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La década geopolítica

Por Pablo Martín Weber

I

Existe un lugar común dentro del pensamiento en torno a la ciencia ficción que consiste en dividir en dos grandes polos la historia de este género. Por un lado se encontraría una ciencia ficción más inocente, orientada hacia el afuera: viajes espaciales, extravagantes sistemas planetarios y sus civilizaciones, guerras intergalácticas; y por el otro una auto-consciente “orientada hacia el cerebro”; Internet y la sociedad mediatizada, drogas psicodélicas, cyborgs, etc. Digamos, una ciencia ficción dedicada a la conquista de la realidad y otra dedicada a la pregunta sobre si la realidad es la realidad o sobre los mecanismos que operan sobre ella. Star Wars vs Blade Runner. Una paradoja que, por supuesto, se ha usado también para interpretar la propia historia del cine. Nuestro arte nace y se despliega con voracidad e inocencia y hacia finales de la década del ‘50 y principios de los ‘60 se mete para adentro, se empieza a mirar el ombligo y aparece un grupo de jóvenes articulados en torno a una revista parisina que se preguntan por los límites de la representación, la naturaleza de la imagen, etc. La autoconciencia, así, es entendida como una señal del avance de una disciplina o género artístico. La autoconciencia, así, pareciera ser uno de los campos obligatorios a llenar a la hora de obtener nuestra parcela en el cielito limitado de las Artes. Ese ha sido el camino recorrido por nuestro modo de ver a figuras como Hitchcock y Lubitsch pero también el de nuestra forma de leer a escritores como Arthur C. Clarke, Dick, Lovecraft o Chandler. Los grandes artistas, sabemos, influencian a las generaciones futuras, al futuro, pero también influencian el pasado. Así, podemos encontrar momentos kafkianos en un cuento de Conrad como podemos encontrar momentos godardianos en Dreyer. Y si el cine y la ciencia ficción alguna vez fueron inocentes, después de Alphaville ya nunca lo serán. Pero esto es cosa vieja. Los debates transparencia/opacidad, inocencia/autoconciencia, parecieran estar saldados, o más bien, parecieran haber dejado de ser relevantes y, mientras tanto, el cine se ha transformado en otra cosa. Sin embargo, la clave de la década geopolítica radica aún en esta paradoja: en cierto sentido, China está viviendo su etapa de despliegue ciego de fuerzas, de inocencia, mientras que los Estados Unidos vive, desde hace décadas, encerrado en un loop de autorevisión constante.

“…and a lasting peace among ourselves and with all nations” dice Lincoln en la última línea del último plano de Lincoln. Ha ganado, ha liberado a los esclavos. El presidente, rodeado de un océano de caras, se dirige a su pueblo, figura y fondo comprimidos por el teleobjetivo spielbergiano. Alguna vez Daney dijo que la particularidad de Estados Unidos era la capacidad con la que narraba la historia de otros pueblos, algo que el mismo Godard impugnó con vehemencia sobre Spielberg en Eloge de l’amour. Sin embargo, en la última década América pareciera ser el tema, la obsesión principal del director de La lista de Schindler, Munich y El Imperio del sol. En el primer año del gobierno de Trump, Spielberg estrenó su oda (y funeral) a la prensa libre del siglo XX, The Post y, en el medio, otra versión del gran mito norteamericano, el audaz individuo, el hombre libre garante de la dignidad del sistema: Bridge of Spies. Resulta curioso que su década, embebida de mitos nacionales culmine con una película como Ready Player One. Allí, Wayne Owen Watts, un joven proletario de la ciudad de Ohio juega compulsivamente a un videojuego llamado “El Oasis”. Este videojuego fue creado por James Halliday, un difunto emprendedor que ha creado un universo propio en el cual uno puede ser lo que quiera y en el que los usuarios pasan todo el tiempo (excepto para dormir, comer e ir al baño). “En estos días la realidad es un bajónnos dice Wayne desde la voz en off. Halliday ha muerto recientemente y ha creado una serie de desafíos que decidirán el nombre del heredero del imperio digital Gregarious Games. El Oasis esconde pistas por todos lados y Watts y su multicultural grupo de amigos deberán descifrar como una suerte de arqueólogos de la cultura popular norteamericana los enigmas escondidos por este Tim Sweeney ficcional. Del otro lado se encuentra la malvada corporación IOI, que también compite por el premio pero con un objetivo espurio y muchísimos más recursos. 

En el Oasis,la realidad no conoce límites salvo los de tu imaginación”. Sin embargo, esa falta de límites termina generando una sensación de tristeza y opresión infinitas, como si tomara prestado el hedonismo depresivo del Trap, como se comprara todo el silencioso desamparo de Instagram. En Ready Player One ganan los buenos pero lo que verdaderamente triunfa es la desesperanza escribió Santiago González Cragnolino. Desesperanza por Spielberg, por el New Hollywood, por Estados Unidos y por nosotros mismos. La complicidad generacional que la película busca lograr con el espectador se ve constantemente erosionada por la puesta en escena misma. Cuando Wade conoce en persona a Samantha, su amor online, y la vemos con su impoluta remera de Joy Division nos quedamos con una sensación parecida a cuando una multinacional tuitea hashtags usando el lenguaje propio de un adolescente. Cuando los personajes deben buscar una pista en una habitación ambientada como el hotel de The Shining nos quedamos con una sensación parecida a la de ver un video en una fiesta de quince con fotos y referencias para que los amigos y familiares se diviertan un rato. Es como si la cultura popular de su propio país fuese solamente eso para él, como si su autorevisión clasicista no creyera del todo en la cultura que se supone viene a celebrar, algo similar a lo que sucede con la década de autorevisiones de Scorsese: comienza enterrando al cine que se supone venía a homenajear en Hugo, y la cierra enterrándose a sí mismo en The Irishman

Ready Player One es un producto de una cultura obsesionada consigo misma, parasítica de su propio pasado, incapaz de pensarse en el futuro por afuera de la circularidad perpetua de lo dado, encerrada en las mismas referencias culturales, una y otra vez lo mismo, siempre lo mismo y siempre ganan los malos de verdad. “No necesitas un destino cuando corres en una cinta omnidireccional” nos dice la voz en off de Wade, mientras este corre y corre, y siempre se queda en el mismo lugar. La idea del Oasis, lejos de estar a la altura de sus promesas de omnipotencia y despliegue, pareciera estar muerta antes de nacer. Los productos culturales de las últimas décadas yacen allí como en un limbo de presente absoluto, como zombies no-muertos a la espera de algo, vaya uno a saber qué. ¿Cómo podríamos interpretar entonces la moraleja que nos quiere dar la película? Luego de vencer y tomar posesión del Oasis, Wade, nuestro héroe devenido sanitarista, prohíbe su utilización los martes y jueves:la gente tiene que pasar más tiempo en el mundo real, porque, como dijo Hallyday, la realidad es lo único real. ¿A qué apela Spielberg con esto? ¿Hay algo detrás o es más bien una moraleja bienpensante para que la película pase los estándares de “Apto para Todo Público” y sus equivalentes de los mercados estadounidenses y chinos? 

II

El Sol ha sellado el destino de La Tierra: en cien años se expandirá tanto que la devorará por completo. “La humanidad se unió como nunca antes, nos indica el narrador: el Gobierno de la Tierra Unida decidió desviar la órbita terrestre hacia el sistema solar más cercano. Diez mil motores fueron construidos y dispersos en todo el planeta. Vemos las pirámides egipcias, Nueva York, la Torre Eiffel, vanos monumentos que pronto serán olvidados por una humanidad destinada a refugiarse en el interior de la corteza terrestre. De fondo, azulados, envueltos por la densidad de la atmósfera, los motores. Vistos en el mismo plano es casi un anacronismo, un capricho del director, sus publicistas o sus ingenieros de efectos especiales. En el plano siguiente los vemos desde afuera del planeta: son como pequeñas heridas circulares en el relieve. Más tarde comprenderemos que debajo de cada uno hay una ciudad, diez mil ciudades subterráneas para huir de las transformaciones radicales que sufrirá la Tierra durante el viaje, su errancia. Oscuridad, antes que nada. Oscuridad y frío y tsunamis y tormentas. Es una película de aventuras y héroes, decisiones difíciles, sacrificio, apogeo, decadencia, apogeo otra vez. Y a la vez una dulce melancolía recorre todo el film: la idea de una especie convirtiendo en una máquina, en una gran nave espacial a su planeta de origen y errando por el cosmos en la más absoluta oscuridad, en búsqueda de otra estrella, otro hogar, es muy melancólica, judía. “La Humanidad, hasta ahora una pequeña tribu del sistema solar, se embarcará en un viaje de 2500 años de duración. Entre escena y escena, mientras nuestros héroes deliberan, corren, saltan, disparan, el director corta hacia el afuera, en una suerte de plano general cósmico: la Tierra se aleja del sistema solar, los motores dejan un halo en el vacío, una huella que se dispersa y se borra. 

The Wandering Earth es un mega-tanque de características chinas estrenado en 2019 y dirigido por Frant Gwo. Es, al día de la fecha, la tercera película más taquillera de la historia del cine chino, un país que comenzó la década con 6256 salas de cine y que culminó el 2019 con 70000 (un promedio de diecinueve salas abiertas por día durante diez años seguidos). La historia está centrada en las aventuras del incansable renegado Liu Qi, un adolescente que, junto a su pequeña hermana adoptiva Han Duoduo y un grupo de amigos salvan a la Tierra de una colisión con Júpiter. Al atravesar la órbita del gigante gaseoso, un fallo en los cálculos genera un “pico gravitacional” entre ambos planetas y los posiciona en curso hacia un choque. El viaje de 2500 años se encuentra en peligro apenas unas décadas después de haber comenzado. El Gobierno de la Tierra Unida (del cual Estados Unidos pareciera estar curiosamente ausente) ya lo ha decidido: en una gran nave espacial se encuentran muestras de todas las plantas y animales existentes, y trescientas mil unidades humanas listas para ser reactivadas. La Tierra es prescindible. En ese momento nuestro amigo Qi tiene una epifanía y recuerda una lección que de niño le dio su padre, a quien no ve hace una década porque se encuentra orbitando la Tierra en la Estación Espacial: Júpiter es como un globo hecho de hidrógeno, se podría aprovechar sus átomos como combustible para relanzar la Nave/Tierra. Y así la Humanidad se salva, con grandes dificultades en el medio y un sacrificio edípico hecho por Liu Peiqiang, el padre de Qi.

The Wandering Earth es exterioridad, inocencia pura. Es como si el gesto fundamental de la película estuviese escondido en la escena que transcurre en una Shanghai completamente tapada por una columna enorme de hielo, como si la película nos dijese ¡nosotros también queremos ver a nuestro centro económico y cultural destruido en un escenario postapocalíptico! Un sueño de Estado en una globalización post anglosajona, con China como el rector y garante benigno de la cooperación global y la hermandad humana.

Bien distinta es Ready Player One: aquí todo es interioridad, auto-revisión. Es, también, una película protagonizada por un grupo de adolescentes que salvan a la humanidad. Sin embargo aquí el plano de acción ya no es el de una superficie terrestre devastada sino las infinitas habitaciones, pasillos, puertas, entradas y salidas que componen el ciberespacio. Así, las películas para niños, que terminaron la década ocupando la vasta mayoría de salas cinematográficas del mundo, culminaron sus gloriosos ’10 concediéndonos esta metáfora, tan regalada que uno comienza a sospechar: The Wandering Earth, exterioridad, conquista, inocencia, todo el vigor del cine de un pueblo destinado a dominar el siglo XXI. Ready Player One, el agotamiento -una vez más- del New Hollywood, autorreferencia vacía; Estados Unidos, un pueblo condenado a revolcarse ad eternum en el barro de su propia decadencia. Ahora, ¿y si leyéramos el final de la película de Spielberg bajo esta contradicción, bajo esta dicotomía? ¿No se vuelve, entonces, esa apelación hacia “una vuelta a la realidad” un llamado, una arenga incluso para el retorno de la fría competencia interestatal, de esa oveja negra, criadora de monstruos, despreciada tanto por izquierdistas como por liberales, la vieja geopolítica? Es como si Spielberg estuviera diciendo: miren al zombie de la cultura espantosa que nosotros supimos crear, pero ojo, que hay una salida y Hollywood tiene un lugar destinado en ella. No sabremos dominar el mundo pero al menos sí sabemos competir por ello. Es como si lo único que estuviera esperando Spielberg para subirse al tren de la Guerra Fría 2.0 es que haya un presidente demócrata en la Casa Blanca y no Trump, alguien con quien asociarse le resulta, quizás, indigerible.

III

Pero la inocencia de The Wandering Earth no puede ser tal. Ya lo dijimos: después de Alphaville ya nadie puede. Volvamos por un instante al plano final de Lincoln: el prócer habla inmiscuido entre el pueblo, el teleobjetivo los comprime y los unifica, la cita bíblica, etc. Miro ese plano una y otra vez. ¿A qué me recuerda? Primero, a los planos generalísimos de Maidan de Loznitsa. Personas entrando y saliendo del cuadro, cientos de caras, manos y piernas reducidas a la bidimensionalidad del plano, un plano que pareciera admitir su propia imposibilidad, la inaprensible presencia de todo acto político fundante. We, the people… dicen con sus cuerpos los ucranianos y la cámara registra cientos de flashes a medida que cada uno extrae su teléfono para filmar el ataúd de un asesinado por la policía al pasar. Las caras de Lincoln en cambio no se difuminan en el horizonte, se encuentran todas a una distancia más o menos similar del lente. Los blancos abajo, más cerca de la Estatua, los negros recién liberados arriba, mientras el Abuelo Lincoln, la Estatua Lincoln, toca la biblia o la constitución o ambas. Al fin y al cabo lo comprendo. La toma de Lincoln la he visto varias veces en el cine de Jia Zhangke. La que recuerdo ahora es también la última toma de una película. En A touch of sin, luego de haber cometido un asesinato, Zao Tao intenta reconstruir su vida en otra ciudad. Luego de una entrevista laboral en la que le va pésimo -“¿por qué alguien de Hubei (una provincia próspera) vendría a buscar trabajo acá?” le pregunta la entrevistadora confundida y luego infiere“¿Está huyendo de alguna clase de problema?”- camina por unas ruinas castigadas por el viento y la arena. Allí se encuentra con un grupo de lugareños que están observando una función de teatro. Mientras la cámara toma a una Tao desconcertada, la actriz de la obra pregunta: “¿Entiendes tu pecado? ¿entiendes tu pecado?”. Silencio. La cara de Tao pareciera estar soportando todo el dolor y toda la tristeza del mundo juntas. Corte: el público de la obra, ya sin Tao, mira a cámara. Unas treinta caras curtidas por el sufrimiento y el trabajo. La sal de la tierra, la arena olvidada de los tiempos desaparecidos. Vistos así, la cara de Tao se resignifica y ya no nos preguntamos si ella entiende su pecado, nos preguntamos si acaso Jia Zhangke entiende a su China, nos preguntamos si acaso alguien entiende lo que ha pasado en China en los últimos cuarenta años. Siendo temerario, podría llevar la relación hasta el fondo y decir que en el plano final de Lincoln y en el plano final de Jia se encuentra una diferencia radical, casi ontológica, de entender la política y los procesos históricos de cada país: el ascenso nacional entendido como el quehacer incesante de Hombres Libres, en el caso de Lincoln, versus la restauración del lugar apropiado de China dentro del orden natural de las cosas, la restauración de un balance cósmico perturbado por el proceso de humillación nacional impuesto por Occidente desde el siglo diecinueve hasta esta parte. Sin embargo vuelvo al plano de Tao. Ella es la década, y el siglo, de Jia. Es como si su rostro fuese el punto de partida cinematográfico a partir del cual éste estructura todas sus películas, el elemento sin el cual la totalidad del armazón de su edificio poético se desmoronaría. 

¿Qué hay en ese corte, en ese pasaje entre la delicadeza del rostro irrepetible de Tao y los toscos, curtidos rostros del público de la obra? Podríamos decir que Jia es un realista de la vieja escuela. Lejos de toda presunción psicologista, sus personajes parecieran ser estatuas en las que las relaciones sociales y el tiempo histórico se han petrificado. Nuevos ricos, proletarios, burócratas enriquecidos, mineros, migración interna, proyectos de infraestructura estatal, son algunas de las categorías sociales con las que inmediatamente relacionamos a sus personajes. En Mountains may depart, cuando Tao y Jingsheng se toman sus fotos de casamiento con la Ópera de Sidney de fondo pensamos en los nuevos ricos chinos que gastan fortunas buscando capital simbólico en Australia. Cuando vemos a Liangzi enfermo, tendido en el suelo de su casa pensamos en los que quedaron atrás en el proceso de modernización. A touch of sin, película cuyas cuatro líneas argumentativas están basadas en hechos reales, también repite esta operación: en la última historia -inspirada en los Suicidios de Foxconn, ligados a condiciones laborales inhumanas en la ciudad de Shenzhen- Xiaohui camina hacia su casa mientras, al fondo de la toma, en fuera de foco, vemos a un grupo de negros refrescándose bajo un árbol y pensamos: la invisible mano de obra inmigrante y sus tiempos de ocio. Lo mismo sucede con el propio personaje de Xiaohui, a quien seguimos en su deprimente recorrido entre un bullshit job y el siguiente, tanto la puesta en escena como la construcción temporal están pura y exclusivamente dedicadas a calar, a penetrar en la idea sociológico-histórica: estamos viendo, al fin y al cabo, la vida de las generaciones que los ingenieros históricos del PCCh han indefectiblemente decidido sacrificar.

Borges alguna vez abogó por la superficialidad de los personajes, Jia no podría estar más de acuerdo. Sus personajes son como engranajes, son reducidos a puro mecanismo pero, lo que en Borges está puesto en función de construir la ficción en tanto objeto, en sus telarañas y urdimbres narrativas, en Jia se concentra en la conceptualización de los mismos, en la categorización de la realidad. En cierto sentido sus películas parecieran estar constantemente perfeccionando este método: la transformación de sus personajes en superficies planas en las que se proyectan ideas (Borges no podría estar más en desacuerdo). Es como una inversión del método vertoviano: la Verdad subyacente oculta al ojo humano ya no reside en la relación dialéctica entre ojo-máquina y el montajista sino más bien en las relaciones conceptuales que se establecen al interior de los planos (por ejemplo, en las escenas de A touch of sin que ocurren adentro de la casa de Zhou San, en una villa campesina en la que, de fondo, y através de las ventanas, envueltos por la niebla y la contaminación, vemos, como ciudades lovecraftianas, gigantescos proyectos habitacionales del gobierno) en la interacción entre los personajes, estatuas, superficies conceptuales hechas de Tiempo y de Historia.

Sin embargo, Tao se mantiene al margen. Sus personajes se niegan a ser meras categorías sociales petrificadas, mero concepto. No importa la película, la figura de Zhao Tao parece estar desubicada siempre. Algo parecido ya se ha dicho sobre la figura del vagabundo de Chaplin. Las curvas de su cuerpo y la delicadeza de su cara se encuentran en constante tensión con los entornos en los que Jia la coloca. Ya sea una fábrica de armas abandonada (24 city), deambulando por el puerto de Shanghai (I Wish I Knew); o en Mountains may depart, demasiado frágil en su pullover, atendiendo un negocio de electrodomésticos; o más tarde su cara demasiado curtida, demasiado plebeya para su exquisito sobretodo morado de nueva rica divorciada, incluso en la escena posterior al asesinato de A touch of sin parece desplazada, sale del hotel toda bañada de sangre y uno piensa en lo inapropiado del corte de su pantalón y la forma peculiar con la que envuelve su cuerpo. Los únicos momentos en los que su postura pareciera transmitir de manera directa, sin desplazamientos, el estado de su personaje son aquellos de desamparo y desesperación absoluta: destrozada en el funeral de su padre en Mountains may depart, huérfana en su vagar por la ciudad, su viaje trunco a Xinjiang en Ash is the purest white, su postura mientras roba una moto o lava una acelga en A touch of sin, su llanto al final de 24 City, mientras desde la ventana observamos una ciudad que, como la ciudad vista desde la ventana de la casa de Zhou San, pareciera estar poseída por un monstruo; el incesante Cthulhu geopolítico, el despliegue inhumano de fuerzas materiales liberado a finales de la década del ‘70 por las reformas económicas impulsadas por Deng Xiaoping.

En otros momentos, su cuerpo participa como mediador entre la realidad construida por el director y un mundo completamente extranjero, casi demoníaco. Esto, que ya se encontraba en la escena en la que un edificio despegaba como un cohete hacia las estrellas en Still life, en esta década ocurre en tres ocasiones distintas: el encuentro con la víbora en A touch of sin, el accidente de avión en Mountains may depart y el ovni de Ash is the purest white. En estas escenas Jia Zhangke ya no nos enfrenta con la levedad, la fragilidad del tiempo histórico congelada en los cuerpos de los actores sino todo lo contrario, deja entrever otra realidad, una antihistoria, negatividad pura, una Cosa radicalmente inhumana, ni puramente biológica, ni puramente técnica; aunque sea un vestigio, un guiñapo tras el cual el velo se cierra y la narración nos succiona nuevamente hacia su presente, hacia su cobijo. En estos desplazamientos, ese ir y venir, ese entrar y salir del realismo a la ciencia ficción, de la ficción a la no-ficción (y de cineasta oficial a semi-disidente), es que Jia Zhangke horada la disyuntiva planteada al inicio de este texto. No se trata de entender a la ciencia ficción, y al cine en general, desde una disyuntiva entre clasicismo y autoconsciencia: es una cuestión del orden de la materia. Lo que usted está viendo son píxeles, lo que usted está escuchando son perturbaciones de la atmósfera que llegan a su oído. Así termina Ash is the purest white, así termina su década: una cámara de cine filmando un monitor en el que se proyectan imágenes grabadas por una cámara de seguridad. Tao, desamparada una vez más, se apoya contra la pared. Es el fin del amor. Zoom In. La figura de Tao se borronea hasta que parece una mancha de píxeles marrones. La cámara se acerca aún más: vemos las columnas y las filas de píxeles cada vez con más detalle. Es una superficie, un eje cartesiano de puntos. No es el Oasis zombificado de Ready Player One, no es la hiperrealidad estatal de The Wandering Earth. Es una mujer sola, parada frente a toda la orfandad del mundo mientras una máquina la vigila. La clave está en mirar a la Cosa de frente, nos dice Jia, y  habitarla y domarla, si es posible, de a un píxel a la vez. 

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