El niño y la furia – Sobre Adam Sandler

Doy clases de Historia del Cine 1 en la FUC. Una o varias clases, dependiendo de mi capacidad de concentración, corresponden al cine clásico, eso que tratamos de definir como la producción de Hollywood en el tiempo que va desde la aparición del cine sonoro hasta la aparición de Nerón (Stanislavsky). Decimos que ese momento está organizado por los Grandes Estudios de la época en base a dos principios, los géneros y el star system, que se cruzan y se retroalimentan. Cuando describo cómo más o menos funcionaba la relación del público con Cary Grant, Katherine Hepburn, Greta Garbo, Bogart, Bacall, Wayne, Fonda, también paladeo el momento en el que, en un espacio supuestamente libre de cualquier actualidad y mal gusto, blindado por la academia (la institución intelectual, no la que organiza los Oscars) pregunto a los alumnos por las estrellas de hoy. A nadie se le ocurre decir, no sé, Robert Pattinson, Benedit Cumberbatch (nadie sabe cómo pronunciarlo), Cate Blanchett, Joaquin Phoenix, Tilda Swinton, no; ellos son actores y no estrellas, tampoco surgen los nombres de los carilindos como Sidney Sweeney, Ryan Reynolds, Timothy Chalamet, Zendaya (que son grandes actores). Se les ocurren solo dos nombres, y dudan en decirlos, lo hacen en voz baja, tal es su fama: Adam Sandler y Tom Cruise. Ellos son los guardianes de la tradición del star system.

Si hay algo que las estrellas hacían en el período clásico era fijar expectativas. El público, como el mercado, así lo necesita. Quien veía una película con Cary Grant sabía con qué se iba a encontrar. Existían las excepciones, los caprichos, los riesgos. Las grandes estrellas eran asociadas a géneros en particular, a un tipo espiritual de personaje (que ayudaron a formar paulatinamente y los sobreviven), e incluso a un tipo de vida, tratando de borrar ciertas distancias entre lo que sucede en la pantalla y fuera de ella. Hollywood, que trataba de mantener el status de moral y respetabilidad de su materia prima, privilegiando unos valores sobre otros, hacía malabares para controlar los chismes, con suerte diversa (para una contrahistoria: los dos tomos de esa enciclopedia del pecado, Hollywood Babylonia).

Aunque este texto se proponga como una celebración de cierto star system, tampoco hay que mantener todas las tradiciones. Algunas han sido realmente nocivas, como la quema de brujas, los golpes de estado, o el Día del Garrote. Otras, como el cine, aún conservan su gracia. Cruise y Sandler, a su manera, tratan de defender esos aspectos clásicos de la experiencia cinematográfica. Nunca van a encontrar en sus películas ejercicios revisionistas del tipo Babylon: están ocupados creando su propia mitología.

Desde sus inicios como actor cómico, Adam Sandler se caracteriza por sus berrinches. Sus detractores dicen que es su única gracia (y que no les causa gracia). El modo Sandman, más conocido y burlado, es el de poner grave y rasposa la voz, casi parodiando a los cantantes de heavy metal, con la constricción de la mirada, como si estuviera oliendo algo feo, poniendo la boca en forma de óvalo, en un ataque de furia mal controlado, como un nene caprichoso. Ante la menor dificultad va de cero a cien. Su mandíbula se mueve en diagonal producto de un trastorno del habla, y si primero trató de solucionarlo con terapia, después, puestos a jugar, lo utiliza como un modo de la extroversión. Este modo es el dominante en varias películas del inicio de su carrera (Billy Madison, Happy Gilmore, Little Nicky, incluso haciendo de padre en Big Daddy, un poco en Mr. Deeds, y subsistirá en toda su carrera posterior). Podemos ver cómo lo ensaya en una escena antológica de Airheads.

En esta película ejemplar del inconformismo adolescente (y vacío de contenido) de los 90 se va moldeando su carácter. Hay una indeterminación en la edad de Sandler: ¿es un niño o es un adulto? Está en el medio, va de un extremo al otro: es un adolescente. En esta primera etapa sus personajes tienen un problema con crecer y poner su vida en orden. Tienen una juventud prolongada y problemática. También hay traumas que persisten: muchas veces vemos flashbacks de su infancia que determinan rasgos de sus personajes y cómo no pueden salir de ahí.

Como él no tiene muy clara su edad, trata como adultos a los niños y a los adultos mayores como niños. Va de la claridad al desenfreno y el mundo bascula con él. Todo lo que lo rodea es igual de psicótico e impredecible. No se lleva bien con el realismo o el verosímil, lastre que se saca de encima pronto en estas primeras películas, infantiles en un buen sentido: es como si la estupidez -estupidez lisa y llana, sin ningún asomo de sentido crítico- fuera un programa (ético, estético, etc), para empezar siempre de cero, lo que es una buena definición de libertad. Después el tema es qué se hace con esa libertad, que en el mejor de los casos sirve para enhebrar una buena cantidad de gags. Estas películas terminan siendo originales en un sentido insólito, como ese pato azul que dibuja Billy Madison porque «nunca vio un pato azul».

La etapa adolescente y furiosa de Sandler termina con su primera película “seria” (volveremos a esto después): Punch-Drunk Love. El que era el director más cool de la época, Paul Thomas Anderson, interpreta su nerviosismo y lo cambia de signo. A todas sus taras les asigna un trasfondo psicológico y les da un correlato plástico, una puesta en escena cacofónica. Pasa de la comedia al drama, y en ese pasaje gana adeptos y profundidad y también ordena lo que era puro gasto.

Va pasando el tiempo y el adolescente enfrenta implicaciones amorosas. Es parte de crecer. Nunca se ponen en duda sus habilidades para el levante, casi siempre nos reímos de sus capacidades sexuales. Es el tiempo de elegir entre posibilidades, asentarse, hacerse cargo (The Wedding Singer, 50 First Dates, Just Go With It, Funny People, Big Daddy, Chuck & Larry). Pasamos de un tipo de comedia física, aunque también deudora de ese estilo Zucker, Abrahams y Zucker, a comedias románticas un poco más ramplonas. 

A veces Sandler se ríe antes de decir sus líneas de diálogo más románticas. Toma envión, mira para abajo, carraspea, se ríe en sordina, saborea el momento. Sus movimientos no son expansivos, violentos y rápidos, sino que se pliega sobre sí mismo, junta las manos y baja la pera. Deja la mirada a media asta para dirigirse a sus interlocutoras y en esa performance de la ternura se configura el modo opuesto y complementario al adolescente; su otra cara, la que pide perdón por los dislates y que suena igual de sincera. Es la ley de los volcanes: cada pico es un cráter, no hay altura sin profundidad, no hay furia sin herida.

Y también aparece la música para expresarse, tratando de sobreponerse a su inmadurez. Muchas veces se canta a los gritos, entre lágrimas, mezclando el modo Sandler con una sensibilidad insólita (ejemplo 1, 2, 3). En todos los casos se nota, vibra, que disfruta. De hecho, se ríe entre versos, mira a su público buscando complicidad, hay una especie de incredulidad en la situación: lo están dejando salirse con la suya. Va a contramano de lo que se entiende por buena actuación, con buenas dosis de esfuerzo y sufrimiento. Si la tarea del actor es el sacrificio, la tarea de Sandler es mostrarse afectado por los placeres más mundanos. Ben Stiller, cuando lo describe, dice que hace todo sin esfuerzo, a veces es bueno, a veces es vago. En cualquier caso, es imposible no sentirlo como un regalo o un gesto de complicidad.

Sus compañeras en el romance siguen siendo mujeres rubias, más o menos voluptuosas, más o menos delicadas, (no es muy original en este rubro), aunque si antes eran una especie de excusa argumental para motorizar el relato (y a veces ni siquiera eso, sólo función-florero), ahora tienen entidad. Sobre todo Drew Barrymore, en la que se adivina una dulzura y una inocencia que contrasta con la aspereza sentimental de Sandler.

En esta época trabaja con dos directores importantes, que vienen de la comedia y no del cine de autor. James L. Brooks y Judd Apatow. Ambas películas lo tienen en repartos más corales, duraciones más extensas, y cambios abruptos de tono, todas cosas a las que no está acostumbrado. Lo ponen a prueba en escenarios complejos que no son el típico chico conoce chica. Sandler responde con parsimonia y madurez.

Fundó su propia compañía productora en 1999 (cumplió ese sueño antes que Chaplin, Pickford, Wayne, Cruise) y en 2015 se asoció con Netflix. Guiado por los números, es mejor como productor que como actor. Sandler es un hombre inmensamente rico y como tal, es bastante conservador en sus decisiones empresariales. Elige los directores más burocráticos e integrados, los pone a trabajar para él y su lucimiento: algunos se probaron y no quedaron, otros lo acompañaron toda su carrera. Lo cierto es que son sus empleados. No existe esa tensión que era fundamental en el cine clásico entre director y estrella, entre lo que quería uno y quería el otro. Luc Moullet, en su libro Política de los actores, describe la vida y el método de ciertos actores en función de los directores con los que trabajaron. No todos querían extraer lo mismo de sus estrellas. Cary Grant no es el mismo bajo las órdenes de Hawks que de McCarey. Jimmy Stewart no es filmado de la misma manera por Hitchcock o por Ford. La personalidad artística se desarrolla en el diálogo y en el conflicto. Este juego de correspondencias se pierde cuando casi todos son complacientes con Sandler, algo que resulta bueno para el negocio, no tan bueno para las películas. 

Aunque también, hay que decirlo, tiene una debilidad por sus amigos comediantes. Hizo de ellos una troupe de secundarios (Rob Schneider, David Spade, Steve Buscemi, Kevin James, Nick Swardson, Jon Lovitz, Allen Covert) que no tienen problema en humillarse por seguir participando, muchas veces con un mismo personaje que se repite. Esta concepción de compañerismo viene un poco de la secundaria, de sometimiento y represión, festejo mutuo, reconocimiento de tribu, inmadurez, y una poco sana pasión por la repetición.

Un comediante de verdad es, de cierta manera, un operador político: decide, o trata de decidir, qué es gracioso y qué no para una época. Claro que, como mucho, un político puede manejar el 50% de la realidad. Ya no existen en las películas de Adam Sandler los amontonamientos de rubias como un valor de producción, ni como un norte deseable para la vida de cualquier treintañero. Ahora sus personajes son más, digámoslo de una manera suave, un poco padre de familia, otro poco de hombre derrotado. Los chistes de sexo fácil quedaron atrás por una cuestión de edad, pero también porque Netflix decidió que dejaron de ser graciosos.

Ahora Sandler es viudo, recientemente separado, o quiere recuperar su familia. Las aventuras no necesariamente pasan por la conquista sino que se emparentan con la ciencia ficción, las películas de acción o deportivas. La serie se inicia con Click, sigue con Murder Mystery, The Do-Over, Blended, Hustle, Happy Gilmore 2, y probablemente continúe. Hay una tensión entre lo que los padres de familia desean secretamente y lo que él se permite hacer sin sentir vergüenza ajena. Hay momentos de desborde, sí, pero dejan de ser la regla: están sepultados debajo de una cantidad industrial de moralina y valores tradicionales. La actuación de Sandler no termina de despegar. Ni la furia ni la ternura tienen lugar en una narración que no se detiene ni en desarrollar de manera más o menos efectiva un gag. En las últimas películas esta concepción familiar aparece detrás y delante de cámara: actúan su esposa y sus dos hijas, que parecen tener talento para el espectáculo. Quizás quien lo haya animado a hacerlo fue Noah Baumbach, que vio esa faceta desde antes en The Meyerowitz Stories, aquí una muestra muy bonita:

Los hermanos Safdie se enfocaron en la relación inestable con su familia y con el dinero en Uncut Gems. Descuida a sus hijos y le gusta apostar. Se desvive, es excesivo, nervioso y sin la capacidad de frenar. Se escribió mucho sobre su interpretación: el mayor mérito, creo, es el de mantenerse justo un momento antes del modo Sandler, siempre a punto de explotar. Esa retención no se asemeja a una especie de experiencia tántrica de la furia sino que lo vuelve un personaje oscuro, magnético, seductor, que, en realidad, se la pasa sufriendo. El capitalismo es así.

Ojo. Los ejercicios autorreflexivos no pertenecen exclusivamente a sus películas “serias”. Happy Gilmore podía ser vista como una analogía de su entrada, a pura fuerza y barrabasada, en el mundo del cine, donde los que mandan son pacatos y defienden un status quo honorable pero que el público secretamente desprecia. En Funny People el showbusiness mostraba su peor cara, llena de soledad y traiciones, haciendo más realista y espinoso el camino al éxito. 

Si Sandler es un niño-adulto desde sus primeras películas, si muchas veces el cine funcionaba como un juguete para que sus deseos más inverosímiles se materialicen, My Little Boy intenta ver a donde llevan estas obsesiones. En esta película un niño (un niño de verdad, preadolescente) termina embarazando a su maestra super hot de veintipocos años. Eso lo hace inmensamente famoso a muy temprana edad, también millonario e inmaduro: cuidado con lo que deseás porque se puede cumplir. La película no lo celebra pero a la vez se sirve de todo eso para hacer humor. Tiene una gracia amarga: no encuentra su lugar ni en el personaje de Sandler, que es un fracasado a los 40, ni en el de su hijo, un yuppie adicto al trabajo sin gracia. 

Happy Gilmore 2 desanda ese camino. Hay un diagnóstico del curso del mundo y cuál fue su lugar (su culpa) en el estado de las cosas. La fuerza sobrehumana de Sandler en el golf se lleva otra víctima: su esposa, la original, de la primera película. Se queda solo por culpa de su talento, con una cantidad de hijos irrisoria, viviendo una vida de clase baja. Para recuperar algo de ese orgullo (y mandar a una de sus hijas reales a una academia de ballet en París) tiene que competir, ayudado por la vieja guardia del golf, contra otros jóvenes, irreverentes como él en el pasado, que quieren renovar el show (hay varios paralelismos entre este “nuevo golf” con las manías de los gobiernos de la derecha internacional pero también con el reciente Mundial de Clubes y lo que quiere hacer Estados Unidos con nuestro fútbol). Sandler asiste impávido al crecimiento de un monstruo que él mismo ayudó a crear. Como tantas estrellas en su ocaso, reflexiona sobre su oficio. El resultado es contradictorio: propone una situación con la que es imposible estar en desacuerdo, pero sufre de timidez en sus gags y termina subsumido a una lógica algorítmica acumulando a lo pavote cameos de estrellas estadounidenses. Me la pasé googleando: el único que mereció la pena es el primo de Bad Bunny, que demuestra un poco de arrojo físico (de hecho, sus escenas son las únicas en las que Sandler se ríe). 

Más allá de este último ejercicio auto celebratorio (ahora toca una película prestigiosa), la carrera sigue y la discusión toma nuevas formas. Cierro diciendo que a quien le gusten sus películas “serias” y se lamente por tanto potencial tirado a la basura, hay algo que no está entendiendo. Si existe tanta necesidad de dividir y clasificar en realidad lo que gusta es el orden y la casta, la sumisión de su potencia destructiva al buen gusto y la respetabilidad, la idea de que lo bajo tiene que probarse y sacrificarse y legitimarse en ciertos altares. Un tributo que, por cierto, el cine pagó con culpa una buena parte de su historia. La discusión está dada desde el comienzo pero no parece estar saldada.  A veces, pregúntenle a Jean Renoir, el camino a la trascendencia en el arte está pavimentado de banalidades. Existe una zona del arte donde la sutileza y la chabacanería no se excluyen entre sí. De hecho, la actuación de Adam Sandler es sutil más allá de los gustos y tirrias. Simplemente entiendo por sutil a la capacidad de agregar matices sobre una superficie gastada, remanida: su rostro y su cuerpo. Ver a un actor envejecer y aprender trucos es una de las gracias del cine.

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