Por Mariano Morita
El paso de los años y el contexto de la moda zombie actual hacen que sea más trabajoso volver a pensar Night of the Living Dead, aquella película de George A. Romero que fundó el subgénero en 1968. El año que viene habrán pasado ya cincuenta años, y las películas de zombies se han convertido tristemente en la celebración de sus reglas. Varias de ellas fueron creadas por Romero en aquel film, pero lo que antes era una herramienta para narrar se fue convirtiendo poco a poco en la norma reguladora (a modo de manual) para este tipo de películas.
Como bien sabemos, una plaga zombie maneja ciertas estructuras de verosímil que ya no son cuestionadas porque han pasado al estatuto de convenciones genéricas aceptadas. Así, cualquier película puede proceder a narrar vínculos, relaciones de poder o situaciones de traición en base a la consciencia de que todo el mundo entiende que si un personaje es infectado debe ser eliminado, sin lugar a la duda, de un tiro en la cabeza. Pero uno de los aspectos que ha sido leído en forma de manual de una manera un tanto engañosa es la presencia de “discurso” político. Es también ya sobreentendido que cualquier película donde haya una plaga zombie necesariamente estaría trabajando como tema la alienación de los seres humanos. Su referencia principal quizás esté en Dawn of the Dead, del propio Romero, del año 1978, y resucitado como tema en la remake de Zack Snyder en 2004, donde el encierro en el centro comercial facilita asociar a los zombies con la clase consumidora de la economía capitalista. Consecuentemente, en el boom de resurrección del género, hemos visto desde zombies “espectadores de Gran Hermano” hasta zombies nazis, una diversidad producto más de una inflación estética que de planteamientos críticos formulados desde una práctica. Pareciera que lo que se está tomando es siempre una estructura, matriz, o patrón de cómo orientar este tipo de “temas”. Y el film termina siendo el soporte de ideas tematizadas y no su reverso concretamente político: una ideología que organiza a la práctica del cineasta.
Por eso se vuelve importante recapitular qué fue lo que Night of the Living Dead nos dejó realmente, y para tal tarea se vuelve necesario hacer un ejercicio difícil, pero que consiste en momentáneamente desentendernos de lo que fue aceptado ya como convención. Hacia el año 1968 eran pocos los casos donde la alienación del ser humano (en términos fantásticos) era tratada a escala exponencial. Podemos pensar en The Invasion of the Body Snatchers (Don Siegel, 1956) como paradigma perfecto, aunque se trate de una película que nada tiene que ver con la específica lógica de plaga que propone Romero. El concepto de “zombie” era todavía una premisa más asociada a lo individual. El zombie es hermano directo de la figura del autómata, que podemos encontrarla desde la literatura pero que en el cine tiene un origen más concreto en el expresionismo alemán (podemos pensar en Césare de El gabinete del Dr. Caligari o Metrópolis). El autómata es un ser cuya voluntad es vaciada y cuyo cuerpo y actos pueden ser manipulados y redireccionados por otra externa. Sin adentrarnos ahora en sus consecuentes lecturas políticas (o históricas, en este caso mayoritariamente ligadas al nazismo), cabe destacar que los primeros zombies en el cine clásico de terror son derivados de esta idea, que si bien no avanza a la escala exponencial (como propagación), tiene bases similares a lo que sucede en la mente de cada zombie: el reemplazo de las facultades que hacen a lo humano por una voluntad ajena, impuesta. Podemos recordar en estos casos al clásico I walked with a Zombie (Jacques Tourneur, 1943) o la reformulación que hace Wes Craven con la “zombificación” en The Serpent and the Rainbow (1988).
Reencontrarnos con Night of the Living Dead requiere entonces posicionarnos en un tiempo en el cual observar a cada uno de los zombies todavía tiene una importancia. No para singularizar cada caso, pero si para entender la perplejidad del espectador frente a la idea de que ante la sorpresa por el muerto vivo aparece también la sorpresa por las escalas de propagación. El elemento trágico en ese caso quizás tenga que ver con una necesaria aceptación de lo primero para poder comenzar a pensar en lo segundo (nos obliga a jerarquizar). Ahí reside la modernidad de la película de Romero. Hay una cercanía con la parte de cada zombie que no olvida su anterior condición de humano. Los zombies que se pasean por fuera de la casa, y que aveces los vemos masticar pedazos de carne, se parecen demasiado a los actores que los interpretan. Aquello que ahora es recordado como bizarrez de puesta en escena y pobreza de recursos, era quizás lo que nos podía mantener centrados en la cuestión. La estética de los zombies (estética de la carne muerta), con el correr de los años, va tapando a la persona “común” de su tragedia individual.
Este tipo de cosas, que parecen caprichos a la hora de analizar el clásico, se van sumando si pensamos además en otro problema: el de las implicancias. Si salimos por un momento de la condición aceptada de plaga-zombie-que-va-a-terminar-con-la-humanidad como convención genérica, debemos enfrentarnos a pensar realmente en el fin de la humanidad, esta vez como factible posibilidad. Es decir: el fin del mundo no como marco, sino como problema en sí mismo, inseparable de las acciones que se dan en el argumento de la película. En cualquier película de zombies actual, cuando los personajes miran las noticias se trata de escenas en donde se establecen puntos de verosímil y reglas, en un género que ya conocemos. Hasta incluso puede ser territorio de nuevos juegos formales y estrategias en el uso del fuera de campo. Por este tipo de ideas es memorable el extenso extra del DVD de Dawn of the Dead (2004), que consiste en sólo una seguidilla de noticieros, como si todo el film estuviera fuera de campo desde una TV homologable a la del espectador hogareño. De ahí salen entonces ideas posibles, algunas mejores que otras, pero en la mayoría de los casos sólo conceptuales, y como en este caso, separables de las películas. En Night of the Living Dead, los personajes descubren estas mismas cosas a través de la televisión (como los posibles o hipotéticos orígenes de la plaga), pero los espectadores también se ven obligados a confiar en aquel aparato para la transmisión de esas informaciones, ya no a sabiendas de reflexiones posteriores sobre el tema. Es decir, la televisión es un medio que todavía tiene cosas por revelar, como si su naturaleza no estuviese todavía resuelta. De alguna manera, todo el pensamiento crítico para con la televisión le debe mucho a esta película. Aún así, no se trata de celebrar al film de Romero como aquel que llegó “primero” a mostrar estas cosas, sino de entender que fue en aquel primer caso donde todos los elementos que después fueron convertidos en convenciones estaban más, o únicamente, por su verdadero sentido dentro de la película. Con los cineastas de la generación de Romero se va también esa manera de trabajar la credibilidad en el cine de terror. La historia sigue siendo importante, o al menos tiene un lugar importante en la jerarquía del relato. Todo lo demás es estructura, soporte, herramientas. En definitiva, el lenguaje que soporta lo que interesa. ¿Qué es lo que interesa? Habrá que ver si nos sigue interesando, o asustando, la posibilidad de que todo lo que conocemos se termine.
En 1968 la presencia de la televisión es una reflexión sobre el presente y su devenir, porque además es el soporte que más se puede asimilar formalmente a la idea de propagación que regula a la plaga. Más allá de si es certera o no la posibilidad de que haya sido la radiación de un satélite lo que provocó el caos, que tengamos que sacrificar nuestra vinculación con cada humano, para pensar a los humanos como masas vaciadas, es paralelo de otro problema político y espiritual. Si recordamos a los autómatas y zombies clásicos del cine, la voluntad maligna que les gobierna la mente es clara e identificable, ya que podemos encontrar al maestro maligno que mueve los hilos. Romero da un paso adelante con un giro más trágico. La voluntad que maneja a sus zombies es completamente uniforme e ilocalizable. Y se trata de una homogeneidad que por esa misma condición tiene fáciles medios para expandirse. Hay un factor de velocidad (donde es irrelevante si corren o no, aclaro), como si el propio despliegue de la enfermedad fuese en sí misma otra movilización total, reversa un problema, y una advertencia. Y lo que hicimos con eso fue empaquetarlo. Lo reglamentamos, y así le dimos cabida hasta en los propios medios que propagan y diseñan nuestro consumo, lo serializamos, y hasta lo mandamos por streaming. Demasiados nuevos problemas y, cincuenta años después, abrir el paquete puede ser peligroso porque puede explotarnos en la cara.