Ante el advenimiento liberal de Donald Trump en el Partido Republicano, con complicidad mutua entre la derecha de siempre y los descorazonados políticos que se limitan a reírse de su figura, The big short se asoma como la antítesis definitiva a la cultura irónica de la clase media estadounidense y global. Es también la película con menos chistes de Adam McKay, la más asertiva de las nominadas al Oscar y la menos precisa de todas. No podemos negar que tiene convicciones y una fuerza narrativa que consigue extraerle el jugo a todo el enjambre numérico de Wall Street (eso ya no es tanto mérito considerando la aventura de Scorsese y Di Caprio) aunque luego se ahoga en su propio fluido aleccionador y con altas dosis de buena conciencia política. Ya volveremos a eso.
Hay cuatro argumentos paralelos: Christian Bale y sus conflictos con su ojo de vidrio, su batería y su fobia social; Steve Carrell gritando como un desgraciado (efectivamente lo es), con un poder de indignación que no puede más que emocionar; Ryan Gosling, siempre canchero y elegante, el que más se quiere aprovechar de la situación; Brad Pitt asesorando a unos niños salidos de American Pie que quieren entrar en el sistema financiero. La quinta historia, mucho más subterránea, es la de la música popular estadounidense de la década, que sirve para condensar los momentos memorables de la película: al principio Feel Good Inc, después Crazy, seguimos con un bizarro cover de Lithium, y lo coronamos con el atemporal riff de guitarra con el que empieza Sweet child of mine (licencia poética de McKay).
La película sufre cortes, exabruptos que podrían acercarse a cierta idea de modernidad, pero sería imposible identificarla como tal por cuestiones históricas y de producción. Y sin embargo, tantas disrupciones, juegos sobre la imagen, textos sobreimpresos hacía que me surgiese la pregunta ¿esto está bien a nivel Godard o está bien a nivel Michael Moore? No tengo la respuesta pero me parece que es todo un mérito acercarse desde las entrañas de Hollywood a algo que se parezca al montaje dialectico: en las elipsis, momento fundamental de cualquier película, por acción o por omisión, es cuando McKay se siente con más libertades para decir lo que quiere decir y homologa fotos de Britney Spears con los iPhones con las carpas de los desocupados. Esa libertad significa por sí misma, es decir, por el aparente respiro que la mímesis se toma, más que por lo que quiere decir porque en realidad ya sabemos que en el capitalismo las imágenes del espectáculo son indistinguibles del propio capital. Anchorman lo decía incluso con más humor.
Hay una extraña relación entre el lenguaje y las ideas en The big short, y de allí su aparente deformidad. Este extraño star system es requisito obligado para ser oscarizable e implica transformaciones extrañas (e incómodas), tics, gritos, susurros. Eso se condice con cierta cuota de artificialidad que necesita la película para distanciarse del tirano basado en una historia real: aparecen también las miradas a cámara y las aclaraciones de si lo que vemos pasó de verdad o no. Y por último, una idea de montaje que no deja en suspenso las historias en función de la fluidez narrativa sino que termina siendo al revés, anti-suspense. Uno de los personajes deja flotando una pregunta que se responde en plano inmediatamente posterior pero de otra línea narrativa. Todo ese arsenal de recursos no se identifica con ninguna percepción, tampoco es un cúmulo pop arbitrario, sino que funciona como escalera que le permite a McKay, escalón tras escalón, poder decir algo sobre la hecatombe financiera de 2008. Tal heterogeneidad se ordena tras ese principio.
Ya son conocidas las escenas en las que el narrador le deja la palabra a una figura conocida del showbussines para que explique algún concepto económico aparentemente complicado. Selena Gomes, Anthony Bourdain y Margot Robbie hablan a cámara sobre cómo se fue al carajo todo y replican sin intención ese viejo eslogan de Arturo Jauretche:
“En economía no hay nada misterioso ni inaccesible al entendimiento del hombre de la calle. Si hay un misterio, reside él en el oculto propósito que puede perseguir el economista y que no es otro que la disimulación del interés concreto a que se sirve.”
Respecto a las intenciones didácticas de la película hay una anécdota probablemente inventada que las explica al pasar. Alguien, un ciudadano de a pie, se cruza a Albert Einstein y le pide por favor que le explique su tan famosa teoría de la relatividad. Albert, en un gesto de paciencia infinita, se la explica. El señor le dice que no entiende, que le simplifique algunas cosas. Albert, sin perder la calma, le cuenta algunas cosas omitiendo otras. El señor le dice que aún así tampoco entiende. Einstein entonces le simplifica bastante más la teoría sin falsear nada. El señor en cuestión le dice: “ah, ahora sí”. A lo que Albert le contesta: “lo que acabás de entender ya no es la teoría de la relatividad”.