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Cuarta Semana Mundial de la Cinefilia – Henry King: Más allá del sueño americano. Por Peter von Bagh.

“Cuando la dirección se nota, está mal”

–Henry King

Por Peter von Bagh

Traducción de Martín Álvarez

¿Podré trazar un panorama de la carrera cinematográfica de Henry King (1886-1982), que ya había empezado cuando D. W. Griffith dirigió The Birth of a Nation (1915) y llegó a su fin para la época en la que John Ford terminaba The Man Who Shot Liberty Valance (1962)? Veré a continuación si logro definir ciertas características distintivas de King, si bien cada una de sus películas es muy distinta de la otra. ¿Qué puede haber en común entre el optimismo de Tol’able David (1921), la bravura de Stanley and Livingstone (1939) y la desencantada sangre fría de Twelve O’Clock High (1949)?

También me han inquietado películas como The White Sister (1923), The Woman Disputed (1928), State Fair (1933), Alexander’s Ragtime Band (1938), Jesse James (1939), The Gunfighter (1953) y The Bravados (1958). En la conciencia pública su director ha languidecido lejos de su merecido puesto de honor entre los grandes maestros, una subvaloración que tiene que deberse al enorme volumen de su producción. Cuando cuesta rastrillar todo el territorio, las perlas permanecen enterradas. Puede que muchos solo hayan visto sus trabajos más débiles: productos de serie, encargos de rutina, restos del fondo de la olla. Hacia el fin de su carrera King lidiaba con los avatares del CinemaScope, en por ejemplo This Earth is Mine, película que terminó proyectando sobre su director una larga sombra de duda en la cabeza del joven que crecería para convertirse en escritor de este texto.

TEMAS DE UNA VIDA

Muy temprano en la evolución de su carrera, Henry King ya se revela como el más tierno visionario de la vida americana. La felicidad, el propósito moral y el patriotismo de una familia se cristalizan por primera vez como temas mayores en Tol’able David. Un ethos americano profundamente sentido le ayudaba a encontrar enfoques siempre nuevos al mismo tema, elevándose a un punto cumbre en la belleza y la poesía multidimensional de Wait ‘Till the Sun Shines, Nellie (1952), una de esas películas bendecidas por una venerada canción popular.

Otro tema perseverante en la vida de King fue la Primera Guerra Mundial, tan central para él como la Segunda Guerra lo era para John Ford (y ambos comparten en sus mejores películas un tratamiento indirecto con el que logran al final un impacto mucho más intenso). Hay escenas de guerra en The Woman Disputed y She Goes to War (1929) que compiten en maestría con los talentos de Rex Ingram y King Vidor en la materia. Experimentamos incluso más en esencia las heridas de la guerra en aquellas películas de King cuyos temas no tienen ostensiblemente nada que ver con ella.

Mientras intentamos rastrear la esencia del estilo de King necesitamos preguntarnos por la conexión entre sus espléndidas imágenes oníricas y las sombrías visiones de desencanto posteriores a las dos guerras. En sus películas el mero heroísmo nunca llega a convertirse en fuerza rectora. Tampoco el optimismo, si bien hasta en sus imágenes más lúgubres sobrevive siempre un rayo de esperanza. Al pensar, sin embargo, la película muda A Woman Disputed junto con Alexander’s Ragtime Band de 1938, Twelve O’Clock High de 1949 y The Sun Also Rises de fines de los 50, no puedo dejar de advertir cierto puente secreto: en cada uno de estos relatos hay flashbacks, recuerdos de experiencias pasadas entre las cuales las más resonantes son aquellas en las que reverbera la guerra. En paralelo, el magnífico talento de King para transmitir el carácter enfatiza las imágenes de conjunto y la continuidad de la vida.

El toque King expresa un entendimiento íntimo, profundamente interiorizado del individuo a la vez que un notable sentido de las dinámicas de grupo, la disciplina y el espíritu de camaradería. Es un estilo refinado que percibimos en su forma de registrar las huellas más profundas que la belleza, la duda, el miedo, la decepción y las ilusiones naufragadas han impreso en la humanidad.

Todo en su obra transporta una generosidad excepcional hasta para los estándares de Hollywood. La cantidad tiende a reemplazar la calidad, especialmente al principio y al final de su carrera. Sus primeros trabajos de rutina están dominados por un sentido ingenuo y conmovedor de la felicidad americana: ilusiones, pero también deseos realizados. En sus últimas películas encontramos testimonios dolorosos de la fragilidad humana, el fracaso y la proximidad de la muerte. Al observar más atentamente los conjuntos de películas fallidas podemos percibir síntesis interconectadas y arcos temáticos, no tanto entre las obras sino entre imágenes que dialogan por más que medien entre ellas seis películas fabricadas velozmente y por encargo. Al fondo de estas conexiones uno puede a menudo detectar la afinidad del director con aquellos temas que le resultan más importantes.

Entre los estancamientos del principio y el final está la vida: en sus mejores películas King orquesta imágenes grandes e interacciones entre individuos y comunidades con la naturalidad de un aliento. Electrifica la pantalla con vistas generales expansivas: así funciona una sociedad, así se construye el futuro. Retrata constructores, inventores, astutos hombres de negocios hasta que en la conclusión, en un giro final del drama, las promesas elevadas a cumbres extáticas empiezan a venirse a pique. Lo que queda flotando en el aire es un sentido de la nada, como si la vida hubiera fallado. Es como si en sus obras optimistas King hubiera intentado distanciarse del pesimismo reinante tras la Primera Guerra, el weltanschauung de la “generación perdida”, para al final de su carrera retomar las lúgubres conclusiones de los críticos contemporáneos a los años 20.

TYRONE POWER: LA FUERZA DE LA PRESENCIA

La lealtad de Henry King a ciertos actores ayuda a entender los fundamentos de su creatividad. Las reiteradas colaboraciones se explican naturalmente por las obligaciones con el estudio. Del “director de la casa” se esperaba que dirigiera actores pertenecientes a la compañía estable. King trabajó tres veces con Will Rogers, cinco con Richard Barthelmess, tres con Susan Hayward, no menos de once veces con Tyrone Power y seis con Gregory Peck. Uno podría sospechar que semejante sobredosis produciría interpretaciones rutinarias, pero la calidad del resultado muestra lo contrario. Las colaboraciones extendidas en el tiempo fueron retribuidas con un impulso creativo cada vez mayor y significaron una mutua recompensa. Basta recordar la conmovedora profundidad que la presencia de Tyrone Power le da a The Sun Also Rises (1957) y el resplandor ético y carismático de Gregory Peck en The Bravados.

Tyrone Power ciertamente contribuyó al singular enfoque con el que podemos identificar el estilo de King. Se supone que Power es prácticamente la definición de la estrella blanda e indiferente de Hollywood: bello a la vista, carente de profundidad, etcétera. Es cierto que las escasas interpretaciones con las que Power atrajo una atención más devota no surgieron bajo la dirección de King: The Razor’s Edge (1946) y Nightmare Alley (1947). Junto con los fructíferos vehículos para Power dirigidos por King uno también podría mencionar The Long Gray Line (1955) de John Ford y The Eddy Duchin Story (1956) de George Sidney, dos películas subvaloradas que son obras maestras.

Si pienso en las interpretaciones canonizadas de figuras históricas icónicas de los 30 me viene un gran respeto por las payasadas de Charles Laughton, a quien le tengo más cariño que a Paul Muni, por no hablar de Fredric March. Tiendo sin embargo a pensar, un poco para provocar, que ninguno alcanza el nivel de Tyrone Power, quien encarna un guía particularmente emocionante en las películas históricas de King. Puedo conceder que Power es una encarnación del hombre hueco, incluso el hombre hueco, un intérprete preciso de la alienación moderna porque su propia identidad permanece invisible. Es, sin embargo, un iniciado en el misterio del tiempo. En Alexander’s Ragtime Band, por ejemplo, una película que se desarrolla en varias capas temporales, nos conduce en una caminata a través del tiempo perdido y los vestigios del pasado. También en una obra más significativa, Jesse James. No hay duda que Henry Fonda está excelente en The Return of Frank James (1940) de Fritz Lang, pero la electricidad que emana en esa película está construida de manera muy obvia en comparación con la de Power, dueño de la cualidad distintiva de las estrellas de cine para proyectar la esencia a través de su mera presencia. Bajo la dirección de King, Power irradia una corriente alterna que hace fricción entre la realidad y el distanciamiento brechtiano.

Era importante para King encontrar compinches capaces de una actitud “fríamente objetiva” hacia sus papeles. En una entrevista conducida por Pierre Guinle en 1978 para L’Ecran, Henry King enuncia su lema: “El profesionalismo es el arte de interpretar el texto o darle forma a una escena sin dejarte conmover ni por el texto ni por la escena”.

La confrontación final de King con Tyrone Power se produce en The Sun Also Rises. Dos epicentros se solapan. De un lado, acompañamos el relato sobre la “generación perdida” que dramatiza la novela de Hemingway; por otro, somos testigos del espectáculo del “Hollywood perdido” en presencia de dos ex-ídolos románticos, antiguos héroes de capa y espada hoy considerados viejos e impotentes (Tyrone Power) o víctimas destrozadas físicamente por el alcohol (Errol Flynn). Son estrellas radiantes brillando por última vez, como si lo hicieran sobre un cementerio de Hollywood. El carisma de Ava Gardner es evidente en cada toma, por última vez en plena gloria, venerable, hechizante.

Era el apogeo de la pantalla ancha, cuando uno creía en su valor de novedad más que en la atracción inspirada por las estrellas. La historia se mantiene en segundo plano, por más que se trate de una adaptación de Hemingway (aunque a la manera relajada de Hollywood). De algún modo, se hizo más importante centrarse en atrapar a las estrellas en un CinemaScope alargado por todo el globo, en decorados que imitaban bistrós de París o Pamplona en España.

Y, una vez más, en esta película vuelve el tema de la guerra. Los personajes se conocieron por la guerra y sin la guerra su conexión sería completamente distinta. En las escenas que están juntos ambos le pertenecen y no le pertenecen al otro, como en el encuentro entre el impotente Tyrone Power y la diosa sexual. Necesitamos la evidencia, tal como André Bazin necesitaba que el cocodrilo y el niño coexistan en la misma toma en Louisiana Story (1948) de Robert Flaherty. Cortar a dos planos separados del cocodrilo y el chico habría destruido la evidencia. Bajo la dirección de King la evidencia necesaria se materializa a través de la mera presencia de Tyrone Power. Había ocupado la cima del estrellato por más de dos décadas y se nota. Moriría al año siguiente.

HUELLAS SUTILES DE LA GUERRA

La otra estrella favorita de King fue Gregory Peck. Su primera colaboración, Twelve O’Clock High, ha sido considerada la obra maestra de King. Peck hace el papel de su vida como un recto general cuya ética y autoridad son indiscutibles. La película se concentra en las circunstancias en las que jóvenes soldados estadounidenses participaron en la operación más amarga de la Fuerza Aérea Real Británica: la agotadora misión de bombardear las ciudades de Europa continental con eficiencia industrial. El personaje de Peck como general no es en un solo momento inequívoco. Intransigente y riguroso al principio, termina desbancado de su superioridad invencible cayendo a una fragilidad casi autista de la que al final se recupera.

Acompañamos esta lucha interna desde el punto de vista de un testigo ocular: los recuerdos del adjunto del general conducen la narración, una crónica, no una explicación del significado de los eventos. Los polos opuestos de la lucha son el individuo y la comunidad, la libertad y la disciplina, la motivación y la necesidad, la esperanza y el miedo, el coraje y una salud mental tambaleante. El campo aéreo es un microcosmos, un espacio cerrado como un ajedrez cuyos elementos colisionan uno contra otro. El enfoque analítico de la película es prácticamente único: sólo me viene a la mente The Great Turning Point (1945), la película de guerra rara vez proyectada de Friedrich Ermler, donde los eventos se localizan casi exclusivamente en los cuarteles de las operaciones de guerra.

La introducción de Twelve O’Clock High es lisa y llanamente una de las secuencias más nobles de la historia del cine. Dean Jagger, ex adjunto de la base aérea durante la guerra, ahora de turista en Londres, se compra un sombrero y descubre en una tienda de antigüedades una jarra cervecera rústica que le evoca memorias de regreso a la guerra que terminó hace cuatro años. En la secuencia hay ecos de The Best Year of Our Lives, el clásico de William Wyler, en particular la escena en la que el veterano vuelto de la guerra (Dana Andrews) se sienta en un avión vacío. Los cuarteles de aviación han alcanzado una estatura mítica en dos películas: el documental Memphis Belle (1944) de Wyler y la ficcional The Way to the Stars (1945) de Anthony Asquith. Si bien en la secuencia de apertura de Twelve O’Clock High no pasa nada, pasa de todo: el aeródromo vacío, los elementos del aire y el viento, la presencia invisible de los recuerdos, el sueño de camaradería, el sentido de pérdida. Otra variación lúgubre de las películas clave de King que celebran “el estilo americano”.

Twelve O’Clock High se dedica en concreto a la circunstancia en la que las fuerzas aéreas aliadas realizaron los primeros bombardeos de precisión a luz del día en Europa. La justificación de los bombardeos sigue siendo un tema sensible, no menos para los ingleses que para los propios americanos. Las elecciones y las acciones individuales suelen permanecer invisibles cuando forman parte de un dictado de necesidad y deber colectivo. Al atravesar los muros de esta necesidad, ingresamos al corazón íntimo de la guerra, donde se revela que a fin de cuentas todos terminan perdiendo.

Twelve O’Clock High completa una “trilogía” dispersa de la pérdida y la desilusión que empieza con They Were Expendable (1945) de John Ford y The Story of G.I. Joe (1945) de William Wellman. En lugar de un heroísmo unidimensional lo que los personajes militares de estas películas exhiben es vulnerabilidad. Las estrellas de Ford eran John Wayne y Robert Montgomery, el protagonista de Wellman era el joven Robert Mitchum. Gregory Peck estaba todavía empezando su carrera y su estrellato buscaba adquirir forma cuando se le presentó este reto. Peck se liberó de los gestos teatrales que por lo general se esperaban de las películas de guerra. En esta película dirigida por King aún no se había enredado en la aparatosa pesadez de tantos de sus roles tardíos.

Twelve O’Clock High todavía pertenece al género “semi-documental” que floreció poco después de la Segunda Guerra Mundial. En sus mejores exponentes este género combinó las verdades más valiosas tanto de la ficción como del documental. Una de esas películas fue Let There Be Light (1945) de John Huston, que se mete con los métodos de terapia psiquiátrica, por ejemplo la hipnosis, que se aplicaban en los hospitales de guerra americanos en la época. Pocas películas han expuesto con tanta precisión el impacto de la guerra en la mente humana: no es de extrañar que se haya prohibido proyectarla por 35 años. La ficción de King y el documental de Huston tienen en común el horror ante el colapso total de la mente, el vacío espantoso, un desprendimiento a un agujero sin fondo ni bordes.

EL LEGADO DEL MUDO

Las primeras películas mudas de King prueban que las cualidades personales del director maduraron solo gradualmente. Al principio no era para nada evidente; poco a poco empiezan a aparecer los signos. En las películas mudas de King la escasez de eventos -es decir, la abundancia de imprevistos- es asombrosa, y anticipa las sutilezas de la narrativa lenta que evolucionó convirtiéndose en uno de sus sellos distintivos. El propio King es el protagonista de algunas de sus primeras películas como Vengeance of the Dead (1917), Where the West Begins (1919) y Six Feet Four (1919). Un actor suave, casi invisible, con una singular luz en sus ojos azules que insinúa la paz mental y la intensidad silenciosa de su amplitud intelectual.

Otro rasgo profético de sus películas mudas es su sensibilidad para retratar las ilusiones -la relación entre imaginación y realidad-, por ejemplo en el clásico melodrama Stella Dallas (1925), donde un tema caro a todos los americanos es tratado con más madurez y coraje que en la remake sonora de King Vidor de 1937.

Resulta también profético cómo ciertas películas mudas de King se estructuran como rompecabezas de múltiples capas, revelando además un manejo confiado de géneros diversos. Los más obvios son el western y el melodrama, cuya síntesis daría luz al glorioso fenómeno espiritual conocido como “americana”, un venerable género dedicado al sueño americano.

Mientras más tradicional y trajinado el género, más parecía valorarlo King. Ponía en escena historias americanas atávicas sobre la deshonra, la felicidad y el éxito. Diseccionaba los motivos de una comunidad como desde la mesa de operaciones de un cirujano. A pesar de su discreta presentación, puede hacerse intolerable de ver debido a la forma implacable en la que quedan expuestos los motivos dominantes que conforman la cultura americana. 

Incluso en sus películas mudas descubrimos una evolución familiar: de lo etéreo y optimista maduró hacia lo sombrío y pesimista. El tema de la guerra también domina el final de su período mudo. The Woman Disputed es una de las obras maestras absolutas de los años 20. En ella King captura a dos actores famosos en su esplendor: Gilbert Roland y ante todo Norma Talmadge, más bella que nunca, iluminada por una increíble pureza interior.

Los eventos se desarrollan en Lemberg, una ciudad de Austria-Hungría cercana a la frontera con Rusia en la que la guerra y los rencores personales ascienden hasta un punto caótico de ebullición. La narración se basa en la estética del plano largo: planos notablemente extensos, bordeando lo improbable, le permiten a King dar con profundidades emotivas muy especiales. Contenidos como un largo aliento, estos planos permiten acceder a secretos íntimos del melodrama que el cine sonoro logrará recuperar solo muy esporádicamente. El personaje principal, interpretado por Norma Talmadge, es Mary Ann Wagner, hermana del “Bola de sebo” de Maupassant: atrapada en un conflicto entre el deber religioso y el destino, se eleva al martirio y la santidad. Su dilema basado en imaginería religiosa inspira la pasión de King y la enciende con todo su fervor. Si bien Mary Ann se vende a sí misma, no sentimos que su alma haya sido tentada. King eleva el personaje de Talmadge a una grandeza sublime, mediante imágenes que combinan religiosidad, violencia, erotismo y sensualidad. Esta unión de verdad y belleza se sostiene a lo largo de los años y podemos percibir sus reflejos en películas posteriores suyas, en una cumbre de sensualidad en The Song of Bernadette (1943) y en su punto más analítico en The Bravados (1958). King ponía en escena sus imágenes más eróticas en la iglesia, sin el menor toque de blasfemia.

Otra película surgida a partir de los mismos temas es She Goes to War (1929). Fue producida tanto en versión muda como en una versión post-sincronizada, robustecida mediante efectos sonoros que lograban preservar “el secreto dorado” del cine mudo. De acuerdo al texto publicitario de She Goes to War: “Encontrarán angustia y humor, coraje y cobardía, la horrorosa muerte y el romance más sublime combinados en la mejor película sobre la Guerra Mundial 1914-1918”. Todo se trata de despedidas, fanfarrias, cruces en cementerios, hombres en el barro, el horror indescriptible. Sin embargo, antes que la caricatura o la ironía, la película expresa un mensaje de esperanza, con su estilo visual reducido prácticamente a los principios de la Biblia ilustrada, pero sin nada estático. La dramaturgia se desenvuelve libre en una estructura como de rapsodia con pequeños interludios oníricos que hacen posible un atisbo de días mejores.

Es frecuente que para ciertos directores la reputación de una sola película termine oscureciendo al resto. Ese tour de force fatal para King fue Tol’able David, sobre la que el ruso Vsevolod Pudovkin profirió sus célebres elogios. Tol’able David es en efecto una obra maestra, una obra fundacional que se superpone como un eco ante todas las películas siguientes de King que ahondan en la experiencia americana, como State Fair y Wait ‘Till the Sun Shines, Nellie.

En Tol’able David los paisajes aparecen bañados de luz natural. La narración vibra con el latido del melodrama antiguo, una tradición de siglos que encuentra su forma como cine puro. La cámara captura con igual sensibilidad tanto a los personajes como a los paisajes en los que nacieron. Todo está imbuido de una significación grandiosa, misteriosa u ominosa. El drama de los principios se profundiza y la cámara barre a enormes primeros planos en los que el sentimiento de comunidad, anhelo y temor a la pérdida puede expresarse con intensidad. El núcleo de esta película, dirigida por King en su tierra natal, es la destrucción de todo lo que más ama una familia americana ordinaria.

La trama es simple: unos matones golpean al hijo mayor de una familia dejándolo inválido de por vida, y es deber del hijo más joven (Richard Barthelmess) devolver el golpe. Esta trama de un jovencito amante de la paz atrapado en una espiral de venganza se convierte en una historia desgarradora, de un magnetismo generado por la sombra de cobardía que amenaza con sobrepasarlo. El amor entre hermanos es otra importante fuerza emotiva, planteada desde el principio de la película. David se sienta al medio de un imponente paisaje como en un inconmensurable estado primordial. Las visiones se agolpan en su imaginación: ¿cómo logrará manejar la carreta de su hermano y conquistar a la chica de sus sueños? Al mismo tiempo, en un interludio cómico, como suele suceder en las autopistas del corazón del melodrama kingiano, la cerca se rompe y el hermanito cae de nuevo en los zapatos del vago torpe que teme nunca dejar de ser.

El retrato de la familia es una gloria: la ternura recíproca en dimensiones que escapan a las palabras, el orgullo con que cada uno trata de ocultar su dolor al otro y mantenerse sonrientes en la adversidad. King capta de un modo fantástico la dignidad y la modestia naturales de la gente del campo y logra que todo este cosmos se transmita con pasión. La interpretación de Barthelmess es genial porque no imita ninguna fórmula psicológica, como se ve por ejemplo en la escena que baila solo al aire libre, expresando una idea de autonomía e independencia despojada de cualquier tortuosidad de la que suele venir cargado el mito del éxito americano.

ACENTOS ITALIANOS

Las películas italianas de King son una categoría compacta en sí misma. En dos obras maestras de mediados de los años 20, The White Sister y Romola (1926), King capta la atmósfera etérea, el aliento del aire y la cultura del mediterráneo con una sensibilidad que uno recién vuelve a experimentar en la milagrosa Viaggio in Italia (1954) de Roberto Rossellini.

The White Sister es sobre dos jóvenes hechos el uno para el otro, aunque las terribles circunstancias de la guerra abren una brecha entre ellos. La bondad humana es puesta a prueba en giros melodramáticos. El elemento más cautivante de la película es su presentación de los alrededores. El encantamiento es evidente en la cualidad natural de la luz y el espacio, los jardines luminosos y la presencia del mar.

The White Sister presenta también una singular encarnación de Lillian Gish, cuya imagen de estrella, luego de D. W. Griffith, fue complementada además por Victor Sjöjstrom y King Vidor. En The White Sister recordamos la exaltada reacción de Gish cuando descubre que el hombre que ama ha muerto. En su episodio de locura la intensidad crea una esfera propia, incluso en el contexto de la inolvidable obra de la estrella. Estas escenas, citando el guion, suceden en una “noche inmóvil y sofocante en que la naturaleza parecía contener la respiración”. La magnífica secuencia del viaje del hombre volviendo de la guerra, entre nubes de polvo y Lillian Gish corriendo, nada más, es una imagen tan simple como rebalsada de intensidad atávica. No hay movimientos falsos en lo que sigue, el giro sorpresivo por el que Gish se convierte en monja. En las películas de King la religiosidad ocupa el eje de la narración.

La segunda película italiana de King, Romola, es un áspero estudio de Savonarola y el terror, los Médicis y el poder del dinero, rosca y manejes, desdichados ideales posicionados nuevamente contra la belleza del paisaje y la presencia espiritual de individuos que eligen ser diferentes. Romola (nuevamente Lillian Gish) es una joven naif que vive en los libros. Por su inexperiencia termina casada con un canalla y la cruel ironía de la vida saca a relucir sus garras: acompañamos la triste cotidianidad de un matrimonio hueco reducido a una lucha de poder. La gente actúa más superficialmente de lo que lo es, como si sus vidas se hubieran transformado en ficción pura. Como en Rebecca (1940) de Alfred Hitchcock, es un hogar que es también un cementerio de felicidad muerta.

LOS AÑOS FOX

Es raro que el nombre de Henry King aparezca mencionado entre los maestros cuyas posiciones en el planisferio del cine están fijadas como continentes: John Ford, Raoul Walsh, Allan Dwan, etcétera. Nos acostumbramos a ver a King como un típico empleado contratado de la 20th Century Fox, que es en efecto lo que era. Algunos de los autores más valorados, como Frank Capra (Columbia) o John Ford (Fox), eran demasiado atrevidos y tercos para tener una marca de compañía asociada a ellos. Mitchell Leisen, que trabajaba para Paramount, y Clarence Brown, el burro de carga de la MGM, tuvieron carreras similares a la de King. Los tres han sido menos explorados de lo que se merecen. Fueron marginalizados como artistas por ser considerados meros operadores de órdenes de los productores, ejecutores sin personalidad.

La colaboración de Henry King con Fox (que se conformó como 20th Century Fox en 1935) empezó en 1930 y se extendió por 32 años. El “magnate” Darryl F. Zanuck estaba a cargo de la producción de la 20th Century Fox. Zanuck favorecía a los guionistas pero trataba a los directores como ganado. Si bien las personalidades de King y Zanuck eran muy diferentes, el conflicto fue productivo y la colaboración fructífera.

Clive Denton ha señalado la ironía de esta disparidad: “… que el hombre a menudo llamado ‘director de la casa favorito de Zanuck’ haya tenido un metrónomo tan diferente a su lado”, en referencia a los ritmos lentos y meditativos de King contra los tempos tensos y apresurados de Zanuck.

Una favorita personal de esos años es Alexander’s Ragtime Band, una variación interesante de la tradicional “biopic” realizada en 1938. Pretendiendo seguir la vida de Irving Berlin, la narrativa ligerísima es condimentada con ingeniosos quiebres en la rutina. Con este enfoque la película sale bien parada en comparación a otras biopics de la Fox que reducían todos los hombres grandes a uno.

Cuando retrataba a un personaje, King sabía cómo balancear el mito y los hechos, la celebridad y lo ordinario. Tyrone Power estuvo a la altura en un rol que trascendía los límites de su presentación habitual de estrella. Haciendo de contrapartida moral al oportunismo volátil de Power está otro actor contratado de la Fox, Don Ameche, una estrella que la posteridad prácticamente ha olvidado pero que merece una rehabilitación urgente. Ameche es recordado vívidamente en Wing and a Prayer (1944) de Henry Hathaway y como el protagonista de Heaven Can Wait (1943) de Ernst Lubitsch.

Mientras que las mejores películas mudas de King han sido llamadas muchas veces “musicales sin música”, Alexander’s Ragtime Band, con su desborde de no menos de 30 números musicales escala a una verdadera fiesta y, quizá por primera vez, un “musical integrado” igualado solo muchos años después por On the Town (1949) y Singin’ in the Rain (1952) de Gene Kelly y Stanley Donen. El diálogo, la pantomima y los gestos de baile son electrizados por hits pegadizos.

Sin duda que Alexander’s Ragtime Band y su predecesora, In Old Chicago (1938), son ejemplos del producto más ordinario de la Fox de este período. El guion, la dirección, las interpretaciones y la dirección de arte cumplen las expectativas de la norma. Incluso la historia con sus romances trillados y sus escenas de backstage parecen, en su falta de imaginación, sacadas de un manual de guion. Son también, sin embargo, dos películas que reflejan con curiosa precisión la esperanza inculcada en el alma americana y la tragedia derivada del vacío de dicha promesa.

Walter Coopperidge ha caracterizado a King como un “contador de historias” con una actitud observacional calma, equilibrada, no sentimental y contemplativa. Las mismas características ayudaron a King a lucirse dentro de los límites dispuestos por el estudio. Parafraseando a Coopperidge: “El primer deber del director es borrarse a sí mismo de manera que la historia no se sobrecargue de ostentación o de manierismos narrativos para llamar la atención”.

Jesse James, la obra maestra indiscutible de King, se estrenó en 1939, acaso el mejor año de la historia del cine. Uno de sus placeres más intensos es sentir cómo resuena en el momento histórico con su potente posicionamiento crítico contra el capitalismo en respuesta a la agonía de los años de la Depresión. Resulta más conmovedora todavía a la par de su película hermana, The Grapes of Wrath (1940) de John Ford, producida en el mismo estudio. Juntas ofrecen un ejemplo luminoso de cómo el funcionamiento de los estudios se eleva al máximo cuando hay una conexión innovadora e inspiradora entre los equipos creativos y los productores.

El guión de Jesse James prosigue el arco tradicional de la tragedia. La narración se hace más profunda por observaciones líricas compactas. La brillantez agresiva de la paleta del technicolor contrasta con los tonos refinados típicos de King. Como colorista uno podría caracterizar a King como un pintor privilegiado de zonas fronterizas. En sus propias palabras, “el director pinta con luz” y Jesse James realmente baña el paisaje de verde, como si respirara aire puro a la orilla del río.

La reputación de King como director rutinario puede que sea parcialmente merecida; probablemente el grueso de sus encargos de los 30 fueron pura rutina. Un profesionalismo robusto es evidente en todo lo que hizo, pero pocas veces sentimos el entusiasmo. Dicho esto, Jesse James es pura pasión y es a la vez -no está de más recordarlo- la remake de un cuento muy conocido. Después de todo no podemos reprocharle a King rehacer los romances de Hollywood, como tampoco podríamos reprocharle a Chejov estirarse en detalles triviales o a Hemingway utilizar oraciones simples. Las películas de King son asombrosas justamente porque no hay nada original en ellas. Como ha escrito Jacques Lourcelles, son hermosas expresiones de “Americana en profondeur”. Siguen la lógica directa de una canción popular. En su terrenal cotidianidad hacen una pausa de reflexión serena para poder afrontar las verdades fundamentales de la vida.

Este ensayo pertenece al libro Cinefilia (2013) de Peter von Bagh. Basado en sus escritos en Filmihullu (1996) y en esbozos para el catálogo del Festival de Cine de San Sebastián (2007), ha sido reescrito íntegramente por von Bagh (1943-2014) para Cinefilia.

Para la traducción, se tomó de base la versión en inglés del texto publicado en The Notebook.

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