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El candidato a presidente de John Ford

Por Ramiro Sonzini

Más que un gran narrador, para mí John Ford es un gran paisajista. Si bien siempre en sus películas hay una historia (épica o heroica) que contar, en realidad lo que importa es realizar una panorámica a través de la cual se vea, se identifique, una comunidad; una comunidad concreta, en un lugar geográfico e histórico específico. La forma que tiene Ford de otorgarle identidad a esas comunidades es registrando rituales, y esos rituales siempre son detalles dentro del contexto de la película. Uno de mis favoritos ocurre en Rio Grande, cuando Wayne se entera que su hijo, a quien no veía hace 15 años es uno de los reclutas que acaba de llegar al campamento. Lo cita en su tienda y le aclara que no gozará de ningún beneficio por ser su hijo, al contrario, le exigirá el doble que a los demás. El hijo manifiesta su acuerdo y se retira. Cuando queda solo en la tienda, Wayne se para en el mismo lugar en que antes estaba parado su hijo. Con un lápiz marca el techo de la carpa, tratando de comprobar si su hijo ya lo pasó en altura. Hay otro muy bello en Qué verde era mi valle. Los hombres vuelven a casa después de trabajar todo el día en la mina y la madre los espera en la puerta de la casa para recibir el jornal. Justo antes de que lleguen, la hija (Maureen O’Hara) corre hacia el interior de la casa y le facilita un banquito a su madre para que pueda esperar más cómoda la llegada de los hombres. Un pequeñísimo detalle en el que se expresa toda una dinámica familiar.

A Ford se lo puede mirar con un telescopio o con un microscopio, y en ambos casos veremos algo maravilloso. A la vez que se encargó de realizar una obra inmensa abocada a registrar la historia, el paisaje y las personas que integraron la historia de los Estados Unidos, construyó ese gran relato a partir de una infinita cantidad de pequeñas pinceladas, todas muy especiales y que son las que dotan al mundo que reconstruyó de una identidad propia, de un corazón único.

De los actores fetiches de Ford (Wayne, Fonda, Stewart y en sus comienzos Harry Carey, que el mismo Ford consideraba un sensei) el menos conocido es Will Rogers. Tal vez porque sólo hicieron tres películas juntos, ya que Will murió en un accidente de avión en 1935; tal vez porque esas tres películas no están entre las más famosas de Ford y ni siquiera son westerns. Lo cierto es que en su momento Rogers fue el actor mejor pagado de Hollywood, lo que presupone que su popularidad, al menos a nivel local, era altísima. Oriundo de Oklahoma antes de que se llamara Oklahoma, de ascendencia cherokee, su currículum indica que fue cowboy, humorista y comentarista, además de actor de cine. Era un talentoso del lazo y gracias a esto comenzó su carrera en el espectáculo: en un viaje a Nueva York, estaba en el Madison Square Garden cuando un novillo salvaje salió de la pista y empezó a subir a las tribunas. Rogers cazó una soga y enlazó al animal sin problemas: el público se volvió loco. La noticia salió en primera plana y de ahí en adelante lo empezaron a contratar para participar en shows de vodevil y circo. Le gustaba mucho viajar, tanto que en 1907 se vino para La Pampa a probar suerte como gaucho, pero no le fue bien por lo que terminó cazando canguros en Australia. A fines de los 20 fue candidato a presidente. Parece que el tipo tenía una gran presencia pública como comentarista de actualidad y humorista, y siempre hacía chistes ácidos sobre el gobierno. Un ejemplo: “Es fácil ser humorista cuando tienes a todo el gobierno trabajando para ti”.

La primera vez que escuché hablar de Rogers fue en un documental sobre los Oscar en el que George Clooney o algún otro actor famoso hablaba de él y de su incomparable naturalidad para actuar. Contaba que cada vez que daban la acción y entraba al set, Rogers miraba al piso para ver las marcas donde tenía que pararse porque no lograba memorizarlas, y aún haciendo semejante idiotez lograba sacar la toma con un encanto y una naturalidad que nadie lograba. Esa anécdota me encantó pero no retuve el nombre hasta que lo vi por primera vez en Doctor Bull, la primera película que filma con Ford. Entonces lo reconocí: efectivamente, busca las marcas en el piso, permanentemente. O quizá sea un gesto que utiliza para reforzar la absoluta modestia que tienen el doctor Bull y el juez Priest y el doctor John Pearly de Steamboat ‘Round the Bend, porque en las tres películas no hace otra cosa que continuar con un mismo personaje: un tipo mayor, viudo, que carga en su memoria todo el peso de la tradición, y que a pesar de ser tildado de conservador por la mayoría de los habitantes de la comunidad es por lejos el más abierto a los cambios y el más tolerante. En las tres películas ayuda a que una joven pareja que desea unirse en contra de las normas sociales de la época lo haga. Will Rogers es un sujeto que al aparecer en pantalla pone en perspectiva al resto de las personas, le inyecta realismo a cada escena. No tiene un ápice de seductor pero todos sus gestos, movimientos, sus ocurrencias, son encantadoras, divertidas y ejecutadas con absoluta bondad. Es cincuenta por ciento anciano y cincuenta por ciento niño. Tiene algo de Messi en el sentido de que cada vez que aparece en pantalla estamos esperando que nos sorprenda con una sutileza, un gesto. Por ser tan imprevisible y descontracturado es que enamora de inmediato al espectador y provoca rechazo en la mayoría conservadora de las sociedades que habita.

Doctor Bull (1933), la primera de las tres que filmó con Rogers, es un típico Ford en el que no pasa nada, o pasa recién a la mitad de la película, o mejor dicho pasan un montón de cosas pero no hay narración de algún evento extraordinario al resto y hacia el que converjan todos los eventos. La película larga con la llegada de una chica en tren a la ciudad y con paneos muy sencillos va pasando la posta de las panorámicas a los interiores. En esa idea de paneos sencillísimos que se mueven entre la ciudad y los individuos está gran parte de lo que me gusta de Ford, o de donde uno siente que vienen sus películas, el tiempo que se toman para filmar un lugar y una comunidad de forma que las historias emanen naturalmente de ahí y no forzadas por la película. El tiempo en Doctor Bull nunca deja de sentirse como un día cualquiera que fluye.

Sobre estos paneos al comienzo de Doctor Bull y la escena en la estación del tren (que acontece al principio y al final, como cerrando un ciclo) decía Jean-Marie Straub: “Viendo esta película entendemos cuando Rivette y Truffaut decían en su época lo ridículas  que eran las películas neorrealistas. Cuando vemos en la película la puesta en situación de ese pequeño pueblo de provincias, el tren que llega, el paquete de cartas sobre el andén, la chica que va a correos. Hasta una hora después no comprendemos por qué. Toda la puesta en escena del relato es completamente documental. (…) Al principio no hay narración, sólo documental, una película que empieza. Lentamente, esa narración se vuelve cada vez más rica y no elimina nunca el documental, nolo vampiriza. En Ford, la ficción no es nunca pretenciosa, no es un parásito que hace morir el árbol del cine, un ácido que lo ahueca todo, polvo en los ojos, sino algo que se sitúa al nivel e las historias para niños siendo a la vez extremadamente rico, llena del peso de la realidad”.

Me encanta esa idea de que Ford comienza haciendo documentales y que la ficción va apareciendo lentamente y cobrando importancia pero nunca es parasitaria, no se come el aspecto documental que siempre se conserva. Es exactamente lo que pasa en Doctor Bull. Es verdaderamente hermoso el elemento documental de la película. Es un Ford muy impresionista al que le sienta muy bien la luz natural en lugares abiertos y que por momentos recuerda a algunos paisajes de Renoir (el pintor).

El personaje de Bull recuerda cierta figura de médico rural, en un lugar que sin embargo los personajes nombran como ciudad. La medicina como la entiende Bull conserva como especialidad un contacto y un conocimiento de los pacientes que trasciende lo profesional, una aplicación de la ciencia que reserva un lugar central para las relaciones personales. En esa ciudad muy chica, digamos una recién ciudad, la película toma una estructura relajada y a tono con su héroe, yendo y viniendo de un lado a otro y descubriendo en cada visita de Bull a sus pacientes un mundo en sí mismo.

Hay una pequeña escena al comienzo que es fabulosa: Jane Cardmaker es la viuda de uno de los millonarios del pueblo: Edward Banning (los Cardmaker y los Banning son los aristócratas conservadores del pueblo; tanto para Ford como para Rogers son la lacra de la comunidad). Ella y Bull se pasan las noches en el living de su casa junto al fuego, tomando sidra y charlando, se aman profundamente pero no tienen una relación explícitamente amorosa y justamente por esto son el tema número uno en el chusmerío del pueblo. A la salida de la misa dominical, ante la tumba de su difunto esposo, Jane se encuentra a los Banning y los Cardmaker. Una de las viejas le reprocha a Jane que a la tumba le falta cuidado cuando pasa caminando Bull y se detiene para saludar:

—Buenos días, Janet.

—Buenos días, George.

—Buenos días a todos, los Banning, los Cardmaker.

(los otros lo saludan despectivamente y él se queda un momento observando con curiosidad)

—¿Por qué se reunieron aqui? ¿Qué pasó? ¿Alguien se salió?

Indignados por el comentario, todos se van y se  llevan a Jane. Antes de que termine la escena aparece un viejito, parece ser un colaborador de la iglesia y le comenta a Bull:

— Ahí yace Charles Edward, Doc. Era un borrachín…

Son dos chistes espectaculares y también una escena muy breve que condensa la manera en que Ford trata el aparato social en sus películas: hay un orden conservador establecido, sostenido por los más favorecidos de la comunidad y que provoca injusticias hacia los más débiles. Y hay un personaje (en general el protagonista), que no termina de encajar dentro de esa estructura y pone en evidencia lo injusto del sistema.

Otro momento alucinante dura apenas unos segundos: es de noche, bien tarde, y Bull se dirige a atender a la empleada del señor Cardmaker, que está muy enferma. En el medio del camino lo detienen unos italianos de clase humilde porque la mujer del dueño de casa está por parir. Bull baja a las apuradas del auto y entra a la casa junto con tres o cuatro italianos borrachines y detrás suyo queda el dueño de casa, que le pide a uno de sus amigos o hermanos el maletín que el doctor olvidó en el auto; éste corre hacia el auto, entra por la puerta del conductor y sale con el maletín por la puerta del acompañante. Un pequeño y delicioso gag físico, un ejemplo de cómo es precisamente a través de los detalles que Ford logra el humor general de sus películas, que no son comedias hilarantes pero siempre están cargadas de una alegre melancolía. La escena prosigue cuando está por amanecer, dentro de la casa. Bull sale de la habitación con la noticia de que es un niño y todos los tanos, un poco más borrachos que antes, se ponen a festejar. Bull toma sus cosas y se está yendo cuando uno de los tíos le ofrece un vaso de vino que el doctor acepta mientras le dice: “Me encanta traer bebés italianos al mundo. En muchos lugares que visito, sólo me dan una taza de café. Un granjero tacaño, la otra noche traje al mundo a sus gemelos y sólo me dio té de sasafrás…”. Todo el tiempo, el tano lo mira fijo, con cara de asustado. “¿Usted habla inglés?”. El tano niega con la cabeza. Fin de la escena. Ford se toma apenas un minuto para dar un par de pinceladas sencillas y certeras para describir un miembro de la sociedad que nada tiene que ver con la historia principal. Es algo que hace siempre, de dos cachetazos bien puestos le otorga identidad a un rincón del mundo en el que está de paso.

En otro momento, cuando Bull visita a unos colegas doctores con más tecnología, para pedirles que le analicen una muestra de agua, pasan al menos dos cosas interesantes. Primero, cuando Bull le dice al otro que Joe (que está postrado en una cama al borde de la muerte) necesita un shock, una sacudida como a los relojes para poner a andar de nuevo sus mecanismos. Por otro, el detalle de cuando están charlando y les pasa al lado la enfermera y a Bull se le van los ojos y le pregunta por la chica  al otro, que responde cualquier cosa, más un reflejo que una respuesta, algo así como “sí, es joven, labura bien”. Entre una y otra cosa suele moverse frecuentemente Ford, cuyo cine después de ver Doctor Bull se me ocurriría describir como el de alguien que sabe que no se cura a la gente con la intuición de que hay que sacudirla como un reloj, pero por otro lado se pregunta qué cosa corre el riesgo de perderse con el progreso que hace falta para mejorar esa medicina: el ejemplo para este caso sería que al otro doctor ni se le ocurre compartir con Bull algún comentario sobre lo linda que es la enfermera que labura con él.

Contar con esa ligereza de espíritu, permitirse el tiempo y el espacio para charlar despreocupadamente, así uno esté laburando, sin duda es algo importante. Por eso no me parece un ejemplo exagerado para contar algo que me pasa con el cine de Ford. Creo que Ford siempre entendió que el cine estaba ahí para mostrarnos retrospectivamente cuáles fueron los errores en la consolidación de la civilización moderna. Para Ford el cine es un arte civilizatorio, no porque muestra cómo y bajo qué pilares se construyó la sociedad moderna/occidental/norteamericana/ tcétera etcétera, sino porque a partir de sus películas, pequeñas fábulas casi infantiles insertadas en contextos históricos precisos, propone una posible redención de esa historia. Para decirlo mal y pronto, no es civilizatorio porque cuente cómo mataron a los indios violadores para instalar la escuela, la religión y la ley, sino porque sus películas/fábulas intentan indicarnos  (casi) siempre una manera de no cometer los mismos errores que ya se cometieron. No es tan sencillo ni tan nítido, y tampoco digo que Ford sea un cineasta de denuncia o algo por el estilo. Pero sí creo que hay una zona de sus películas en que se vislumbra un cineasta al que pareciera importarle enseñar algo: enseñar historia (con las películas de Ford uno efectivamente aprende de historia) y enseñar a ser un buen tipo. Tras ver la última película de Arnaud Desplechin en Cannes, el crítico Fernando Ganzo escribió algo que me encanta para comprender por dónde van los tiros con Ford y el cine clásico americano en general: “Trois souvenirs de ma jeunesse es una película que se resiste a creer que organizar la vida alrededor de las películas se haya vuelto imposible. Desplechin suele citar el cine americano del mismo modo que los americanos lo hacen: con un televisor en el salón. En este caso, la referencia es Fort Apache, de John Ford. Al final de la película, Dedalus/Amalric acusa a un amigo de su comportamiento hipócrita, diciéndole que no ha entendido nada de todos los westerns vistos en su infancia, de todas las novelas leídas en su juventud, porque, de ser así, un comportamiento sin nobleza sería imposible.”

Si bien Judge Priest está ubicada en otro momento histórico, es inevitable no ver al Juez y al Doctor que en cada caso hace Will Rogers como dos figuras muy similares: alguien que practica su oficio mediante relaciones humanas completamente diferentes a lo que solemos llamar profesionalismo, y que a mí al menos me hace pensar en una especialidad que se ejecuta con cierta frialdad, sin un compromiso verdaderamente personal en juego. Es como si, nuevamente, Ford se instalara en un lugar en que las relaciones comunitarias todavía son entre gente que se conoce e interactúa personalmente, mientras registra lo que ya empieza a poner esa posibilidad en riesgo y los peligros a los que se va abriendo un mundo donde el único elemento común de una sociedad sea el dinero —lo dice frontalmente en Bull—, pero también otro tipo de abstracciones como las que entran en juego en Priest. Tanto al Doctor como al Juez la sociedad los termina desplazando. Son dos tipos que ocupan un lugar importante de poder dentro de la sociedad, pero su forma de hacer las cosas ya no es aceptada. Hoy, reviendo la película, me contagió una vez más lo conmovido y afectado que se retira Priest de la corte cuando Hod Meadow pide un juez imparcial. Antes de salir, Rogers dice algo que me parece que define muy bien el lugar desde el cual Ford filma la historia de su país: “Quizá anhelaba el espíritu de la ley y no la letra”.

Al comienzo hay una placa que dice: “Los personajes de esta historia son fantasmas familiares de mi niñez. La Guerra entre los Estados había acabado, pero sus tragedias y comedias perseguían a todos los adultos y las historias que se contaban quedaron grabadas a fuego en mi memoria. Allí abajo había un hombre que llegué a admirar especialmente porque parecía típico de la tolerancia de esa época y la sabiduría de esa generación casi desaparecida. Lo llamé Juez Priest e intenté describirlo con la mayor fidelidad posible y también a sus vecinos, y al pueblo en que vivió. Un viejo pueblo de Kentucky en 1890”.

Las tragedias y comedias que perseguían a los adultos, la tolerancia y sabiduría de esa generación casi desaparecida. Ford no cuenta la historia desde la perspectiva de los Unionistas o los Confederados, la cuenta desde los derrotados,  independientemente del color que hayan vestido. Me parece que Ford está enamorado de esa porción de mundo que está por desaparecer, por quedar desplazada de la Historia oficial, y que atesora una gran cantidad de sabiduría, por  eso decide filmarla como una forma de conservarla. Y esa sabiduría y tolerancia de la que habla es justamente la predisposición ante el mundo de Will Rogers y de los que sufrieron una gran derrota y han decidido enfrentar lo que queda de tiempo de una forma más plácida, más calma y más reflexiva. Pienso en Priest instalado en la galería de su casa, sentado en su mecedora junto a su sobrino, fumando de su pipa y divagando sobre el amor y la soledad y sobre los pájaros que cantan desde el árbol del jardín. Estos personajes tienen otra forma de vivir el paso del tiempo, un nivel de ambición mucho más bajo que los demás (comparar a Will Rogers con el otro candidato a Juez), una actitud menos agresiva frente al mundo que los rodea. Como si hubieran entendido que ya no están en el mundo para modificarlo, para hacerse de él, sino simplemente para disfrutar de las pequeñas cosas bellas que aún están al alcance de su mano.

La manera en que Ford desarrolla la escena del juicio final a Bob Gillis es un ejemplo excepcional de su tremendo talento para construir escenas haciendo que muchos elementos secundarios funcionen en simultáneo con el hilo principal y lo enriquezcan. Mientras filma los interrogatorios de distintos personajes, entre ellos el propio Bob y el reverendo Ashby, que revelará la verdad sobre el acusado (la línea principal), Ford incluye una par de líneas narrativas secundarias que compiten en atención con la primera, entre ellas la delirante competencia que se establece entre un borrachín del jurado que escupe en un jarrón que se encuentra a unos tres metros de él, interrumpiendo al abogado  acusador, produciendo las carcajadas de todos los presentes, y un oficial que cada vez que éste escupe en el jarrón se lo esconde un poco más (durante la escena escupe cuatro veces y acierta todas, incluso la ultima tiene que tirar el gallo con comba); y el momento en que los negros empiezan a tocar Dixie a través de la ventana que da a la calle para que los miembros del jurado se sientan más emocionados con el relato de la redentora historia del acusado Bob. Ford aplica la técnica del montaje paralelo al interior de una misma escena porque entiende perfectamente que cada momento que integra una trama está compuesto de un montón de sub acciones, de pequeñas historias que al ser contadas redimensionan la historial principal. Es la forma que Ford encuentra para poner en escena la dinámica de la comunidad.

Hay una escena terriblemente enigmática y hermosa que cierra la secuencia de la fiesta de estirar caramelos. Es un momento musical en el que las sirvientas negras cantan mientras acomodan el desorden de la celebración. La empleada de Priest (que había mostrado sus dotes de cantante en escenas anteriores) se pasea por la escena con una canasta cubierta por un mantel blanco, donde lleva algo que le muestra con complicidad a todas sus compañeras, que sonríen y reaccionan con miradas de sorpresa. Luego aparece Priest, también cantando, la sirvienta le muestra lo que hay en la canasta y éste reacciona de la misma manera; y Ford culmina la escena sin revelarle al espectador qué es lo que hay en esa canasta. Me recuerda a otra de Misterios de Lisboa de Raúl Ruiz: mientras dos nobles mantienen una charla secreta en el living de un castillo, la cámara se aleja lentamente de ellos hasta atravesar el vano de una puerta y revelar a una sirvienta que escucha la conversación a escondidas. Los negros en Juez Priest son como los sirvientes en Misterios de Lisboa: siempre están presentes en el lugar en que ocurren las cosas, son la guardia secreta de la verdadera historia, lo que los poderosos no escribieron por prudencia, pero no tienen la posibilidad de narrar esa historia, de escribirla. Ambas escenas son un reconocimiento de la existencia de ese punto de vista.

Steamboat ‘Round the Bend, la tercera de la colaboración Ford/Rogers es mi favorita del grupo. Me cuesta mucho explicar por qué. Cuando la veo me transmite la sensación de que la película guarda un secreto, el secreto de su belleza, que llama a ser develado. Y mientras más la veo, la revelación del secreto es más esquiva, menos la entiendo y más atractiva se vuelve. Es de esas películas imperfectas y desparejas, con grandes momentos y momentos que no se sabe de dónde vienen, con un guion que va a los tumbos, sin demasiada preocupación por ser creíble ni ágil.

Si bien mantiene un sinfín de elementos en común con las otras dos, a su manera es la que  más se distingue. Mientras las otras dos son películas firmemente asentadas en una población, esta transcurre a lo largo del río Mississippi. Aquellas son películas sedentarias y esta es una película nómade. Mientras las dos anteriores registraban escenas de la vida cotidiana, el mundo ordinario, ésta parte de un motivo muy atractivo: los barcos de vapor, y más ampliamente la vida en el río, una conjunto de elementos que están más cerca de lo extraordinario. Steamboat se puede pensar como una acumulación de elementos extraordinarios que Ford encadena con una guion apenas verosímil para obtener una serie de momentos de gran intensidad y atractivo por su naturaleza poco frecuente. La gran astucia de Ford es filmar estos ingredientes extraordinarios con la misma modestia (la modestia de willrogersiana) que sus otras dos pequeñas fábulas ordinarias. Steamboat es una película que por la dimensión del mundo que recrea podría ser una épica con aires de importancia, y que gracias a la delicadeza y sencillez del punto de vista que adopta termina siendo casi una home movie.

Tiene los mejores momentos documentales de las tres películas. Los planos generales descriptivo de la vida en el río, que se ven al comienzo de la película y al final durante la carrera de barcos, son excepcionales. Hay algo un poco extraño en este tipo de planos que se encuentran muy seguido en las películas de Ford. Son planos que tienen una impronta documental muy fuerte, como postal del lugar, y a la vez hay algo de elocuente en los encuadres, como si la postal tomada por Ford dijera algo más de lo que diría el paisaje en sí mismo. Por un lado está la precisión con que integra (mostrando a la vez la tensión que se produce) el espacio natural, su belleza, con la presencia humana, la sociedad. Por el otro la conjunción de diferentes velocidades: la calma casi estática del río y los arboles, el lento desplazamiento del barco a vapor, y la intensa velocidad de las personas en la orilla festejando y saludando al barco que se aproxima. La sensación que tengo es que en esos pequeños planos/postales, casi inserts del paisaje, la naturaleza se impone como un elemento de una densidad material y real insuperable. Como si todo el universo ficticio de la película estuviera en relación de dependencia de estos planos postales. Como si toda la ficción se asentara sobre esos planos materialmente más densos, planos cimientos de la película.

Steamboat es la más dinámica de las tres, fluctúa permanentemente en muchos sentidos: el dinamismo propio del río y los barcos como espacio principal de la película (en Steamboat el hogar no es una casa sino el barco); el dinamismo que surge de la brecha generacional entre John Pearly (Will Rogers) y Fleety Belle (Anne Shirley), posiblemente la relación amorosa más tierna de la historia del cine (el momento en que Rogers le enseña a manejar el barco y se empiezan a dar besos en el cachete y pierden el control del timón es espectacular); y el dinamismo que produce que Ford construyala película a partir de cuatro o cinco secuencias muy sólidas internamente, muy distintas unas de otras, y unidas por conectores narrativos sumamente débiles, poco más que excusas. Son absolutamente memorables la escena del casamiento en la cárcel, la escena de la carrera de barcos (y todo lo que ocurre a lo largo de ella) y toda la secuencia del museo de cera, uno de los momentos más libres y filosos de la carrera de Ford.

En la película hay tres momentos que ocurren en la cárcel y los tres son excelentes. La cárcel representa uno de los últimos vestigios de esa antigua sociedad de la que habla la introducción de Judge Priest, en donde la confianza entre vecinos estaba por encima de las convenciones sociales. El primero, cuando Duke va a entregarse por matar a un hombre, y el sheriff, que estaba durmiendo, lo atiende en pijamas desde la ventana de su cuarto, ubicado en la parte de arriba de la comisaría, y le arroja la llave de la celda por la ventana y le dice que elija la que más le gusta, que se ven mañana en el desayuno. La segunda cuando Fletty Belle visita a través de la ventana a Duke y éste le muestra cómo aprendió a tocar la sierra e interpreta un tema desgarradoramente melancólico en el que de repente se suman a cantar sus compañeros de celda y todo se convierte en un interludio casi onírico en el que el protagonismo pasa de la pareja de enamorados al conjunto de recluidos, de derrotados. Y el tercer momento, cuando Duke y Fletty se casan dentro de la cárcel porque se enteran de que van a colgar a Duke. Este momento es una genialidad absoluta, porque lo que se ve allí es la capacidad de trastocar las cosas que tiene Ford. La capacidad de convertir una cárcel en una iglesia, al grupo de reos en los invitados, al sheriff en casamentero.  Conversión que por otro lado no impide ver lo que originalmente son, germinando una ambigüedad, que se termina de dibujar por la ambigüedad emotiva de la escena, la mezcla de felicidad por el casamiento y tristeza por la condena a muerte. Es una escena en la que Ford filma un ritual, la ceremonia de casamiento, pero la sacraliza por la intensidad dramática que imprime al momento. No sólo por el sentido profundamente trágico del discurso del sheriff (en el que se hace alusión a lo terrible que es la soledad) sino por la disposición de los personajes  en cuadro, todos en silencio, quietos, sin mirar a la cara a nadie, como perdidos en el interior de sus pensamientos. Sobre el final de la escena Duke besa y abraza a Fletty y Doc le apoya la mano en la espalda a su sobrino y se da vuelta, dando la espalda a cámara lentamente. En este pequeño momento pareciera que las emociones que emanan de las imágenes hicieran que el tiempo se detenga.

Lo del museo de cera es verdaderamente extraordinario. A Ford se le ocurre meter en el barco un show de muñecos de cera tamaño natural de distintas figuras míticas de la historia, como San Juan Bautista, Daniel Boone, Napoleón y la ballena que se tragó a Jonas, para realizar una gira por los pueblos del río y recaudar dinero para pagar el abogado que salvará a Duke de la horca. Ya de por sí es una idea excéntrica, pero Rogers decide doblar la apuesta y  cambia la identidad (no la apariencia) de algunos de los muñecos bautizándolos con nombres de héroes que las gentes del río conozcan; y entonces convierte al Rey Jorge III en George Washington, a dos apóstoles en Frank y Jesse James y a U. S. Grant en Robert E. Lee. Es un hermoso juego de interpretaciones que Ford pone en marcha a través de las estatuas, en el que sutilmente se exhibe la misma capacidad de la que hablaba antes con lo de la cárcel: la capacidad de transformar las cosas, y aquí de transformarlas en su opuesto. Es un momento  en el cual se puede leer cierta idea que Ford tiene en relación a la Historia, que enlaza magníficamente bien con la idea que surgía del final de Fort Apache y del final de The Man Who Shot Liberty Valance: que la historia, al fin y al cabo, es un sistema de representación que como mínimo es ambiguo y siempre es plausible de ser modificado.

Y hay otro elemento interesante en relación a esta idea de las figuras de ceras. En una escena unos campesinos medio sulfurados, vaya a saber uno por qué, les quieren quemar el bote y dos ayudantes negros toman las figuras de ceras de los hermanos James y los asoman por la cubierta del barco y amenazan con dispararles si no se calman. La horda se calma y terminan entrando al museo y “aprendiendo algo de historia”. Cuando se están por ir, el líder de los campesinos le pide a Doc si no le puede regalar un mechón de la cabellera de Robert E. Lee. Es decir, los campesinos no se dan cuenta que son estatuas, o en todo caso saben que son estatuas pero para ellos no hay distancia entre el sujeto real y su representación. Quizá esta sea la forma que tiene Ford de indicar sutilmente el temible  poder de adoctrinamiento que tiene la Historia.

Recordé algo que decía Stewart sobre la música en Ford: “Papi (así le dice Stewart a Ford) me decía que era mejor escuchar buena música que malos diálogos. Pero, además, la música de sus películas del Oeste tiene su significado. Nos recuerda la tradición, la nostalgia por los tiempos sencillos cuando la esperanza seguía intacta. Cuando los colonos estaban convencidos de que la promesa de América aparecería tras el horizonte, y que los pastos más verdes se encontrarían de verdad tras pasar la siguiente montaña”.

La verdad, no sé muy bien por qué dieron ganas de anotarlo. También me quedé pensando en otro momento de Judge Priest. Quizá algo para lo que me sirvió haber escrito esta nota es para comprobar que no dispongo de la capacidad para hablar de Ford con otra distancia o frialdad, sin detenerme a cada rato en detalles, momentos, chistes o escenas que sencillamente me deslumbran, como si en la chance de revivir ese mundo por un segundo ya hubiera un placer que merece ser perseguido. Me gustaría, ahora que empecé, seguir escribiendo de Ford. Un proyecto de Ford permanente, algo por el estilo, si me hago tiempo y me dan espacio en la revista. Pero decía, quedé colgado en ese otro momento de Priest. Me refiero a la escena en que el juez se despide de su sobrino que parte a pasar la tarde con la chica de la que está enamorado, y se queda por unos segundos espiándolos por la ventana. Después de eso, camina hasta el retrato de su esposa fallecida y le habla a su mujer en voz alta. Éste es para mí un momento típicamente fordiano. Menos sencillo me resulta describir qué sería eso. O es algo que el tipo buscaba y que lleva al pico en la secuencia del funeral de The Sun Shines Bright, la secuencia más conmovedora que cualquier cineasta haya filmado. Son esos momentos en que pareciera que encuentra el tono, la acción, el ritmo y hasta  el volumen exacto para que la emoción y los sentimientos simplemente se disuelvan mientras cada plano releva al otro. Esa naturalidad cargada de una potencia emotiva memorable. ¿Cómo hace? No tengo idea. Hay algo de dejar que el tiempo de las acciones transcurra mientras esa emoción crece, o como decía antes, me sale decir es que “se disuelve”, porque pareciera que lo conmovedor de esos momentos surge con una naturalidad increíble, perfectamente integrada entre las acciones que vemos. O como si ese fluir de los sentimientos hace que el tiempo se detenga, como si la percepción natural del paso del tiempo se viera alterada por el sentimiento que emana de la escena. O a lainversa, como si ese sentimiento fuera lo que crea en verdad la escena, su propio oasis de tiempo y de espacio. Otro de esos momentos hermosos ocurre en Steamboat, cuando Fleety está mirando por la borda el paisaje y Rogers la mira desde dentro del barco, muy parecido al momento de Wayne en Rio Grande.

Agregaría que ese momento de Judge Priest también nos habla de la soledad, que en Ford es un estado temible pero de una intensidad y una belleza conmovedora. Es una escena en que la soledad adquiere una dimensión material distintiva. También es una escena en la que el pasado se evoca de una manera sencillísima y muy potente. No sólo por el hecho de que Rogers habla con los muertos sino porque esos mismos fantasmas se materializan en la imagen y con un recurso, la sobreimpresión, que ya en ese momento remitía a otra época del cine. Y hay un detalle genial: Priest habla en toda la escena de cosas materiales, nimiedades cotidianas (habla del dorado del marco y de la ampliación de la foto) que marcan un contrapunto muy notorio entre la intensidad y profundidad de los sentimientos que circulan y la ligereza de lo que dice. Estos momentos todavía nos dicen algo de la relación entre el individuo solitario y su entorno, algo que fluye también y muy bellamente cuando el juez toma una silla y parte a tomar aire junto a la tumba de su mujer. Una vez allí, le habla de las flores que lo rodean y de la llegada de la primavera.

Continuará.

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