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Los inspiradores de la Nouvelle Vague (05) – Casque D’Or y French Cancan

Kino Palais se complace en recibir el nuevo año con una selección de películas francesas, cuyos realizadores han sido esos inspiradores de los por entonces jóvenes Godard, Truffaut, Rohmer, Chabrol o Rivette, por citar a algunos. Algunos de estos films han sido alabados, otros despreciados completamente. Lo que es innegable es que su influencia calaría muy hondo en la generación de los “Cahiers”. Acompañamos este ciclo con textos sobre algunas de las película que lo integran. Agradecemos a Tomás Dotta la gentil invitación.

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Por Azul Aizenberg

Mi hipótesis sea acaso muy sencilla y tal vez obvia, acerca de lo que nos conecta con aquellos jóvenes críticos: escribir crítica hoy es preguntarse por lo que nos/se mueve, mirar a las generaciones pasadas -y contemporáneas- para entender cómo se enfrentan a su presente, estudiar sus tácticas de combate, poder robarlas con total impunidad para traducirlas mediante un deseo propio que se arremete contra un mundo que vomita imágenes de manera desproporcionada.

Pedro Costa dice en una entrevista que no puede filmar paisajes porque el mundo cambió: las montañas de hoy no son las montañas de Ford, filmar un plano en donde no haya ningún ser humano le hace sentir paranóico. Renoir y los suyos, hijos prematuros del siglo XX, observaron el advenimiento de los régimenes fascistas viviendo muchos de ellos la primera guerra –La Gran Ilusión nace a partir de su experiencia como piloto- entendieron que ante la serialización de las personas había que pronunciar un grito de vida, que entre tanta muerte a la vida había que buscarla, y que esa era de alguna manera, la tarea del cine.

El sufrimiento, la injusticia, se pueden encontrar en actos cotidianos, en gestos microscópicos, en lo que nos rodea, que es lo que tenemos a la mano para reflejar el dolor que podemos palpar en los otros. El cine es capaz de expresar todo eso. Y el amor está ahí, no como un opuesto complementario sino dentro de todos esos gestos. Abrir la posibilidad de que esos gestos existan bajo otras lógicas, distintas a las de la vida diaria acostumbrada a la censura, es también la tarea de un director y un acto de resistencia a los estándares de trabajo y representación, es un acto de amor.

Películas como La Noche, Las Lindas, Juana a los 12, Cuerpo de Letra, por mencionar algunas, son películas que importan. No únicamente por la lógica económica de su producción sino también, y creo que estas dos cosas son directamente proporcionales, por su idea -o falta de idea- de lo que una película debería ser. Ninguno de estos directores define las relaciones a priori, sino que el guión funciona como una hoja llena de preguntas e inquietudes que no nos corresponde mirar pero que ellos nos dejan ver a través de sus películas deformes, que son su respuesta a esas preguntas que no los dejan dormir; es en el rodaje -y por qué no en el montaje- en donde se producen los milagros, porque acaso la estructura endeble en la que se producen lo permite. Escribir sobre estas películas es como pensar en voz alta qué nos importa del cine, o por qué nos importa.

El año pasado vi toda la filmografía de Jean Renoir. Sus películas estuvieron siempre adelantadas a su tiempo y las veo ahora con mucho más vuelo y riesgo formal que buena parte del cine contemporáneo. Ahora que muchas películas continúan esforzándose por representar la realidad como si fuera aprehensible, y que muchas otras se regodean en la belleza de los espacios vacíos, encontrarme con el cine de Renoir fue descubrir la fe en la capacidad humana de motorizar la vida de un modo propio mediante el trabajo colectivo. La figura humana es el centro de sus películas. Ni costumbrismo, ni abstracción: realismo poético.

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Becker asiste a Renoir en el período más álgido de la entreguerra. Se hace cargo de la dirección de Une partie de Campagne en los últimos días de su rodaje. Ambos militan en el Frente Popular y filman en conjunto la La vie est a nous para la campaña electoral bajo la iniciativa del partido comunista. Estos datos pueden evidenciar cierta continuidad estética del legado renoireano, o develar que el legado autoral que se le adjudica en realidad es compartido con muchos otros. Intuyo que él mismo estaría de acuerdo.

La obsesión por la profundidad de campo como enlazadora de mundos, lugar de comunión entre personajes, el gusto por los decorados naturales y los actores como centro del relato, fundan las bases del realismo poético, adjudicado históricamente a Renoir pero trabajado de otros modos por otros grandes franceses. Cada personaje -protagonista o secundario- tiene una posición corporal, un gesto, una manía, unas líneas que importan. La cámara los reúne en sus coreografías que hacen al montaje interno del plano. Sus películas están tan preocupadas por el retrato social como por la plasticidad de la imagen; el resultado son grandes frescos en movimiento, vitales retratos de clase. Su astucia es el equilibrio entre la artificialidad y el realismo: en algunos casos, el espacio pide diálogos presuntuosamente poéticos, modos de habla alejados del cotidiano; en otros, es el tema a tratar el que pide una mayor abstracción plástica en la imagen, equilibrada con diálogos prosaicos. En ambos, los cuerpos operan como lienzos a los que los actores cargan de gestos permitidos por la cercanía de la cámara y la longitud de la toma, son los cuerpos en relación con otros cuerpos los que nos dan en la cara un soplo de aire fresco. De nuevo, en clave formal, lo que importa en tiempos de decadencia es la unión.

Tanto para Becker como para Renoir el argumento era un peligroso tirano al que no debían darle mayor entidad que la que ya tenía para la industria, los productores y por ende el público. Para filmar debían encontrar argumentos convincentes para seducir a quienes pondrían el vil metal, volverse algo lobbistas o en otras palabras, prostituirse. En un mundo regido por la economía de los fines, encontrar las vías para revertirla con sus propios medios parece ser el único acto de resistencia posible.

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En 1952, un hombre pone en escena la vida de una prostituta de la belle époque en su forma pública: rodeada de otras prostitutas y de hombres-patrones-novios. Desde la primer escena, Marie tiene un brillo en los ojos y sobre su cabeza destaca una rubia cabellera: casque d’or, porque no parece haber traducción posible. Un hombre la invita a bailar, Marie contesta: no quiere. Llega al baile otro hombre, al que Marie le pone el ojo. Se destaca por sus bigotes y porque va vestido más humildemente que el resto de los caballeros. Al entrar, él no la registra, se presenta a la mesa con su oficio: carpintero. No falta oportunidad para que los demás hagan un chiste, enseguida lo marginan. Marie pregunta si el carpintero sabe bailar. Bajo la mirada de todos, bailan al son de una opereta, giran en círculos, los cuerpos pegados.

Renoir también filmó a una prostituta, nada más y nada menos que en su primera película: La chienne nos muestra una vida puteril sumisa y trágica, mientras que la película de Becker presenta una contracara de la prostitución -nunca antes vista, al menos por quien escribe- de la mano de la despampanante Simone Signoret, que se empodera a cada gesto dirigiendo a los hombres a piaccere. Sería un buen ejercicio ver la filmografía de Renoir a través de las mujeres de sus películas y descubrir así que a lo largo de estas ficciones su figura pasa de la sumisión naturalista a la plena dirección del relato. Hablan, ordenan, matan; más no dejan de estar atadas a un destino trágico.

Casque D’or es como el reflejo invertido de French Cancan: en la primera, dos amantes de los bajos fondos se embarcan en una aventura que les costará la vida para poder estar juntos en tanto y en cuanto Marie es considerada trofeo de honor entre los mafiosos que le prometen un futuro lleno de lujos, mientras que en la comedia musical de Renoir, Nini, la pequeña lavandera, ve en el cancan la posibilidad de la fama y el ascenso social aún constándole eso su compromiso con el panadero, a quien además de romperle el corazón manda en cana.

French Cancan está basada en los hechos de la vida de Danglar, el fundador del Moulin Rouge. Los planos, inspirados en las pinturas impresionistas de don Renoir y compañía, cobran vida y se particularizan al estar imantados al tiempo del relato. En esta conjunción aparece la posibilidad de detenerse en cada personaje, eso que a Renoir tanto le gusta. A través de esos personajes secundarios nos salimos del drama para adentrarnos en la vida: un sacudón de polvo, el comentario de una vagabunda, Gabin poniendole el corset a María Félix. Pese a estos breves momentos, éste es uno de los films que más traicionan el espíritu renoireano; pegándose más a los planos generales y con diálogos más en función del argumento. Es entendible, l’argent.

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Esta película fue rodada bajo el ala de los estudios Gaumont, el grueso presupuesto le permitió jugar las reglas de su propio juego en tanto y en cuanto goza de la profundidad de campo, la coreografía interna de los planos siempre llenos de personajes, y la recreación espectacular de la atmósfera parisina del siglo 19, con colores que realzan el sentido plástico del impresionismo. Estudiando las intrigas románticas de la burguesía, Renoir releva varios aspectos que hacen a la sociedad parisina. Dice Bazin a propósito, que la ética de los impresionistas se traslada al cine de Renoir a través de la reunión de los extremos y que la vulgaridad no existe sólo en el contenido sino que es una cuestión de forma. Los trazos gruesos del siglo XIX y los planos secuencia del siglo XX se fusionan a través de la duración bajo su lógica: dándole el espacio y el tiempo a los actores para desarrollar sus gracias; es en esos momentos en donde está puesto el espíritu que dirige todos y cada uno de sus films. Un encuentro, un beso, un baile, son momentos que no deberían fragmentarse en planos, sino estar reunidos en él, unidos por la cámara

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