a valores que, sin ser nuevos, se imponen con especial fortaleza en los años de Reagan. Aparecen también en películas de las que seguramente recordamos su encanto pop, como Buscando desesperadamente a Susan, cuya historia central puede resumirse así: una joven ama de casa disconforme con su vida abandona al esposo, vendedor de bañaderas y saunas que escucha por radio la evolución de la bolsa, y se queda con el proyectorista de una sala de cine de barrio que pasa películas como Pattern for Plunder, una rareza de 1963. (Atentos, amigos y amigas: Rosanna Arquette puede elegirnos). Y aparecen incluso, como guiños al presente, en películas cuyas historias están situadas en otra época; es el caso de Baby It’s You, que transcurre entre el 67 y el 68 y en la que, antes de que la relación entre el chico admirador de Sinatra y la chica con aspiraciones de actriz concentre toda la atención, un profesor trata en clase el concepto de meritocracia; y es el caso de Dirty Dancing, que transcurre en 1963 y en la que el personaje que solo piensa en sí mismo le muestra a Jennufer Grey The Fountainhead como si fuera la Biblia (el libro está bien arrugado y lleno de anotaciones) y le dice: “Hay gente que importa y hay gente que no”. Igual de dura -pero dicha desde la resignación, no desde la ambición de dominio- es la consigna que usa en su testimonio televisivo Keva Rosenberg, presentado como “Unemployed person”, en Robocop: “Es una sociedad libre, pero nada es libre porque no hay garantías. Cada uno por su cuenta (you’re on your own). Es la ley de la selva”. Desigualdad, meritocracia, especulación, individualismo extremo: son las banderas de un tiempo en el que las comunidades se desintegran. Son, según parece, las banderas de nuestro tiempo.
Apuesto a que muchos han visto esta escena alguna vez:
La canción es “Old Time Rock and Roll” de Bob Seeger, el muchacho en calzoncillos es obviamente Tom Cruise y la película es una obra maestra del cine político. Permítanme contarles por qué.
Risky Business, el clásico (creo que merece ese título) que Paul Brickman dirigió en 1983 y que puso la carrera de Tom Cruise en dirección a las estrellas, es una de las películas de Hollywood que mejor captura el pasaje al desierto neoliberal. La historia se desarrolla durante los días en los que Joel -alumno del último año de preparatoria, chico algo apocado y virgen- se queda solo porque los padres se van de viaje. Las reglas son claras y no necesitan exponerse más que en sus bordes, tal como sucede con la ecualización del equipo de música, ajustada al buen gusto adulto burgués: responsabilidad, estudio, cuidado de las cosas, mantenimiento del jardín. Durante media hora la película amenaza con ser una más entre las tantas películas de iniciación sexual que florecieron en aquellos años (entre ellas hay que contar Losin’ It, protagonizada por el propio Cruise y estrenada también en 1983). Después, a partir de la llegada de Lana (Rebecca De Mornay), la prostituta con la que Joel debuta, Risky Business se sumerge en una segunda iniciación, que termina por absorber a la primera: la iniciación en la lógica de los negocios tal como los entiende el neoliberalismo triunfante. El de Brickman es un coming on age a la vez único y bien de su tiempo: Joel no encuentra padres sustitutos (Karate Kid), no se enfrenta a la muerte (La historia sin fin, Cuenta conmigo), no conoce el amor ni otras culturas (Crossroads, ET), no toma contacto con el Mal o las pulsiones sexuales indomesticadas (Christine, Terciopelo azul), no se ve envuelto en el viento cruel de la Historia (El imperio del sol) y ni siquiera el sexo, que es lo que pone todo en funcionamiento, resulta la experiencia fundamental de su vida joven. Por lo menos no el sexo en sí mismo, que en la película es una mercancía más: no solo Joel paga para debutar sino que después, metido en una serie de problemas, usa su casa como prostíbulo y se convierte en un improvisado proxeneta. Los días con Lana funcionan como el final real de sus estudios, y más allá de algunas fricciones, están en perfecta continuidad con ellos. Lana le da a Joel un curso acelerado de Business, la carrera que quiere estudiar en Princeton y para la que se prepara en el colegio con su proyecto de “Empresarios del Futuro”.
Miren cómo se despliega esta bandera:
Por supuesto, Lana -que durante varios minutos aparece con un buzo de Princeton- educa de un modo diferente a como educan los profesores con título. Su escenario es la calle, no el aula, y todos sabemos que los problemas de un ámbito no pueden resolverse, al menos no enteramente, con los instrumentos y las lógicas del otro. Lana (y con ella la película, que le pertenece como Fausto pertenece a Mefistófeles, como Blancanieves pertenece a la bruja) se maneja en una escala chica, todavía asimilable a la del mafioso local, preocupado por la nueva e inesperada competencia, lejos de las grandes ligas pero en las ligas, lo que presenta riesgos y posibilidades que no tienen lugar en el proyecto de la escuela, condenado al laboratorio. Pero, aunque así de notables, estas diferencias no impiden un acuerdo fundamental. Un acuerdo de orden filosófico, sobre el que todo lo demás se levanta. Un acuerdo ontológico: los seres humanos nos definimos por la búsqueda del beneficio propio. Nuestra verdad es el egoísmo. Lo dicen el aula y la calle. La única clase formal que vemos tiene como protagonista a un profesor viejo y pelado, especie de Miltron Friedmann, filmado primero en un perfil de voluntad grotesca, que pronuncia las palabras del catecismo: afán de lucro (profit motive), competencia, libre mercado. Todo eso que el profesor dice Lana lo expresa en cada acción, como si fuera el origen o la encarnación de los conceptos. Temeroso y admirado, en un parlamento en off Joel la describe así: “Era increíble cómo le funcionaba la mente. Ni culpa, ni dudas ni miedo. Ninguna de mis especialidades. Solo la descarada persecución de la satisfacción material inmediata”.
De manera que la selva del dinero tiene docentes de aula y docentes de campo. Y sobre todo eso: es una selva, como sostiene Kera Rosenberg en Robocop. Con calma, Risky Business suma signos de su tiempo, lo suficientemente obvios como para quererse representativos pero no tan numerosos como para ahogar la ficción en un sistema de reconocimiento continuo. El video de Jane Fonda haciendo gimnasia, la comida semipreparada y unos cuantos apuntes económicos alcanzan para entender que se trata de los años Reagan sin necesidad de recurrir a una foto de Reagan o a alguna de sus apariciones televisivas (Landis lo hace en De mendigo a millonario: el viejo y despreciable bróker de Ralph Bellamy tiene en su escritorio una foto del entonces presidente de Estados Unidos). Neoliberalismo, gimnasia aeróbica y new age. La ley única: el beneficio propio, económico y espiritual.
La relación entre los estudios formales y los estudios empíricos tiene, además de un acuerdo de base y unas diferencias de alcance y ejecución, dos momentos señalados: uno de crisis y uno de integración. Lana -que llega a la película precedida por un viento como de historia religiosa y cuyas primeras palabras forman la pregunta de todo enviado: “¿Estás listo para mí?”- interfiere y pule un camino. Lo interfiere porque debido al desorden que su aparición produce, la escuela suspende durante cinco días al siempre comedido Joel y lo expulsa, además, de Empresarios del Futuro. Lo pule porque debido a su magisterio en la no moral del emprendedurismo Joel es aceptado en la universidad aunque sus notas y antecedentes no se destaquen de los de tantos otros. “Princeton necesita chicos como Joel”, concluye el examinador después de una entrevista accidentada y de unas horas en la casa-burdel. En el colegio y en la calle se trata de lo mismo: definir el producto o el servicio, pensar el marketing, dividir el trabajo eficazmente y antes que nada, entregarse a la gran madre de todas las cosas, el porqué y el destino de los fuertes, la verdadera partera de la historia: nuestra señora Codicia.
En este punto, la escena fundamental de Risky Business, la que ilumina la historia de iniciación entera y le da un volumen dramático que ningún otro comin’ on age de los 80 tiene, es un diálogo que Joel y cuatro compañeros de estudios tienen al comienzo. Sucede en una hamburguesería. Dura un minuto. La vemos, si les parece:
Permítanme la torpeza de describir lo que acabamos de ver.
Uno de los jóvenes llega con la noticia de que Miles Dalby, un amigo de Joel, fue admitido en Harvard; dice también las brillantes notas que obtuvo en Lengua y Matemática, lo que hace evidente para todos la altura de la vara que los mide. A partir de esta noticia, sin ninguna clase de ripio, la conversación se dirige hacia el dinero; ni siquiera se puede decir que haya un cambio de tema porque lo que está en juego en la universidad no es solo el conocimiento sino antes que nada los ingresos que el conocimiento puede permitir. El mismo joven que trajo la novedad sobre Dalby dice: el primer año un licenciado en Harvard gana cuarenta mil dólares. La única chica en la mesa agrega: tengo un primo dermatólogo que el primer año ganó más de sesenta mil. Joel, que hasta el momento permaneció callado, hace entonces dos preguntas enlazadas: “¿Ninguno quiere conseguir algo? ¿Solo queremos ganar dinero?” (Doesn’t anyone wanna accomplish anything? Or do we just wanna make money?) Las respuestas se demoran un segundo no porque requieran reflexión sino por la sorpresa que las preguntas producen. ¿A quién se le ocurre que haya otra cosa a la que dedicar la vida salvo a hacer dinero por el dinero mismo? ¿A quién se le ocurre ni siquiera pensar en el dinero como un medio en lugar de como un fin? La intervención de Joel recuerda, sin declararlo, que si bien muchos objetivos (viajar, tener una biblioteca o un auto, acceder a ediciones de discos japonesas, vivir solo, formar una familia, surfear en todos los mares del mundo, diseñar ropa, editar por primera vez en español las tres mil páginas del Zibaldone, hacer un festival de cine en Córdoba, lo que sea) requieren dinero para ser alcanzados prometen algo, sea más o menos profundo, más o menos banal, que no existe más que en ellos. Querer algo, aun cuando podamos sospechar que ese algo y hasta el mismo querer están colonizados por el consumo, es distinto de querer hacer dinero. En querer algo reside todavía la esperanza del acontecimiento. En querer hacer dinero. ¿qué queda? Por supuesto, el capitalismo siempre quiso esto último; en la maximización del rédito se sostiene. Pero hasta cierto momento o en ciertos ámbitos -o tal vez mejor: en su configuración industrial y desde el punto de vista del empresario- era posible contar un sueño como el que Coppola cuenta en Tucker o imaginar un diálogo como ese de Ferrari en el que Enzo le dice a Maserati: “Vos corrés para vender autos, yo vendo autos para correr”. ¿Qué discusión (qué drama) podrían tener los jóvenes de Risky Business? En los términos que la película presenta, ninguna. No podrían decirse o darse a entender: yo soy fiel a los fundamentos de la nación y ustedes los traicionan, que es lo que Tucker hace con los oligopolios automovilísticos y con los legisladores y medios de comunicación que responden a sus intereses. Ni podrían decirse o darse a entender: no es solo contable lo que me mueve, como Ferrari hace con Maserati. Solo podrían medir sus cuentas bancarias. Decirse: yo tengo más. La amasé, la amarroqué, la junté toda, la levanté en pala. La re hice. El final de la escena en la hamburguesería sucede entre risas que creo correcto, entonces, calificar de amargas. Cuando todos respondieron con naturalidad que sí, que claro, que lo que quieren es hacer dinero, “un montón de dinero”, la chica le devuelve la pregunta a Joel. Joel se toma un segundo, hace un gesto reflexivo y dice lo inconcebible: “Quiero servir a mis semejantes” (Serve my fellow mankind). Es decir, no solo quiero algo sino que quiero algo que no es para mí. Entonces los compañeros le tiran papas fritas y todos ríen.
La participación de Joel en la charla se resuelve con un chiste por el cual afirma su identidad común con los cuatro compañeros pero expresa una duda que a ninguno más se le presenta. La pérdida de esa inquietud mínima es lo que la película cuenta. La clave pasa por reducir o hacer desaparecer la influencia de todo principio de realidad. Primero, después de que Joel le cuente que dejó pasar una chance de debutar porque temió cometer un error y poner en riesgo su futuro, un amigo (el tal Miles Dalby, el que entró a Harvard) le enseña a decir “What the Fuck”, es decir, le enseña una manera de hacer callar las demandas sociales. Un conjuro contra el superyó. El parlamento completo es una especie de silogismo motivacional propio de charla TED, otra invención de aquellos años: “What the fuck (traduzcamos: ”Al carajo”, “Ma’ sí”) te da libertad, la libertad te da oportunidades y las oportunidades construyen tu futuro”. Después de Miles, que prepara el territorio, Lana le enseña a Joel el gran What the Fuck: adiós, responsabilidades, adiós bien común (adiós, viejo meado); bienvenido, vacío moral del lucro, qué bien olés. Suburbios burgueses, pedagogía, neoliberalismo: Risky Business es la gran película sobre la escuela de Chicago, ciudad en la que -oh, casualidad- todo transcurre.
Tom Cruise: intelectual crítico.
2. Para las últimas clases de 2023 les pedí a mis alumnos de sexto año que trajeran para compartir algo que les produjera una emoción estética, tema del que hablamos a menudo, con suerte obviamente dispar. Una canción, un libro, una película, lo que quisieran. Imaginé que, con toda legitimidad, alguno hablaría y mostraría jugadas de su héroe deportivo, pero no ocurrió. La tarea era simple: tenían que contar el porqué de la elección, presentarla ante la clase y seleccionar un fragmento si es que excedía significativamente el límite de cinco minutos que impuse para negociar. La única regla era escuchar con especial respeto porque quien comparte algo bajo una consigna como esta comparte algo de sí.
Es la escuela.
Nicolás llevó una canción de Nina Hagen, Carlos el final de Cinema Paradiso, Juana una carta de Pizarnik a Silvina Ocampo. H -y esto no lo voy a olvidar nunca- llevó dos escenas de El lobo de Wall Street. Cuando explicó el motivo por el cual eligió la película de Scorsese dijo que porque los personajes le parecían fascinantes. Y agregó, más para mi aflicción que para mi sorpresa: porque me gusta el dinero.
H es brillante y distraído. Como tantos alumnos que se saben capaces entendió pronto que un esfuerzo mínimo le alcanzaba para acreditar las materias en las últimas semanas del año, así que de marzo a noviembre mantuvo una atención flotante y faltó tanto como para quedarse libre. El régimen académico que la provincia de Buenos Aires estableció en la pandemia (con buenas razones) y que mantuvo vigente una vez que la pandemia terminó (inexplicablemente) le hizo las cosas todavía más fáciles. Si le interesaba el tema, H participaba, siempre con agudeza. Si no le interesaba, esperaba a que pasara el tiempo. Casi nunca molestaba. En conversaciones laterales, esos desvíos cuya adecuada dosificación constituye una de las artes secretas de la docencia, me contó que le gusta el vivac (pernoctar a la intemperie: explico porque yo pedí la explicación) y que, aprovechando las herramientas del padre, hace muebles rústicos. Cree en el emprendedurismo. Estos son los últimos tres minutos de la primera escena que proyectó:
Las historias-modelo del capitalismo industrial son historias de esfuerzo y visión. Las historias-modelo del capitalismo financiero son historias de vértigo y falopa. De ahí también la inteligencia de Risky Business, cuyo solapamiento entre iniciación en el sexo e iniciación en los negocios pone en primer plano una ultralibidinización del capital que es una de las claves de las películas dedicadas a la especulación bursátil. “Fue mejor que el sexo”, dice Michael Douglas en Wall Street hablando de su primer negocio importante: un edificio que vendió dos años después de comprarlo y le dejó ochocientos mil dólares de ganancia (“lo que ahora gano en un día”, agrega). Scorsese lleva todo al extremo. Tres cosas hay en la vida: dinero, sexo y las drogas que puedan probarse. De ahí la bienvenida que Matthew McConaughey le da a Di Caprio: le explica cómo funciona la bolsa, le recomienda masturbarse y tomar merca y lo invita a golpearse el pecho y emitir un canto primitivo, una especie de ceremonia de guerra que después, ya millonario, Di Caprio les enseña a sus propios discípulos en una arenga en la que los llama guerreros, asesinos y terroristas del teléfono. Es una escena que también yo podría haber elegido (aunque no me habría animado a llevarla a clase) pero que veo con un filtro grotesco que -por lo que alcanzo a entender- H no identifica, no porque sea intelectualmente incapaz (no es una cuestión de inteligencia, aunque sí tal vez de entrenamiento) sino porque el punto de vista de la película es resbaladizo y el mundo que presenta, vacuo, horrible y tentador.
En McConaughey se reúnen el afán de lucro, el lujo que su éxito habilita y un sentimiento de lo primitivo (o más precisamente: una inscripción ideológica acerca de lo que en verdad somos) que le ofrecen a Jordan Belfort, tal el nombre de Di Caprio en la película, otra versión de lo que en Risky Business Joel aprende en la escuela de Chicago. Evidentemente, H, que me habla del vivac y del dinero, se identifica con ese tipo y con el propio Belfort, que en un momento, después de fumar crack, en el resplandor del estar puesto, le dice a su amigo Donnie: “Corramos como osos y leones”. Para mí son criaturas despreciables, sí, pero antes aún, inverosímiles. No entiendo ni me interesan sus vidas victoriosas. Yo estoy siempre con los perdedores: con los pobres, con los feos, con los tullidos, con los sociólogos del arte. El filtro grotesco con el que veo la escena pedagógica de El lobo de Wall Street lo encuentro también en la serpiente que un bróker usa en el cuello mientras hace sus operaciones, en la imagen de Belfort con una vela roja en el culo, en la extraordinaria secuencia de las pastillas vencidas que lo obliga a arrastrarse hacia el auto y que pone a su amigo al borde de la muerte por una feta de fiambre y en una de las imágenes con las que describe a su segunda esposa: “Su concha era como heroína”. Belfort y sus compañeros son distintos en lo que hacen pero no en desmesura elloica de tantos otros personajes de Scorsese. Por decir uno: el Nicky Santoro de Joe Pesci en Casino, que termina por avergonzar a su viejo y querido Rothstein (De Niro, claro), alguna vez amigo del barrio, ahora gerente en las Vegas, y cuyas aspiraciones de estatus chocan contra la violencia desencauzada de Nicky y contra los límites que le imponen su condición de judío y la falta de naturalidad con la que se maneja en los ambientes a los que quiere pertenecer. Una ley sobre la que Scorsese insiste: no hay removedor del barrio. Ni los trajes, ni los lentes, ni la esposa más linda de la ciudad y menos que menos la gente importante, que aunque te invite a su mesa no estará de tu lado. Si naciste en el barrio, el barrio se queda con vos. Te da un estigma: todos identificarán de dónde venís. Pero también te da un poder: sabés que lo que los nacidos en cuna de oro tienen y disfrutan limpiamente no está limpio; sabés que toda riqueza tiene detrás una cloaca. En la Scarface de De Palma, en la escena del restaurante fino, Tony Montana lo dice mejor que cualquier personaje de Scorsese: “Ustedes no son buenos, ustedes saben esconderse y mentir”.
Hay algo oscuramente atractivo en esas criaturas brutas, banales y egoístas hasta el delirio, así como hay algo oscuramente atractivo en los gángsters de las películas de los años 30 en las que Scorsese no deja de inspirarse. No me refiero a lo que quieren sino a la voracidad con que lo buscan. El ritmo, el vértigo, la misma amoralidad. Todas cosas con las que es imposible tratar si le concedemos pertinencia a esa fantasía de control conocida como distancia justa, muy extendida en ámbitos de pretendido aplomo. La distancia justa son los padres. También los padres buenos, los padres concesivos, los padres progresistas. Todas las organizaciones formales e informales que velan por nuestra integridad como espectadores han querido conjurar por medio de algún catecismo el riesgo de una identificación inapropiada, pero ese riesgo es lo que hace que ciertas películas sean lo que son y es también una de las claves del arte. Uno de los personajes más dignos de piedad de la historia del cine es un asesino de niñas. Aceptar El lobo de Wall Street es para mí, que la considero una película admirable, aceptar también que H pueda sentirse tentado por la vida de sexo, guita y falopa que la película pone en escena y en contraste con la vida honesta y socialmente útil del agente estatal que investiga a Belfort y cuyo papel yo represento en la escuela, con todo orgullo, ante el propio H.
Es algo que todos sabemos. Así como Sade no es solo el contenido que identificamos fácilmente como sadiano, Scorsese (un cineasta católico, a fin de cuentas) no es solo la seducción de la vida amoral. Pero que levante la mano, sinceramente, quien, habiendo sido seducido por sus oscuridades o encantos, no haya tenido con lo sadiano o lo scorsesiano un vínculo de fascinación incorrecto, o quien se anime a decir, por ejemplo: mi interés en Bukowski se debió siempre a la hondura de su desesperación, no a los chochos y las pollas de las traducciones de Anagrama; que levante la mano, en fin, quien no haya reído o sentido vergüenza ante la peor de las hipocresías, esa entereza del burgués ilustrado que declara: la pornografía o la aceleración merquera son una excusa, un cazabobos, lo que importa está en otro lado. Pero no. Está ahí. También esta ahí. El arte no es cosa de teros: donde se grazna se empolla. Por eso, para alguien que se inicia y para alguien que permanece el tiempo suficiente en sus embrujos y riesgos, guiados no por las obligaciones sino por el accidente o la santa curiosidad, lo sadiano y lo scorsesiano bien pueden ser las sirenas que nos cantan cuando todavía no aprendimos a atarnos o cuando el tiempo o el coraje aflojaron ya los nudos. Blanchot recuerda que, conocedor del peligro, Ulises disfrutó “sin riesgos y sin aceptar sus consecuencias”, que se entregó a un goce moderado, “cobarde, mediocre y tranquilo”. Quién sabe, tal vez en el aula yo estaba siendo testigo no (solo) del trabajo de la ideología y del papel cumplido en su formación y fortalecimiento por lo que todavía hay quienes llaman una película peligrosa, sino del comienzo de un viaje. Podía, como se dice, tirarle a H una soga. O una guía de lectura. Insistir: fijate en el agente estatal, fijate en el agente estatal. Me dije: mejor no. Pero por supuesto, hice esto último.
Es la escuela.
Delham, que así se llama, ofrece en segundo plano una vida humilde y honesta como alternativa a las máquinas de autosatisfacerse que son Belfort y sus discípulos. Viaja en subte, usa ropa común, gana unos pocos miles de dólares al año y se mueve con calma, en un ritmo que no es el de la película. En un momento, Belfort aparece de espaldas, desnudo, después de una orgía, frente a un ventanal desde el que se asoma a la ciudad y su neón. En otro, rimado, el que aparece de espaldas es Delham, con su ropa de trabajo, un día cualquiera en su oficina blanca y marrón, frente a un organigrama que se despliega en un rectángulo equivalente al ventanal y en el que registró la información sobre las operaciones de Belfort.
La primera es una expresión del dominio: acá mando yo. La segunda una expresión del deber: esta es mi tarea. Una tiene como origen y objetivo al mismo Belfort. La otra tiene como origen y objetivo el estado y la ley. Mi convicción ideológica está con Delham. Mi interés cinematográfico con Belfort.
¿Qué hacer?
¿Una película que nos mantenga a salvo?
Lo que pasa en El lobo de Wall Street es similar a lo que pasa en Casino y en Buenos muchachos, que pueden verse como una trilogía de la promoción social por medio del crimen. Y es lo contrario a lo que pasa en Los asesinos de la luna, que tiene la misma estructura (hombre de mediana edad ingresa en un mundo nuevo, se desentiende de las consideraciones morales, si es que tenía alguna, progresa tanto como para que se vuelva peligroso, encuentra un límite y finalmente delata a quienes lo ayudaron en su ascenso) pero funciona de maneta exactamente opuesta. Como no existe posibilidad de que el punto de vista se torne resbaladizo (la historia no lo permite) Scorsese le quita a su personaje cualquier atractivo y casi todas las luces, a tal punto que varias veces los que le dicen algo importante le preguntan a continuación si entendió. El garbo y el carisma de Di Caprio en El lobo de Wall Street se convierten en la máscara miserable de Los asesinos de la luna; basta observar cómo la quijada y la expresión border avanzan junto a la historia para entender que ocupamos en la película el lugar exactamente opuesto al de Mollie, su esposa y victima. Es una cuestión central. La simpatía que Mollie reconoce en Di Caprio Scorsese nos la niega a nosotros, así que cuando él la hace reír, ella ríe sola, y cuando ella le dice que es un hombre dulce y agradable no queda más que pensar que necesita nuestra tutela, así como, por oros motivos, la necesita en la historia. Este desacople produce una distancia más lastimosa que crítica. Vemos a Mollie con una mezcla de incredulidad y pena. Pobrecita, un idiota (no un genio oscuro de la manipulación) la engaña. Di Caprio es el nexo entre el Mal encarnado de De Niro -el Señor de la Muerte, con sus anteojos de lechuza- y la pureza corrompida de los aborígenes osage, arreciados unos por el alcohol, otros por la melancolía y todos por los blancos y el afán de lucro que los mueve. H no disfrutaría Los asesinos de la luna del mismo modo que El lobo de Wall Street (creo que le interesaría, de todos modos). Pero eso no es un buen motivo como para preferir una película sobre la otra. Es el cine, me digo. Hay que aceptar los riesgos.
Es algo especialmente importante hoy que parece importar poco. Porque en el Congreso de la Nación hay que explicar lo (que creíamos) obvio, citar a Darín y recurrir estratégicamente a argumentos siempre sospechosos como los que derivan del reconocimiento y el prestigio, pero en la Semana de la Cinefilia -creo entender- las cosas son distintas y es posible recordar, entonces, que junto a la desfinanciación y a esa mezcla de prepotencia, ignorancia y mala fe que practican a diario y en todas partes los agentes del dispositivo económico-cultural de la ultraderecha envalentonada, el mayor riesgo que nos presenta este tiempo atroz, que legítimamente aumentará sus reclamos, es concreto y tiene historia: el riesgo es mantener la vara a altura media, volvernos ilustrativos y testimoniales, culturalistas e identitarios, pedir películas que nos confirmen y entonces puedan calificarse, sin esfuerzo ni compromiso real, de necesarias, esa llave infalible para la defección estética. Películas seguras, libres de toda sospecha, aptas para la Mirada Preocupada. O en mis términos humildes: películas que seguramente H no elegiría. Después de que reprodujera el segundo fragmento de El Lobo de Wall Street -le di diez minutos, como verán fui elástico y discrecional- le pregunté sobre esas vidas vacías, sobre la banalidad del lujo, insistí sobre Denham, el reaseguro moral con el que Scorsese juega y en quien se expresa la gran tradición populista de Hollywood: la nación tiene unos padres fundadores pero se sostiene en los hombros humildes de la gente común; el propio Belfort lo sabe porque cuando quiere quedar como un ciudadano sensible habla de los trabajadores, los maestros, los bomberos y los agentes del FBI como Denham, por quienes Estados Unidos existe y a quienes por supuesto desprecia. Cuando vuelvas a verla, fijate en la bandera, le dije, en la conversación en el yate, de qué lado está y cómo se mueve para llamarnos la atención, imaginala celeste y blanca.
H me contestó: ya sé que no hacen nada productivo, pero la pasan bien. Días después, en la colación, me pidió que le entregara el diploma, y en la fiesta de egresados me invitó a compartir un puro con él y sus compañeros más cercanos, en lo que creo fue una ceremonia de reconocimiento y despedida. Aproveché la escena para preguntarle lo obvio. H me miró extrañado. Después dijo, serio:
-A Massa, profe, las tres veces. ¿A quién voy a votar?
3. No me di cuenta a tiempo, pero tendría que haberle recomendado a H otras películas, no en función de corregir o limitar los efectos de una que se salió del marco, como si la tarea docente (de un docente de Literatura, además) consistiera (solo) en reencauzar todo posible riesgo sino en función de algo que sí importa: el potencial enriquecimiento de la experiencia que reside en un conjunto de obras que, por sus características, no pueden contenerse unas a otras, más allá de que algo en común permita agruparlas. Pensé en Risky Businnes, cuya revisión me condujo a este texto (con tristeza, vi a H en la hamburguesería). Pensé en Wall Street, claro, que cuenta la historia de un Joel con cinco años más, tironeado por dos figuras paternas: el especulador al que le extirparon la ética, según lo define alguien, y el humilde trabajador que encarna el imperativo categórico y la verdad del barrio y la nación. Pensé en The Big Short de Adam McCay, en la que no hay ambigüedad ni drama de conciencia sino denuncia. Y pensé en una película argentina que comienza así:
Cambio cambio de Lautaro García Candela empieza, transcurre y termina en el centro de Buenos Aires, visto al mismo tiempo como un escenario del trabajo y el rebusque y como un templo cuyo altar se llama Florida. Hay algo muy terrenal en la película, algo bien pegado a los personajes y a la vida cotidiana, pero hay también un deslumbramiento por las calles, por su sociabilidad y ritmo, que no está contenido enteramente en la historia a la que da lugar y que trata de atraparlo. Un excedente. La plusvalía estética (irreductible a cualquier fórmula) que distingue un plano de una imagen y una película de un audiovisual. Es tan notable el amor con el que la ciudad está filmada que Cambio cambio puede verse a la luz del video con edificios porteños que al final, como carta de estos tiempos, el chico le manda a la chica de la que está enamorado, solo que, claro, la chica de García Candela es la propia Buenos Aires. El chico es Pablo, veinticortos, olavarriense, lindo pibe, como se dice, de carisma tímido, primero repartidor de volantes, después arbolito, tecladista en una banda que se llama Prisioneros de la noche y toca, según su propia definición, “punk… punk melódico”, un doble hilo del cual tirar; como si dijéramos: ahí se mueve la película, entre Kohon y alguna de Boom Boom Kid. La chica (la chica humana, quiero decir) es Florencia, empleada en un negocio de accesorios para celulares, estudiante de arquitectura, porteñísima. En la primera cita, cuando Pablo muestra respecto del levantamiento popular de 2001 cierta distancia derivada de su edad y lugar de origen, Florencia, que no le debe llevar más que un par de años, le pregunta, entre el asombro y la reconvención, si no sabe nada de la crisis y los saqueos. Entonces tiene lugar este intercambio perfecto:
-Sí, pero en Olavarría no pasó nada de eso, creo.
-Ah, sos de un pueblo.
-Es una ciudad.
En un diálogo de chica-chico que todavía no se conocen pero se gustan, en un juego portreño-bonaerense, en un pase de comedia, en fin, García Candela cuelga como sin querer una nota de mayor volumen histórico que los fragmentos periodísticos reunidos en la secuencia de apertura y repartidos después durante toda la película. La respuesta de Pablo a la inquietud de Florencia, el gesto sobre todo, esa distancia con el 2001 que el personaje descubre en lugar de declarar, da cuenta no de la coyuntura sino de realidades sociales que se modifican lentamente, fuera de los radares a los que en general recurrimos y que solo capturan movimientos entre medianos y grandes. Si se está atento a la vida cotidiana, a su baba y epilepsia, y no solo a los modos en que los dispositivos de información tratan de explicarla mediante códigos cada vez más simples -o de otra manera: si se conoce el territorio y se conocen las películas (y los libros y las canciones y las personas) que enseñan a mirarlo-, el cine tiene una probada capacidad para tomarle el pulso al presente. No en sus signos ya bien establecidos, de los que se alimentan los medios tradicionales y las redes, sino en el dominio díscolo de las sensibilidades, ahí donde todo parece cubierto por una niebla no histórica y donde tiempo después buscaremos las explicaciones para lo que pasó mientras por mirar Twitter o la tele nos creíamos atentos. Es un arte -el de tomarle el pulso al presente- que nadie domina del todo porque su materia lo impide pero que puede darle a quien lo invoca con humildad lo que les niega a quienes solo buscan confirmaciones de lo que ya saben. Para estos, al final no hay más que mueca y risa sorda. Para los que buscan con la esperanza nunca enteramente definida del niño o el artista, es posible una revelación. Es lógico: como el Nazareno, el cine sabe de milagros, y como Roma, no paga traidores.
El modo en que Cambio cambio captura la centralidad del dólar en la vida de los argentinos le da a la película una potencia referencial que le presenta una oportunidad y un riesgo bien específicos. La oportunidad es el realismo. O incluso más (pero es difícil): la vida. El riesgo es la comodidad periodística. De un lado está el detalle que ilumina, el pliegue en el vestido del que hablaba Benjamin y que, si se sabe respetarlo, puede permitir un acceso a la vida social más rico que las fórmulas bien ensayadas. Del otro la opinión y demás facilidades del pensamiento. Para conjurar el riesgo -y para esperar que el pliegue revele algún secreto- García Candela narra sin editorializar, según un principio clásico y orgullosamente menor del que Borges dio cuenta de manera inmejorable en “El primer Wells”, uno de los textos que componen Otras inquisiciones: “La realidad procede por hechos, no por razonamientos; a Dios le toleramos que afirme «Soy El Que Soy» (Éxodo, 3, 14), no que declare y analice, como Hegel o Anselmo, el argumentum ontologicum. Dios no debe teologizar; el escritor [el cineasta] no debe invalidar con razones humanas la momentánea fe que exige de nosotros el arte”. La clave está en los personajes. En su definición y presencia, por supuesto, pero antes que nada, en la posición que ocupan. Es algo que decide casi todo lo demás. Incluso los posibles marcos genéricos. En Así habló el cambista Federico Veiroj opta por la sátira porque su personaje maneja números que lo ponen en relación con un poder que tiene trato con el poder que pide P mayúscula. En Cambio cambio García Candela opta por la picaresca porque Pablo, Florencia y sus dos amigos (Daniela, una cambista colombiana; Ricky, un comerciante cincuentón) pertenecen al llano y sus ingresos son bajos e inseguros, por lo que su economía está siempre en problemas. La secuencia de títulos lo muestra bien: carteles que indican dónde personalizar una camiseta o dónde encontrar un sex shop, trabajadores de Pedidos Ya, carteles de alquiler o liquidación, lustrabotas: de este inventario de modos (inestables) de generar ingresos (chicos) salen los personajes que le interesan a García Candela; las instancias superiores del dinero que aparecen en la película, ahí donde se acumula lo suficiente como para producir otro tipo de preocupaciones, oportunidades y compromisos, son aquellas con las que los cambistas de calle pueden tener un vínculo directo (la zona media del negocio, digamos); las demás quedan supeditadas a la información que nos llega por los medios o que puede ofrecer algún contacto indirecto o accidental.
Cambio cambio está tan llena de dinero como El lobo de Wall Street pero no porque transcurra en el lujo sino porque transcurre en la necesidad; si en un caso la abundancia y la predisposición al derroche exponen el dinero hasta volverlo obsceno, en el otro la escasez obliga a tenerlo siempre presente. El alquiler, las expensas, las paltas que aumentan de pronto, la carne que se termina antes de que se termine el mes. Dentro de un campo de acción siempre restringido, cuando tienen que tomar una decisión en común, Pablo se inclina por lo más barato y Florencia privilegia alguna cualidad (el sabor, la practicidad, la compañía) que implica una erogación extra: que la cerveza sea Heineken y no Quilmes (misteriosamente, terminan tomando Imperial), que los fideos sean de huevo y no de sémola, que la salsa ya esté lista en lugar de tener que prepararla, que el pasaje en avión les permita viajar juntos en lugar de separados. Frente a un mundo que Belfort describe como “una locura de codicia, cocaína, testosterona y fluidos corporales” y que resulta completamente ajeno al común de los espectadores, Cambio cambio ofrece un mundo (el de los arbolitos y los cueveros) del que sabemos poco pero por medio de personajes que pueden sernos cercanos, más allá de edad o lugar de pertenencia, porque conocen la necesidad. Es la calle contra la oficina vidriada, la ropa común contra el traje de marca, y un final de jornada en el que en lugar de de tragos y restaurantes finos hay, con suerte, sánguches en la costanera y latas de cerveza, y en lugar de casas y departamentos de lujo (decorados o no con arte contemporáneo), un monoambiente de alquiler accesible porque al inquilino anterior lo encontraron muerto en el huequito del baño. Por todo esto, Cambio cambio, cuyos personajes piensan constantemente en cómo ganar algo de plata y que convierte en leyenda a una tucumana que se escapó con treinta lucas y su novio lavaplatos, no es una película sobre la codicia. Ni Pablo ni Florencia podrían estar en la hamburguesería de Risky Business con Joel y sus compañeros. Primero porque no son burgueses. Después porque quieren algo, no hacer dinero. Pablo quiere un teclado Yamaha de siete octavas y media, grabar un demo con su banda y -así es el amor- llevar a Florencia en taxi a todos lados. Florencia, que espera una beca para estudiar en Francia, quiere dedicarse a la arquitectura y viajar con Pablo. No los mueve el dinero, aunque el dinero mueva el mundo y ellos, que tienen contadas las bondiolas del mes, lo sepan mejor que nadie. De hecho, como Ferrari a Maserati, podrían decirle al cambista ortiva con el que comparten la calle: vos vivís para cambiar, nosotros cambiamos para vivir. Es en la escasez, no en la abundancia, donde queda claro que el mundo está lleno de cosas cuya razón de ser no es el dinero. Una de ellas -creo poder decir- es la Semana de la Cinefilia, que convoca a los habituales y a los nuevos con un espíritu tan generoso como para permitirnos entender que tal distinción no existe y que desde hace cinco ediciones, y hoy más que nunca, apuesta a la imaginación de una comunidad.