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SSIFF (I) Peter von Kant, demasiado cerca

Les traemos una serie de crónicas e impresiones sobre el Festival Internacional de Cine de San Sebastián (Zinemaldia para los locales). En su primera entrega Nicolás escribe sobre Peter von Kant de François Ozon, la acumulación borrosa a primera y segunda vista y, sobre todo, las distancias entre el cine y lo que vemos.

Por Nicolás Auger

Arrancó Zinemaldia. No puedo evitar recordar, mientras camino hacia el Teatro Victoria Eugenia, cómo fue todo un año atrás, cuando era mi primera vez en el festival y lo vi con ojos poco acostumbrados a la luz del lugar. Noté las primeras extrañezas, aunque entonces no supiera mucho de festivales. El cine latinoamericano estaba arrinconado en su mayoría en una sola sección, y lo que los programadores consideraban un cine más vanguardista o experimental en otra. En la selección oficial competían solamente los gigantes, con alguna excepción. Y había una sección solamente para películas culinarias. A grandes trazos, un diagrama de cómo los españoles nos relacionamos con la cultura: compartimentándola, viendo como menor aquello a lo que no estamos acostumbrados y dando a la comida una importancia mayor que al resto de las artes. Así, películas hermosas como Haruhara-san’s Recorder, que ganó en FIDMarseille, o El gran movimiento, que compitió en la selección internacional de BAFICI, no transitaron por Perlak ni por la sección oficial del festival, sino que se exhibieron en la sección experimental Zabaltegi-Tabakalera. De todas formas, fue maravilloso poderlas ver en esta pequeña ciudad. Retomaré para comenzar esta cobertura la pregunta que se hizo en una crónica del Festival de Locarno:  ¿qué idea del cine representará la selección de películas? Por ahora es imposible saberlo.

Tratando de recordar cuál fue la primera película que vi el año pasado, no consigo nada. Además es engorroso, porque me acuerdo del trayecto hasta el Kursaal, de sentarme en la butaca y levantarme al terminar. Pero ninguna pista de la película. ¿Qué es lo que nos hace esfumar de nuestra memoria tantos fotogramas, tantos rostros? Desde luego es una acción para nosotros oscura, involuntaria, vil y probablemente astuta. Retenemos las imágenes que genuinamente nos convienen y arrojamos las demás al viento. Para colmo, esto no tiene que ver con que la película sea buena (en ese caso gozaríamos de una videoteca mental preciosa y ordenada), sino con ese bibliotecario caprichoso y polvoriento que habita dentro nuestro, que cuida de esta forma nuestra memoria. Por eso existen terribles imágenes que nunca acaban de descomponerse en nuestro mar de recuerdos, mientras que otras más bellas pero degradables acaban hundiéndose y desapareciendo. Aquella película se desintegró entera. ¿Qué será de la primera película de este año?

En esta segunda vez en el festival siento que ya me he familiarizado con las extrañezas. Incluso me gusta jugar a ver una experimental por la tarde y una convencional por la noche. Además, es verdad que se come divinamente en San Sebastián. Un festival en Estados Unidos -¡disculpas a la cocina norteamericana!- sería otra cosa. Esta mañana comencé mi festival con una convencional, Peter von Kant de François Ozon, que inaugura la sección Perlak. Cogí la entrada por amor a Fassbinder, con la curiosidad de ver una adaptación de una película y porque, ingenuamente, me parecía un inicio fluido del festival.

Pero, en vez de encontrar fluidez, la película ha trastabillado hacia su final con sudores y dificultades, los mismos que encontramos en la arrugada frente de Peter al no lograr vivir felizmente como sugar daddy. Hemos visto quizás demasiado cerca su ceño fruncido, su sonrisita bonachona, sus ojos lagrimosos. Filmada con un poco más de distancia la película estaría mejor engrasada y se hubiera deslizado fácilmente por la pantalla; con un poco más aún, hubiera sido una agradable obra de teatro que habría despertado algunos aplausos. Este es el viejo atolladero de muchas películas, el depender de la distancia. El truco que las delata es sencillo, como poner a flotar un huevo para saber si está malo o no: aleja la cámara unos pasos, hasta convertir ver todo el film en plano general. Si parece una obra de teatro, es que en realidad lo es. Si el resultado no tiene mucho sentido, probablemente lo anterior era una película. 

Es verdad que la película de François Ozon es una adaptación ligera de Fassbinder, quien bebió mucho de la copa del teatro; pero a diferencia de Peter Von Kant, en Petra sí que percibimos una distancia. No solo la distancia brechtiana que empapa la mayoría de las películas del alemán, que nos ayuda a separarnos del melodrama para vivirlo de una forma más reflexiva, sino -literalmente- una distancia física: Fassbinder sitúa la cámara un poco más lejos. Además, por la flexibilidad de su cámara para componer encuadres y las distintas profundidades que maneja con ayuda del decorado, consigue una fluidez de la película mucho mayor: no se atasca, no tropieza. Las imágenes tienen una fuerza independiente de las bambalinas.

El decorado, elemento muy teatral en las dos películas, en Peter se vuelve pesado; es difícil soportarlo una hora y media, porque los personajes no interactúan con él, sino que existe detrás de ellos aplanando perpetuamente el fondo de la imagen. Los planos difícilmente respiran, porque la cámara está más cerca de los personajes y no encuentra apenas encuadres narrativos, por lo que estamos forzados a vivir este melodrama como si fuéramos uno más dentro de la historia. Esta aproximación puede llegar a ser molesta: mientras que lo que vemos en pantalla nos parece demasiado excesivo como para empatizar con ello, estamos obligados a mirarlo a una distancia que tampoco nos permite separarnos emocionalmente. Esto provoca un rechazo ya desde el principio del film, porque intuimos que la relación entre Amir, un árabe veinteañero bello, esbelto y superficial, y Peter, director consagrado excesivo, en poca forma y cerca de la cincuentena, tendrá fricciones trágicas. 

En Peter la distancia también provoca otros conflictos. Procura ser una historia ambientada en los setenta y nos coloca tan cerca del decorado, de los chalecos y pantalones acampanados, que nos anima a creer en el artificio. Los espectadores aceptamos gustosos ese juego, nos gusta vernos envueltos en otra época; especialmente hoy en día, que nos aferramos a las décadas pasadas porque nos parecen más hermosas y vivaces. Nos seduce con buena música de entonces. Pero hay personajes que aparecen en escena y nos despiertan de la dulce ilusión por no resultar creíbles. Cydonie, el personaje que interpreta Isabelle Adjani, es el primer jarro de agua fría, porque distinguimos el rastro de la cirugía moderna en varios rincones de su rostro. Es un personaje intencionadamente inexpresivo por su frivolidad, pero igualmente nos resulta evidente ver que no puede sonreír por el bótox y no por mérito de su propia actuación. El segundo es Amir, interpretado por Khalil Ben Gharbia. Al igual que identificamos ciertos rostros con épocas, como el pálido, ceroso y delgado joven de oscuro pelo rizado con el siglo diecinueve inglés, el aspecto de Amir nos devuelve repentinamente a las publicidades contemporáneas de grandes marcas de ropa como Benetton o Uniqlo. Hay caras que no escapan a su tiempo por culpa de los medios que las representan: en el siglo diecinueve, por los grabados, que entonces era el modo masivo de distribuir imágenes; en el veintiuno, por los escaparates en las calles comerciales. En fin, en la película hay un choque entre estos rostros y la época en que pretende ocurrir, que no tiene que ver con la pericia actoral ni su aspecto, sino con un casting mejorable. 

Más o menos por estos motivos la película trastabilla hasta su final, porque no llega a trascender su esencia teatral y su visionado resulta algo claustrofóbico. Hubiera querido gozar de un poco más de distancia, porque me agradó el pintoresco mayordomo mudo de Peter Karl o la nana almibarada que le canta Hannah Schygulla a Peter para acunarlo. Por otro lado, hoy he leído una crítica de Peter von Kant que dice que es una delicia queer y que su última escena, por su sutileza y originalidad, es una de las mejores del año. Puede que tengan más razón que esta crónica, aún inexperta y con menos difusión. Pero por eso mismo se le permitirá a la crónica decir que esta película ni es deliciosa (porque cuesta masticarla) ni es demasiado queer (porque no ahonda en absoluto en la naturaleza de las relaciones homosexuales, más bien pasa por encima). Y le disculparán a su autor que añada que un guiño efectista torpe a Persona no es una composición ni sutil ni original. 

Imágenes: Peter von Kant (François Ozon, 2022) / Las amargas lágrimas de Petra von Kant (R. W. Fassbinder, 1972)

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