Por Ramiro Sonzini
Ya han pasado tres días de festival, tres grandes días, en donde pude ver algunas cosas maravillosas, como Grandeur et décadence d’un petit commerce de cinema del eterno Godard, que volvería a ver todos los días durante un mes o, como bien advirtió el amigo Miccio, los discretos milagros en fílmico de Maurice Pialat (daría diez años de mi vida por tener una hora de la grácil ligereza del joven Gérard Depardieu en Loulou), o las películas de Zelimir Zilnik, que son el verdadero evento imperdible del festival (no sólo por el conjunto de películas sino por las presentaciones y los debates con el director y con Boris Nelepo). Pero ahora, como bien dijo Candela en la entrega anterior, es la hora del cine argentino: vi La nostalgia del centauro de Nicolás Torchinsky, y éstas son algunas cosas que pensé.
La película arranca con un prólogo en el que muestra, primero, una oruga flotando en el aire; luego un primer plano de un caballo mirando algo hacia abajo, quizá la oruga que cuelga cerca suyo; luego unos asombrosos y crepusculares planos generales de la sierra de noche: una bóveda cubierta de estrellas que se mueven en conjunto, como un gran organismo vivo en donde, con un poco de suerte, veremos alguna estrella fugaz. Luego aparece una fogata, luego el reflejo de ésta en la tierra y finalmente el gaucho. La película se traslada de la naturaleza a la humanidad tan lento como puede, en un movimiento que integra y a la vez distingue al ser humano y su entorno. La lentitud, que está en la duración de los planos y en la quietud de los elementos, junto con la tenue luz que apenas ilumina a los animales y al humano, constituyen el clima misterioso y opaco de esta presentación que se mantendrá como un colchón sobre el cual el espectador podrá recostarse y experimentar los misterios de la vida rural sumido en un sutil estado de vigilia.
El gaucho comienza a recitar coplas, situación recurrente a lo largo de toda la película (casi que no dice nada sin recitar). Hay algo muy magnético en los cantos de este hombre, más allá de la descripción metafórica de la vida rural, que tiene que ver con la forma en que pronuncia, con el tipo de rima medio estirada que suele utilizar, y con una extraña musicalidad con muchos cambios de velocidad e intensidad.
Luego aparece la mujer del gaucho, que recoge leña y prende el fuego en su casa, mientras la película se encarga de describir los elementos característicos de una casa rural precaria, ubicada alrededor de altas montañas y acompañada de corrales de cabras. Hay algo medio tipificante en la forma de describir estos universos ajenos. Como si la prudencia del saberse otro impidiera trabajar las descripciones a partir de la curiosidad. Nada se puede decir de la dignidad y el respeto por los personajes, de la altura de cámara, pero hay una especie de “inercia de la corrección y la distancia” en esas micro secuencias de montaje que separan una escena de otra, o cuando completan una acción con detalles de objetos que están en un espacio, o cabras en el corral, o leños quemándose en la hoguera. Como si cuando la película se pone a describir el mundo que la convocó, de repente no encontrara nada atractivo para filmar y recurriera al viejo manual de cómo hacer una justa y eficaz descripción de la otredad supuestamente más primitiva (me pregunto cómo serían estas micro secuencias descriptivas si las relaciones de poder entre el frente de cámara y el detrás fueran a la inversa, cómo filmaría un gaucho tucumano la cocina de un cineasta de Buenos Aires).
Un momento que quiebra dicha inercia es cuando el gaucho está tomando mate (típico gaucho tomando mate) y la cámara pone especial atención en la forma de cebarlo (plano detalle del mate), que inmediatamente resulta extraña porque el gaucho hecha agua hasta rebalsarlo, cosa que para cualquiera que tome mate resulta un error de principiante, y ese gesto absurdo, ejecutado con total seguridad, instala una duda sobre el personaje, o por lo menos sobre una característica de este: ¿es una forma secreta de cebar mate? ¿O está tan viejo que se distrae fácilmente y ceba mal? ¿O es toda una puesta en escena para demoler el arquetipo del gaucho cebador de mates perfectos y de paso quebrar el pacto de verdad que supuestamente tiene que entablar el documental con la realidad? o quizá simplemente es un gaucho que no sabe cebar mate.
A partir de la escena en que la mujer va a rezar a la cruz en el monte, la cosa cambia un poco, la película empieza aumentar su deseo de ficción, fundamentalmente a través del fuera de campo, que empieza a traer del más allá (temporal y espacial) sonidos que inyectan reminiscencias de relatos míticos a los planos observacionales y distanciados: se escucha en primer plano y con mucho eco la voz de la mujer rezando y pidiendo por sus cosas perdidas, ingresa la música, el sonido de un tambor, y el relinchar de caballos, que van añadiendo capas de sentido al registro visual del mundo material de la pareja. Empieza a aparecer fuertemente, el pasado, la fe, el aliento mítico de la gauchesca y el western como género.
Hay una escena en la que vemos a la mujer barriendo dentro de la casa, en penumbras, en un plano general; ella se va a acercando de a poco a cámara hasta que queda en un primer plano y prende una luz que la ilumina tenuemente y empieza a mirar de izquierda a derecha hacia algo que esta fuera de cuadro, detrás de cámara. El plano corta a la subjetiva de ella y vemos lo que está mirando: unos lazos y unas lanzas colgadas de la pared del cuarto al que se acercó. La subjetiva sigue paneando hasta que la mujer aparece en plano. Esta idea de falsa subjetiva ilustra muy bien una tensión constitutiva del punto de vista de la película: por un lado intenta ser respetuosa con los personajes y su forma de vida, mantiene una distancia prudente en lo que registra y en la forma en que lo registra (su dimensión ética/antropológica); por otro, pareciera que las posibilidades de jugar con las herramientas del cine que le ofrece esta modalidad observacional resultaran insuficientes, por lo que necesita romper la distancia que se auto-impone, tomar prestados los ojos de sus personajes, para producir micro suspenso en las escenas o habitar los espacios bajo el efecto de un clima determinado y hacer más elaborado el relato de esa descripción de un mundo ajeno. Como si lo ajeno del mundo le permitiera utilizar el cine hasta cierto límite que es demasiado limitado para el deseo de ficción del director.
Es muy valioso que esa tensión en el punto de vista esté presente en la película, ya que es una forma de movilidad. El problema es la manera en que se expresa: ese deseo de romper la distancia y darle rienda suelta a la imaginación y al uso del cine para crear ficción con materiales de la realidad es algo que la película pone en marcha sólo a través del montaje y de la mezcla sonora. Esa energía creativa no se conjuga nunca en escena, no se percibe en el registro. La mayoría de los planos utilizados, con excepción de los registros de una labor o un diálogo, son imágenes que tienden a la abstracción, cuyo potencial de producir sentido a través del montaje por asociación es mucho más fuerte que su capacidad de mostrar algo concreto o decir algo concreto o producir una emoción autónomamente; el ejemplo más acabado es el pequeño separador en mitad de la película donde se ve una ceremonia gauchesca donde participan hombres más jóvenes y niños, el único momento donde aparece una idea de comunidad, y la película reemplaza el sonido ambiente y la voz de dichos personajes por una composición musical pesada y grave, que al enlazarse con las imágenes de unas cabezas guateadas, le imprimen al segmento un tono ominoso que resulta muy intrigante. Más que una falsa subjetiva, sería una falsa objetiva.