Por Lucía Salas
Parece que las películas de superhéroes inventaron un territorio ficcional que configura universos extendidos (así se llaman los de DC) y multiversos (así se llaman en Marvel). Esto implica que la franquicia que es cada película de superhéroes nueva de cada empresa (Superman, Batman y Escuadrón Suicida para DC, Avengers y asociados para Marvel) existen en un mismo espacio-tiempo, lo cual permite que cuando Antman quiere entrar en el Pentágono, quien intenta detenerlo es un tipo que vuela vestido de halcón que al parecer es un Avenger. Además de la posibilidad de hacer buenos chistes, esta idea permite seguir generando productos cinematográficos medianamente autorreferenciales hasta el infinito, con una recaudación en dólares que crece más rápido de lo que se expande nuestro universo. Pero también permite la creación de un territorio que se parece mucho a ese en el que vivimos pero en el cual es posible que un tipo por algún avance tecnológico se haga súper chiquito, o sea que la ciencia y la biología funcionen juntas de una forma mucho más espectacular que la que hoy existe (hasta donde yo sé). Ese mundo no tiene límites en cuanto a lo humanamente posible (salvo la certeza de que todos los seres queridos de los superhéroes morirán de muerte mala y perniciosa) y en él la moneda de cambio no es lo real como referente sino la imaginación como capital para inventar nuevas variaciones de mutaciones y tecnología aplicadas a secuencias de acción.
No es una cuestión de realismo sino de un verosímil. Lo único necesario son ciertas características de lo cinematográfico (imagen, sonido, movimiento y rasgos de humanidad) sobre las cuales se va a construir este terreno en el cual todo es posible de existir y ser creado. Las películas de superhéroes tienen el superpoder de liberar a sus tramas de la necesidad de dar casi todas las explicaciones (la única excepción es la de generar una coherencia en la forma en la que funciona el desarrollo científico/tecnológico o mutante que atraviesa el protagonista), como que ese halcón es parte de un grupo contratado (coaccionado) por el gobierno de EE.UU. para proteger en este caso al Pentágono o que Superman en la película anterior a Escuadrón suicida murió en una pelea contra un monstruo gigante hecho de lo que estaban hechos los hombres de Krypton. Casi todo el mundo sabe que Superman es un alienígena venido de Krypton, un planeta ficcional que fue destruido, y que su única debilidad es no ser resistente a la kryptonita. Cuando esa roca verde brillante aparece en pantalla casi cualquier persona arma en su cabeza el concepto kryptonita. Digamos que las películas de superhéroes tienen la posibilidad de tomar muchos atajos en lo que se refiere a la construcción de una coherencia narrativa, si eso es importante. Este universo que ahora se organiza entre dos empresas es parte del mundo hace casi tanto tiempo como el cine sonoro. Pero la coherencia interna no es una cosa narrativa sino que tiene que ver con construir un espacio habitable para una serie de personajes, un espacio en el cual el espectador pueda encontrar algún punto de referencia, aunque ese punto sea seguir buscando. Puede haber dinosaurios en Krypton si hay posibilidad de existir en ese espacio, tiempo y por lo tanto montaje. Bazin decía que hay una idea positiva de montaje, la de descomponer o analizar un suceso, crear un sentido que las imágenes no contienen objetivamente y viene de sus mutuas relaciones, y un sentido negativo que tiene que ver con eliminar una realidad demasiado abundante. En Escuadrón suicida la realidad demasiado abundante no es sólo el mundo real sino ese universo ficcional hiperestimulado e hiperestimulante en el que se mueven sus pseudopersonajes: una serie de decorados finita en la que caminan seres estridentes. La forma en la que se recorta esa realidad demasiado abundante es a través de planitos de cortísima duración que arman una especie de sumario de sucesos, objetos y movimientos que tienen que más o menos estar ahí para que la película exista como atractiva sobre, por lo general, una versión de algún tema musical conocido y tarareable en clave Avril Lavigne o un mal escuchado Blink 182. Lo que se recorta de la realidad demasiado abundante es el espectador de cine, que deja de ser un humano particular capaz de articular ideas y pasa a ser un consumidor de polímeros de colores.
Lo que se arma con estos plásticos es la idea de que el solo hecho de darle imagen en movimiento y sonido a lo que antes era una viñeta es suficiente para que el trabajo esté hecho. Pero viendo Escuadrón suicida lo que es específico de una película se vuelve dudoso, y uno empieza a preguntarse si no fue que se quedó dormido sin darse cuenta o si el archivo de la película estaba roto, le falta una parte, o qué es lo que pasó que esta película no raya lo incomprensible sino que existe en el terreno ya con raíces hasta las napas. La idea de universo extendido o multiverso como privilegio narrativo ad hoc parece implicar en Escuadrón suicida que no importa si se entiende algo de lo que sucede, lo cual podría ser increíble si llevara a concentrarse en otra cosa. Pero la película no sólo no tiene personajes (tiene unos zombies que tienen personalidades o no según le convenga a la película y unos malos que son unos monstruos sin cara) sino que no existe en ningún espacio. Hay una escena en El sorprendente Hombre Araña 2 en la que Gwen y Peter Parker se vuelven a ver después de un tiempo de haberse separado. La cita es en Times Square, logran encontrarse entre toda esa gente y luces y aparecen en un caminito junto a un río después de un rato. En eso Spiderman escucha que algo está pasando y se esfuma de nuevo hacia Times Square donde un tipo gigante y azul, que controla la electricidad, está un poco desorientado armando lío. Para cuando Gwen llega se dan cuenta de que es ese tipo de la oficina al que nadie quería (Jamie Foxx) y del cual Spiderman no se acuerda el nombre. Cuando está a punto de calmarlo, el tipo azul se da cuenta de que por primera vez hay gente que le está prestando atención: todas las pantallas de Times Square proyectan su imagen agigantada. En ese momento, Times Square es el centro del mundo y el tipo azul está en primer plano. Times Square es lo mismo que decir el Pentágono o la kryptonita, es una idea. Podría ser el centro de Ciudad Gótica, si existiera la voluntad de inventar un mundo en el que una ciudad tenga un centro y en ese centro pase algo que signifique algo para alguien.
La ciudad gótica de Escuadrón suicida es un compendio de edificios, callejones sin salida que aparecen a conveniencia, vidrieras y unos bares donde personajes que antes se odiaban de repente se hacen amigos y se cuentan sus pasados horribles. La película pone decorados no para que existan sino para que sirvan a esa misión mayor que es eliminar la posibilidad de cualquier gesto, detalle, invención en beneficio de un universo donde cualquier cosa puede pasar, pero sólo existe aquello que es visible. Por eso cada decorado sirve para introducir un flashback, herramienta sin la cual la película no existe: es necesario parchar la narración con algunas secuencias de la vida de cada uno en las cuales es la imagen lo que define al personaje, con una sola característica por vez: primero asesino, después héroe. Estos productos a los que la película llama personajes se definen por su uso: mesa, sirve para apoyar cosas, Harley Quinn, sirve para estar buena, llenar el cupo femenino y matar a golpe de bate. Este utilitarismo hace metástasis sobre las posibilidades expresivas de un universo que no tenía la obligación ni siquiera de mantener los colores y texturas del mundo en el que vivimos (mucho 19 menos la forma de organizarse). El grupo de “antihéroes” que pretende ser un batallón (ese tipo de películas donde hay una identidad colectiva formada de identidades particulares diferenciadas) es más parecido a los zombies sin cara que los persiguen que a la Dirty Dozen que quieren ser cuando sean grandes. Hay un cocodrilo humano, una japonesa con una katana absorbe almas, un indio cuya historia permanecerá siendo un misterio, un australiano con un boomerang con cámara, la novia del Guasón, una bruja (la arqueóloga que lo primero que hace cuando encuentra una reliquia milenaria es partirle la cabeza), uno que tira fuego por las manos y Will Smith.
La película comienza con una serie de presentaciones de personajes en la cual a cada uno le corresponde una canción. Primero Will Smith con “House of the Rising Sun”, después la novia del Guasón con “You Don’t Own Me” y después Viola Condoleeza Rice Davis con “Sympathy for the Devil”. Pero como el tiempo se supone que es tirano no sólo a los otros personajes no les toca tener canción (después de Davis se aburren de la idea), sino que a la canción no le toca existir del todo. La presentación, una sencilla puesta de personaje en contexto actual con algún flashback del pasado no muy lejano, siempre termina con un fade out tímido que trata de alejar canción e imágenes sin que se note, como a conciencia que lo único que podía ser bueno de la película (canciones ajenas) nos será arrebatado constantemente. Sin valentía, sin corte directo: el fundido sonoro de los cobardes me hizo acordar por contraste a la película de superhéroes que jamás cortaba las canciones bajándoles de a poco el volumen sino que de hecho se los subía hasta que ocupaban todo el espectro sonoro de la película, con un protagonista que era capaz de cagarse a piñas con tal de que no le tocaran el cassete. En la segunda secuencia de Guardianes de la Galaxia una nave estaciona en un planeta que es pura niebla. La comanda un tipo con un casco que impide verle la cara y hay música incidental. Con una máquina que le anda más o menos va apuntando a lugares para reconstruir en imagen infrarroja una idea de cómo era la vida en ese planeta cuando había vida. Entra a una cueva-edificio demolido, se saca la máscara (es Chris Pratt), se pone unos auriculares, se engancha un walkman en la cintura, comienza a bailar y lo que suena es “Come and Get Your Love” de Redbone. Baila en los charcos, con las ratas alienígenas (revolea un par), da unas vueltas, salta y en algún momento llega hasta una puerta, que abre. Ahí uno se da cuenta: estuvo haciendo tiempo, porque quería llegar cuando terminara la canción y no antes. La canción no es un elemento más de consumo o marketing sino un placer compartido, entre el personaje (que se nota, la escuchó miles de veces) y el que mira, porque es un temazo. Es como un regalo sonoro que conecta directamente con un personaje: oh, un humano.
En algún momento y porque parece que conviene, los maleantes coaccionados salvan al mundo. La duda es para los humanos y acá estamos hablando de máquinas hechas para el consumo. Es impresionante que exista un universo tan heterogéneo (el escuadrón cuenta de muchos integrantes y cada uno pretende tener una existencia distinta) y tan lleno de pereza. La pereza de darlo todo por sentado. Es que si no hay posibilidad de la existencia de un fuera de campo, ¿por qué deberíamos llamar a eso que se ve campo? No hay yuxtaposición de ideas porque no hay ni una, no hay nada que salga de la unión de dos planos de Escuadrón suicida que no esté dado de antemano. Por eso ese universo es tan difícil de entender, porque no hay ni un elemento significante, no hay ni una relación posible entre un fragmento y otro. Y no estoy hablando de un tipo de discontinuidad consciente que ataque la idea de transparencia en el cine clásico sino de la construcción de una película bajo la idea de que no hay nada de toda esta experiencia hecha de elementos heterogéneos que tenga como punto de construcción o reconstrucción la cabeza de alguien que lo esté viendo. Parece que hay un cine que no necesita de espectadores para existir, o quizás sus espectadores modelo son esos bichos sin cabeza que hace la bruja con un beso. Parece ser que hay un terreno de las películas que no le corresponde al cine y Escuadrón suicida es una de sus definiciones.