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Cuarta Semana Mundial de la Cinefilia – Fuego Sagrado

Por José Miccio

Los Fabelman comienza en 1952 con la primera vez en el cine de su protagonista (Sam) y termina trece años después con un consejo que le da John Ford cuando empieza a trabajar en la industria. Es una clásica historia de iniciación. Primero, el deslumbramiento. Después, la pasión amateur y algunas dudas que salvan de la linealidad lo que de todos modos se percibe como inevitable. Por último, la decisión de dedicarse al cine no tanto como quien dice: Este va a ser mi trabajo sino como quien se entrega a una causa o responde a un llamado. Digamos: como quien se consagra. No un Voy a vivir de esto sino un Por esto voy a vivir. Un tipo de convicción en la que ya casi nadie cree, o incluso peor: de la que hemos aprendido a avergonzarnos. Pero como sucede siempre que una idea importante (ese riesgo) encuentra una forma a la altura de sus demandas, Los Fabelman recuerda algunas cosas que nos resulta cómodo olvidar. Antes que nada, que existen compromisos con la obra por la obra misma, y que no animarse a reconocerlos, no ofrecerles amistad, es un modo de darle la espalda a lo que más importa. A eso que no se ajusta a ningún cálculo y que a falta de un nombre mejor solemos llamar grandeza. Hay gasto sin espera de retorno, no solo campo intelectual. Hay biografías como la de Blanchot según la narran algunas ediciones francesas de sus libros: “Maurice Blanchot, novelista y crítico, nació en 1907. Su vida está enteramente consagrada a la literatura y al silencio que le es propio”. Hay una película llamada Andrei Rublev y un actor llamado Edgardo Nieva, que se dio a una visión, y fue Gatica. Hay una entrada del diario de Raúl Ruiz que dice algo que Ruiz jamás habría dicho en público: “El problema no es si nuestro mundo está condenado a la mediocridad inevitable. El problema es encontrar un hombre que cambie su vida por un arte. Yo sé algo del tema”. Y claro: hay personajes como los de Herzog, algo que el cine de Spielberg sabe bien porque el niño de El imperio del sol podría ser uno de ellos; pocas escenas tan herzoguianas como la del bombardeo al campo de prisioneros: una catástrofe y un éxtasis. (¿Qué pueden contra esto los dos gramos de psicología que Spielberg no se anima a recortar? Nada, por supuesto). “No puedo vivir sin volcanes”, dice uno de los vulcanólogos de The Fire Within: A Requiem for Katia and Maurice Krafft, una de las últimas películas de Herzog. “No puedo vivir sin cine”, dice la historia de Sam. Nombre alternativo para Los Fabelman: El pequeño Sam necesita filmar. 

No puedo vivir sin... Alguien necesita hacer algo que no acostumbramos a considerar necesario. ¿Qué expresan estas fórmulas? En principio, una hipérbole, ya que según una vara culturalmente bien definida son exageraciones. De manera opuesta y más interesante (por no decir: más noble), expresan un apego a la letra. Justo antes de encontrar la carta que le abre un camino en la industria Sam tiene un ataque de pánico, uno de cuyos motivos es que está dedicándole el tiempo a una carrera universitaria que no le importa. Después de conseguir el trabajo y de hablar con Ford su gesto cambia. Spielberg termina la película en el momento más afirmativo de su personaje: Sam se llena el pecho con el aire que antes le faltaba y camina hacia lo que ya sabemos que ocurrió, como Lincoln en El joven Lincoln.

Hice un GIF:

Esto es lo que da el cine en Los Fabelman: una razón para vivir. Pero ¿qué pide a cambio de este, el mayor premio posible? Dicho según el cuidado característico de Spielberg por las formas amables: algo que cueste. Dicho según la sombra que acompaña todo ese esfuerzo de cortesía y lo derrumba a veces: una libra de carne.

En este punto, y contra todo prejuicio, Los Fabelman consigue ser en extremo convincente. El prejuicio proviene de la figura del propio Spielberg, un tipo demasiado atento a los negocios y demasiado cercano al tono medio como para que no levante sospechas que filme una película sobre el cine como consagración; una película que en un momento recurre, además, al gitano y al exiliado como imágenes del artista. (Ya se escucha el murmullo de los sabelotodo: ¿Spielberg? Jiji. ¿Se cree Rilke ahora? Jaja). La convicción es obra de lo que hace en verdad la diferencia (de lo decisivo en última instancia): un conjunto de escenas que demuestran un conocimiento tan notable de su materia que permiten pensar en un elogio que no solemos considerar como tal, y por sobre el cual no hay nada: que ni el propio Spielberg podría explicar los alcances de lo que filmó. La sospecha es coherente con la película que la inspira porque de la distancia entre lo que se persigue y lo que se encuentra trata también Los Fabelman.

Déjenme traer a la memoria algunas cosas.

El foco de la película es el mencionado Sam, niño durante la primera media hora, adolescente durante las dos horas restantes, obvio alter ego de Spielberg. Las referencias en relación con las cuales se define como personaje son el padre y la madre, dos figuras señaladamente opuestas. El padre ocupa el lugar de la ciencia y los negocios: explica todo racionalmente y trabaja para grandes empresas (RCA, General Electric, IBM) en lo que todavía son los inicios de la informática. La madre ocupa el lugar del arte y la ilusión: toca el piano, baila, entiende (en parte) la función protectora de las representaciones y hasta puede que sea capaz de recibir un llamado telefónico desde el mundo de los muertos. Todo esto queda establecido en el plano secuencia con el que la película empieza.

Queda establecido el foco, decía: para hablar con el hijo mirándolo de frente los padres tienen que agacharse, ya que después del travelling que presenta el espacio la cámara se detiene un poco por encima de la cara de Sam y muy por debajo de la cara de los adultos. Podrían alzarlo, pero una vez más Spielberg elige la mirada del niño. El juego de contrastes, por su parte, queda establecido porque Sam, que está asustado por lo que puede llegar a ver en el cine, recibe dos intentos de tranquilizarlo: el padre le explica cómo funciona el proyector y porqué percibimos movimiento en una sucesión de imágenes fijas. La madre le dice que las películas son sueños que nunca se olvidan. Después de su debut con El espectáculo más grande del mundo deCecil B De Mille, y sobre todo después de la escena del descarrilamiento del tren, que es la que cita Spielberg, Sam queda en shock y los padres vuelven a diferir en su manera de entender lo que sucede: el padre recurre a la palabra ansiedad y la madre a la palabra imaginación. Esta contraposición permanece activa durante toda la película. En algún momento, la madre la pone en palabras: en esta familia son científicos contra artistas.

Sam tiene algo de ambos. Como hijo de la madre busca la magia; como hijo del padre descubre que la ciencia puede ayudar a que la magia ocurra (de ahí la escena en la que explica que para conseguir el resplandor de los disparos agujereó la película con un alfiler). Pero la clave de Los Fabelman, aquello de lo que me gustaría hablarles, no es el diseño de una síntesis cuya expresión sería Sam sino el reconocimiento del carácter inevitable del desequilibrio; no solo el desequilibrio de las dos fuerzas en cuestión (es claro que Sam se inclina más hacia la madre, lo que explica que sus diferencias sean más profundas) sino el desequilibrio de la misma lógica que sostiene el tironeo. Porque en realidad, el punto alrededor del cual todo gira es algo que ni el padre ni la madre expresan nunca. Algo con lo que, de los tres, solo Sam tiene contacto (incluso sin saberlo) y que es propiamente lo que pertenece al cine. Su fuego propio.

Dos escenas rimadas dan cuenta de la serena radicalidad que alcanza en este punto la película. La primera es la de Boris, el tío ligado al circo y al cine mudo, que le explica a Sam que no hay acuerdo posible entre la familia y el arte, y que esa falta de acuerdo se paga con soledad. La segunda es la de John Ford, que le habla a Sam acerca de cómo encuadrar el horizonte: si la línea está arriba es interesante, si está abajo es interesante, si está en el medio es una mierda. Una es una lección existencial. La otra una lección estética. Los Fabelman las presenta como inescindibles, y es de ahí que se desprende su convicción última: a una forma (clásica, moderna, contemporánea: eso no importa en lo más mínimo) llega solo quien ha entregado algo a cambio. Quien ha vivido para ella.

Spielberg llena de humor las dos escenas para que las palabras que los viejos le dicen al joven no se inflen de importancia (“Sin corbata te irá mejor”, le dice la secretaria de Ford a Sam antes de la entrevista: una enseñanza previa a la enseñanza), pero no les quita ni un gramo de compromiso. Los que hablan son dos tipos que dedicaron la vida a eso que Sam quiere, uno en los márgenes, el otro en el centro mismo de la industria y de la historia del cine. Después de trabajar en el circo y meter la cabeza en las fauces del león, según él mismo cuenta, Boris llega a Hollywood en 1927, pero no para una talkie ni para El cantor de jazz, que son las dos cosas en las que Sam piensa de manera automática al escuchar el año, sino para una versión muda de La cabaña del tío Tom. Ford es “el mejor director de cine del mundo”, como lo define el productor que le da a Sam su primera chance en la industria. El horizonte alto, el horizonte bajo y el convencimiento de que las dos figuras pueden representar indistintamente una y otra opción. Más que la brillante escena del final, esta rima (consonante) es el gran homenaje de Spielberg a Ford. A su amor por el pueblo. A su respeto y preferencia por la historia silenciosa de los hombres y las mujeres comunes. A su decisión de dejar fuera de campo al joven Lincoln de Henry Fonda y fundir con el Lincoln-monumento no su figura sino el lugar por el que acaba de pasar. Esto no se aprende en los manuales sino en la intimidad con las películas. Se aprende de los tíos, no de los padres. Boris dice: es el arte o la familia. Ford dice: es arriba o abajo. Los dos dicen: no hay acuerdo, no hay equilibrio, no hay punto medio. Boris habla. Ford, además, es tuerto.

Pero todavía falta. Porque por si estos desequilibrios, de vida y composición, que aseguran neurosis y sentido, no alcanzaran, otras dos escenas revelan el carácter ingobernable de la imagen cinematográfica. Manny Farber diría: su dimensión bestial. Forman también una rima (asonante esta vez). Una escena tiene que ver con un campamento. La otra con un día de playa. En la primera, que sigue a la visita del tío Boris, Sam descubre en sus propias filmaciones que por la manera en la que se miran y se tocan, entre la madre y el amigo del padre pasa algo que no está enteramente contenido en la palabra amistad. Es decir, descubre que la cámara ve cosas que el ojo no ve. Cuando Sam, asustado, salta de la silla en la que revisa y monta sus imágenes no lo hace solo por lo que acaba de comprender sino también por aquello que le permitió comprenderlo. Salta por el deseo de la madre y por lo que puede el registro.

Hice otro GIF:

En la otra escena Sam se enfrenta a la indeterminación no ya de lo que se filma sino del modo en que será recibido. Sucede cerca del final, en la fiesta de fin de curso para la que Sam prepara una película sobre el tradicional día de playa que disfrutan los estudiantes que egresan. Para entonces, ya sabe perfectamente que el montaje puede mostrar algo y ocultar otra cosa, que es lo que hace con las imágenes del campamento familiar, guardadas en su mesa de luz. Lo que no sabe -porque hasta el momento todo en este punto había sido triunfo- es que aun mostrando lo que quiere mostrar puede producir algo diferente de lo que busca. Incluso lo contrario. Sam recurre en la película a unos gags simples (las gaviotas cagan sobre los jóvenes que se broncean) y estos gags producen risas; pasa revista a los juegos, y los juegos producen un previsible entusiasmo; y sobre todo, dedica su atención a los dos compañeros que lo maltrataron durante todo el año, con insultos, golpes y amenazas. A uno lo hace quedar como un idiota. Al otro como un Apolo, un joven bello y triunfador esculpido a ralentis. El primero se ofende, como era de esperar. El segundo, sin embargo, y este es el corazón de la escena, en lugar de sentir que el orgullo le infla el pecho siente que las piernas se le aflojan. Se desconoce. Contra la reacción de los compañeros, que quieren llevarlo en andas, y contra la reacción de la chica que se había distanciado de él, que lo besa, y como quien descubre en el instante mismo en que la gloria lo alcanza que la gloria no es una recompensa sino un castigo, al verse así, vencedor, invulnerable, se da cuenta de que ya nada de lo que tiene es seguro. Bienvenido a la angustia, chico lindo: eso que sentís y a lo que no podés ponerle nombre estuvo siempre en vos. ¿Por qué hiciste que me viera así?, le pregunta a Sam. Yo corro más rápido que todos en Santa Clara, para eso entrené, pero no vuelo, y lo que siento ahora es que soy un farsante, que tengo que ser alguien que nunca podré ser, ni siquiera en sueños. Sin saberlo, Sam le entrega a su compañero un homenaje envenenado: a partir de ahora tendrá que medirse con una imagen de sí ante la cual estará siempre en deuda; una imagen con la que deberá cargar, tal como sugieren los planos que muestran un reflejo de la proyección justo a sus espaldas, y que tienen un carácter vampírico: el dios dorado crece en las imágenes mientras su modelo se debilita.

Todas estas escenas dejan en claro que Sam no es la síntesis de sus padres. La síntesis es el horizonte ubicado en el medio del encuadre. Es decir: una mierda. De hecho, de los padres Sam recibe sostén, afecto y estímulos contradictorios pero también mensajes que de manera declarada o implícita contradicen el camino que necesita recorrer, y acerca del cual solo los tíos pueden hablarle. Del padre le llega la palabra hobby, que expresa una total exterioridad respecto del compromiso estético y existencial que Sam tiene con el cine. De la madre le llega un mensaje tal vez más peligroso: la realidad cotidiana de una vocación no asumida. “Podría haber sido una Rubinstein”, dice el tío Boris, en esa forma de la admiración afligida que reconoce un talento y da cuenta de una potencia desperdiciada. El arte quedó en la madre debilitado, como el resto de una fuerza que pedía un compromiso al que no pudo responder, básicamente porque las obligaciones familiares se lo impidieron. “Eso era posible hace dos hijos”, le contesta al marido cuando este le dice que prepare a Bach para el programa de radio al que suelen invitarla. En un momento terrible jugado en clave de comedia, mientras la mujer toca la sonata en Fa menor de Beethoven se sienten los golpes que dan en las teclas sus uñas largas, arregladas poco antes para que se vean así de elegantes y de rojas. Como la madre no lava los platos porque cuida las manos para tocar, la escena tiene algo de delatora: en realidad, tocar no le importa tanto. La ligereza alcanza una oscuridad sorprendente: mientras el esposo y el amigo blanden un alicate, enumeran: Rubisnteisn, Horowitz, Schnabel, Kempf, Liberace. Es decir, dicen para quien podría haber sido los nombres de los que fueron.

Este llamado no atendido explica por qué a pesar del tiempo y de la música la madre no descubrió lo que su hijo empieza a descubrir desde el comienzo mismo de la película. Después de ver El espectáculo más grande del mundo Sam pide un tren como regalo de Hanuka; no pasa mucho hasta que lo usa para reproducir la escena que tanto lo impresionó. Enojado por la manera en que trata al juguete, el padre le dice: “Jugarás con el tren cuando aprendas a respetarlo”. Esta es la escena que sigue al reto:

Como hace con muchas escenas (Los Fabelman es una película capitulada, fácil de segmentar) Spielberg establece para esta una curva y unos límites precisos. Empieza con la pregunta del padre: “¿Por qué Sam quiere hacer chocar el tren?” Y termina con la respuesta de la madre (cuando el padre ya está dormido): “Quiere tener una especie de control”. La respuesta no viene de la nada. Nace de la reflexión previa, sin la cual no sería posible. Déjenme reiterarla:

“¿Sabés que es lo que más extraño del piano? Entregarme a la partitura. Saber que Bach te va a decir: primero esta nota, después este acorde, ahora abrí la mano, estirala toda una octava… Crear un pequeño mundo en el que estés segura y feliz”.

Quería detenerme en esta escena porque existe el riesgo de considerar la reflexión de la madre como el ars poética de Los Fabelman. El riesgo, digo, porque si así fuera Spielberg le daría la espalda a todos los conflictos que presenta como irresolubles. O por lo menos a algunos de ellos.

Como en tantos directores, como en el propio Ford, a menudo la madre expresa en Spielberg la autoridad última. Sucede así en Tiburón, en Rescatando al soldado Ryan, en Lincoln. En Caballo de guerra la madre interpretada por Emily Watson aparece por primera vez sacando unas zanahorias de la tierra (esa es la actividad que la Historia interrumpe); en su última escena, una vez terminada la carnicería con la que los poderosos decidieron resolver sus conflictos, la vemos plantando algo. La vida descansa en ella. La madre de Los Fabelman, en cambio, especie de Doris Day convertida en muñeca y regresada a la vida por un hechizo incompleto, es demasiado inestable como para que sus parlamentos y sus acciones tengan la autoridad indiscutible de las otras madres; en una escena (fascinante), toma el auto, sube a tres de sus cuatro hijos al asiento trasero y se lanza a perseguir un tornado.

El problema con la reflexión de la madre es que da a entender que la representación compensa sin exigir nada a cambio. Que entrega todo: un mundo seguro y feliz y la posibilidad de controlarlo. De ahí la solución que le da a Sam: filmá el choque y entonces, cuando necesites verlo, las imágenes te lo darán. (También le dice: “No le digas a tu padre. Será nuestra película secreta”, un pedido con futuro). Sam acepta, como es lógico. Esto es lo que ocurre:

Como sucede a menudo en la película, la escena ostenta una levedad que no cede al rumor que la acompaña pero que tampoco lo borra. Acá hay una teoría estética. A diferencia de lo que piensa la madre, lo que descubre Sam es que para que el choque representado esté en condiciones de ofrecerle calma debe hacer chocar el tren ante la cámara no una sino muchas veces, hasta conseguir no solo un registro sino ante todo una fuerza vivencial. Es decir, que debe ponerlo en escena. Recién entonces la imagen del tren que choca puede sustituir al tren que choca. Lo que Sam encuentra, sin buscarlo y sin reconocerlo, es el principio de todo arte: que debe desequilibrar el vínculo entre la representación y lo representado en favor de aquello que supuestamente es derivativo. El tren verdadero es el de la imagen, no el tren del mundo (ese apenas es real). Dicho de otra manera: Sam aprende en el primer contacto que tiene con una cámara lo que algunos cineastas no aprenden durante toda su vida: que el cine tiene que quedarse con la parte del león. Después, como traté ya de describir, aprende que en la parte del león (que por algo tiene ese nombre) persiste siempre un resto indomesticable.

Por todos estos motivos, Los Fabeman no es la ilustración de lo que dice la madre. Es su refutación completa. Lo que cuenta la película es que tampoco el mundo en el que podríamos sentirnos protegidos es seguro. Que no se puede controlar enteramente la imagen ni el efecto que tendrá en quien la reciba. Que lo que amenaza a los fundamentos está en los mismos fundamentos. Que John Ford es David Lynch.

(Permítanme hacer un paréntesis, porque es imposible sobrestimar los alcances de este solapamiento. Ford es el cineasta de la comunidad. Lynch el de las pulsiones que la amenazan. Un tiro en la noche establece, como es sabido, la tópica fordiana. Liberty Valance es la expresión de los impulsos disgregadores, de la satisfacción del deseo más allá de toda ley. El Ramsom Stoddard de James Stewart -orador, político, maestro- es la pura expresión de la cultura. Tom Doniphon (es decir: John Wayne) es el shifter que asegura el pasaje de uno al otro. Liberty Valance es la selva. Ramsom Stoddard la civilización. Doniphon utiliza el lenguaje de uno (las armas) para que el lenguaje del otro (las letras) se imponga. Es el partero secreto de la historia, y su beneficiario (Stoddard), el que la alimenta y educa. John Ford: marxista. Lynch realiza sobre esta tópica una operación radical: filma como si Doniphon no hubiera matado a Liberty Valance y en lugar de una comunidad solo quedara un territorio en el que las postales ingenuas del maestro y la fiereza informe del matón se mueven sin orden; filma como si el juez Priest de Resplandece el sol y el Abraham Lincoln de El joven Lincoln no hubieran podido detener los linchamientos a los que sus pueblos se arrojan con la voracidad de los escarabajos que en Terciopelo azul pululan bajo las calles y los jardines del suburbio. Lynch -¡ese apellido!- imprime la pesadilla que Ford conjura. El plano de Ford es el nudo siempre flojo que une a hombres y mujeres en una comunidad. El contraplano es una amenaza. El contraplano de Lynch es el mismo. Pero el plano es una tumoración de lo que afuera ruge; una tela manchada por las emanaciones de todos los Liberty Valance que hayan sido alguna vez concebidos y rescatada excepcionalmente por figuras extrañas al mundo puesto en escena: el hada buena que en Corazón salvaje conduce a Sailor hasta su amada y su hijo, la madre que en El hombre elefante recibe a John cuando este muere. Así se reúnen las familias en Lynch. Así o como en Terciopelo azul, por obra de un sueño de armonía total que al realizarse muestra un doblez (el petirrojo en la ventana tiene un insecto en el pico). Un día, sin embargo, Lynch le tiró un cebo al abismo y de su distracción extrajo Una historia sencilla, la película con la que nadie sabe qué hacer y sobre la que Los Fabelman echa una luz inesperada. Ahora sabemos: no es una pieza extraña en la obra de Lynch (ese lugar lo ocupa Duna, en todo caso): es la obra de Lynch con su contraplano distraído. Un paréntesis diurno entre esos himnos a la noche que son Inland Empire, Mullholand Drive y Carretera perdida. Un reconocimiento de la familia y la comunidad como tejidos frágiles y protectores, y entonces, de la persistencia de Ford. Por algo Mary Sweeney, productora y editora de la película, entiende que Una historia sencilla expresa el “lado irlandés” de Lynch).

Ahí terminó el paréntesis.

Ahora vuelvo a Spielberg. Todo el desequilibrio del que trata Los Fabelman (el de la vida y el arte, el del cine y el mundo, el del encuadre, el de la recepción, el del registro) es tan notorio como la fluidez de la película, que le otorga contención. Lo vimos ya: el tren choca hasta conseguir fuerza catártica, pero aunque corra el riesgo, no se rompe. Moroso, con un sentido del plano y de la escena que no es ya el dominante, Spielberg filma al viejo-no viejo estilo. Sin embargo, lo más notable de su película no es la manera en que se ajusta a una tradición sino el modo en que pone en escena la fragilidad que en sus mejores expresiones la constituye y alimenta. En este punto, Los Fabelman es -en segundo plano, como corresponde al cine que Spielberg practica- una película teórica. Una reflexión acerca de eso que llamamos cine clásico, y que no es solo un modo de narrar sino ante todo un modo de entender la relación entre el cine y el mundo. Permítanme proponerles una definición: el cine clásico consiste en ofrecer para un desgarro una costura cuya legitimidad depende de cuán honestamente el desgarro haya sido expuesto en tanto tal. Por eso sus películas son como casas que solo pueden levantarse si se es leal con el viento capaz de derrumbarlas. Obra de arquitectos melancólicos, el cine clásico construye casas con los cimientos dañados. Si no es así, si los cimientos se muestran orgullosos de su fortaleza, si te dicen: acá no tiembla nada, entonces es otra cosa. Propaganda, un programa de autoayuda o cualquiera de esos dispositivos para la negación del dolor. Es esto -creo yo- lo que distingue al cine clásico de otros cines, no el sistema de iluminación de tres puntos, las convenciones en torno a la elaboración de la escena y todo lo que los manuales han tenido la generosidad de describirnos. Lo distingue lo que podríamos llamar el principio del don herido.

Las dos grandes películas clásicas de los últimos años lo muestran con extrema precisión. Había una vez… en Hollywood levanta una casa donde hay una tumba. Vitalina Varela le saca una casa (la voluntad de una casa) a la historia errante de los humillados, que no se detiene. Todo es extremadamente frágil. En Up (la película de Pixar, ¿se acuerdan?) un hombre y una mujer jóvenes se casan y proyectan viajes y aventuras. Lo hacen porque leyeron historias de países lejanos, jugaron juntos y sueñan de a dos. Una secuencia de diez minutos, sin diálogos, resume su vida en común: no salieron nunca de su barrio humilde, y cuando ella muere, su esposo busca el libro de viajes que habían proyectado completar y que pesa sobre él como un fracaso de páginas vacías. Sin embargo, cuando lo abre, descubre que el libro está lleno: ocupan sus páginas las fotografías familiares, los cumpleaños, los acontecimientos comunes que la mujer guardó como testimonio de la aventura compartida. La emoción de la escena redime la falta pero no redime el hecho de que el hombre fue incapaz de darse cuenta de ello hasta que se encuentra solo y el tiempo se le acaba. Toda una vida para entender que hubo vida. Es una reparación ambigua. Una costura evidente y de hilo frágil. Una casa amenazada, como la que fue testigo y parte de la historia, y que el hombre defiende en el presente de quienes quieren demolerla en nombre del progreso. Esta fragilidad tan a menudo reconocida en la familia alcanza a todos los niveles. Alcanza a la comunidad, por supuesto, como muestra la obra entera de John Ford, en la que unas figuras humildes mantienen en pie lo que está siempre a punto de venirse abajo. Y alcanza incluso a la metafísica. Spielberg lo sabe bien. En Inteligencia artificial, el niño-robot espera miles de años para conseguir por fin la felicidad, y la felicidad dura un día.

También Los Fabelman pone en escena el tema de la casa. En principio porque la familia se muda dos veces, primero de Nueva Jersey a Phoenix y luego de Phoenix a Santa Clara (California). Pero sobre todo porque alrededor de esas mudanzas toma forma el lugar que para Sam adquiere el cine. Hay acá otra rima (la más oscura). El día en que la familia llega a Phoenix, Sam (todavía niño) demora el arribo para grabar un plano del auto entrando en la propiedad por primera vez, no importa que las hermanas estén apuradas por ir al baño. El día en que, después de unos meses de espera, le entregan a la familia la casa nueva en Santa Clara, signo privilegiado del progreso laboral, Sam (ya adolescente) filma un plano opuesto; un gesto de felicidad roído por dentro, casi lyncheano: el padre entra a la casa con la esposa en brazos y lo que la cámara registra no es el entusiasmo de Phoenix sino el vacío:

Así, la terminación de la casa coincide con la disolución del matrimonio y la separación de los hermanos.

A las dos mudanzas familiares sigue y se opone una tercera, esta vez solo de Sam, que más que a Los Ángeles se muda al cine, esa casa noble e insegura. Los Fabelman es, de hecho, una historia del cine-casa. Como 8 ½.  Como El desprecio.

Por supuesto, y aunque Fellini también elige la mirada del niño, y aunque Godard también hace su propio autoanálisis familiar, ambas películas pertenecen a otro sistema, lo que me trae a la memoria algo importante: hay pensamiento (humilde tal vez, pero pensamiento) cuando descubrimos que dos cosas que se nos presentan cercanas guardan en realidad diferencias profundas. O al revés: cuando dos cosas que se nos presentan lejanas revelan algo de peso en común o sus diferencias nos permiten entender algo nuevo de cada una de ellas. Decir lo cercano de lo cercano es en general redundante. Decir lo lejano de lo lejano es en general un modo del fusilamiento. Mato a Godard con Spielberg, mato a Spielberg con Godard.

Es fácil así.

Hablo de esto no porque piense que estas figuras tienen algo en común (no lo tienen). Hablo de esto por la casa.

Al comienzo de El desprecio Godard dice en off una frase que le atribuye a Bazin aunque pertenece a Michel Mourlet. Es una que sabemos todos:“El cine sustituye nuestra mirada por un mundo acorde a nuestros deseos”. Funciona como epígrafe defectivo: El desprecio no es la afirmación de aquello que dijo Bazin (y que en realidad no dijo) sino su despedida melancólica. La película de alguien que ya no puede compartir esa confianza pero tampoco hacer su crítica; de alguien que ya se ve irremediablemente separado de esa Ítaca(de esa casa) a la que retorna Ulises después de veinte años y que solo Fritz Lang puede filmar. Ahora bien, lo que Los Fabelman sostiene (mejor: lo que Los Fabelman recuerda) no es que aquella Ítaca existe todavía, que sí tenemos hogar, sino algo más decisivo: que Ítaca estuvo siempre separada de sí misma, que la patria es también una tierra extranjera, que la plenitud que Godard despedía en El desprecio es una invención del propio adiós, porque en realidad el cine clásico se sostiene en un trabajo permanente sobre sus cimientos dañados. Que Gombrowicz sabía bien lo que decía cuando escribió en su Diario esta frase genial y aterradora: “Hay que ir en pleno mediodía a contemplar la más clásica de las Venus para encontrar en ella la noche más oscura”.

Hasta acá lo que quería contarles de Los Fabelman, mi contribución maximalista a la Semana de la Cinefilia (la minimalista es Alligator, la película de cierre, que pertenece a la gloriosa clase B y es un exploit de Spielberg). Pero déjenme que los demore con un último párrafo. Le puse a este texto “Fuego sagrado” sin haber escrito más que unos apuntes sobre Los Fabelman. Me apuré porque los organizadores necesitaban un nombre y yo pensé: es un buen momento para hablar de la Scaloneta, y como la Scaloneta es para mí la definición misma de fuego sagrado, bueno, ya saben: así se llama. Un día, con casi todo escrito pero sin más fuego que el de un par de imágenes distribuidas acá y allá y el de los vulcanólogos de Herzog, y lo que es peor: sin ni siquiera una mención a Lionel y al equipo, se me ocurrió buscar en Google a ver si encontraba alguna reflexión, alguna cita, algo que me permitiera al menos justificar el título. Encontré que Fuego Sagrado es el nombre de una empresa que fabrica accesorios para parrillas, de un reality uruguayo protagonizado por asadores, de un disco del grupo de cuarteto Sabroso y de un tipo de ataque característico de la segunda generación de Pokemon. Esperaba encontrar menciones al templo de Vesta, al rock y al romanticismo alemán, no tanta belleza. Pero hay sin dudas, un motivo anterior a la Scaloneta y a Los Fabeman por el cual elegí el título. Lo elegí porque alude a compromisos que los conceptos de trabajo y carrera no pueden contener. Porque pone las cosas del lado del gasto, y por lo tanto en relación con la fiesta, la risa, el erotismo, la poesía y el éxtasis. Del lado de lo que nos sitúa por fuera del cálculo y de nosotros mismos. A fin de cuentas, tener el fuego sagrado, como decimos, es asumir que la relación es en realidad la inversa: que algo pide por nosotros, que algo reclama nuestra atención, que algo nos tiene. Los aviones, los volcanes, el fútbol, el cine. Es lo que produce la alquimia fundamental de nuestras vidas: convierte una contingencia en una necesidad y nos ofrece entonces la experiencia del no puedo vivir sin. De ese fuego, creo entender, nace la Semana de la Cinefilia.

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