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Memorias del subdesarrollo (01) – Pensar el cine desde Córdoba, la periferia

El cineclub La Quimera de la ciudad de Córdoba viene realizando desde 2013 un taller realizativo llamado “Cortos emergentes”, para incentivar a potenciales realizadores a que comiencen a hacer películas. A pesar de su corta trayectoria y su modesto alcance (no más de 6 participantes por año) se ha convertido en el semillero más nutritivo de la ciudad. Una mini masía del cine cordobés.

En la muestra del año pasado, un trabajo nos sorprendió especialmente por su desfachatada ambición y su notable sentido narrativo. Una especie de distopía futurista, contada desde una perspectiva no-humana, confeccionada completamente con un variadisimo material extraído de internet (empezaba con una imagen de la tierra vista desde el espacio y terminaba con rostros de cordobeses caminando por la peatonal, pasando por robots, reproducciones en 3D de la plaza de la intendencia, una máquina ordeñando a una vaca genéticamente modificada), obsesionada por entender cómo se cuenta la Historia a partir de que existe internet y de que el mundo se duplicó virtualmente. Mientras todos sus compañeros ensayaban formas (más o menos logradas) de hacer algo que se parezca al cine (por la vía de la cinefilia o por fuera de ella), Pablo Martin Weber estaba haciéndose preguntas sobre el futuro. Del cine, de la imagen y de la Historia.

Por esto lo invitamos a participar de nuestra encuesta de fin de año (en la que nos volvió a sorprender por la precisión con que elegía y describía fragmentos de película por fuera de cualquier lugar común autorista) y por esto le ofrecimos escribir una columna, que empieza hoy y se llama Memorias del subdesarrollo.

Por Pablo Martín Weber

La historia del cine es la historia del siglo XX. Una idea que estamos acostumbrados a oír ¿Pero qué significa exactamente? ¿Que la historia del cine se acabó hace dieciocho años? Famosa es la frase del historiador Tony Judt, quien al ver desde el balcón de su departamento de Manhattan a dos aviones de la empresa American Airlines penetrar en el World Trade Center dijo “he visto el inicio del siglo XXI”. ¿Estaba acaso diciendo que acababa de presenciar el final de la historia del cine? Y cuando el compositor Karl Stockhausen, cinco días después del ataque, en una conferencia de prensa en el Festival de Música de Hamburgo dijo “acabamos de presenciar la mayor obra de arte imaginable para todo el cosmos” ¿no estaba declarando la muerte de nuestra disciplina? Después de haber presenciado la mayor obra de arte imaginable para todo el cosmos ¿para qué seguir creando, al fin y al cabo?.

La historia del cine es la historia del siglo XX. Pero si la historia del cine terminó hace casi dos décadas ¿qué estuvimos haciendo todo este tiempo?. O mejor aún ¿qué es la historia del cine?. Incluso ¿por qué una persona de veinticuatro años, que trabaja editando videos institucionales para una empresa privada, que está luchando arduamente hace dos años para hacer su primer largometraje, en Córdoba, a setecientos kilómetros del centro de producción audiovisual de su país, se preguntaría por la historia del cine en el 2018?. Y ¿qué valor tendría para él y para los cineastas cordobeses de su generación la respuesta a dicha cuestión?

Pienso en esta escena: en Videogramas de una revolución de Harun Farocki y Andrei Ujica, un grupo de camarógrafos están reunidos en una oscura habitación del edificio de la televisión oficial rumana. Días atrás comenzó un levantamiento popular que culminaría con el asesinato del dictador Ceaucescu y el final de la experiencia de los socialismos realmente existentes. Los camarógrafos apuntan con sus cámaras hacia una televisión: se acerca un anuncio importante. Los realizadores deciden presentar esta escena con un procedimiento peculiar. En vez de utilizar una toma que apunte su cámara hacia el televisor, deciden realizar la operación contraria; la toma registra a los camarógrafos apuntar al televisor, en un eje opuesto de casi ciento ochenta grados. La cámara panea por toda la habitación: caras expectantes ¿qué esperan? A la Historia, acercándose en forma de ondas televisivas que se manifestarán en la pantalla. Dice la voz en off: Cámara y acontecimiento. Desde su invención un objetivo fundamental del cine parecía consistir en hacer visible la Historia. Era capaz de representar el pasado y poner en escena el presente. Vimos a Napoleón a caballo y a Lenin en tren. El cine era posible porque existía la Historia. De forma imperceptible, se pasó al otro lado. Hoy, miramos y solo podemos pensar: “Si el cine es posible, entonces la Historia también es posible.” Llega el comunicado. La cámara continúa su registro. Desde el televisor emerge una voz que invade la sala, los periodistas miran en silencio: el dictador ha muerto.

Quisiera rescatar un evento sucedido apenas unas semanas después del juicio y muerte televisados del dictador rumano. El catorce de febrero de mil novecientos noventa la sonda espacial Voyager 1 alcanzó la escandalosa distancia de 6.000 millones de kilómetros lejos de la Tierra, fuera del Sistema Solar. Carl Sagan, el científico que lideró la expedición, le pidió a los ingenieros que giren la cámara que ésta tenía incorporada hacia nuestro planeta. Los ingenieros obedecieron; giraron el lente de la cámara y tomaron la famosa fotografía llamada el pálido punto azul, en la cual La Tierra ocupa el tamaño de un píxel. La sonda registró la información, la procesó y la envió hasta la terminal receptora de la NASA, donde fue recompuesta por el equipo científico y publicada en forma de imagen para toda la humanidad. Nunca antes una imagen había tomado nuestro planeta desde tanta distancia. Nunca antes una imagen había capturado la Historia en su totalidad: cabía en un píxel. Así lo describe Sagan: “La suma de todas nuestras alegrías y sufrimientos, miles de ideologías, doctrinas económicas y religiones seguras de sí mismas, cada cazador y recolector, cada héroe y cobarde, cada creador y destructor de civilizaciones, cada rey y campesino, cada joven pareja enamorada, cada madre y padre, cada niño esperanzado, cada inventor y explorador, cada profesor de moral, cada político corrupto, cada “superestrella”, cada “líder supremo”, cada santo y pecador en la historia de nuestra especie ha vivido ahí —en una mota de polvo suspendida en un rayo de sol”.

Así, el siglo XX, el siglo del cine, pareciera concluir con una paradoja; un fantasma que oprime como una pesadilla a las imágenes del presente: en el mismo momento en el cual el cine se suicida chocando con la Historia y fusionándose a ella, ésta se torna irrelevante y absurda precisamente como resultado de una imagen. Volvamos a nuestro siglo entonces; más bien a la película Maidan de Sergei Loznitsa, estrenada en el 2014 y filmada durante los eventos que luego serían conocidos por el nombre de Euromaidán, manifestaciones europeístas realizadas en la capital ucraniana que culminaron con el derrocamiento del gobierno prorruso de Víktor Yanukovich. Loznitsa decide registrar los eventos utilizando casi en su totalidad planos generales. En ellos, el realizador nacido en Kiev logra capturar con maestría lo que Judith Butler denominó como el acto performativo de la constitución de un pueblo: su emergencia en tanto tal a través de la palabra y la acción, del movimiento de esos cuerpos que se posicionan ahí donde no deberían estar. Maidan nos muestra los procesos organizativos espontáneos que fueron surgiendo a lo largo de los días en los que la plaza central de la capital estuvo tomada. En el enorme tamaño de sus planos, en los cuales vemos cientos de caras al mismo tiempo, los espectadores observamos la complejidad y heterogeneidad de la composición del pueblo ucraniano. Los elementos entran y salen del cuadro. Se crean figuras, se deshacen. Inestables y contradictorias como toda identidad. Al final de la película, los manifestantes lloran a sus muertos de noche. La cámara registra el evento desde la distancia; el teleobjetivo comprime las figuras de cientos de manos levantando los flashes de las cámaras fotográficas de sus celulares. Pasa un cajón: Los héroes nunca mueren, grita la multitud sin soltar sus celulares. Aquí, al igual que en Videogramas de una revolución, el realizador filma a personas que a su vez están filmando. Pero hay una diferencia obvia: ahí donde Farocki y Ujica nos muestran camarógrafos estatales, Loznitsa personas en una multitud utilizando sus dispositivos de comunicación personal. Al mismo tiempo, mientras Videogramas utiliza un procedimiento arqueológico con toda clase de archivos filmados por ciudadanos, archivos oficiales del Estado, etc. Maidan se mantiene firme con su punto de vista único, el del equipo de filmación de Loznitsa. En esta escena, la película ucraniana se encuentra con los límites de su procedimiento de observación: Internet, cuya utilización por parte de los manifestantes fue central para la organización y posterior desenvolvimiento de las protestas, se mantiene en fuera de campo. La cámara, al igual que nuestros ojos, es impotente para observar esa red compuesta por plataformas y flujos de información que estructura la totalidad de las disputas discursivas de la contemporaneidad. Y, sin embargo, en dicha imposibilidad reside la potencia artística de la escena: humanos y sus procesadores portátiles acumulando y transfiriendo información audiovisual. Un código que, al ser reproducido en la superficie del procesador portátil de otro ser humano en la otra punta del planeta, revelará un grupo de personas cargando un ataúd envuelto en la bandera ucraniana en el que yace un cuerpo en descomposición mutilado por el Estado. El fantasma de las imágenes filmadas el 3 de diciembre de 2013 desde los balcones de Nueva Córdoba en las que se registra a un grupo de vecinos apaleando a un presunto saqueador recorre mi mente al escribir estas líneas ¿por qué?.

A falta de respuestas, sigamos con las preguntas ¿cómo tratar desde el cine hoy un acontecimiento histórico cuando dicho acontecimiento tranquilamente puede no haber ocurrido en el mundo de los fenómenos físicos aparentes, sino como dato, flujo, procedimiento informativo? ¿podemos hablar de filmar históricamente en un mundo en el que dicha historia podría acabarse apenas unos minutos después de que Donald Trump tuitee que va a tirar una bomba nuclear en Moscú? y ¿cómo pensar hoy desde Córdoba una praxis cinematográfica que contemple estos y otros interrogantes? Algunas de las cuestiones que intentaré trabajar en esta columna. He decidido darle el nombre de Memorias del Subdesarrollo, en honor a la película de Gutiérrez Alea. Esta es la primera entrega de la que espero sean muchas.

Mientras tanto, yo diría que miremos un rato más la imagen del Voyager 1.

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