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Lady Bird – El mundo extraño

Por Lautaro Garcia Candela

De alguna manera entiendo que la Academia haya dejado a Lady Bird totalmente de lado y sin premio a Greta Gerwig, cuyo único consuelo fue compartir escenario con Laura Dern. Su película era la más convencidamente convencional, la historia que en teoría ya se contó mil veces. Ésta es una coming of age, un género notoriamente transitado, algo que hace bastante más difícil la variación y la diferencia. Enfrentarse a esa situación requiere cierta cuota de modestia que parece infrecuente en cierto contexto hollywoodense en el que es casi obligatorio intentar ser original -o jugar al pastiche-, y en el que pareciera que las particularidades tienen que pedir permiso y perdón. Para tal fin vean Dunkerque intentando hacer de su mecanismo narrativo lo más avanzado de la ingeniería industrial, olvidándose que hay unos personajes que atender. Sin el juego entre la convención y la novedad, la materia misma de la narración (los detalles, los pequeños estremecimientos, las desobediencias al verosímil) se deshace ante el pedido de ciertos enunciados trascendentes. Si el cine o la literatura son el último bastión del narcisismo de las pequeñas diferencias, habría que extremarlas como una forma posible de llegar a un nivel de intensidad que justifique estar acá, escribiendo esto, o comprando una entrada de cine, o cruzando la calle, o incluso levantándose de la cama.

Lady Bird es el nombre que se regaló Christine, una chica del último año de una escuela cristiana de Sacramento. A ella le da miedo su ciudad porque puede ser la causa de muchas frustraciones en un futuro quizás destinado a la mediocridad. No tiene ningún talento aparente, sí una simpatía endemoniada y una voluntad total. En el año que narra la película se va a pelear mucho con su madre, va a empezar su vida sexual, va a pelearse y reencontrarse con su mejor amiga, entre otras cosas. La suya es una adolescencia amenazada por la gravedad. Esa amenaza se vuelve inútil en la película y justamente por eso Lady Bird tiene su gracia. Con soltura y habilidad esquiva las flechas de la penuria económica, de la historia en tiempo presente (el 11-S, el terrorismo), y una semi-traumática primera vez.

Falta la plata, dice siempre la madre (Laurie Metcalf), una extenuada trabajadora en un hospital que parece público. Encima promediando la película el papá se queda sin trabajo. Todo el tiempo las diferencias sociales con sus compañeros del colegio secundario se ponen de manifiesto: Christine va de la vergüenza al orgullo. En un principio envidia a los populares y dice que vive “del lado equivocado de las vías”, como Marylin. El dinero es sinónimo de status, de distinción, que también pesa sobre Christine ante los reclamos de su madre. Pero siempre mantiene el carácter abstracto: nunca sabemos cuánto ni para qué. En el momento en que Christine les pide una cifra, un monto de dinero que ella pueda devolverles a sus padres cuando sea exitosa, para que no la molesten más, se hace evidente para todos los que están en esa conversación que un valor numérico, crudo, en contexto, se vuelve pequeño, invisible ante el lazo que los une.

El espíritu de época aparece con carteles, canciones, pequeños diálogos. Hay varias películas que tocan temas graves, su propio tiempo histórico, a partir de la infancia. Entonces hay conversaciones a escondidas, omisiones, puntos de vista aberrantes (visualmente hablando). La infancia o la adolescencia funcionan como filtro para no decir las cosas que suceden. En cambio en Lady Bird no hay nada que esconder. Se habla de terrorismo, del aborto, y todas las opiniones son banales, innecesarias, asumen que en cierto punto lo que decimos de otro en realidad dice más de uno mismo. Un último giro de guion nos muestra que las interpretaciones corren siempre detrás de los hechos: gracias a la paranoia que causaron los atentados en 2001, la cantidad de postulantes bajó y Christine puede entrar a una universidad en NY. Casi que nos alegramos por esa situación. Así la película se despega de cualquier obligación moral de mostrar lo que la historia dice que pasó en esos años en USA.

Hay algunos aprendizajes del cruce entre Greta Gerwig y la pandilla mumblecore, unos tipos que empezaron a filmar esas películas y de alguna manera revitalizaron el cine estadounidense. En ellas los conflictos eran mínimos pero intensos y sin un desarrollo lineal o convencional del guion. Algo de esas experiencias se encuentra acá, aún con más presupuesto y pretensiones de notoriedad. Es evidente que hubo libertad al momento del rodaje y que en el momento del montaje existieron oportunidades de ir contra él como una manera de desdramatizarlo. El primer día de clases Christine y su amiga ven a Jenna Walton, con un bronceado despampanante, y dicen: “Deberíamos hacer lo mismo”. Corte a sus piernas bajo los rayos del sol filtrados por un vitreaux en la capilla de la escuela mientras comen hostias sin consagrar hablando de duchas y masturbación. Están otra vez Christine y su amiga caminando y al segundo paso -apenas empezado el plano-, ella dice: “Es raro no tener un pene en la mano”. Supongo que es una frase mucho más afilada así, sin contexto, que si hubiera resultado de un diálogo (probablemente filmado y desechado). Esos pasos de comedia terminan reflejando el carácter entrecortado, confuso, de las charlas sobre sexo, toda torpeza adolescente.

En los últimos minutos Christine llega finalmente a NY y va a fiestas, conociendo chicos, emborrachándose, la experiencia completa de la universidad. En una de ellas termina en el hospital, totalmente intoxicada. Cuando se levanta, sin saber ni el día de la semana, ve que en la cama contigua hay un niño, inmigrante, que parece haberse lastimado gravemente, con su madre cuidándolo. La excitación de la nueva vida incluso nos había afectado a nosotros y de repente recordamos que hay gente que tiene problemas de verdad (un gran dilema de la adolescencia, saber que lo nuestro no es tan grave). Entre ese plano y su contra-plano hay una distancia muy grande, inconmensurable. La película lo trata con levedad aunque sin sacárselo de encima. Como cuando miraba por la televisión la guerra de Irak. Casi al pasar, inesperadamente, tenemos la experiencia de tocar con la mirada la distancia que me separa a mí del otro. Y después, la revelación con respecto a su madre que siempre estuvo a su lado, recordar las calles de Sacramento mentalmente sabiendo que va a volver -una idea bastante tanguera- y, a fin de cuentas, crecer.

Madre: Quiero que seas la mejor versión de vos misma que puedas ser.
Christine: ¿Y qué si ésta es la mejor versión?

Es realmente notorio el parecido de éste diálogo de Lady Bird con una canción de Él Mató a un Policía Motorizado. El mundo extraño empieza con un riff entre blusero y cordial, divertido, y en un momento Santiago canta: “Sé que es lo peor, pero ésta es la mejor versión de mí”. Como si las acciones de la personas no configuraran totalmente las identidades, o, en todo caso, fuera imposible medirlas cuantitativamente. Todo está impregnado de ese satori mood que tienen todas las canciones de Él Mató: pequeñas revelaciones muy vagas de lenguaje, con una sonrisa dulzona entre los labios. Amor fati le decía Nietzsche. Amor al destino, en su traducción al español. Aprender a apreciar la necesidad en las cosas más que su belleza. Encontrar en su historia excusas para el amor, sin hacer guerra a la fealdad. En ese estado de ánimo quedé después de ver Lady Bird, aunque mañana sea otro día y la realidad se apure por sacudirme.

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