Por Lucas Granero
Dos son las veces que la canción suena y en cada una de ellas algo sucede. Como la serpiente encantada que baila en trance por la música de su hipnotizador, el mantra en el que se transforma el Lust for life de Iggy Pop actúa como un catalizador para que todos los que la escuchen entren, simultáneamente, en ese estado mental que Michèle, su permanente dominatrix, maneja a la perfección. Se trata del arte de andar sin disfraz, con la careta caída o directamente destrozada, una conducta un tanto peligrosa de llevar entre personas demasiado habituadas a la cautela, a mostrar solo lo mínimo indispensable y a esconder bien los secretos bajo la alfombra.
La primera vez en la que tal canción hace su aparición es en el contexto de una cena navideña que Michèle organiza en su casa, a la que todos los personajes de la película acuden. Bien vale la pena tomar asistencia a los invitados de la fiesta, simplemente para entender el grado de delirio de todo el asunto. Están su madre y su amante vividor por lo menos cuarenta años más jóven; su ex marido y su nueva novia, una joven profesora de yoga; su hijo y la novia de éste, recién convertidos en padres, por lo que también se suma a la cena su pequeño nieto, del cual Michèle sospecha que nada tiene que ver con su sangre. También asisten su mejor amiga y socia en la empresa de videojuegos que manejan y su marido, con quien Michele lleva años teniendo relaciones. Al círculo lo cierran los vecinos de Michèle, que viven justo enfrente de su casa, y por cuyo componente masculino ella ha desarrollado una pulsión voyeurista que dejará de ser puro deseo para transformarse en realidad (aunque sea una realidad buñueliana, siempre) cuando su pierna le toque el bulto por debajo de la mesa. Estos traerán a un integrante omnipresente a la reunión, la figura del Papa, cuyo discurso navideño se verá desde el televisor y oficiará de particular fondo para que la reunión, tensada ya hasta su límite, estalle en un costado cómico que se hará presente en varios momentos de la película.
La segunda vez que la oímos es hacia el final del relato. Se trata de otro festejo: la celebración por la salida al mercado del nuevo videojuego en el que Michele y su equipo estuvieron trabajando. Cuando suena, Michèle baila. Verla bailar también es peligroso porque su seducción aquí es plena. Ya sabemos, porque fuimos testigos y casi cómplices de sus acciones, que no hay nada que pueda detenerla. Ella misma lo dirá en un momento de la película: “la vergüenza no es un sentimiento lo suficientemente poderoso como para detenerme”. Y si cuando minutos después de haber sido violada se pide sushi, no es para sorprenderse que después de confesarle a su amiga que se acuesta con su esposo se entregue enloquecidamente al baile. Para Michèle, la vida es una comedia de malentendidos en la que cada obstáculo que se le presenta le sirve como motor para alcanzar un grado más en su liberación total, tan solo meras excusas para lograr una catarsis que salpica a todos los que la rodean.
Dos son también las veces en las que ese intruso entra en su casa y si en la primera puede realizar su cometido, en la segunda Michele le presentará batalla, volviendo difusos los límites entre la víctima y el victimario. Porque pronto sabremos que ella espera, ansiosa, el retorno de su violador, fantaseando incluso con el hecho repetidas veces. Armando así un perverso juego del gato y el ratón, Michele y su atacante entrarán en una relación que rápidamente establece sus propias reglas implícitas, siendo la más importante, acaso, la de nunca dejar en claro nada, sino más bien permitir y extender hasta lo impensado los márgenes en los que el placer se confunde con la violencia, el amor con el castigo y en el que nunca se sabe quién ataca a quien.
Michèle es tan experta en el arte de jugar con el peligro que uno termina comprendiendo, a pesar de ese empleado ofuscado que todo el tiempo la enfrenta, por qué se dedica a la creación de videojuegos ultraviolentos. Quizás no le interese jugarlos en el plano de virtualidad porque prefiere el cuerpo a cuerpo real, donde las cosas de verdad duelen y sangran, sudan y escupen, donde la contienda tiene un peso específico que se siente a cada arrebato de violencia. Como la heroína de su juego, ella misma se declarará victoriosa en la batalla, de la que es capaz de tensar todo límite posible sabiendo que nunca debe caer en el error de considerarse víctima. Tal vez eso sea lo que más sorprenda a sus amigos cuando les confiesa que ha sido violada: que no llore, que no esté traumada, que no haga la denuncia. “Estoy bien”, les dice. Con eso les debería alcanzar para tranquilizarlos y seguir bebiendo mientras ella silenciosamente va armando la trama secreta del próximo nível que le tocará jugar.
Oh… es el nombre original del libro en el que se basa la película de Verhoeven. A través de esa onomatopeya algo incierta, que no permite saber bien si se trata de una expresión de dolor o de placer, de incertidumbre o seguridad, o tal vez todo eso al mismo tiempo, queda bien marcado lo que será una de las claves del peculiar encanto que practica Verhoeven en Elle: la ambigüedad de su tono, que no pasa de la demencia a la cordura en cuestión de segundos porque ni siquiera se pregunta por un estado o el otro, ya que le queda mejor contenerlos a todos, hacer de los cuerpos el recipiente perfecto para unas mentes que buscan siempre la vía ideal hacia el camino de los placeres desconocidos. Casi como una respuesta a su última película del período norteamericano, Hollow Man (2000), donde los cuerpos se vacíaban de su materialidad y descubrían los placeres provenientes de la invisibilidad, en Elle los personajes solo accionan persiguiendo las pulsiones que la carne, explícita hasta lo visceral, les reclama y que explotan en simultáneas expresiones de violencia y deleite. No hay un solo plano en toda la película en el que Isabelle Huppert no logre expresar en sus gestos, en un trabajo tan sutil como abrumador, la gran cantidad de pensamientos que le recorren por la mente cada vez que se encuentra con aquellas personas que forman su pequeño mundo de atrocidades diarias, ya sea al lidiar con los empleados de su empresa, al visitar a su madre o encontrarse con los anónimos transeúntes que le arrojan basura castigandola por los traumas del pasado con los que ella ya bien supo lidiar y que no termina de comprender por qué el resto del mundo no se hace lo mismo. Hasta su gato, único testigo de la violación con la que irrumpe el relato, exhibe en su condición de felino un gesto de particular hastío por lo que ve, desinteresado acaso por las aventuras de su dueña, pero bien dispuesto a cazar a un despistado pájaro que choca contra la ventana, lo que demuestra que ese mito de que toda mascota se parece a su dueño bien se aplica en esta fantasía que Verhoeven filma con una curiosidad tan grande por sus personajes que jamás se vuelve recriminadora, sino que siempre buscar explorar, acompañándolos, todas las aristas de sus libertades.
Aún revelando las miserias de todos aquellos que la rodean con una naturalidad que espanta, resulta claro que la búsqueda final de Michele y el resto de su círculo familiar responde únicamente a un claro imperativo: el amor ante cualquier cosa. Extraño parece llegar a esa conclusión luego de ver el camino que todos ellos realizan pero para Verhoeven este es el final que todos ellos se merecen, sin concesiones. Lo merece la vecina de Michele, quien al enterarse de las obsesiones de su esposo le agradece a Michele por “haberlo liberado”. Lo merece su mejor amiga, quien la perdona por destruir su matrimonio y termina más cerca a ella que nunca. Y por supuesto lo merece la propia Michele, quien termina, una vez más, venciendo a cualquier trauma y saliendo con extraña cordura y dignidad de entre los muertos.