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Memorias del subdesarrollo (02) – La invasión de La Cosa

Por Pablo Martín Weber

En algún momento del año 2014, el Centro Cultural Islámico de Quebec recibió una extraña llamada. Una perturbada voz pedía hablar con el Imán; parecía apurada. El Imán atendió y la voz afirmó: Vi la película. Después de mucho meditarlo lo he decidido y estoy listo. Estoy listo para comenzar la hijra, estoy listo para pelear en Bosnia y para defender a los musulmanes que están siendo masacrados allí. El imán, confundido, pidió más explicaciones. La voz se explayó. Le dijo que había visto una película en YouTube que denunciaba los crímenes de occidente en Yugoslavia y hacía un llamado a los musulmanes de todo el mundo para vencer a las naciones cruzadas e infieles, y que al final de la película una placa anunciaba que cualquier musulmán que se sienta interpelado por el llamado podía comunicarse con el siguiente número de teléfono y preguntar por el Imán, que el Imán sabría qué decirles. El Imán, sorprendido, e intentando no parecer descortés, le explicó a la voz que la guerra de Yugoslavia había terminado hacía doce años, que Yugoslavia había sido partida en varios países, que Bosnia era un país independiente, que ese video probablemente haya tenido más de dos décadas y que el Imán de aquella época ya había muerto. ¿Usted sabe qué otra cosa puedo hacer para defender musulmanes? Preguntó la voz. No sé si usted lo sabía, respondió el Imán, pero actualmente hay una guerra civil en Siria. Muchísimas gracias, respondió la voz, y cortó. El imán quedó muy perturbado. ¿Había sido eso una de las famosas “reclutaciones” de las que tanto se hablaba? ¿había hablado con un futuro terrorista? ¿lo había incentivado sin querer, sugiriéndole viajar a Siria? El imán, asustado, llamó a las autoridades y les informó del asunto. Las autoridades hicieron las investigaciones correspondientes: la voz era de un estudiante de informática estadounidense, hijo de pakistaníes. El estudiante, de apenas veintidós años, ya había viajado hacia Turquía, ya había cruzado la frontera hacia Siria y ya estaba peleando en las filas del Estado Islámico.

La producción audiovisual yihadista es tan vieja como el yihadismo mismo y comienza con la invasión soviética de Afganistán. Musulmanes de todo el mundo viajan hacia aquel país a pelear contra el comunismo y se crean redes de distribución de información y material que luego se extiende por todo el mundo a través de miles de nodos clandestinos, cuyos centros se van desplazando en consonancia con los diversos eventos políticos globales: Afganistán, Bosnia, Chechenia, Irak, Siria, y la actual re-localización en África y Asia Central post Califato (2014-2017). Las películas producidas fueron evolucionando a medida que la red crecía y se complejizaba: en un comienzo consistían en meras declaraciones y amenazas hechas a cámara que se distribuían en circuitos interpersonales a través de VHS y DVDs. Con la progresiva omnipresencia de Internet y la masificación de GoPros, cámaras de celulares y drones esto se fue complejizando. Pero todo cambió para siempre con el advenimiento del Califato. Allí, las producciones pasan a ser cuestión de Estado y se les asigna una relevancia y unos presupuestos considerables. Las películas trascienden su rol extorsivo (personas con la cara tapada en plano medio amenazando a cámara, decapitando prisioneros, etc.) y se abren todo tipo de vetas en su producción. Algunas de impronta documental y retórica, destinada a esparcir la cosmovisión del grupo, y otras con un mayor influjo ficcional; anabólico e hiperreal, con sus famosas decapitaciones ficcionalizadas y sus arengas extáticas.

¿Cómo puede ser que un estadounidense de clase media, con educación universitaria y perspectivas futuras vea una anacrónica película en YouTube y meses después termine muerto en una llanura siria? Constantemente escuchamos argumentos sobre que vivimos en la época del descrédito y la apatía, que las películas ya no interesan y no pueden influir en el resto de las dimensiones de la vida. Sin embargo, las películas yihadistas parecieran desmentir esto de manera cabal. Es una producción que tiene una historia, una tradición, que posee engranajes muy aceitados de distribución y que se ve a sí misma cumpliendo un objetivo y una misión muy claras (algo similar a lo que ocurre con la producción de documentales sobre aliens, terraplanismo, illuminatis, etc.).

El periodista irlandés Robert Fisk fue uno de los únicos occidentales que presenció la recuperación de Raqqa por parte del ejército de Assad. Al entrar en la ciudad siria, encontró una pila de cintas de papel que los yihadistas en retirada no pudieron quemar. Las cintas eran fragmentos de cuadros cristianos de siglos y siglos de antigüedad, que habían sido pasados por una máquina trituradora y los había dividido en partes iguales. Una cosa muy sorprendente: la violencia que se representa en estas películas lejos está de referirnos a una simple operación mecánica, como la de una tritura papeles. La violencia es sublime. Si uno se imaginara una escena en la que los yihadistas destruyen cuadros cristianos, bajo ningún aspecto sería la de un militante parado junto a una máquina, triturando metódica y sistemáticamente el arte de los cruzados con la misma emoción de quien espera en la cola de la impresora de la oficina. Como si emulando la experiencia de los usuarios en las redes sociales, las sensaciones y las percepciones que dichas películas le ofrecen al espectador fuesen radicalmente opuestas a lo que ocurre una vez que la yihad se materializa en la experiencia cotidiana. Estímulos. Colores, imágenes sonoras y formas. Motion graphics, elementos añadidos en la imagen a través de tracking, explosiones falsas, títulos y placas rodeados de fuego, un diseño sonoro anfetamínico y una música épica.

Esta idea surge luego de ver un video rescatado por periodistas de Vice News, y disponible en YouTube, llamado “What it’s really like to fight for the Islamic State”. Está compuesto del material extraído y montado de un archivo .mp4 rescatado de una GoPro que estaba atada al pecho del cadáver de uno de los terroristas. El material es de pésima calidad, profundidad de colores y movimientos de cámara. Comienza en un pueblito perdido, con el terrorista saludando a sus compañeros, pidiéndoles que no lloren por él, que pronto se convertirá en mártir y luego subiéndose a una camioneta blindada de forma casera al estilo Mad Max y dirigiéndose hacia el combate. Cuando llegan a la guerra, el soldado es errático, sus compañeros lo retan por su imprudencia, se le traba el arma, pierde las municiones, llora y grita desesperado. El camión es alcanzado por el fuego, todos se bajan del baúl y el protagonista es herido apenas toca el piso. Muere intentando reptar. El lente amplísimo de la GoPro deforma el cielo y la línea del horizonte aparece y desaparece a medida que el personaje agoniza. En vez de una muerte heroica. una banalidad atroz. En vez de violencia divina, una máquina trituradora de papeles. 

Las películas yihadistas revelan la imposibilidad de estos para crear una narrativa coherente de cómo funciona el mundo. La imposibilidad para crear nuevos universos perceptivos, nuevas formas de relacionarse y nuevos paradigmas estéticos. Son el reverso de lo que dicen combatir. Necesitan de los infieles tanto como los gobiernos de los infieles los necesitan a ellos para justificar sus políticas represivas. 

Una estrategia de contrapropaganda del régimen sirio era esparcir en las páginas web donde circulan los videos del EI pequeñas películas con el título “El destino del Estado Islámico” (The fate of ISIS). Las películas, filmadas en un solo plano larguísimo, de hasta nueve minutos, en crudo (raw), recorren los cadáveres de los militantes yihadistas apenas terminadas las batallas: trincheras en las que la blanca tierra siria lo cubre todo; caras árabes, negras, hindúes, chechenas, filipinas, adolescentes, adultos, ancianos incluso, uno a uno. La cámara se detiene en todos, metódicamente, cuantificando, clasificando. Todos los yihadistas muertos han sido registrados de una u otra manera: en bases de datos estatales, en las memorias de sus celulares, en sistemas de reconocimiento facial, en videos propios enviados a parientes y amigos, en videos de propaganda. Sin embargo, las películas yihadistas no se limitan a la mera cuantificación ni el registro: existen en un espacio de pura fantasía, de éxtasis y delirio.

Los hechos de Invasión se suceden en espacios no euclídeos. Su trama liga lugares de conexión incierta” decía Russo en una nota para El Amante sobre la película de Santiago. Lo mismo podríamos decir para estas películas, solo que los espacios ya no son los de una “Buenos Aires quintaesenciada, despojada de todo sabor de tarjeta postal” sino que revelan la construcción de un ciberespacio reproductor de las lógicas del capitalismo contemporáneo; su complejidad apabullante, su simultaneidad hiperreal, sus etéreos flujos financieros y sus nichos culturales solo representables a través de la Inteligencia Artificial de las encuestadoras electorales, las plataformas de streaming y las redes sociales. Como si la invasión ideada por Borges, Bioy y Santiago no fuese humana ni extraterrestre, sino la invasión de lo no-humano en el terreno de lo humano. Como si lo que nos invadiera fuesen no-personas, que no tienen ya su base de operaciones en La Bombonera sino en el ciberespacio, en cientos de miles de nodos esparcidos por todo el globo. Como La Cosa de Carpenter: su plasticidad infinita y su capacidad morfológica de transformación ya son parte nuestra; indivisible de nuestra experiencia en el mundo, de nuestras formas de habitarlo. Russo otra vez: “No es cuestión de ver Buenos Aires en Aquilea, sino a Aquilea en Buenos Aires”.

¿Qué hay de La Cosa adentro nuestro, entonces? ¿y cómo afecta nuestra manera de hacer películas? La computadora, la Máquina Mediática Universal (que puede ser todas las máquinas y ninguna a la vez), engulle todos los objetos culturales: no hay circulación posible por afuera de su lógica. Hacer una película implica este básico desencadenamiento: transformar información (el material en crudo o raw) en una línea de tiempo a partir de algoritmos que operan convirtiendo dicha información almacenada en bases de datos. De la base de datos (carpeta original del proyecto) a una interfaz gráfica (Premiere, Da Vinci, etc.) hasta otra base de datos (DCP o .MOV final). ¿Cómo podemos integrar a nuestras reflexiones sobre cine este tipo de cuestiones? ¿Cómo afecta esto el montaje, los guiones, etc. de nuestras películas? Es inevitable pensar en Vertov. El realizador soviético conscientemente integró la noción de base de datos en su obra: su laboratorio estaba estructurado como una gran enciclopedia en la que se resguardaban fragmentos de la vida comunista; “máquinas”, “club”, “el movimiento de la ciudad” eran algunas de las taxonomías a partir de las cuales éste organizaba su material crudo. Esto tiene serias implicancias en su obra: el montaje mismo de Man With a Movie Camera está estructurado como un recorrido espacial por una base de datos a partir del cual el artista intenta revelar la verdad de las estructuras sociales subyacentes, ocultas al ojo humano. Era un marxista, al fin y al cabo.

En este final más plagado de dudas que de certezas comparto el siguiente dato, un tanto banal, que leí recientemente y que encuentro conmovedor y espeluznante a la vez: en un encuadre de formato 1080p hay 2.073.600 píxeles. Si uno calcula la cantidad de estados en los que el encuadre puede existir, es decir la cantidad de combinaciones que podrían realizarse con esa cantidad de píxeles (utilizando como variables el rojo, el azul, el verde y la luminancia), ese número sería mucho más grande que la cantidad de átomos de hidrógeno que hay en el Universo. Lo leí y no supe muy bien cómo reaccionar. Se los dejo ahora a ustedes.

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