Por Iván Zgaib
I.
Un tipo moribundo apenas puede hilar palabras coherentes, pero su último deseo es que Juliette Binoche le chupe la pija. Lo dice naturalmente, como la espuma febril que burbujea en su boca. “Por favor”, ruega en voz temblorosa. Y ella le inyecta morfina con la ternura de una madre protectora. Por lo que sabemos, el sexo se volvió algo misterioso. No es cuestión de andar satisfaciendo deseos junto a otros. Si el personaje de Binoche persigue hombres, es para juntar semen y conservarlo en cubeteras a prueba de tormentas radioactivas. Si busca chicas, es para cuidar sus óvulos y fabricar bebés platinados que gateen por los túneles de la nave sombría. ¿Quién dijo que es fácil vivir en el espacio? Todo lo que sucedería más o menos espontáneamente en la Tierra acá debe organizarse con cautela. Una máquina de goce está encargada de chuparse los fluidos de cada tripulante. Acabar es como asistir a una sesión periódica en una cama de bronceado: solitario, burocrático, artificioso. Es el mismo esmero que debe reunir Monte para conservar sus plantas; un invernadero flotando en la inmensidad del espacio, donde juntar la primer cosecha de fresas es igual de difícil que engendrar una niña. Vivir cuesta trabajo.
II.
La claridad no es el principio gobernante en High Life. Sus primeros veinticinco minutos (quizás los mejores y más hipnóticos en una película que está llena de ellos) son completamente elusivos. Claire Denis nos suelta la mano en el espacio, sin instrucciones amables ni precisiones dramáticas que expliquen por qué esos personajes están suspendidos en la oscuridad del cosmos. Monte y su hija bebé Willow parecen vivir aislados dentro de una nave voladora. Realizan acciones tan rutinarias como regar el jardín, mirar videos azarosos que llegan desde la Tierra o enviar reportes sobre su bienestar a alguna persona desconocida, en algún rincón borroso del mundo. Por más sensación de aislamiento que propaguen aquellas escenas, el montaje las quiebra como una navaja atravesando sus entrañas. Hay imágenes granulosas de un pasado que sobrevienen de manera fragmentaria: una piedra ensangrentada cayendo por un pozo ciego, unos niños gringos correteando por el bosque embarrado. Y luego, algo distinto: imágenes luminosas de personas que aparecen repentinamente en los recovecos de la nave, como si observaran a Monte mientras le enseña a caminar a su hija; como si Monte no pudiera dejar de sentirse rodeado por aquellas figuras. Cada vez que irrumpen, el fluir narrativo se disloca de un salto. Pierde continuidad con cuerpos que van y vienen a la fuerza de un parpadeo. Sugiere un pasado irresuelto al verse poseído por una puesta en escena acechante. El solapamiento de tiempos que articula esta primera parte es pura forma cinematográfica: una evocación sin peso en las acciones dramáticas, sino en la articulación del espacio visual y las miradas que viajan desde el pasado al presente narrativo. Los tripulantes espectrales advierten sobre una tragedia reciente. El viaje inicia como si Monte y Willow habitaran una nave fantasma.
III.
Los argonautas alguna vez estuvieron vivos. Sus escasos destellos en la Tierra recuerdan otra forma de existencia. Bosques salvajes que hacen ver el jardín espacial de Monte como un paisaje de juguete encerrado en una esfera cristalina. Pibes subidos a un tren, con las ráfagas de viento soplando sus cabellos, parecen estar a años luz del aire acondicionado que utiliza Binoche para refrescarse en los recovecos estrechos de la nave. Pero sobre todo, planos abiertos: planos abiertos de la naturaleza (o en su defecto, del mismo espacio) que contrastan con los pasillos asfixiantes recorridos por la cámara adentro del vuelo. Claire Denis filma los pasajes de la nave como si fuera una prisión amenazante, lo cual tiene sentido considerando que Monte y el resto de los tripulantes son criminales. Como lo hará saber una voz en off más adelante, los argonautas de High Life recibieron la oportunidad de cambiar su sentencia en la Tierra por ir al espacio para extraer energías alternativas de un agujero negro.
Hay algo de humor amargo en la mirada de Denis, ya que la amplitud infinita del espacio (con todas sus metáforas de “nuevos comienzos” y “posibilidades abiertas”) parece estar flotando sobre la cabeza de unas criaturas confundidas, que viven estancadas, sin un horizonte certero. Pero, incluso con sus brotes de violencia revulsiva, la película sostiene una forma de ternura oculta: Denis no juzga de manera definitiva ni castiga a los protagonistas. Por el contrario, los observa como parias que aún acarrean cierta angustia originada en la Tierra (la obsesión del personaje de Binoche son los bebés, el ejemplo más claro). A pesar de que la atención sobre nuestro planeta sea casi nula, una breve conversación entre un profesor y una joven expresa más que una pieza de información narrativa. Que los protagonistas sean utilizados como conejillos de indias (sin saber que el viaje está destinado a una muerte segura), sugiere que la violencia no se restringe al cuerpo singular de los criminales castigados, sino que también proviene de aquellos que ejercen los castigos.
Monte y sus compañeros han sido utilizados, engañados y tratados como desechos. El aura de pesimismo distópico que plaga toda la película, sin embargo, toma la forma de una constelación de dudas antes que de sentencias seguras. Si los grupos humanos han designado y castigado parias, si los marginados viven con las marcas de la violencia esperando señales humanas y si el horizonte futuro parece cada vez más comprimido, ¿cuáles son las posibilidades de continuar creando vida? La insistencia en las experimentaciones con la fertilidad y la caza de esperma es, a primera vista, un motivo clásico de la ciencia ficción que indaga sobre las posibilidades biológicas de extender la especie. Bajo el prisma perverso y decadente de Denis, la pregunta se tuerce: ¿cómo y para qué continuar la reproducción? O, en todo caso, ¿somos capaces de formar otras comunidades?
IV.
Claire Denis va hasta el espacio para filmar lo irrepresentable. La excusa puede ser un agujero negro, pero la conmoción latente es por la condición humana, al estilo de los ejercicios formales de ciencia ficción de los 60 y 70 como Solaris y 2001: A Space Odyssey. Aunque el sendero que marca Claire es singular; responde a un programa diferente. Lo que tejía una pesadumbre metafísica en Tarkovski o un mito de alcances cósmicos en Kubrick acá adquiere una atención más terrenal y primitiva. La tensión dramática pende de los cuerpos. En ellos, la promesa de procrear, de desear y de establecer vínculos con otros; pero también de destruir, de avasallar, de pasar por encima a los demás como si se tratara de tierras planetarias a ser colonizadas. Si High Life fuera espejo de Alien, las bestias depredadoras y los humanos se unirían en una misma imagen distorsionada: son fuerzas que conviven en la sangre caliente y en la carne palpitante de cualquier persona. No hay divisiones claras, sino distintas pulsiones en pugna: el deseo y la violencia, la vida y la muerte. Aún frente a un futuro lúgubre y devastador, cada cuerpo viene a ofrecer una vitalidad promisoria, así como una amenaza.
Las imágenes dirigidas hacia la visceralidad están lejos de ser azarosas: la cascada de leche cayendo de los pezones brillantes de Boyce; las entrañas abiertas en los brazos lastimados de Monte; los charcos de semen que se vierten sobre el suelo de la nave y resplandecen como las estrellas. Todas responden al registro de los cuerpos encendidos, rotos, calientes, gastados, aislados. La película existe por y para la ebullición de esos cuerpos. Su puesta en escena orbita en torno a ellos de tal forma que prepara el terreno para una suerte de pornografía sideral. Lo que caracteriza al film es el nivel de detalle empleado para cartografiar las corporalidades, componiendo encuadres que las recorta, las acerca y las capta con cada uno de los surcos, los lunares y los estremecimientos que trazan su geografía.
La expresión más acabada de este acercamiento aparece en la escena donde el personaje de Binoche ingresa al cuarto del goce. Ahí, inmersa en las sombras, ella se retuerce sobre la pija plateada de un toro mecánico. Cuando la cámara la observa desde arriba, su rostro ido queda fuera de foco, como si estuviera en trance. Parece el ritual de una bruja invocando espíritus paganos. Entonces los planos se dedican a fragmentar su cuerpo: se deslizan sobre la piel, se detienen en una cicatriz deforme debajo del ombligo y en el roce danzante de su mano sobre el cuero del toro peludo. En determinados momentos, la proximidad es tan extrema que la imagen adquiere una cualidad táctil: nuestra visión deviene en el roce mismo, como si estuviéramos refregándonos contra el toro.
Esta escena, como muchas otras (la que registra un intento de violación, la que muestra una cabeza explotando por la presión atmosférica o simplemente las que capturan lagunas de semen, leche y sangre), poseen un grado de efectismo morboso. Algún que otro espectador podrá mirarlas y cuestionarlas por su violencia gratuita, por su desesperación forzosa para shockear. Pero lo cierto es que High Life no puede pensarse únicamente con el kit de herramientas vetustas como la economía dramática o la producción semántica de la puesta en escena. Las imágenes de los cuerpos de Denis deben medirse por su fuerza. Lo que cuenta es el modo en que la vibración de las figuras se expande como ondas eléctricas sobre la superficie visual de la película. Esa forma de convulsión desmedida hace a la mirada de Denis sobre el cine y sobre el mundo. Ella nos fuerza a pasar por High Life como si se tratara de una experiencia que cala hondo en nuestras entrañas. Hasta que se revuelvan.
V.
Ser prisionero es una forma de estar en el mundo. Sin lugar adonde ir, sin posibilidad de estirar las piernas por fuera del mismo pasillo deprimente que recuerda cuán ceñidos se han vuelto los sueños. El futuro es un privilegio, igual que la libertad de los cuerpos para sentirse en movimiento. Cada noche antes de dormir, Monte y Willow miran pasar el universo entero frente a la ventana de su dormitorio, aunque ellos apenas pueden recorrerlo. Ahí, su paradoja: en la inmensidad del cosmos que parece no tener principio ni fin, la espacialidad es un bien escaso. Y el montaje de Denis recuerda algo más: que ante el movimiento trunco de los cuerpos acontece una temporalidad expandida. El tiempo de la narración está quebrado, deforme, lleno de grietas. Se ha vuelto inasible, a tal punto que por momentos es imposible identificar dónde se ubica el presente. ¿Es cuando Willow aprende a caminar? ¿O es cuando ve las manchas frescas de su primera menstruación?
Algo de eso recuerda Monte en una voz soñolienta: “al 99% de la velocidad de la luz”, dice, “todo el cielo convergió ante nuestros ojos. La sensación de retroceder a pesar de que avanzamos, de alejarnos de aquello a lo que nos acercamos. A veces ya no lo soportaba”. En las penumbras del espacio, la experiencia de los cuerpos ha mutado. Ahora solo queda el tiempo. Uno que no es lineal ni progresivo, sino superpuesto; se dispara en todas las direcciones como la vida flameante del sol. Las oscilaciones del montaje no responden entonces a una decisión narrativa hecha de flashbacks y flashforwards convencionales. Erigen otro pilar de la puesta en escena que insiste sobre el orden de la experiencia. Bajo esas condiciones, ¿cuánto puede un cuerpo?
VI.
Un haz de luz azulada invade la habitación mientras Juliette Binoche se escurre a hurtadillas. Se acerca a una chica dormida y le mueve la panza. La acaricia suavemente. La acurruca para que el esperma llegue a destino. “Crece, crece”, susurra como si cantara una canción de cuna. Y de repente, la imagen cambia. Las montañas naranjas y gaseosas del espacio se aparecen como si fueran una ecografía. Los cuerpos celestes se enlazan misteriosamente a los cuerpos gestantes.
Puede que Claire Denis haya viajado hasta el espacio para filmar agujeros negros, paisajes distópicos y residuos arcaicos de la implosión que originó el universo. Pero el misterio más grande para ella sigue siendo otro. No es más que un cuerpo, punzante y desechable. Capaz de crear y destruir otros.