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Melodrama Taurino (5) – El abanico de Saslavsky

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por Iván Morales

Luis Saslavsky, como todos los grandes directores del cine clásico, podía moverse con soltura dentro de cualquier género. Hizo comedias (Cinco besos, La dama duende), policiales (de gangsters como La fuga, o en su vertiente negra como Camino del infierno), y melodramas (Puerta cerrada, La casa del recuerdo). Hasta logró mezclarlos a todos en ese híbrido temprano que es Nace un amor, película en la que incluso se le cuela una trama de científico loco. Sin embargo, su inclinación por el melodrama se impone. Hay en Saslavsky una disposición al exceso de las formas y los sentimientos por voluntad propia, no por tosquedad ni para ocultar una falta de habilidad en el camino hacia la economía narrativa. Quizás, esto encuentre su mejor explicación en dos acontecimientos conectados. Por un lado, las afinidades estéticas. Saslavsky fue un admirador confeso del estilo barroco de Joseph Von Sternberg (y de Marlene Dietrich), de hecho, tuvo la oportunidad de conocerlo cuando viajó como cronista de La Nación a Hollywood a comienzos de los años ’30. Por otro, ahí están las dos críticas que la revista Sur publicó sobre películas de Saslavsky, y ambas vienen a terminar de ilustrar la cuestión. Primero el elogio de Borges a La fuga (1937). Luego la celebración y justa defensa del melodrama que hace María Luisa Bombal a propósito de Puerta cerrada (1938). Borges y Bombal estaban hablando de dos virtudes de Saslavsky. Lo que le atraía de La fuga a Borges era que finalmente el cine argentino había encontrado una película que “fluye límpidamente como los films americanos”. Se sabe que él también admiraba a Sternberg, pero las películas que lo seducían eran las de la primera etapa sternbergiana –como Underworld– y condenaba la saturación visual de las que había hecho en pareja con Marlene Dietrich (Recordemos: Borges luego dirá de Saslavsky lo mismo que la crítica culta del momento decía de Sternberg: “admirable coleccionista de lámparas, estatuas, sombrillas, cortinas festoneadas, biombos, rejas, anécdotas sentimentales”). Narración sobre descripción, entonces. Un año después, Bombal, en la misma revista, escribe sobre Puerta cerrada y festeja el goce de lo cursi: “el perfecto y eterno melodrama con sus tradicionales situaciones y sus tradicionales personajes”. Para Bombal es necesario “entrar en el juego” y en esa apuesta nunca nada está de más, para entrar en el juego hay que saber jugar y aceptar sus reglas.

Puerta cerrada es un melodrama de madre, en este caso, de una madre bien específica porque es una adaptación de Stella Dallas (1937), de King Vidor. Cada una narra el sacrificio de una madre para que su descendencia salte de clase social. Si bien aquí me detendré en otra película de Saslavsky, Historia de una mala mujer (1947), que es también la pérdida y el sacrificio de una madre y, a la vez, otra reescritura: una versión de El abanico de Lady Windermere de Oscar Wilde; hay en ambas, flashback mediante, un desplazamiento respecto de sus fuentes que intensifica la trama melodramática.

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En Puerta cerrada Libertad Lamarque produce un doble giro respecto del personaje de Barbara Stanwyck. La madre de King Vidor abre y cierra la película con un dejo de alegría: al principio porque la historia se inicia en un punto cero del relato y existe la posibilidad de que una chica de familia obrera ascienda socialmente; al final, porque si bien decide declinar la invitación al casamiento de su hija cuando comprende que no pertenece a ese mundo, vive la felicidad a través de ella (el famoso plano de Stanwyck mirándola a través de la ventana) y es capaz de esbozar una sonrisa mientras se aleja caminando por la calle. Saslavsky reproduce en su comienzo el mismo plano que había filmado Vidor para terminar la película. Esta decisión hace que el personaje de Libertad Lamarque vea exacerbado su sufrimiento al enmarcar el relato en un flashback, el final ya está escrito y lo que cuenta la película es la procesión hacia lo inevitable. Se inicia en el momento en que la madre mira a través de las rejas como lo había hecho su doble norteamericana, pero no observa a su hijo sino a una representación de sí misma en una pintura de la cantante de tango que alguna vez fue. (Otra diferencia con Vidor y otra coincidencia con su otro melodrama de madre: si bien cantar tango es una forma de condena, también es cierto que es el medio por el cual Lamarque no se recluye como Stanwyck). La sonrisa también llega para esta protagonista al final de la película, pero la profundización del sufrimiento fue activado desde el inicio del relato, del mismo modo se agudiza el componente trágico cuando Lamarque sonríe en el final por el reencuentro con el hijo y de manera simultánea entrega la vida por él. La madre de Saslavsky, entonces, paga con la vida pero además de regalarnos una lección de amor incondicional tamvbién le entrega a su público otra trama –porque nunca es suficiente–, por excelencia melodramática, aquella vehiculizada por el tango (música y drama) que viene a encimarse sobre el relato cinematográfico.

Una operación similar sucede en Historia de una mala mujer. Casi diez años después de la película que consagra a Saslavsky como director y a Libertad Lamarque como actriz, filma otro melodrama de madre. Algunas cosas habían cambiado. El cine argentino había aburguesado sus tramas y los tangos aparecían con menos frecuencia, Saslavsky podía recargar sus vestidos y decorados con infinitos pliegues visuales sin rendir cuentas a nadie, y Libertad Lamarque (ya exiliada en México) era reemplazada por otra actriz transnacional, antigua diva de Hollywood y repatriada por el cine mexicano: Dolores del Río. Sin embargo, la estructura dramática y emocional permanece. Historia de una mala mujer recupera la historia de Oscar Wilde pero le da un golpecito a la focalización: si en la obra de teatro original el punto de vista principal estaba volcado sobre Lady Windermere, en la adaptación de Saslavsky el foco se dirige hacia Mrs. Erlynne (aquí Rita D’Erline), es decir, hacia la madre, hacia la prostituta. Rita es castigada por su marido, que la separa de su hija de seis meses. La causa consiste en haberse enamorado de otro hombre, y, a pesar de haber renunciado a concretar ese deseo, la pasión la condenaría desde allí y para siempre (“el pecado se paga toda la vida”, dice). Rita escapa de su casa y decide tirarse de unv tren en movimiento cuando una mujer la salva y la transforma en “un mala mujer” o en una mujer que se vale por sí misma.

Todo esto lo conocemos mediante dos flashbacks. El presente desde el cual narra la película es el regreso de Rita muchos años después (el tiempo y el espacio son indefinidos, podría ser Buenos Aires a principios de siglo). Su hija ya está casada y la presencia de esta mujer de mala reputación, deseada por todos los hombres, amenaza la estabilidad de la ignorancia en la que vive: no solo cree que su madre idealizada está muerta, sino también, todavía más grave, desconociese que la historia es cíclica y que está condenada a repetir el episodio de adulterio de su madre. Así como la comedia es puro presente y promesa de futuro, el melodrama está preso del pasado (“el pasado no muere, siempre hay alguien para recordarlo”) aunque ello también sea fuente de seducción (“adoro a las mujeres que tienen un pasado”). De allí que Saslavsky asedie a la narración con los flashbacks, pero solo para nosotros, los espectadores, porque para los personajes el pasado está prohibido. Historia de una mala mujer vuelve sobre el tópico central del melodrama de la mujer desconocida (Cavell): Arturo, el nuevo hombre que la corteja, dispuesto a desoir las acusaciones de las viejas chismosas que pesan sobre Rita, tiene la fantasía de compartir sus secretos (“correr la máscara con que disimula sus heridas”) y casarse con ella. Sin embargo, un nuevo desplazamiento melodramático operado por Saslavsky se lo niega. Mrs. Erlynne, en El abanico de Lady Windermere, y Rita, en Historia de una mala mujer, salvan a sus hijas evitando que engañen a sus maridos. Inculpándose por segunda vez, se condenan otra vez al aislamiento, a la expulsión de la sociedad. La diferencia es que el enamorado de Mrs. Erlynne, en la obra de Wilde, es manipulado y sostiene su propuesta de casamiento. En cambio, Arturo, el enamorado de Rita en la obra de Saslavsky, la golpea con una cachetada. En el melodrama, la reunión de una pareja es un horizonte imposible, no hay conciliación porque la mujer es, al menos en el mundo de su hija, enteramente madre antes que cualquier otra cosa. El plano final con Rita atravesando la puerta de la mansión es la salida de ese mundo, y si existe la posibilidad de vivir una nueva existencia es “donde haya vlugar para una mala mujer”.

Decíamos que en Puerta cerrada el tango duplicaba el melodrama, ahora es el turno de la ópera aunque con una leve diferencia. Historia de una mala mujer empieza con un plano y un movimiento de cámara decisivos: vemos y escuchamos un escenario y una orquesta que representan Il trovatore de Verdi (la misma con la que luego se iniciaría Senso de Visconti, que no es taurino aunque sí lleva impreso el melodrama), pero la cámara se desplaza hacia los palcos. Si la ópera tuvo un origen popular no es ni por asomo su función en esta película donde la clase alta local participa del teatro como un juego social, un teatro para el chisme entre butacas (uno de los espectadores adora a Wagner porque es ruidoso y se puede hablar tranquilo).

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La ópera, entonces, no está integrada al relato como lo había hecho el tango, más bien se desplaza de un soporte al otro. Saslavsky, con ese movimiento de cámara, va a llevar la acumulación pasional y escenográfica a su propia puesta en escena cinematográfica. Para empezar, Dolores del Río no es la india de trencitas en la que la había convertido el Indio Fernández cuando relanzó su carvrera en México con películas como Flor silvestre (1943) o María Candelaria (1944), sino que está construída a imagen de sus años hollywoodenses, mucho más cercana al glamour con el que vistió en Madame Du Barry (1934). Su entrada al teatro vestida de negro es amenazante, peligrosa, y las miradas del público en y fuera de la pantalla no pueden más que dirigirse hacia ella. Rita va impregnar de decoración frondosa todo lo que la rodea: sus vestidos, sus collares, las paredes, los muebles, las flores. En definitva, un cúmulo de artificiosidades que obstaculizan el camino hacia el secreto que guarda esta mujer. Aunque la identidad de la madre permanece como una incógnita para la hija, ambas comparten las siglas de sus nombres como comparten ese abanico de brillo sternbergiano que, en cuyos pliegues, guarda el misterio. Saslavsky pudo haber llenado la imagen de objetos y brillos, sin embargo tiene la maestría para, dentro de la imagen barroca, otorgarle al abanico la importancia narrativa que requeiere. Sigue al objeto con un interés que recuerda a Ophüls (otro taurino): es suficiente ver cómo abre y cierra la escena donde su hija adquiere el abanico, como si este dictara y mirara la vida de los personajes.

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Los amigos de Las Pistas propusieron un texto de Luc Moullet como disparador para pensar el melodrama taurino, dudo que alguien se atreva a contrastar su teoría astral-cinematográfica con Historia de una mujer y negar su pertinencia. Moullet decía que entre los taurinos sve encuentran “muy grandes cineastas, frecuentemente centrados en el tema del espejo (Ophuls, Sirk), el barroco y los travellings gigantes (Ophuls, Welles), el melodrama y el retrato femenino (Ophuls y Sirk, Borzage, Vecchiali,Mizoguchi), una mujer martirizada por los sufrimientos, a menudo una prostituta”. Nunca fui muy de guiarme por los astros pero aquí me rindo y le sumo un nombre a la lista de Moullet: Saslavsky nació un 21 de abril.

 

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