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SSIFF (IV) Epílogo Zinemaldia y una lenta retrospectiva de Hong.

Se ha dicho de Walk up -en conversaciones airadas afuera del cine y en otras críticas- que Hong Sang-soo ha repetido la misma película, incluso ha hecho un paso atrás: un director de cine, rasgos autobiográficos del momento que está viviendo él, largas y ebrias conversaciones y laberintos formales. Nada de esto es equívoco; quizás después se añade algo más sobre los aspectos formales de la película. Pero como esta crónica nunca fue puntual respecto a las demás, por ahora es oportuno dejar los aspectos consabidos de la película y observar el nuevo desencanto con que se hace esa afirmación. ¿Por qué se ha ensombrecido la visión de algunos sobre la recurrencia formal del estilo de Hong? Puede deberse a que sus últimas películas tendían a una simplificación estructural no presente en Walk up, a que muchos pensaban que habían terminado para siempre esas hipótesis de historias (En otro país o El día después) o los dobles inicios (Ahora sí antes no) que tan bien conocemos. O que simplemente, después del confinamiento y los festivales online, la gente está cansada de reencontrarse con el eterno rondó de Hong, la misma historia con leves variaciones. 

Me atrevo a aventurar que ese cansancio ha sido un síntoma reciente de este festival. Hay estos días una fiebre por cazar talentos, por descubrir nuevos encuadres que nos liberen de la monotonía. Este calor nos mantiene despiertos cuando hemos dormido pocas horas y eleva nuestros niveles de azúcar para soportar hasta cinco funciones en un mismo día sin desfallecer. Hay películas que intentan mitigar la fiebre. Entran en la inmensa categoría de las festículas, o como las llamamos coloquialmente, películas de festival  -es decir, nacidas para los grandes festivales- y tienen encuadres opulentos, movimientos de cámara inesperados, historias arriesgadas o moralidades oportunas con los debates contemporáneos (o todo lo contrario, sobriedad bressoniana en todos los aspectos). Una de las festículas de este año fue Jeong-sun, la película que abrió la sección New Directors. Acogiéndose al tema de la violencia en el ámbito digital (un vídeo que no debería ser filtrado), observamos la miseria de un personaje que se hunde trágicamente pero logra redimirse triunfalmente al final de la historia. El tema nos impacta, porque es algo que podría sucedernos a cualquiera de nosotros; la historia también, porque la actriz protagonista luce su papel con dignidad. Pero los recursos son los mismos que hemos visto en tantos otros cines: música utilizada con el único fin guiar nuestras emociones (aquí debes sentir compasión, aquí intriga y aquí euforia), cámara en mano en cuanto empieza el hundimiento de la protagonista y metáforas simples de superación personal. Al fin y al cabo, pese a la victoria de la heroína y el interés en un tema contemporáneo, no hay recursos propios para narrar la historia. Por eso observamos el drama, no lo vemos ni lo sentimos: porque la película usa estrategias prefabricadas para guiarnos durante el visionado, como si fuéramos tullidos emocionales. Aún así, estas películas son buenas en el contexto de un festival porque nos alivian haciéndonos creer que la fiebre ha disminuido, funcionando de forma similar a los opiáceos. Con el fuerte efecto que tienen sobre nosotros palian el dolor, pero en cuanto este vuelve a aparecer, nuestro cuerpo tiene necesidad de nuevas dosis. Porque al fin y al cabo, son superficiales, poco originales y no nos satisfacen. Es decir: el año que viene tendremos ganas de otras festículas. Y nadie hablará de las del año pasado porque ¿quién recuerda cómo sabe el último cigarrillo cuando se está liando uno nuevo? 

No todo lo programado son opiáceos. Hay también verdadera medicina, bálsamo para los músculos entumecidos por las butacas pétreas. Estas películas son raras de encontrar pero la motivación de hacerlo valen toda la falta de sueño de un festival. Y no hay neologismo como festículas para agruparlas, porque todas son de muy distinto origen e índole. Pero hay metáfora: tras verlas uno se siente ligero, como caminando descalzo por la orilla de una playa tranquila después de un largo y ruidoso viaje. Pueden ser de una nueva voz o de algún director que nos tiene bien acostumbrados. Y no tienen porque ser perfectas: basta con algunas escenas memorables, con una forma personal de ver las cosas, con rostros de actores que permitan la ensoñación; en fin, trabajos realizados con un poco de mimo. Cuando hallamos estas películas las defendemos como las mejores de la historia del cine y, aunque quizás con el tiempo algunas de ellas nos parezcan mediocres, en las críticas que hacemos durante los días del festival llueven elogios hasta por las ideas más pequeñas y básicas, que son vistas como grandes aportaciones al lenguaje del cine contemporáneo. Es el caso de Naname no Rouka, mediometraje en la sección de Zabaltegi-Tabakalera. Solamente dos hermanas llenan los encuadres de esta película, que sucede toda en una casa. Pero el conflicto entre ellas se ensancha, ramifica y endurece a medida que avanza la película; y la sencilla casa, a través de un lúcido montaje, se convierte en un laberinto que las separa. Quizás en la presentación de la película se abusó de los elogios que la situaban entre las películas más originales de la actualidad; pero no les faltaría razón si miraran la película en el marco de la misma sección (o del festival entero). Porque, junto con Trenque Lauquen, fueron las películas más atrevidas que se proyectaron estos días; que en vez de correr en el rebufo de otras festículas, se atrevieron a contar una historia a su manera y con su propio lenguaje. 

En cambio, la otra argentina Amigas en un camino de campo, de la misma sección y de apariencia similar a Naname no Rouka, no escapa de la prisión de las festículas. Mayormente se desarrolla a través de una conversación entre dos amigas, pero sin ser tan hábil en los recursos que utiliza para contar una historia. La película, dirigida por Santiago Loza, coloca un meteorito y un recital de poemas de Roberta Iannamico alrededor de los diálogos, como si la inserción de ciertos elementos radicales en una película pudiera compensar el vacío que dejan el resto que la componen. Confía en su propia austeridad de medios como fuerza cinematográfica, pero su mayor ingenio se convierte en arrogancia al no mediar entre el espectador y la película. Ya que ni el comportamiento frívolo de las protagonistas ni sus escuetos diálogos vaciados de significado despiertan nuestro interés; ni tampoco el hallazgo del meteorito que es el motor que mueve las protagonistas. Pues al encontrarlo, tampoco se les permite relajarse y mostrar un ápice de emoción. Sin duda es una película meticulosa y nada torpe, pero quizás por exceso de cálculo y austeridad las emociones que suscita también se vuelven austeras; como aquellos discursos de los que escribe Montaigne, que por estar demasiado meditados, “denuncian el aceite y la lámpara”, se vuelven áridos y rudos por haber priorizado antes al raciocinio que a la inspiración (Ensayos I, Montaigne). Algo interesante de una crítica de festival es la apuesta que se hace en el presente por el valor que tendrá una película en el futuro. La derrota es más o menos el olvido y pesa más según lo osadas que hayan sido nuestras afirmaciones, lo que nos hace ser precavidos en aquello que elegimos para criticar, jugar sobre seguro. Por eso es arriesgado, que de la misma película otra crítica dijera: “Santiago Loza es en el séptimo arte del siglo XXI, lo que Antón Chéjov, en el siglo XIX, fue para el teatro.” Habrá que ver entonces, si el tiempo coloca la obra en una festícula o una categoría superior.

También hay otras películas que simplemente entran en nuestras vidas como si nos hubiéramos encontrado con alguien nuevo que tiene un rostro, una forma de vestir y andar remarcablemente únicas. Al salir del cine reaccionamos silenciosamente y no hablamos demasiado de ellas; nos echamos a andar solos llevando la película adentro. Si alguien, meses más tarde, nos interroga por ella, se nos escapa una sonrisa porque notamos que quizás, si por casualidad quien pregunta sintió lo mismo al verla, estaremos a punto de establecer una complicidad única. De hecho, primero dudamos, tanteamos el terreno nerviosamente, como para ver si la conversación es un lugar seguro para abrir el corazón. Y en el caso de que nos parezca que el suelo es firme como para hablar de la película, damos rienda suelta -sin orden ni rigor- a todo aquello que sentimos entonces, interrumpiéndonos mutuamente, elevando la voz y pidiendo dos bebidas alcohólicas si es que anteriormente estábamos bebiendo té. Y si aquella persona no ha visto la película, vuelve a nosotros aquella discreción que sentimos tras verla por primera vez. Con una sonrisa tímida la recomendamos sin insistir demasiado, y si la conversación vira en torno a otro tema, alegremente nos dejamos llevar habiendo conservado el tesoro del primer visionado en el interior de nuestro pecho y damos un sorbo de nuestra taza tibia de té. Pasado un tiempo, inevitablemente ligamos aquella edición del festival al recuerdo de esa película y nos encaprichamos con aquel encuentro con el paso de los años. En el futuro, comparamos la edición de ese festival con las siguientes y, si no ha habido encuentros similares, estas nos parecen mucho menos valiosas que aquella (aunque puede que por azar hayamos ignorado el pase de una película maravillosa). ¡Ojalá les dieran un premio a todas estas películas saludables! Pero eso ya no depende de nosotros los espectadores. 

Las películas de Hong también fueron encuentros en este festival (El día después o Lo tuyo y tú). Fue oxigenante ver por primera vez aquellos diálogos que no tienen prisa ni cortes, aquellas borracheras que desinhiben los personajes para gritar verdades puras y vergonzosas al mismo tiempo. A lo largo de casi treinta años de generosidad fílmica nos calmó la fiebre festivalera como un paño frío y húmedo en la frente. En cambio, en esta edición del Zinemaldia Walk up ha sido más bien como un alto en el camino, un refugio pastoral sencillo y conocido donde ya hemos descansado otros años. Sin embargo, para algunos febriles no fue suficiente que Hong nos abriera esta puerta por segunda vez en este año (en Berlín con La novelista fue la primera) y el pase de la película fue poco excitante. Para otros dejó un dulce gusto en la boca, suave y persistente que hoy aún dura (de otra forma ¿quién se hubiera animado a escribir todas estas palabrejas?) 

¿No nos habla ese nuevo aburrimiento por sus películas de la naturaleza vaporosa de los festivales? ¿O sencillamente sugiere la incapacidad de un festival para contener los esfuerzos tan persistentes de un director por seguir explorando los temas que le interesan? La crónica se inclina hacia esta segunda opción olvidando en el aire la primera. Estos últimos años sus películas se han ido asentando en un estilo de producción y lenguaje tan modestos y austeros, que está permitiendo a Hong explorarse a sí mismo con mucha más precisión y desnudez que antes, sin los malabares o el hinchado sentido del humor que hemos conocido otros años. Quizás por eso se haya producido un desencanto este año, o un cambio en la forma de percibir su trayectoria (porque con Introducción y Delante de ti aún sentíamos esa excitación de la última década). La filmografía de Hong empieza a reverberar, no por estilo sino por tozudez y sencillez formal (u “honestidad”, palabra que él repitió en la rueda de prensa del Zinemaldia) con la de un director como Ozu. Leamos sus deliciosas palabras sobre esto: 

“A veces me dice alguien: ‘¿Por qué no pruebas a hacer una película diferente?’ Yo respondo siempre que no soy más que un pequeño productor de tofu. Si se pide a un pequeño productor de tofu que prepare un plato de curry, o unas costillas de cerdo empanadas, nunca conseguirá que le salgan bien” (Poética de lo cotidiano, Yasujiro Ozu). 

Una vez vistas unas cuantas películas de la filmografía de Hong, de forma parecida a la de Ozu, se pierde el interés en la capa superior donde flota la trama; y se accede a aquellas más delicadas y ocultas, a las sutiles variaciones que suceden en el núcleo de la película. Al igual que con Ozu ya sabemos que hay una hija que pese a todo se casará, con Hong sabemos que veremos a un artista con una vida poco convencional, inclinado a los excesos pero apuntando a encontrar su propia verdad. Por eso lo importante ya no reposa en el futuro de estos personajes, sino en su forma de vivir los acontecimientos favorables y adversos que se le presentan, y en su manera de relacionarse con los demás seres humanos.

Hay que empezar a ver las películas de Hong con la calma recogida que implica adentrarse en la forma de ver la vida de un autor, a veces imposible de encontrar en el agitado aleteo con el que zumbamos de un teatro a otro en un festival. Eso no significa que no se puedan disfrutar, ni que debamos dejar de verlas en los festivales; más bien es una invitación a verlas -si las Plataformas lo permiten- en la sala de cine cuando más convenga a nuestra rutina semanal, teniendo un poco de tiempo antes de la función para afirnarnos pausadamente al tono del director que ya conocemos; y después para saborear los matices que nos ha dejado en la boca. Porque hoy en día da la sensación -gracias a su depurado modo de producción que le permite ser tan preciso y constante- que en vez de ver sus estrenos estamos siguiendo una lenta retrospectiva donde con cada película se explora una tabla más de su estantería vital, y eso es una generosidad y un placer que ningún otro cineasta contemporáneo nos invita a vivir; algo más cómodo de experimentar en la lentitud de una filmoteca que en la impaciencia de un festival.

Sí, sus últimas películas, desde El hotel a orillas del río han tendido hacia la introspección de los personajes en vez de su expansión habitual. Y también hacia la simplificación formal (por eso nos ha chocado Walk up). Las borracheras no han desaparecido porque siguen siendo imprescindibles para ellos, un estado que necesitan para expresarse sin preámbulos y tender los brazos hacia la luz a la que aspiran, pese al desordenado estado de sus vidas. Pero si esta aspiración hacia la libertad en sus primeras películas estaba presente solamente en la forma de amar, en las conversaciones o en algunas acciones de los protagonistas; ahora es algo que los atraviesa y que son incapaces de ignorar. Y aunque a veces no dedican apenas tiempo a perseguirlas, como es el caso de Byungsoo en Walk up, hay pequeñas decisiones que toman para empezar a cambiar sus vidas: mudarse al edificio de su amiga Kim. 

Estas decisiones impulsivas o propuestas extravagantes empapan sus películas: por ejemplo, el empuje con que la protagonista le propone filmar su primer corto a alguien que acaba de conocer en La novelista. Siempre hay algo de ellas que nos parece absurdo, porque en una sociedad generalmente frívola encontramos irreal a la gente que expresa abiertamente sus deseos más íntimos. Lo mismo nos sucede cuando Kim le ofrece repentinamente a Byungsoo vivir en su edificio (y sin pagar), con quien no tiene demasiada cercanía, nos hace reír. Durante la rueda de prensa Hong llamó “religión” a los impulsos de estos personajes, porque según él debemos tener algo religioso en lo que creer y aferrarnos a ello, a pesar de que las fes tradicionales hayan declinado. Es necesario seguir creyendo en algo que se encuentre más allá de la sociedad, porque si no pondremos nuestras esperanzas en los demás seres humanos; y eso es egoísta y no suele terminar bien. Por eso Hong confía en personajes solitarios que se relacionan a partir de encuentros casuales. Es su visión de cómo deberíamos relacionarnos y expresar el amor entre nosotros, desde la soledad. Como en aquella carta que el poeta Rilke envía a su querido señor Kappus, donde le escribe que le será imposible amar si no se reconcilia primero con su soledad: “No obstante, a medida que empecemos a vivir, estas grandes cosas [el amor y la muerte] nos acogerán con mayor cercanía a nosotros, los solitarios”. (Cartas a un joven poeta, R.M. Rilke). 

Byungsoo se encuentra en un momento delicado de su vida, hace cinco años que no veía a su hija y le cuesta encontrar producción para sus películas. Tal vez a causa de la culpabilidad por esa distancia paterna, visita con su hija (Jeonsu) a una excéntrica interiorista (Kim, una vieja conocida), con el objetivo de que la aconseje en su interés por dedicarse al diseño. Kim les enseña el edificio donde trabaja y del cual es propietaria. Suben a tres de los cuatro pisos y, en la terraza, Kim le propone a Byungsoo que se mude al edificio. Él parece meditarlo y poco después recibe una llamada de su productora que le obliga a ausentarse. Jeonsu y Kim se quedan solas y bajan al sótano (que es el taller de Kim) a charlar tomando vino blanco. Allí Kim empieza a hablar del padre de Jeonsu pero ella la interrumpe y le explica que su cara pública como director es muy distinta de su cara doméstica, mucho más cambiante e insegura. Entonces se quedan sin vino y Jeongsu sale a comprar más. A partir de su afirmación sobre su padre, la película se compromete en las siguientes escenas a explorar la vida íntima y doméstica de Byungsoo a través de su mudanza al edificio.

El juego formal que aquí comienza es sencillo: separados por elipsis, hay tres capítulos en los que Byungsoo habita cada uno de los pisos del edificio que vio en la primera visita. Cuando vemos el primer corte del director volviendo al edificio después de que Jeongsu baje a comprar vino, por la luz y el atuendo distinto comprendemos que el tiempo ha pasado y que el director ha decidido mudarse. Pero por la forma en que los demás capítulos están separados -por sencillos cortes que indican saltos temporales- parece que más que un juego se trate simplemente de la realidad cambiante del director. Es decir, que cada cierto tiempo Byungsoo decide mudarse a otro piso y vivir con alguien distinto, decisiones que forman parte de su naturaleza voluble.Tampoco es algo que la película desmienta, más bien es ambigua en este aspecto: puede ser que estos extraños cambios de piso hayan sido fruto de su voluntad. Sin embargo, hacia el final de la película se produce un déjà vu que muchos, a la salida de la película, interpretaron razonablemente como una vuelta al pasado. Byungsoo -habiendo bebido- entra en su coche y se queda un rato dentro. Parece que hayamos vuelto al principio de la película cuando él debía irse a la productora tras tomarse una copa de vino con Kim y Jeongsu. Lo vemos dudar sobre si tomar el coche o ir a pie. Decide salir y fumar un cigarrillo. Entonces llega su Jeongsu, con una bolsa, como si acabara de comprar el vino que había salido a buscar al comienzo. “¿Por qué has tardado tanto?” le pregunta a su padre, como si él nunca hubiera ido a la productora y todo el metraje que hemos visto fueran sus ensoñaciones figurándose a él mismo viviendo en el edificio.

Sea este encuentro con su hija una vuelta al pasado, una escena concebida para ir al principio y después colocada al final o simplemente una casualidad, Walk up traza una estructura circular ni pretenciosa ni lúdica, sino precisa. Porque hay veces que el sentimiento que un director persigue en una película no se adapta a la linealidad temporal a la que estamos acostumbrados y decide romper con esa linealidad. Recordemos la Reconquista de Jonás Trueba. ¿No sería, sin su segundo capítulo, una película simplona sobre el reencuentro de un primer amor? Sin embargo, el director madrileño decide volver al pasado y mostrarnos ese enamoramiento tan puro de la adolescencia, pese a que el espectador sepa perfectamente que estamos presenciando un pasado que de un momento a otro se romperá irremediablemente. De la misma forma Hong desanda el camino por el que Byungsoo ha ascendido en el edificio para sugerirnos que esos tres capítulos quizás no han sido reales. Así ambos directores, en busca de una descripción precisa del tema que aspiran retratar, rompen la linealidad temporal: aventurandose a decir que a veces el recuerdo o la ensoñación es más pura que la propia realidad. ¿Romántico? Quizás, pero no desacertado. Porque cuando nos proyectamos hacia un futuro o hacia un pasado lo hacemos sin los desperfectos habituales que nos acompañan, ni las contradicciones. Nos pintamos con una luz idealizada, que aunque nunca llega a brillar de la misma forma en la realidad, nos sirve de referencia para perfeccionarnos como personas. 

De este modo Walk up no necesita un piso, sino tres para explorar la intimidad de Byungsoo, aunque sea todo una proyección del director hacia el futuro. Las diferentes hipótesis que plantea en cada piso nos sirven para visualizar el espectro completo de la vida doméstica de un artista consagrado, no tan sencilla como piensan los demás en sus obras. De habernos mostrado la película un solo piso, solo hubiéramos podido ver una de las múltiples caras de un carácter profundo y complejo. En cambio en los distintos pisos lo vemos cambiante, tan valiente como cobarde. Así, mediante sus extremos emocionales y las variaciones que se producen entre ellos, nos hacemos una imagen completa del protagonista, difícil de olvidar. Y no tenemos una impresión lúdica como en sus películas de la década pasada, donde abundan las idas y venidas en el tiempo o las repeticiones de unos hechos con distintas variaciones. Los juegos formales de Walk up son discretos y ayudan más bien a profundizar en Byungsoo, en su pérdida y recuperación de la fe; por eso no se puede tachar Walk up de volver a repetir estructuras del pasado, ya que lo que busca en la psicología de su protagonista es un aspecto religioso, una progresión coherente con las películas inmediatamente anteriores de Hong.

Muchas escenas quedan sin anotar; mejor que el visionado complete los vacíos. La crónica se despide mencionando de pasada el momento en el que Byungsoo explica cómo Dios se le apareció. Alguien le ha pedido que recuerde ese encuentro y él lo cuenta conmovido: “fue aquí, en esta misma terraza. Yo estaba apoyado ahí… de pronto lo vi y me dijo: ‘Byungsoo, debes ir a vivir a la isla de Jeju y hacer doce películas’”. Siendo esta una escena aislada, la veríamos como una declaración de fe. Pero viniendo después de observar a Byungsoo en los tres pisos, tan frágil como envalentonado, tan desesperado como seguro de sí mismo, el montaje de las escenas provoca que nos ríamos de este momento religioso. Nos lo creemos: está convencido de que vio a Dios, sabemos que es una persona con fe. Probablemente vaya a la isla y ruede sus películas. Pero también conocemos el resto de sus caras y sabemos que los episodios que hemos visto volverán a repetirse; nos hace reír porque hemos visto que su vida es compleja como para resolverse con una aparición divina. ¿No es bonito haber llegado a conocer tan bien un personaje? ¿No es bonito seguir conociendo a Hong, película a película?

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