Alguna vez se dijo que la hinchada es el jugador número doce con el que Boca Juniors sale a disputar cada partido. A los once que normalmente se encargan de la pelota, Boca agrega uno más a la acción; y en esa inclusión, rompe las reglas. Ese “más” está presente tanto en el título como en el comienzo de Paula contra la mitad más uno (1971, Néstor Paternostro): la hinchada de Boca, pero fragmentada, etérea y líquida, dividida y sumergida dentro de los corazones de quienes transitan todos los días la ciudad de Buenos Aires. Un puñado de autos simulan deslizarse cuesta abajo gracias al plano levemente inclinado, y entre ellos, taxis; el taxi porteño que no deja de recorrer el microcentro, cuyos colores casi casi combinan perfectamente con los del corazón. De música de fondo, el relato radial del partido de Boca. A pesar de que juegue contra otro equipo, el partido siempre es solo “de Boca”. Cuando el oficial de policía se acerca al personaje de Federico (Héctor Pellegrini), taxista, en principio simulando que va a increparlo o a pedirle que circule, como suelen pedir los oficiales, en cambio, le pregunta “¿Cómo va Boca?”. Boca como sintagma completo, Boca como ideologema, como una sensación social que es capaz de desjerarquizarlo todo, tan grande que un tipo cargando una metralleta, saliendo de haber robado un banco, puede pasar inadvertido por el medio de una multitud que escucha el partido por la radio, como si en vez de un arma cargase un flautín. Ese “más” con el que juega Boca está en el título, y está en el tono de la película: desbordado, delirante, pop. Como si no hubiese otra forma de narrar una historia de Boca Juniors que no sea la del desborde que acarrea naturalmente la vistosidad de ese azul y amarillo.
Resguardándose de quienes son ajenos a Boca −pasajeros burgueses que le ordenan que apague el griterío envolvente del partido para escucharse a sí mismos o a una música más funcional−, Federico se refugia en un estacionamiento para escuchar a su equipo en paz. La mala puntería es literal, y termina en medio de un tiroteo del grupo de pistoleros que, luego de robar un banco embriagando a todos con una especie de gas de la risa, se suben a su taxi en coloridas condiciones y lo obligan a llevarlos a un lugar seguro, escapando de una policía que esta vez, se ve, no se interesa por Boca. Los maleantes son como huellas de maleantes, como “representaciones de”: usan traje blanco y anteojos de aviadores, tienen apodos estrafalarios y no hablan bien español. Al robo y la persecución los acompaña una música de intriga, una cortina que abre paso a un show, mientras el sonido de sus tiros pertenece menos al noir que a los dibujitos animados. Los delincuentes no son criollos, sino foráneos: son importados, gánsteres, pero de un territorio etéreo, donde la única ley es lo reconocible por todos. Vienen de la televisión.
La filmografía de Paternostro brota del rechazo a la caja negra. Sobre su ópera prima, el director dirá que fue una película que nació “de la saturación” hacia su trabajo: una parte de su sueldo como publicista se convirtió en Mosaico, la vida de una modelo (1968), una sátira ditelliana sobre la conversión de una chica común en una mujer del espectáculo, tomada por las garras masculinas de una industria que solo sabe extraer y deglutir. Tanto deglute, que la presencia de un universo de imágenes provenientes de los nuevos medios es ineludible para contar la historia. Un primer plano de la estática de la televisión aparecerá después de los créditos iniciales, y la cámara recorrerá una habitación hasta toparse con el publicista Manuel (Federico Luppi), somnoliento, quien inmediatamente después de abrir los ojos cambia de canal. La televisión, presencia omnipresente, es una extensión del hombre moderno. Cuando Manuel se va a bañar, la caja queda prendida. La cámara vuelve a ofrecernos un primer plano de la pantalla con la imagen y sus bordes incluidos, y el aparato, a pesar de la ausencia del que debería estar viéndola, se apodera no solo de la habitación sino también del lenguaje de la película. La publicidad no tarda en aparecer, reducida satíricamente a sus mínimos elementos: el consumo, el glamour, la pose, el deseo, la insatisfacción. Por eso, mientras en la pantalla se suceden los automóviles, una voz repetirá incansablemente como un mantra: “Quiero un auto quiero un auto quiero un auto, que tenga cuatro puertas cuatro puertas cuatro puertas”. La cultura de masas irrumpe con el deseo de adueñarse de las mentes, pero también de la imagen cinematográfica, proponiendo una narrativa adaptada a ese mundo cooptado por el consumo y por la visualidad. La historia de Manuel, que busca y encuentra a Paula (Perla Caron), una mujer “común”, para transformarla en la modelo protagonista de una campaña de cigarrillos, se ve constantemente trastocada por pequeños raptos narrativos de publicidades delirantes y absurdas, que se burlan de la lógica extraña del medio. Incrustadas en medio de la trama, son capaces de representar a un hombre sentado en el inodoro, iluminado terroríficamente, que busca vendernos un papel higiénico indestructible; una chica que, sonriente, disfruta de su “agua on the rocks”; o un alegato tranquilo sobre cómo los ancianos ya no consumen, pues pronto morirán.

En una escena de pretensión documental, Pablo (interpretado por el fotógrafo Jorge Damonte) es entrevistado sobre su trabajo en publicidad y obligado a responder que “una vez que uno está metido dentro, es muy difícil pensar en ella”. Como una declaración de principios, Mosaico obliga al espectador a volver a mirar aquellas imágenes que ya forman parte de su cotidiano, que permanecen de fondo como ruido blanco, de la casa, de la vida y de la mente. El sacudón hacia el espectador se vuelve explícito cuando el tono humorístico se toma un importante descanso, y los personajes principales asisten a la proyección de una película experimental: el montaje es veloz, y concatena imágenes publicitarias, frescas, bellas, armadas, con imágenes de acontecimientos terroríficos, como catástrofes naturales, guerra y hambre, venidas del otro extremo posible de la televisión. Un aire de verdad recorre aquellas imágenes, e impugna a las otras, inventadas. Resulta casi imposible no pensar en la velocidad y la búsqueda de efecto de La hora de los hornos (1968, Solanas y Getino), película con la que Mosaico comparte año de estreno y circulación. No es el momento ni el lugar para listar las diferencias entre los contemporáneos Grupo de los 5 y el Grupo de Cine Liberación. Pero quizás, con ese intertexto, la catarsis explícita del director de aquella película, que comienza a interpelar a los espectadores de la sala preguntándoles: “¿Qué mirás?, ¿qué mirás, imbécil?”, buscando a toda costa sacudirlos, no pueda no pasar por una sátira cuya dedicación tiene nombre y apellido. El director que interpela a su audiencia no obtendrá respuesta, solo desconcierto burgués. Al igual que Paula, que cree que con retirarse del modelaje basta, pero la última escena mostrará cómo su rostro quedó para siempre inmortalizado dentro de una botella de gaseosa. Las imágenes tienen su propio recorrido, y son insoslayables.
Si en Mosaico la influencia de la televisión era denunciable y, en cierto punto, combatible, en Paula contra la mitad más uno se camufla dentro de la lógica misma del contar. La aventura de los pistoleros irrumpe con toda su posibilidad de espectáculo, como si aquellas series que la televisión reproduce hubiesen calado demasiado hondo en la manera de mirar, y, por lo tanto, de filmar. El gag del gas de la risa es solo el comienzo: diálogos acartonados, música de TV show, vestuarios-disfraces y villanos que hablan con acento estadounidense le dan a la aventura un aire de espectáculo, pero de espectáculo trucho. La resistencia contra la avanzada del espectáculo opera distinto: el verosímil no se trastoca a través del micro rapto absurdo, sino del humor, que da cuenta de la ridiculez de la exportación. La operación es la de la traducción: la historia de gánsteres será en el Río de la Plata, no del Río de la Plata, tomando rasgos y signos de lo extranjero y colocándolos en un escenario que tiene sus propias reglas. El resultado es un pastiche, un pegote, quizás parecido a la cultura de mezcla de la que este sur del continente se jacta. Las herramientas de la cultura masiva calaron hondo, y se las abraza, pero no sin oponer algún tipo de resistencia local.
El personaje de Federico se arma alrededor de ser un sapo de otro pozo, figurándose como el último bastión del tradicionalismo argentino. Es por lo menos algo que nuestro héroe nunca se plantee la posibilidad de adscribirse con gusto a la aventura a la que lo somete otra Paula (Dimma Zecchin), la jefa femme fatale de la banda de gánsteres que lo secuestró en el estacionamiento: su incorporación al grupo de pistoleros es por la fuerza, y él se sobrecoge. No por nada lucha contra las embestidas del cortejo de la deschavada Paula, aferrado a los valores tradicionales que le quedan, que lo identifican, como su casamiento con Lina, su amor de toda la vida, que ocurrirá “un día antes del gran partido”. La posibilidad de soñar en grande no es su fuerte, vive y deja vivir sin querer más que lo que tiene. Por eso, lo tortura la situación en la que se ve inmerso, tener que ser parte de la aventura o ser boleteado. El miedo a perder su pequeño rancho de normalidad lo persigue, y se traslada formalmente a sus momentos de placer. Una escena en una disco con su mujer se ve aguada por la aparición de Paula y su grupo, que le siguen los pasos. Como en un trance, la bailanta se transforma de a pedazos en la Bombonera, yendo y viniendo hasta que se convierte por completo en el partido. Ver a Boca es el placer mundano mayor, que se ve estropeado por el miedo a lo foráneo. Mientras que desde la tribuna observa el juego, la voz de Federico en off se pregunta: “¿Por qué yo?”. El berenjenal en el que está metido se le cuela en la experiencia del partido. Es por eso que a cada pelotazo o patada se escucha un tiro de los caricaturescos, mientras la voz de nuestro protagonista exclama: “¡Me van a matar!”, sollozante, con su temor arruinándole el jolgorio de ese fútbol todavía de potrero, arruinándole su único placer (ya que tampoco parece encontrarlo del todo en Lina), su única conexión con el mundo, y con su tierra. La sensación de amenaza va más allá de que su vida quede en manos de los pistoleros: la caricatura, lo extranjerizante de esos tiros de dibujito animado, amenazan con arruinar la experiencia local, la identidad del mundo propio, el mundanísimo sueño de ser uno más. El sueño del hincha.

Pero lo extranjero ya invadió la forma, y la historia debe contarse con esas herramientas a pesar de la resistencia de Federico. Pareciera que la película casi que se mofa de él, buscando nuestra complicidad y tomando todas las herramientas a su alcance para demostrar que esos nuevos medios llegaron para quedarse. Sin embargo, eso no significa que deban arrasar con todo a su paso. Además del aire de truchada que sobrevuela el film, que agrega una capa insoslayable al ejercicio de traducción, es la acción principal de la película la que esconde también esta discusión entre tradición y novedad. Paula quiere dar el batacazo y eso consiste en secuestrar a los jugadores de Boca Juniors, piezas invaluables para miles, prontas a jugar un superclásico, para pedir un millonario rescate. Para cometer el crimen, se necesita traer de afuera la expertise de Johnny Sampone o el «American Gangster Number One», un nombre compuesto que repetirá hasta el hartazgo, y una voz cuyo acento americano aparece y desaparece convenientemente, colaborando con la liquidez que propone la película. Paula lo importa desde el mundo de los gánsteres para que instruya a sus muchachos, aunque primero hay que instruirlo a él en la importancia del crimen, que se deposita en la respuesta a una pregunta sin respuesta: qué es Boca Juniors. Para enmarcar el relato, el lenguaje cinematográfico se corre a un costado, y a la hora de contar la historia del origen del club ingresa la ley del cómic: dibujos colorinches y caricaturescos a mano alzada dan forma visual a la voz de la jefa de la banda. Simultáneamente, las palabras de Paula reaccionan a los dibujos, corrigiéndolos, obligándolos a dibujarse y redibujarse una y otra vez, haciendo mutar a los personajes y a los lugares que cambian alrededor de esas acotaciones. Por eso, cuando diga “la boca”, aparecerá un dibujo de una boca, pero ella corregirá: “No, esa no, el nuestro, el barrio”, dando lugar a la imagen del barrio, pero no cualquier barrio, ya que se le devuelve un dibujo genérico: La Boca en todos sus colores, con su puerto y su gente. Y cuando diga “malevos”, se le devolverá la imagen de unos gangsters noir, de traje, al lado de un auto paquete, y ella dirá: “No, de malevos de aquí”. Es allí cuando los personajes cambian las armas de fuego que portaban por facones, criollizándose. A pesar de la presencia de lo que homogeniza, existe en esas acotaciones una pretensión de tener a mano esas formas de representación de la cultura masiva, pero al servicio de los destellos propios. Si el cómic debe ser usado para traducir a Boca, Boca trastocará el cómic.
A Federico se le pide (se lo obliga) a que forme parte del boicot, y que atente casi contra sí mismo al secuestrar a los jugadores. A pesar de que alguien podría argumentar que un partido es un espectáculo, en la cancha la relación entre Boca y Federico era personal, de uno a uno, de cuadro a hincha. A partir del secuestro, lo que comienza a operar es el fuzz del espectáculo: Boca fue tomado como un medio, de guita, de revuelo, no como un fin en sí mismo, la pasión. Boca es noticia en la radio y en la televisión no por jugar, bien o mal, sino por la imposibilidad de hacerlo. Reina el caos y el pueblo enloquece, elucubrando teorías que son delirios clásicos de la chusma y de los corazones desesperados: una conspiración internacional, aliens, el rival aterrado, el club mismo queriendo despistar. Los niños se preocupan, las madres los tranquilizan. Un zurdo de pacotilla arenga a un grupo humano, pero se arrepiente cuando hay que pasar a la acción. La imposibilidad de que juegue Boca ese domingo enloquece a la hinchada, al jugador número doce que los gánsteres no habían tenido en cuenta. Es el ser parte de ese “más uno” lo que reactivará la motivación de Federico, convirtiéndolo en un héroe temeroso pero conductor al fin de la acción de salvar el día, burlando a los maleantes extranjeros y liberando a los jugadores no para que sus vidas estén a salvo, sino para que puedan vivirlas para lo que fueron traídos al mundo: jugar el superclásico para toda la gente que los espera, y los seguirá esperando a pesar de cómo cambien las cosas alrededor, del paso del tiempo, y de la manera de contar historias. Por eso, Federico salva el día no sin pasar por las dos iglesias: una literal, donde solo se casa con Lina, y rápidamente se dirige a otra, la Bombonera, donde no solo se casa con Boca, sino con todos los que forman parte de ella, y hacen más grande a la mitad más uno.
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