Comienza el Zinemaldia y con él la retrospectiva de Hiroshi Teshigahara. Nuestro primer cronista, Nicolás Auger, abre la cobertura con un poco de contexto y muchas ideas sobre las flores.
Por Nicolás Auger
El viernes arrancó bajo la lluvia la 71º edición del Zinemaldia. Inicio marcado por la aún vigente huelga de actores y guionistas de Hollywood, ya que el actor Javier Bardem, imagen de la edición, no podrá venir al festival ni recibir el premio Donostia. Los debates de la política española alrededor de la organización terrorista ETA también permean la edición de este año. Cinco integrantes del partido de ultraderecha Vox Guipúzcoa han protestado en el exterior del Kursal durante la proyección de No me llame ternera, entrevista del periodista Jordi Évole a José Antonio Urrutikoetxea, exdirigente de ETA. Igual que en la carta firmada por 514 personas que exigió la exclusión del documental en la edición de este año, los protestantes acusan al festival de blanquear el terrorismo con la programación de la película de Évole. ¿Es filmar un delincuente simpatizar con él? ¿Es programar ese filme un indulto? Son preguntas sensibles que se prestan a discusión; la oposición al documental responde de un contundente sí, mientras que el festival opta por mantener en su programación de hoy la película, alegando que dar voz a alguien no es darle la razón. Por otro lado, la presente edición acoge con los brazos abiertos a Víctor Erice y su nueva película, Cerrar los ojos. El carácter festivo de este estreno es inevitable, pues han pasado 31 años desde el último largometraje del cineasta vasco y será el primer encuentro del director con el público tras su ausencia en Cannes. Todas estas noticias se han hecho eco en los medios y en las conversaciones al salir del cine; y aunque el corazón de estos días son las películas y no la política, en un festival tan grande es imposible lanzar una piedra al agua sin que se expandan sus respectivas ondas.
La retrospectiva de este año aborda la filmografía de Hiroshi Teshigahara (Tokio, 1927-2001). Conocí la obra de este cineasta trabajando en una floristería de Barcelona hace unos cinco años. Teshigahara fue maestro ikebana y tenía su propia escuela en Japón, donde estudió la propietaria de dicha floristería. Como agradecimiento, en los años 80 la alumna invitó al maestro a Barcelona y, al enseñarle la ciudad, Teshigahara quedó impresionado con la obra de Gaudí. Poco tiempo después volvió a Barcelona y realizó el documental Gaudí (1984). Esta obra dio a conocer al arquitecto catalán en Japón y, según se dice vulgarmente, es el motivo por el que aún hoy la Sagrada Familia atrae tantos japoneses.
Esta vertiente menos conocida de Teshigahara aflora en Ikebana (1957), documental filmado en voluptuoso color, pieza central de la sesión de los primeros trabajos del director que abre la retrospectiva. A priori, se explica que el ikebana («flor viviente») es «el arte de arreglar flores y plantas en un jarrón», disciplina practicada formalmente en Japón desde hace aproximadamente 500 años. Esta sencilla descripción se desborda a medida que pasan los minutos, cuando vemos que el ikebana se ramifica en múltiples movimientos y escuelas, creciendo y adaptándose a los tiempos. No solo incorpora plantas vivas, sino también secas y pintadas, además de materiales primitivos como la piedra y la madera, o modernos como el hierro y el acero. Sorprende la cantidad de formas variadas que adoptan los jarrones japoneses, convirtiéndose en obras de arte en sí mismos. A medida que evoluciona el ikebana, los artistas vanguardistas trascienden el medio tradicional: cualquier cosa se vuelve susceptible de ser una flor o un jarrón. Y como si la película adoptara este lema, el director se vale de la animación para mostrar sus propios arreglos florales en una parte de la película, que vemos sucederse en la pantalla en forma de vivos colores y sonidos. La vanguardia del ikebana queda retratada en la obra de Sōfū Teshigahara, padre del director y creador de la Escuela Sōgetsu de ikebana, que a su vez aprendió el arte de su padre. El maestro Sōfū, que transmitió sus conocimientos al hijo y a su vez fue enseñado por su padre, reivindicó la apropiación de nuevos materiales y la experimentación, alejando el arreglo floral de una función decorativa y elevándolo a la categoría de arte. La película atiende a su proceso de creación de obras de gran formato, que terminan expuestas en una playa de arena solitaria. La instalación implica un regreso de esas piezas fabricadas en un taller moderno, moldeadas por la mano y las máquinas del hombre, a la naturaleza primitiva que las ha inspirado. Y como flores, parece que brotan de la arena, recortadas contra el mar.
No solo en la experimentación de esta pieza, sino también en la del resto de obras de la sesión (Hokusai, Doce fotógrafos y Tokyo 1958), somos testigos de la reconstrucción de Japón tras la Segunda Guerra Mundial y del inicio de nuevas olas no solo en el cine, sino también en la fotografía y en el ikebana. Cambio que queda plasmado en una de las frases que abren Tokyo 1958: “Hoy en día, Tokio es la ciudad que produce más cámaras del mundo. Uno de cada tres ciudadanos posee una cámara”.