Por Ezequiel Salinas
Desde hace tiempo se supone, no sin rigor de verdad, que los festivales de cine son el último bastión donde una cultura cinematográfica resistente da pelea al avance de un totalizador mainstream industrial que maquiavélicamente se apodera del orden de percepción cinematográfico. Entonces los festivales, devenidos estado, tribunal e iglesia de la cinefilia transnacional, establecen la doxa a la que las películas deben responder para acceder a la esquiva categoría de cine contemporáneo. A veces porque el fixture diario de un festival implica varios encuentros con las magnánimas obras de los grandes autores del cine contemporáneo que exquisitos seleccionadores escogen, o por las numerosas presentaciones de incunables volúmenes de la literatura cinematográfica mundial y vernácula, o por las encendidas discusiones con todos los ilustres colegas y correligionarios con los que uno suele unirse en plan de satisfacer las necesidades básicas de alimentación y recreación, acaban sedimentando en la apreciación de la películas horas de sueño, juicios apresurados, adjetivos y adverbios desbocados que van cultivando paso a paso y proyección a proyección la muy artera y venal intolerancia a la cual algunos somos tan afines.
Es verdad, no somos más que timoratos cruzados; hoy en día ni los caminantes acometemos empresas tenaces e interminables. Nuestras expediciones son sólo vueltas, y regresamos al anochecer al viejo calor de la lumbre del que hemos partido. La mitad de la caminata consiste en volver sobre nuestros pasos.
Henry David Thoreau, Pasear
A través de diversos mecanismos, las películas pueden cultivar en su espectador la feroz semilla de la impaciencia. Además de las provocaciones morales pueriles y sádicas —digamos por ejemplo las que han servido de base para la fama de Lars Von Trier— hay otros mecanismos de comprobada eficacia como dar rienda suelta a la duración prolongada de un mismo plano fijo. Ni qué hablar si esa maniobra audaz se acompaña de reducir a casi nada el principio narrativo y el principio dramático al que estamos tan acostumbrados. La ola de intolerancia que tales obras provocan despierta en sus detractores un largo arco de reacción que va del ronquido al sonoro y violento estrellar de las butacas. En mi caso soy más adepto a la primera reacción, sobre todo porque de los muchos retrocesos que la modernidad ha impuesto a la proyección, la comodidad de las butacas no es uno de ellos.
A pesar de la simpleza de sus medios, Walker y Journey to the West demandan una cuidadosa atención a sus presupuestos, a riesgo de ser objetos de la intolerancia que comentaba antes. Quizás son un buen ejemplo de un paradójico cuerpo de películas que no encuentra su sitio ni en los festivales ni fuera de ellos. Puede que por ello a veces se confundan con la instalación, la performance o alguna rama de las artes visuales.
Ambas películas pertenecen a una serie de obras del taiwanés Tsai Ming Liang donde su actor fetiche Lee Kang Sheng vestido con atuendo de monje recorre a una velocidad híper lenta las calles de distintas ciudades, en este caso Hong Kong y Marsella. El origen de esta serie de caminatas parecen ser una obra de teatro que Tsai dirigió en Taipei. En ambas películas, Lee Kang Sheng ralentiza sus pasos y movimientos por la ciudad, alpunto de que es realmente difícil determinar si se mueve o no, frente a la reacción atónita o elusiva de una platea de paseantes. Toma unos minutos percibir que de hecho sí se mueve, avanza, hacia un fuera de campo sugerido por el rugiente sonido de la ciudad en cuestión.
Además del desarrollo cadencioso de su paso, el personaje del monje se mantiene absolutamente concentrado en su marcha sin sacar los ojos de su camino, incluso cuando en Journey to the West, tras él, se suma a la lenta marcha Denis Lavant imitando su cadencia, en una especie de puente Oriente – Occidente que circula por las calles de Marsella.
Al final de Journey to the West puede leerse un fragmento de la Sutra del Diamante, que funciona como uno de los principios poéticos que organiza, al parecer, la serie completa que incluye varias otras películas:
“Como una estrella, un espejismo, una lámpara, una ilusión mágica, una gota de rocío, como burbujas en el agua, como un sueño, una iluminación o una nube, así debes ver todo lo que está condicionado¨.
Es posible reconocer cierto tono o alusión a la práctica budista en la cita, sobre todo si se está familiarizado con la manera en que están escritas las sutras, documentos que para el budismo recogen las enseñanzas de Buda a sus discípulos.
¿Cómo ver y qué ver en cada plano? La descomposición del movimiento, a través de su ralentización, provoca un extrañamiento de tal calibre que es bastante difícil concentrarse en el andar durante los hasta casi 15 minutos que Tsai puede sostener un plano formalmente impecable. El contraste entre el individuo lento y el colectivo masificado por la velocidad a la que se desplazan los transeúntes es ciertamente un retrato del auto aislamiento de un individuo frente a la sociedad, tema recurrente en la obra del taiwanés. Desde la reacción de los transeúntes hasta el movimiento de las sombras y la luz que va cambiando lentamente la naturaleza del espacio a cada plano, siempre hay un elemento que agrega o modula el tono del plano. No todos iguales, salvo que la abstracción nos lleve a pensar que lo son porque en todos existe el mismo contenido: se trata de un hombre que camina lentamente. En la estructura del montaje no hay una intención de circularidad. Cada plano tiene una duración diferenciada y señala, con mayor o menor evidencia, ciertos aspectos de lo que vemos, sea la luz, el partenaire del caminante, la ausencia del caminante, o el sonido del movimiento de una ciudad. Hay algo difícil de identificar que sigilosamente atraviesa los planos, y si me permiten pasaré a llamarlo sensibilidad espiritual. Hay en el contenido del plano una tensión inherente a no saber qué y cómo mirar el contenido que de alguna manera es observable a través de esa sensibilidad espiritual y no quizás de una criba material histórica o social. Tsai no es el primero ni el más agudo exponente del uso de esta tensión, en esto claramente James Benning tiene un trabajo más vasto, pero la perspectiva del taiwanés modula la apuesta a partir de su asociación con un orden espiritual de la visión.
¿Hasta qué punto es posible seguir la propuesta si no se establece cierto vínculo con el principio poético que la organiza o con la sensibilidad espiritual que la inspira? Es difícil saberlo. Es incluso más difícil saber si eso es un problema inherente a la película o al espectador. Aquí oponer propósitos con resultados es una operación estéril, dado que el propósito no es tanto mostrar sino enseñar a ver de cierta manera, y en esa enseñanza es difícil saber si maestro y discípulo entienden el mismo idioma.
En este sentido la premisa es ligeramente engañosa porque hay que estar dispuesto a ver lo que no vemos habitualmente, pero también es posible que no veamos nada más que lo que habitualmente vemos. La película apuesta por una interactividad en que el espectador debe completarla. El caminante acaba siendo un McGuffin, una distracción, dispuesta a forzar aún más nuestra concentración para ver dentro del plano algo, la ciudad, que es familiar a nuestra experiencia cotidiana pero no a nuestra manera cotidiana de percibirlo. La crítica de Tsai hacia cierto embotamiento espiritual moderno al que nos somete la vida urbana es demasiado amplia como para discernirla de un arcaísmo apabullante. Y aún así no deja de ser certera cinematográficamente. A través del contraste de velocidades se accede a un hallazgo que debería asustar, y es la intolerancia que provoca no ver que existe un orden de percepción diferente y quizás inaccesible para nosotros, aun a pesar de su simpleza.