Kino Palais se complace en recibir el nuevo año con una selección de películas francesas, cuyos realizadores han sido esos inspiradores de los por entonces jóvenes Godard, Truffaut, Rohmer, Chabrol o Rivette, por citar a algunos. Algunos de estos films han sido alabados, otros despreciados completamente. Lo que es innegable es que su influencia calaría muy hondo en la generación de los “Cahiers”. Acompañamos este ciclo con textos sobre algunas de las película que lo integran. Agradecemos a Tomás Dotta la gentil invitación.
Por Santiago González Cragnolino
El comienzo es inequívocamente francés: dos amantes (Jeanne Moreau y Maurice Ronet) con ojos llorosos que susurran y la vida parece que se les va en ese hilo de voz, una forma exclusivamente francesa de hablar. Se declaran su amor eterno y está decidido: van a llevar a cabo el plan. Tavernier (sin relación conocida con Bertrand) será el responsable del homicidio super elaborado del marido de su amada Florence, uno de esos asesinatos que solo pueden ser reales en el cine, una coartada infalible, un crimen perfecto. Por supuesto, sabremos inmediatamente que Tavernier está condenado al fracaso cuando el contraplano del asesino es un gato negro. En realidad lo sabemos de antes, desde el título, uno de los más derrotistas y ominosos de la historia (incluso si debemos buscar en Wikipedia que diantres es un cadalso). Luego del asesinato y su refinada elipsis, Tavernier emprende la retirada, sólo para darse cuenta que dejó atrás groseramente una pieza de evidencia incriminatoria, por lo que deja en marcha el auto, entra corriendo de vuelta en el edificio y se sube al famoso ascensor, que queda varado entre pisos cuando el guardia corta la luz. Así comienza el día terrible, horrible, malo, muy malo de Tavernier y así se disparan dos líneas argumentales más.
Por un lado tenemos al personaje de Jeanne Moreau, que cree que su amante la abandonó. Despechada, la Moreau camina desencajada por las calles de París y esa caminata nocturna se convierte prácticamente en una película en sí misma. Los planos de la mujer absorta en sus pensamientos, ignorando la lluvia y el violento tráfico parisino mientras cruza la calle, tienen ese gusto documental y callejero, al mismo tiempo estilizado por el blanco y negro, que podemos apreciar en algunas de las primeras películas de la nouvelle vague. Por otro lado tenemos a una parejita de jóvenes que roban el auto (y la identidad) de Tavernier y se dan a la fuga, sin destino fijo, perdidos sin saberlo, un poco a la manera del Michel de Sin Aliento que Godard filmará un par de años después. Louis y Veronique son otra pareja trágica, candidatos al cadalso y responsables del costado más verborrágico, urbano y violento de la película. Y a todo esto, Tavernier sigue varado en el ascensor, buscando la forma de salir, protagonizando pequeñas escenas de suspenso (la más notable de ellas involucra al protagonista colgado de un cable, envuelto por un silencio total, tal vez la inspiración una gloriosa escena de la Misión Imposible de De Palma). Finalmente las tres líneas argumentales vuelven a confluir en un final de tono oscuro poético.
Si bien la película es más bien pudorosa respecto a la representación de la violencia, es impresionante la facilidad con la que los personajes quitan vidas (propias y ajenas) en esta fantasía parisina. La Francia de Louis Malle (como lo hace saber por boca de sus protagonistas) es aquella que viene tras la Ocupación, la guerra de Indochina y la de Argelia. Se puede ensayar entonces la explicación clásica del film noir y deducir de estos hechos traumáticos el clima de pesimismo y violencia fatalista, pero resulta un poco antojadiza. La frase más contundente y esclarecedora la dice con desprecio por sus mayores el joven Louis (homónimo del director): “Mi generación tiene otras prioridades” y ahí parece estar hablando el grupo que va a partir al medio la historia del cine de su país y del mundo. Con todas sus diferencias, estéticas y políticas, los autores de la Nueva Ola estaban hermanados por una prioridad innegociable: hacer prevalecer la puesta en escena cinematográfica por sobre el realismo psicológico y la diatriba literaria. No quedan dudas que en Ascensor para el cadalso reina la puesta en escena. Solo hay que ver el interrogatorio policial, que gracias a la iluminación y el montaje parece estar teniendo lugar en el purgatorio; o la fantástica escena final que estipula que el amor de Tavernier y Florence va a quedar congelado para siempre en imágenes, lo que a su vez es una sutil auto celebración y una moderna declaración de amor al medio cinematográfico.