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Il Cinema Ritrovato 2024 – One from the heart

Hace un mes, varios de nuestros redactores y algunos amigos estuvieron en Il Cinema Ritrovato, festival de cine reencontrado. Les pedimos lo imposible: que eligieran una película para contarnos. El resultado es un tejido ecléctico de momentos de la historia del cine, desordenados y explosivos. Algunos textos fueron escritos en inglés, así que dejamos las dos versiones: primero la original y después la traducción.

Conte Cruel (Gaston Modot, 1930), by Forrest Cardamenis

The sole directorial effort of Gaston Modot—a frequent actor for Jean Renoir, but perhaps most memorably seen on screen sucking on the toe of a statue in Luis Buñuel’s L’Age d’OrConte Cruel is, at first glance, a footnote to a footnote. While Modot was spending his days on Mont-Saint-Michel acting in Marco de Gastyne’s La Merveilleuse vie de Jeanne d’Arc, a film mostly remembered today as being the “other” Joan of Arc film from 1929, which also saw the release of Dreyer’s The Passion of Joan of Arc, he spent his nights with a few members of the technical team and the feature’s equipment adapting “Torture by Hope,” a story in symbolist writer Auguste de Villiers de l’Isle-Adam’s Nouveaux Contes cruels, into a half-hour short. Shot in 1928 but not released until 1930, it is perhaps no surprise that Conte Cruel, despite being as visually sophisticated as any late silent masterpiece, went all but unnoticed, its best-in-class lighting, impressive camera movements and brilliant montage no match among the masses for the sync sound of contemporaneous pictures. Almost a full century later, with the myth of cinematic teleology all but busted and a screening at Il Cinema Ritrovato (following last year’s restoration at the Cinémathèque Française) beautifully accompanied by harpist Eduardo Raon, a chance in the spotlight for Conte Cruel might finally be in order.

The plot hardly needs mentioning—a man (Modot) is imprisoned in and then tries to escape from a castle during the Spanish Inquisition—because from its very first shot, of a long, shadowy, barren hallway, which holds just long enough before an axial dissolve to showcase a change in light as robed men holding lanterns enter the frame, Conte Cruel announces its interest in playing with light and space. Speaking broadly, the film moves from darkness toward light as Modot’s character gets closer to freedom, an apparently obvious bit of symbolism undercut by the fact that—contra the horror film—the protagonist makes use of the shadows to hide from his imprisoners. The light might promise freedom, but it also threatens exposure. The greater pleasures, however, come in the minute progressions and variations on visual language. 

In one early sequence, Modot and one of his torturers are filmed in a static shot from the back-right; after a jump cut centers the pair in the frame, the camera becomes unsteady and traces an arc close to the characters’ shoulders and around their backs. The disorienting cuts that characterize the interaction between the two figures eventually give way, once Modot is left alone, to an inventive take on a conventional set-up: Modot looks out his prison window as, in a point-of-view shot, the inquisitors appear to burn someone at the stake, but the reverse-shot treats him in profile with an unsteady camera. This repeats a few times, with the camera’s movement pattern changing and its speed accelerating each time as Modot reacts with a remarkable physicality, the actor blending into the expressionism of the mise-en-scene rather than merely fighting it.

Later, when the escape begins, Modot makes assured use of point-of-view shots as his character slips past a sleeping guard, but a prolonged game of cat-and-mouse on a spiral staircase is the film’s pièce de résistance. The scene depicts a robed inquisitor, chains dragging behind him, traversing the stairs from seemingly every angle—above, below, behind, in front, in profile, and any combination thereof. These are intercut with Modot peering around the center pillar, a horrified look on his face, as the quickening pace of the cuts and the repeated shots of the chains act as an ingenious substitute for sound. Even the transition to the next set piece is remarkable: after all those tight angles on a spiral staircase, we are greeted with a long shot of a straight staircase passing through an archway, a grandiloquent contrast to the prior stand-off’s claustrophobia. With each scene, Conte Cruel finds a new language to showcase its protagonist’s challenge and interpret the architecture of the Mont-Saint-Michel Abbey. Surely there is room for one more film in the silent era avant-garde canon?

La única película dirigida por Gaston Modot –un actor frecuente de Jean Renoir, pero quizás más memorable por ser visto en la pantalla chupando el dedo del pie de una estatua en L’Age d’Or de Buñuel– Conte Cruel es, a primera vista, la nota al pie de una nota al pie. Mientas Modot pasaba sus días en Mont-Saint-Michel actuando en La Merveilleuse vie de Jeanne d’Arc de Marco de Gastyne (una película que hoy se recuerda por ser la “otra” Juana de Arco de 1929, año de estreno de La pasión de Juana de Arco, de Dreyer), pasaba las noches con algunos miembros del equipo tecnico y los equipos de la película adaptando “La tortura de la esperanza”, un cuento de los Nuevos Cuentos crueles del escritor simbolista Auguste de Villiers de l’Isle-Adam. Filmada en 1928 pero estrenada recién en 1930, puede que no sea una sorpresa que Conte Cruel, a pesar de ser tan sofisticada visualmente como cualquier película silente tardía, pasó sin pena ni gloria; su iluminación perfecta, movimientos de cámara sorprendentes y su montaje brillante no pudieron competir para las masas con el sonido sincrónico de sus películas contemporáneas. Casi un siglo entero después, con el mito de la teleología cinematográfica casi destruido y una proyección en Il Cinema Ritrovato (después del estreno de su restauración en la Cinémathèque Française el año pasado) acompañada por el harpista Eduardo Raon, hay una chance de que Conte Cruel pase a tener un lugar bajo los focos de la fama.  

No es necesario reponer mucho la trama –un hombre (Modot) es encarcelado y trata de escapar de un castillo durante la inquisición española– porque, desde el primer plano de un pasillo largo, sombrío y esteril que se mantiene lo suficiente como para ver (antes de un fundido diagonal) a un grupo de hombres con túnicas cargando linternas, Conte Cruel anuncia su interes en jugar con la luz y el espacio. En términos generales, la película pasa de la oscuridad a la luz a medida que el personaje de Modot se acerca a la libertad, un simbolismo aparentemente obvio socavado por el hecho de que, contra el cine de terror, el protagonista hace uso de las sombras para esconderse de sus prisioneros. Puede que la luz prometa libertad, pero también amenaza con revelarlo. Los mayores placeres, sin embargo, surgen en las pequeñas progresiones y variaciones del lenguaje visual.

En una de las primeras secuencias, Modot y uno de sus torturadores son filmados en una toma estática desde atrás a la derecha; después, un jump cut centra al par en el cuadro, la cámara se vuelve inestable y traza un arco cerca de los hombros de los personajes y en torno a sus espaldas. Los cortes desorientadores que caracterizan la interacción entre las dos figuras finalmente ceden, una vez que Modot queda solo, hacia un inventiva idea de una configuración tradicional: Modot mira por la ventana de su celda mientras, desde una subjetiva suya, los inquisidores parecen estar quemando a alguien en la hoguera; pero el contraplano lo muestra a él de perfil con una cámara inestable. Esto se repite varias veces, con el patron de movimiento de la cámara cambiando, y su velocidad aumentando cada vez mientras Modot reacciona con una fisicalidad notable, el actor mezclándose con el expresionismo de la puesta en escena en vez de luchar contra él. 

Más tarde, cuando comienza el escape, Modot hace un uso seguro de estas subjetivas mientras su personaje pasa junto a un guardia dormido, pero un prolongado juego del gato y el ratón en una escalera de caracol es pièce de résistance de la película. La escena muestra a un inquisidor en túnica, cadenas arrastrándose tras de él, atravesando las escaleras desde cada rincón (arriva, abajo, detrás, desde el frente, de perfil y cualquier otra combinación posible). Estos planos están intercalados con Modot registrando con la vista el polar central, su cara atravesada por una mueca de horror, mientras el ritmo acelerado de los cortes y los planos repetidos de cadenas actúan como un sustituto ingenioso del sonido. Incluso la transición hacia lo siguiente es increíble: después de todos esos ángulos cerrados de una escalera caracol, nos recibe un plano largo de una escalera recta que atraviesa un arco, un contraste grandilocuente con la claustrofobia del enfrentamiento anterior. Con cada escena, Conte Cruel encuentra un nuevo lenguaje para mostrar los desafíos de su protagonista e interpretar la arquitectura de la Abadía del Mont-Saint-Michel. ¿No habrá un lugar más en el canon del cine mudo para ella?


1924 in concert, por Elena Duque 

Pareciera que en 1924 se hacían películas con el mismo entusiasmo de cuando estrenábamos un juguete. Cuando todo está por inventar o está siendo inventado, las reglas del juego se van escribiendo en cada partida, o en cada película en el caso que nos ocupa. Es por eso que ese tutti frutti centenario que fue 1924 In Concert funciona tan bien en su disparidad: es una manifestación de entusiasmo y de inventiva, es una declaración de fé, es una expresión de un potencial lúdico que se piensa infinito (al igual que los textos de esos años de Epstein, Artaud, Dulac, Vertov, Eisenstein y tantos otros). Un noticiario, una ficción cómica y una película de vanguardia pueden así tener el mismo sustrato, libre de las rejas de un supuesto lenguaje codificado en base a géneros. 

Empezamos con el noticiario de Dziga Vertov, el Kinó-Pravda, en su entrega número 18: «Una cámara que se desplaza a toda velocidad 299 metros, 14 minutos y 50 segundos hacia la realidad soviética», nos anuncia nada más empezar. Y esa promesa se cumple: se informa sobre la muerte del constructor de la torre Eiffel con esa cámara-automóvil subiendo a sus alturas, comprobando las vistas desde cada plataforma. Desde las alturas, la cámara planea hacia la Unión Soviética para dar cuenta de un rally. Esa velocidad nos lleva a la ciudad. Nos podemos detener en un mendigo, las tiendas de telas o en unos niños fumando antes de seguir este trayecto vertiginoso para informar de las obras del Soviet moscovita. Los trabajadores en alto contraste, solarizados. Los carros que llevan el material nos conducen a conocer los rostros y nombres de los campesinos que construyen. Hay espacio para las sombras (chinescas) del cameraman y del obrero, juntas por gracia del montaje. Bicicletas, buses, nos conducen en esta película que no se detiene, que atraviesa calles y puentes, que sobrevuela la nación. Vamos a una exhibición agrícola donde cabe un poeta campesino. Viajamos a los talleres, conocemos a los miembros del sindicato y a sus familias. Se acuna a un niño con La Internacional. Las maquinarias de los coches, los aviones, las fábricas y el cine no se detienen ni un segundo en esta película. Y, pensemos, ¡esto era un noticiario! No hay que renunciar a nada, no hay tiempo en la vida para lo vulgar y lo prosaico, nos dice Vertov, nos podemos aproximar a los hechos de la vida con emoción, ver qué se siente al subir la torre Eiffel para comprender el logro de un hombre que nos acaba de dejar, conocer a los trabajadores uno a uno para entender que son los protagonistas de esa épica de futuro soviética. 

En Il Cinema Ritrovato nos emborrachamos de cine con el Napoleon de Abel Gance, salimos de la sala cantando la Marsellesa pero (más allá de la tremenda contrapartida a ese grandeur francés que nos dieron Ousmane Sembene y Thierno Faty Sow con Camp de Thiaroye), también hubo ocasión de ver una especie de película-divertimento de fin de semana de Gance. Au Secours!, protagonizada por Max Linder, fue filmada en tres días, leo por internet, y con poco presupuesto. Inventar es divertirse, y lo que se inventa aquí es la historia de un hombre recién casado que deja un momento a su amada para aceptar el reto de pasar una hora en un castillo encantado. Y el cine mismo participa en el “encantamiento” de esa casa: los saltos de Linder ralentizados y acelerados, el encuadre de la película que gira y se dobla como un papel mientras el valiente se balancea en una lámpara, la rapidez y el movimiento también están aquí. Se abre una puerta, y el montaje plano-contraplano nos permite que haya un tigre al otro lado. Más adelante esa operación de montaje convierte al tigre en un patito, y hace cosas como instalar un estanque con cocodrilos en medio del castillo. Una sobreimpresión nos trae un esqueleto, y más adelante un prisma nos trae una imagen de la confusión mental de nuestro héroe, que termina siendo expresada con un increíble bombardeo de imágenes (casi animación experimental en la rapidez de sus cortes) de todos los horrores del castillo. Pero aunque al final se explica que es todo una broma, y se ven muchos trucos de utilería —un cónclave de fantasmas, un esqueleto gigante, un mayordomo descabezado, serpientes en cajones— ¿cómo explicar en ese universo los trucos de la propia película, los que hacen la cámara y el montaje? Es un misterio que planta la fantasía en nuestras cabezas, el encantamiento existe a pesar de ser desmentido. 

Termina este concierto de 1924 (que tuvo como acompañamiento musical la percusión experimental de Valentina Magaletti) con Ballet Mécanique de Fernand Léger y Dudley Murphy. No hay noticias que transmitir, no hay una historia burlesca que contar, sino que aquí se depura la idea que recorre las tres películas, la velocidad y la habilidad de la máquina, sus poderes ultraterrenos. Como película dadaísta que es, Ballet Mécanique es un rápido montaje de imágenes dispares conectadas por el ritmo y la forma. Hay también prismas, como en la película de Gance, hay maquinarias fabriles, coches y movimientos incesantes, como en la película de Vertov. Hay una expresión simbólica de la modernidad del cine en ese Chaplin cubista en animación recortable del principio y el final. Y hay un increíble juego perceptual, que anticipa muchas cosas, por medio de los breves fragmentos geométricos coloreados de la película. 

1924 fue un año de ritmo, de velocidad, del dominio de la magia de la mecánica. Hace cien años, antes de la llegada del cine sonoro, se hacía un cine que era pura diversión en su acto de creación y en su visión de las formas como una plastilina maleable con la que hacer monstruos o máquinas para volar. Ojalá cien años después recuperar ese espíritu, hacer como si nada existiera, como si las cosas no tuvieran que ser hechas de una determinada manera; que el juego y la invención fuesen la misma cosa, ¡entusiasmo!


A lucid place – Camp de Thiaroye (Thierno Faty Sow, Ousmane Sembène, 1988) by Anna Babos 

Sergeant Major Diatta: You see, l draw a parallel between Effok and Oradour-sur-Glane.

Captain Raymond: You can’t make such a comparison. You can’t compare Nazi barbarism with the excesses of our army. That’s not possible.

Sergeant Major Diatta is from Effok, Cameroon, and when he returns from the Second World War, he is informed by his relatives in the harbour that his village was destroyed by French soldiers. It happened two years before, in 1942, while he was away fighting, both his parents were victims of the French destruction. Diatta takes note of the news and leads the colonial infantry to Thiaroye. 

A tall blue gate leads to an area enclosed by barbed wire. Here are neat, clean barracks, guarded by armed men in watchtowers. This is no labour camp, no death camp, it is a transitional camp near Dakar for Senegalese, Nigerians and Sudanese who served on the European fronts of the war. The soldiers are not actually prisoners, but they cannot go outside. They have to follow orders. They are guarded, as the colonial order is always guarded. 

They only have to stay here while they wait to be repatriated. They, who have given their physical and mental health to France while their African homes were destroyed, starved and looted. The French uniforms have run out, the soldiers are provided with an ersatz set of uniforms by the American army. They hide their French medals from the American soldiers. Their identities and allegiances are uncertain, the ranks and titles they had to carry in the war are no longer valid in the desert. Here, the soldiers tread to the beat of another world, towards a land without identity. 

It is also a place of amity, of preparation, the last moment before returning home, where men can experience in everyday tasks the close community that has been built up in the danger of life. Sembène’s image of the military is as idiosyncratic as Renoir’s. We don’t so much see the barracks as a place for infantile and queer theatricality, but Sembène too brings forward the loving men’s care for one another. One man teaches his clumsy friend how to ride a bicycle, and another returns to his original profession and starts sewing for his comrades’ wives. Here, the fool is not left alone, he is included in the community and looked after.

But above all, Thiaroye’s camp is a stage, where every gesture, character, and object represents a stance: the gentle, intellectual sergeant major, the melody of Lili Marleen echoing in the background, the Louis de Funès-like explosive Frenchman, the gramophone, the SS helmet. In the sand-coloured, evenly emptied space, the opinions are clearly drawn out, the points of fracture become visible, the ghostly, the deceptive and the real parallels between Effok and Oradour-sur-Glane become perceptible. Only the holy fool sees it clearly: for him, the nightmare that looms before the others is an unmistakable reality. In his eyes, incomprehension is betrayal, and he looks at everyone as if the betrayal of those eyes in front of him personally wronged him. 

The inedible food, the kidnapping of Diatta, the prohibition to wear French and then American uniforms, and the denial of reparations are all constant atrocities against the camp’s inhabitants, which seem to be disconnected, as if they were separate grievances in their eyes. Only the fool knows with certainty that the transitional camp will indeed become the site of their annihilation. 

Before the massacre, the deceived campers celebrate their imminent homecoming by singing an African song together. Following the structure of the song, repeating the same line over and over again, in increasing order. They are immersed in the rhythm, in the chanting, allowing them to forget about the French uniform, the straitjacket imposed on them. 

French Captain Raymond stands up for the camp’s inhabitants in many situations, protecting them. The heroic figure with the sunglasses appreciates the courage and strength of the blacks and despises the dim-witted French officers. Yet he finds Diatta’s parallels ridiculous exaggeration, the French excesses haphazard, accidentally occurring.

Sergeant Major Diatta: It’s a colonial army; same mentality.

In a broken rhythm, the film creates a lucid space with clear images, in which the basis of the feeling of déjà-vu can be discerned. 

Pilinszky János: A Piece Of Poetry (trans. N. Ullrich Katalin)

Earth is not earth.
A number is not a number.
A letter is not a letter.
A sentence is not a sentence.

God is God.
A flower is a flower.
A tumour is a tumour.
Winter is winter.
A concentration camp is a demarcated ground
of an uncertain shape.

Un lugar lúcido – Camp de Thiaroye (Thierno Faty Sow, Ousmane Sembène, 1988), por Anna Babos

Sargento Mayor Diatta: verá, hago un paralelo entre Effok y Oradour-sur-Glane.

Capitán Raymond: No se puede hacer esa comparación. No se puede comparar la barbarie nazi con los excesos de nuestro ejército. Eso no es posible.

El Sargento Mayor Diatta es de Effok, Camerún, y al regresar de la Segunda Guerra Mundial sus familiares le informan que su pueblo fue destruido por los soldados franceses. Sucedió dos años antes, en 1942, mientras él estaba lejos, en el frente de batalla. Sus dos padres fueron víctimas de la destrucción francesa. Diatta toma nota de estas noticias y guía a la infantería colonial hacia Thiaroye.

Una puerta alta y azul lleva a un área delimitada por un alambre de púas. Aquí hay cuarteles limpios y ordenados, custodiados por hombres armados en torres de vigilancia. Este no es un campo de trabajo ni un campo de exterminio, es un campo de transición cerca de Dakar para senegaleses, nigerianos y sudaneses que sirvieron en los frentes europeos de la guerra. Los soldados en realidad no son prisioneros, pero no pueden salir. Tienen que seguir órdenes. Están vigilados, como siempre lo está el orden colonial.

Sólo tienen que quedarse aquí mientras esperan ser repatriados. Ellos, que han dado su salud física y mental a Francia mientras sus hogares africanos eran destruidos, hambreados y saqueados. Los uniformes franceses se han acabado y el ejército estadounidense proporciona a los soldados un conjunto de uniformes sustitutos. Ocultan sus medallas francesas a los soldados estadounidenses. Sus identidades y lealtades son inciertas, los rangos y títulos que tuvieron que portar en la guerra ya no son válidos en el desierto. Aquí, los soldados avanzan al ritmo de otro mundo, hacia una tierra sin identidad.

Es también un lugar de amistad, de preparación, el último momento antes de regresar a casa, donde los hombres pueden experimentar en las tareas cotidianas la comunidad cercana que se ha construido cuando la vida peligraba. La imagen que tiene Sembène de los militares es tan idiosincrásica como la de Renoir. No vemos los cuarteles como un lugar para la teatralidad infantil y extrala, pero Sembène también resalta la forma en que los hombres cariñosos se cuidan los unos a los otros. Un hombre le enseña a su torpe amigo a andar en bicicleta, y otro regresa a su profesión original y comienza a coser para las esposas de sus camaradas. Aquí el loco no se queda solo, se le incluye en la comunidad y se le cuida.

Pero, sobre todo, el campamento de Thiaroye es un escenario en el que cada gesto, personaje y objeto representa una postura: el amable e intelectual Sargento Mayor, la melodía de Lili Marleen resonando de fondo, el explosivo francés al estilo Louis de Funès, el gramófono, el casco de las SS. En este espacio con el color de la arena, uniformemente vacío, las opiniones se despliegan claramente, los puntos de quiebre se hacen visibles, los paralelismos fantasmales, engañosos y reales entre Effok y Oradour-sur-Glane se hacen perceptibles. Sólo el santo loco lo ve claro: para él, la pesadilla que se cierne ante los demás es una realidad inconfundible. A sus ojos, la incomprensión es traición, y mira a todos como si la traición de esos ojos lo perjudicara personalmente.

La comida incomible, el secuestro de Diatta, la prohibición de usar uniformes franceses primero y estadounidenses después, y la denegación de reparaciones son atrocidades constantes contra los habitantes del campo, que parecen estar desconectados, como si fueran agravios separados a sus ojos. Sólo el loco sabe con certeza que el campo de transición se convertirá efectivamente en el lugar de su aniquilación.

Antes de la masacre, los engañados hombres del campo celebran su inminente regreso a casa cantando juntos una canción africana. Siguiendo la estructura de la canción, repitiendo la misma línea una y otra vez, en orden creciente. Se sumergen en el ritmo, en los cánticos, lo que les permite olvidarse del uniforme francés, de la camisa de fuerza que les imponen.

El capitán francés Raymond defiende a los habitantes del campo en muchas situaciones, protegiéndolos. La figura heroica con lentes de sol aprecia el coraje y la fuerza de los negros y desprecia a los tontos oficiales franceses. Sin embargo, considera que los paralelos de Diatta son una exageración ridícula y los excesos franceses son fortuitos y accidentales.

Sargento Mayor Diatta: Es un ejército colonial; la misma mentalidad.

En un ritmo entrecortado, la película crea un espacio lúcido con imágenes claras, en el que se puede discernir la base del sentimiento de déjà-vu.

Pilinszky János: Poesía

La tierra no es la tierra.

Un número no es un número.

Una letra no es una letra.

Una oración no es una oración.

Dios es Dios.

Una flor es una flor.

Un tumor es un tumor.

Invierno es invierno.

Un campo de concentración es un terreno demarcado

de una cierta forma.


I WAS BORN, BUT… (Yasuhiro Ozu, 1931), por Chiara Marañón y Juan Soto 

(Chiara y Juan se turnaron para ver películas en Il Cinema Ritrovato 2024 para poder cuidar a Gaspar, su hijo de 5 meses. Juan vio I Was Born, But… en el primer pase, y Chiara en el último)

Ch. M.: Me hubiera encantado poder verla juntos.

J. S. : ¿Y quién cuidaba de Gaspar?

Ch. M.: No, juntos los tres.

J. S.: Ya la veremos… ¿y si la vemos ahora de nuevo?

Ch. M.: Faltaría el piano, y el aura del Modernissimo…

J. S.: ¡Tienes razón! Es una peli muy bella, sin duda, pero verla restaurada, con música en vivo, presentada por Wim Wenders (que cada vez se parece más a Luis Ospina) y sobre todo, pensando en Gaspar, en estos pocos meses que llevamos de paternidad y en la incertidumbre de lo que viene, ha hecho que la experiencia de verla sea realmente mágica, diría un poco más: demoledora.

Ch. M. : Totalmente. Y es curioso porque Ozu lo plantea en tono de comedia, pero ese momento en el que dejas de ver a los padres como héroes, duele. Y claro, supongo que siempre la habíamos visto desde nuestra perspectiva de hijos, y en este visionado nos hemos dado cuenta que desde el otro lado duele aún más. Creo que es la primera película que vemos con ojos de padres.

J. S.: Es brillante la decisión narrativa de que los niños se den cuenta de los juegos de poder y de la división de clases en su entorno más próximo, el de la escuela y el recreo. La constatación de que cada uno de ellos ha nacido con un rol en esa sociedad y que estaría preso en él a menos que lo haga consciente y se rebele, es revolucionaria y liberadora.

Ch.M.: Sí, la familia y la propia comunidad como universo, a la vez que como parte de un todo. Me conmueve esa forma de Ozu de tomar lo inmediato y más cercano para hablar de manera sencilla de cuestiones intrincadas e inabarcables: del ser humano y la sociedad.

J. S.: Creo que esa sencillez de la que hablas se refleja también en los actores. Wenders dijo algo que me quedó sonando, y es que en esta película, las actuaciones tienden al naturalismo, al contrario de lo que hacían sus contemporáneos del cine silente, donde los gestos son más exagerados, más teatrales. Es como si Ozu, desde sus orígenes, estuviera sellando un pacto con la intimidad, con eso “cercano” y a la vez “inabarcable” que a ti te conmueve de éste y de todo Ozu. Creo que ya hemos hablado de eso otras veces.

Ch.M.: Exacto, eso sumado a que la caligrafía de sus películas—en las sonoras de forma más meticulosa y en esta silente quizá de forma aún algo inconsciente—revela una mirada sobre el mundo desprovista de cinismo. Más allá de los rasgos icónicos de su puesta en escena (cámara fija, punto de vista tatami, frontalidad en el plano contraplano) que en esta película todavía no están asentados (la cámara se mueve!), tiende a emerger de sus imágenes mucha empatía, incluso cuando de lo que nos está hablando sea de desencanto y mezquindad. 

J.S.: Sí, la verdad es que Ozu es un antídoto contra el cinismo. En eso es bastante único.

Ch.M: Un fuera de serie. El mismo Wenders es un absoluto admirador de Ozu, pienso también en cómo Angela Shanelec lo homenajeó recientemente con su película “I Was at Home, But…”, y recuerdo que hablaba de la bondad y compasión de su cine. Son infinitos los directores que le han querido emular o rendir tributo, es curioso que sea de los cineastas más influyentes de la historia del cine, a pesar de la profunda humildad de su lugar de enunciación. Para usar un término de la propia película, Ozu es una especie de “big shot” involuntario!

J. S.: El momento en que los niños confrontan a su padre y le dicen que él no lo es, que no es un “big shot”, es estremecedor. Es todo tan humano en esta película que es difícil no reflejarse en ella, escucho las palabras de los niños como si me las estuviera gritando Gaspar (y la película es silente), entonces me imagino el día en que se de cuenta de que no soy/somos héroes, ni “big shots”. Salí del Modernissimo consternado y pensando en esto.

Ch. M.: ¡Le diremos la verdad cuanto antes!

Barcelona, Julio 2024


Entezar (Amir Nader, 1974), by Libertad Gills

The most beautiful film I saw at Il Cinema Ritrovato this year is Entezar (1974), directed by Amir Naderi and shot in the old city of Bushehr, in southern Iran. This was the second film by Naderi produced by Kanoon – Institute for the Intellectual Development of Children and Young Adults (the first is Saaz Dahani from 1973), an institution established in 1965 that was very important for cultural production in the late 60s and early 1970s as well as a platform through which many of Iran’s most prominent filmmakers launched their careers. The film has been restored by Kanoon at Roashana Laboratory. 

The film tells the story of an adolescent boy on a hot summer day, as he waits to be asked by his elders to “go fetch ice”, the only words that are said throughout the entire film. Entezar begins in the middle of this waiting. It is impossible to know how long it has gone on for, as the film begins with images of the precious glass bowl that the boy uses to carry the ice, images that will repeat throughout and create a sense of cyclical time. Glowing with prismatic light and appearing as the most beautiful object in the room, in the boys’ eyes, the object that he can only reach out for when his elders have given him permission, this bowl represents everything that the boy wishes for, his only way to get out of the house, to experience the world for himself, beyond what his family can offer. 

Part of the Cinema Libero program, the DCP projection was presented by Ritrovato co-director Ehsan Khoshbakht, a filmmaker in his own right, who shared remarks on Naderi’s particular filmmaking style including the fact that he always asks another filmmaker friend (with a different directing style) to edit his films. For Entezar, Naderi reached out to Iranian New Wave documentarian Kamran Shirdel. Khoshbakht invited audiences to consider the documentary-like aspects of particular scenes in the film, but I believe the documentary quality is elsewhere, that it is everywhere, and specifically in how the film manages time. 

In Entezar, time is the subject. How to show time in cinema? If cinema has become, especially in Hollywood terms, a way of circumventing time, creating short-cuts in actions that would realistically take much longer in order to shape time into a usually linear narrative of beginning, middle, and end, hopefully wrapping up by minute 90, Entezar has a completely different approach. To begin, it is a film of only 47 minutes. This is unheard of for commercial cinema. The duration is already an intriguing point for it indicates the first sign of a free film, free from industry constraints and conditions, a film that lasts precisely what it needs to and not a minute more. 

While in commercial cinema, it is celebrated when a film feels shorter than it actually is (in promotional videos, Christopher Nolan’s actors celebrate that his  3+ hour films feel like 40 minutes, but why not make a 40-minute film then?), Entezar allows you to feel it’s time. It is a 47 minute film that feels like a 47 minute film. Every second fills the screen, bringing the viewer into the boys’ waiting, into the way he experiences time. There is no clock in the room, if I remember correctly, and yet, between the boy’s glances, the sun shining on his skin, the cuts to the other parts of the room, one can feel the clock ticking. Instead of the capitalistic impatience/anxiety of wanting something to happen already, I feel the opposite, a sensorial waiting that finds beauty and sensuality precisely in what waiting looks, feels, and sounds like. 

The expectation, the desire, the wanting grows in every breath (and the boy is frequently out of breath), building up to one of the most exhilarating scenes in cinema, when the boy finally manages to leave his house and enter his neighbor’s. This scene is too beautiful to describe and must be experienced without preparation but I can say that what elevates the film and indicates truly the work of a master is what happens in the sound. After 30 or so minutes of waiting, of agitated breath, of the hot sun (and what that sounds like), and the ice cubes hitting the sides of the glass bowl, the soundtrack breaks into a chorus of pigeon wings flapping in a frenzy and women singing in a trance while moving their bodies –and their free and unbounded hair– back and forth in a kind of prayer-ecstasy. 

An older woman shoos the boy away, for this is a private, sacred place, only for women. What the boy desires, what he looks for, he is only able to perceive as an outsider for now, as a voyeur, as an intruder. This prohibition makes his world of fantasy expand: there are many things that he does not yet know, but the thirst is there like a seed that once planted cannot be removed. A desire for this knowing; a wanting to experience more, even what he cannot yet understand. 

Meanwhile, entezar. Waiting. 

La película más bella que vi en Il Cinema Ritrovato este año es Entezar (1974), dirigida por Amir Naderi y rodada en la antigua ciudad de Bushehr, en el sur de Irán. Esta fue la segunda película de Naderi producida por Kanoon, el Instituto para el Desarrollo Intelectual de Niños y Jóvenes (la primera es Saaz Dahani de 1973), una institución fundada en 1965 y que fue muy importante para la producción cultural de finales de los 60 y principios de los 70, y a demás un espacio para que algunos de los cineastas más destacados de Irán comenzaran sus carreras. La película ha sido restaurada por Kanoon en el Laboratorio Roashana.

La película cuenta la historia de un adolescente en un caluroso día de verano, mientras espera que sus mayores le pidan “ir a buscar hielo”, las únicas palabras que se dicen a lo largo de toda la película. Entezar comienza en medio de esta espera. Es imposible saber cuánto tiempo ha durado, ya que la película comienza con imágenes del precioso cuenco de cristal que el niño usa para llevar el hielo, imágenes que se repetirán a lo largo de la película y crearán una sensación de tiempo cíclico. Brillando con una luz prismática y apareciendo como el objeto más hermoso de la habitación, a los ojos del niño ese objeto que sólo puede alcanzar cuando sus mayores le han dado permiso, este cuenco, representa todo lo desea, su única manera de salir de casa, de experimentar el mundo por sí mismo más allá de lo que su familia puede ofrecerle.

Como parte de la sección Cinema Libero, la proyección en DCP fue presentada por el codirector del festival, Ehsan Khoshbakht, también cineasta, quien compartió comentarios sobre el particular estilo cinematográfico de Naderi, incluido el hecho de que siempre le pide a otro cineasta amigo (con un estilo diferente al suyo) que edite sus películas. Para Entezar, Naderi contactó al documentalista de la Nueva Ola Iraní, Kamran Shirdel. Khoshbakht invitó al público a considerar los aspectos documentales de escenas particulares de la película, pero creo que la calidad documental está en otra parte, que está en todas partes, y específicamente en cómo la película maneja el tiempo.

En Entezar el tiempo es el tema. ¿Cómo mostrar el tiempo en el cine? Si el cine se ha convertido, especialmente en Hollywood, en una forma de eludir el tiempo, creando atajos en acciones que, de manera realista tomarían mucho más tiempo, sólo para darle la forma de una narrativa linear de principio, desarrollo y final que con suerte redondea al minuto 90, Entezar tiene un planteamiento completamente diferente. Para empezar, es una película de sólo 47 minutos. Esto es inaudito en el cine comercial. La duración ya es un punto intrigante porque indica la primera señal de una película libre, libre de limitaciones y condiciones de la industria, una película que dura exactamente lo que necesita y ni un minuto más.

Mientras que en el cine comercial se celebra cuando una película se siente más corta de lo que realmente es (en las promociones los actores de Christopher Nolan celebran que sus películas de más de 3 horas parezcan 40 minutos, pero ¿por qué no hacer una película de 40 minutos entonces?), Entezar te permite sentir que su tiempo. Es una película de 47 minutos que se siente como una película de 47 minutos. Cada segundo llena la pantalla, llevando al espectador a la espera de los niños, a la forma en que él siente el tiempo. No hay ningún reloj en la habitación, si mal no recuerdo, y sin embargo, entre las miradas del chico, el sol brillando en su piel, los cortes hacia otras partes de la habitación, una puede sentir el tictac del reloj. En vez de la impaciencia/ansiedad capitalista de querer que algo pase ya, siento lo contrario, una espera sensorial que encuentra belleza y sensualidad precisamente en cómo se ve, se siente y se escucha la espera.

La expectativa, el deseo, el anhelo crece en cada respiración (y el niño frecuentemente se queda sin aliento), llegando a una de las escenas más emocionantes del cine, cuando el niño finalmente logra salir de su casa y entrar en la de su vecina. Esta escena es demasiado hermosa para describirla y debe vivirse sin preparación, pero puedo decir que lo que eleva la película e indica verdaderamente el trabajo de un maestro es lo que sucede en el sonido. Después de unos 30 minutos de espera, de respiración agitada, del sol abrasador (y de cómo suena) y de los cubitos de hielo golpeando contra el recipiente de vidrio, la banda sonora se rompe en un coro de aleteo frenético de palomas y mujeres cantando en trance mientras mueven sus cuerpos –y sus cabellos libres y desatados– de un lado a otro en una especie de oración-éxtasis.

Una mujer mayor ahuyenta al niño, porque éste es un lugar privado y sagrado, sólo para mujeres. Lo que el niño desea, lo que busca, por ahora sólo es capaz de percibir como un extranjero, como un voyeur, como un intruso. Esta prohibición hace que su mundo de fantasía se expanda: hay muchas cosas que aún no sabe, pero la sed está ahí como una semilla que una vez plantada no se puede quitar. Un deseo de este conocimiento; un deseo de experimentar más, incluso lo que aún no puede comprender.

Mientras tanto, la espera. Entezar.


La nouba des femmes du Mont Chenoua (Assia Djebar, 1978) por Astrid Villanueva Zaldo

¿Hacia dónde van esas mujeres y esas niñas que caminan por las calles que vemos en La nouba des femmes du Mont Chenoua (Assia Djebar, 1978, Argelia)? ¡A cuántos lugares desconocidos caminan inadvertidas, incluso para sus contemporáneos! 

Las voces de esta película solo provienen de mujeres. Por un lado, están los testimonios grabados que dan cuenta de cómo vivieron la guerra de independencia de Argelia (1954 – 1962) en las montañas de Chenoua. Por otro lado, se escucha la voz de Leïla, un personaje que regresa al pueblo de su infancia ubicado en aquellas mismas montañas del norte argelino, después de quince años de terminada la guerra. 

Esta película tiene material documental, sonidos e imágenes y, una historia ficticia, la de Leïla, que se relaciona con quienes participaron en la independencia. Ella vuelve para recabar testimonios que únicamente escucha, no los graba y tampoco toma notas. ¿Qué está buscando? ¿Para qué lo busca? A través de las montañas, Leïla se desplaza en un jeep para conversar con mujeres que, en los patios de sus casas, narran fragmentos de sus vidas y de otras mujeres que murieron o desaparecieron durante la guerra; así es como algunas de las partisanas se intuyen a través de las palabras de sus hijas, hermanas y madres. «Su hija, ¿cuándo se unió a la guerrilla?», pregunta el personaje a la madre de una guerrillera. Aquí la ficción asalta la realidad, Leïla cuenta que conoció a esta mujer en la cárcel, por eso se sabe que aquella se unió a los trece años a la lucha armada. Entonces, cuando la película muestra imágenes documentales de niñas, su edad se vuelve un elemento importante. Es más, se presentan imágenes de una pareja de adolecentes en unos lavaderos, y en ese momento se escucha el testimonio de una de las hijas de Yaminai Oudai, conocida como Zoulikha, quien dejó a su hijo e hijas para organizar la resistencia en la ciudad de Cherchell entre 1955 y 1956. La hermana de Zoulikha relata que la estratega militar se quitó la dentadura con el propósito de ganar la apariencia de una anciana y así transportar armamento y medicinas  q en cestas. Tras escuchar este relato, las paseantes desconocidas que filma la cámara resultan inquietantes. ¿Quiénes son?  Ante los ojos de muchos de sus contemporáneos, las estrategias de las mujeres en la guerra de independencia de Argelia pasan inadvertidas. El anonimato, como el silencio, puede ser una herramienta de supervivencia, facilitar la resistencia y el combate. 

Además de los testimonios sonoros y un canto en arabe de nombre nouba –un estilo arabe-andaluz que se originó en Granada y se desplazó a la zona del Magreb–, se escucha el ambiente de las montañas de Chenoua que dan la cara al mar Mediterraneo. Este sonido viaja a través del aire y sobre el mar en espera de un límite físico que le haga parar. A veces, el sonido ambiente de la montaña es la respuesta a las preguntas que el personaje de Leïla y los testimonios no pueden responder. Otras veces, por un efecto de acumulación, la imagen de la cordillera y el agua del océano se pueblan de las voces de esas mujeres. Es decir, aunque los testimonios han dejado de escucharse, se fijan al territorio. 

*

Assia Djebar, una escritora consolidada cuando en 1977 filmó La nouba des femmes du Mont Chenoua, recuerda que la prensa en Argelia «ridiculizó las imágenes ‘feministas’ –de su película– porque no estaban alineadas con el realismo socialista favorecido en aquella época». En ese tiempo el filme fue mal acogido en su país natal y, ahora, la situación de la película no es distinta. Il Cinema Ritrovato esperaba poder restaurar la copia en resguardo de la filmoteca argelina, pero una larga negociación diplomática establecida por diez años, finalmente no llegó a buen puerto. En la proyección del jueves 28 de junio, se mostró una copia provista por la televisión francesa que aún está en proceso de restauración. En esta copia, probablemente una versión positiva utilizada para ser proyectada, domina la tonalidad magenta. Antes de los años setenta del siglo XX, la pelicula en color tenía  problemas de preservación porque los tintes del cian y amarillo eran muy inestables, se degraban rapidamente y el color dominante, el más perdurable, era el magenta. Color que por cierto, no está en el arcoiris, pues el morado y el rojo, que deberían estar uno seguido del otro, están, en la geografía del arcoiris, en lugares opuestos.  


Works of Calder (Herbert Matte, 1950), por Marc Torres Vallverdú

Al principio, destellos brillantes sobre un fondo oscuro, fuera de foco. Se intuye lo que podría ser, más por el ritmo del parpadeo que por cualquier forma concreta. ¿Podría ser el agua de un riachuelo? Otro plano: el viento mueve las hojas de un árbol haciendo que el haz y el envés se alternen rítmicamente. Un niño mira en dirección a la cámara y sostiene un pequeño espejo con el que refleja la luz del sol directamente al objetivo. Se suceden una variedad de imágenes similares: la cresta brillante de una ola al levantarse, el vaivén de la espuma marina esparcida sobre la orilla o la propulsión pulsátil de varias medusas. El ritmo visual de estas imágenes está constantemente puntuado por una composición de percusiones abstractas de John Cage. Mientras, el niño sigue recorriendo el entorno, jugando o explorando entre los juncos. El niño llega a lo que parece ser un taller. Un hombre está trabajando dentro. Una repentina voz en off nos informa que el hallazgo del niño es el taller de Alexander Calder, célebre escultor de móviles. Vemos a Calder trabajando el metal, sus herramientas, un mundo en principio bien diferente al del exterior; un mundo técnico y manual, formado por retazos de planchas metálicas, alambres retorcidos y el humo de un cigarro. La música de John Cage ya no parece tan abstracta, podría remitir a la percusión de todos estos instrumentos. Poco a poco, pero, el espacio interior empieza a llenarse de pequeños destellos en movimiento que nos evocan el mundo que el niño estaba explorando. El acero y el aluminio dejan de ser metales para convertirse en puntos de luz que orbitan alrededor del artista y el niño, guiados por las fuerzas del viento y la gravedad.

Works of Calder fue un encargo del MoMA a Herbert Matter en motivo de una exposición de las obras del escultor y se mueve entre una voluntad pedagógica y la experimentación formal. Pero la película no es pedagógica en la medida de que logre presentar claramente a Calder, su obra y su proceso; ni siquiera parece intentarlo. No aprendemos nada de lo que típicamente estaría en un libro, en el catálogo de una exposición o en una crítica de su obra. Igual que en las esculturas de Calder, el valor de la película radica, justamente, en devolvernos la capacidad de maravillarnos por la superficie de las cosas, es decir, maravillarnos por las cosas en sí mismas.

¿Y no es esta la política secreta y medio involuntaria del festival? En un semana donde hemos podido ver los viajes folclórico-espirituales de Paradjanov, los melodramas de Yoshimura, las noches pesadillescas de Anatole Litvak y clásicos restaurados como Los Siete Samurai y Los Paraguas de Cherburgo, me he encontrado deteniendo mi pensamiento en algunos fragmentos que conforman una especie de acuífero oculto a simple vista. Las breves miradas a cámara de los trabajadores de las Salinas de Trápani en una película doméstica de 1948, el detenimiento sobre el plano de un velero cruzando las aguas centelleantes de la Costa Azul en el undécimo episodio de Judex, el rojo vibrante de las latas de sopa de tomate Campbell en la cinta publicitaria “Technicolor for Industrial Films”, ¡¡¡how flat and uninteresting these packages would look in black-and-white photography!!!, todas las formas de iluminar el rostro de Marlene Dietrich en Shanghai Express, el trabajo mecánico de las mujeres de la línea de montaje de la Westinghouse c.1904 o las imperceptibles variaciones tonales de Rate of Change. Cada encontronazo con estos fragmentos ha significado una especie de detención de ciertas inercias del cinéfilo entrenado, un detenimiento ante algo que era obvio en 1904 pero que con el tiempo y la complejización de las formas cinematográficas (algunos le llamarían a esto “lenguaje”) hemos, paradójicamente, enterrado: que el cine es fundamentalmente un arte de la superficie. 

Vimos Works of Calder en la pantalla de la Piazzetta Pier Paolo Pasolini. Es una pantalla al aire libre, que vigila a todas horas los espectadores que entran y salen de las salas Scorsese y Mastroianni y que cada noche del festival se ilumina con algún programa especial. Hay quien tiene suerte y logra sacar entrada para el reducido número de poltronas oficiales, el resto se sienta como puede a su alrededor. En esa noche en particular se utilizó un proyector de 16mm con una lámpara de arco de carbono, una tecnología que las lámparas de xenón dejaron obsoleta a mediados del siglo XX y que, supuestamente, produce una luz de calidez y parpadeo muy característicos. Ni idea. Lo que sí me llamó la atención fue el hilo de humo que salía del proyector, como si de una pequeña locomotora se tratase.


Stars in Broad Daylight (Ossama Mohammed, 1988) por Víctor Paz

Una década atrás un dúo de cineastas sorprendía con Silvered Water, Syria Self-Portrait (Ma’a al-Fidda, Wiam Bedirxan, Ossama Mohammed, 2014), que retrataba la guerra civil en curso en Siria a través de imágenes de YouTube captadas principalmente por activistas desde el frente de batalla. La película surgía del diálogo entre una joven cineasta kurda, Bedirxan, y el más veterano Mohammed, una pequeña leyenda del cine patrio, que lleva exiliado en París desde 2011. Esta fue, seguramente, la mejor película realizada sobre ese conflicto. Quien indagase sobre Mohammed, no encontraba mucha información. Su ópera prima, Stars in Broad Daylight (Nujum an-Nahar, 1988), está considerada una de las películas más destacables realizadas bajo el régimen de Háfez al-Ássad. Se vio en la Quinzaine des Cinéastes de Cannes y viajó un poco a finales de los ochenta por el circuito internacional, pero después había quedado prohibida por la dictadura islamista, sin posibilidades de visionarse y, consecuentemente, de pasar a ocupar en la cinefilia mundial.

Con el auspicio de The Film Foundation, la Cineteca di Bologna se ha dispuesto a solventarlo. La nueva restauración presentada en Il Cinema Ritrovato nos revela a un cineasta dotado de un inusitado ingenio visual. El filme comienza con una alocada boda que ocupa prácticamente la mitad del metraje. Abundan los travellings sosegados y, sobre todo, lo que se anuncia desde esta primera secuencia es un recurso visual que se repite en todo el largo. Se trata de la utilización de espejos que, de alguna manera, permiten rodar con un plano-contraplano en el mismo cuadro y conseguir efectos muy concretos de enclaustramiento de los personajes. Douglas Sirk tiró mucho de este motivo, con excelentes resultados, en The Tarnished Angels (1957), por ejemplo. Pero si el maestro del melodrama los usaba para acentuar carga dramática y captar la reacción de personajes ante ciertas réplicas, Mohammed los utiliza para prácticamente lo contrario: negar esa expresión. Su espejo es, en esta escena inicial, un pequeño monitor de vídeo que reproduce la grabación de la boda que se está filmando in situ, mientras el travelling nos deja ver los elementos del decorado, la puesta en escena tan coreografiada. Alrededor de los novios, ocurren mil cosas, pero sus rostros quedan recluidos en una diminuta pantalla, no son los protagonistas de su propia boda. En otras ocasiones los espejos son el de una moto, que apenas permite vislumbrar el rostro de quien la conduce; también pueden ser trampillas, claraboyas, ventanas minúsculas… Por tanto, más que espejo, a veces recortes dentro del plano, que funciona con diversas profundidades. El caso es que parece existir siempre alguien observando o siendo observado, sin que se le aprecie del todo.

Las dos novias de ese enlace inicial están siendo claramente forzadas a contraer matrimonios que no desean, en un mundo en que los cabezas de familia –hombres– controlan sus designios. Mohammed dibuja una sociedad privada de libertad individual y cuyos constreñidos mecanismos sociales han conducido a una suerte de histeria colectiva. Resulta complicado establecer lazos de parentesco precisos entre tanto grito, tiros de pistola al aire e inusitados bailes en esta fiesta de la confusión pretendida, que aturde al espectador con premeditado etilismo visual y narrativo.

Tras la borrachera de esa boda doble, la segunda parte del filme lleva la acción del estado alauita, bañado por el Mediterráneo, a la capital, Damasco. Allí sendos hermanos de las novias siguen queriendo pautar los destinos de estas mujeres. Uno de ellos tiene un claro parecido con el dictador, incluso se llama Assad. Particularmente despreciable es una escena de intento de violación –¿quizás consumada?– que se representa con el cuñado sonámbulo, recitando bella poesía a la agredida, a la vez que emite ronquidos más próximos a los de un cerdo que a los de un ser humano. Mediante el uso de una óptica anamórfica que deforma los bordes de la imagen y tirando de planos subjetivos, el director logra transmitir con una violencia que escapa de la representación gráfica, un acto tan execrable. Las altas temperaturas, con los actores sudando, sus interpretaciones entre susurros, la tenue iluminación; todo ello contribuye a crear una atmósfera malsana que se mueve entre lo sublime y lo grotesco. Es esta una de las secuencias más poderosas del filme.

De manera irónica, hay antes un acto sexual representado con la pareja vestida, filmado entre capas de mosquiteras, con los cuerpos moviéndose de forma tan apasionada como torpe, en la que seguramente sea una de las escenas eróticas más ridículas y anti-sexuales de la historia del cine. Mohammed está trabajando claramente en un contexto en el que no se le permite mostrar como le gustaría, por eso opta por lo metafórico, lo onírico, lo alegórico. La escena final no se queda atrás en este sentido. Uno de los maridos, que se ha quedado sordo por una tortura hace años, se pierde en la inmensidad de una avenida de Damasco, en busca de un futuro que no ve nada claro. La niebla sobre su avenir se vuelve literal cuando el plano comienza a cubrirse de bruma. La genialidad del desenlace reside en el hecho de que el encuadre se abre lo suficiente como para mostrar que el efecto atmosférico está siendo producido de manera artificial por una máquina instalada en un vehículo que gira alrededor del actor. Lo que acabamos de ver no es sino un siniestro cuento, por mucho que se vista de tragicomedia, en el que los narradores de ese lejano reino –definido como irreal e inasible, un lugar de “estrellas a pleno día”, destinadas a ser indefinidas, a brillar poco– imponen las condiciones de su existencia a personajes a los que se niega una identidad propia. Stars in Broad Daylight es ante todo un alegato por la libertad, una poderosa parábola que merecería una mayor atención por parte de la cinefilia. Ojalá esta nueva digitalización viaje y se consiga.

Māyā Miriga, un espejismo (Nirad Mohapatra, 1984), por Lucía Salas

Un grupo de actores amateurs y un equipo de filmación chiquito acampan en una casa abandonada en el pueblo de Puri, en el estado de Orissa, India. Es un pueblo del golfo de Bengala, lleno de árboles, plantas y flores. Esta familia del hacer está ahí para acondicionar una casa y filmar en ella una película. Pasan ahí semanas haciendo que esa casa medio deshecha parezca un lugar no sólo viable, sino habitado. Juntan un poco de plata, pero con tan mala suerte que cuando el cheque llega por correo se lo come una vaca. El tiempo de estar y preparar se estira. No tienen un guión, pero el director, Nirad Mohapatra, tiene algunas ideas sobre una familia, distintos tipos de tristezas y tensiones, una forma de hacer pasar el tiempo casi imperceptiblemente más lento que lo normal, y un amor muy profundo por Ozu. También tiene una idea sobre la belleza y como tiene que ser discreta, sin atosigar a los sentidos. Él y sus compañeros llenan la casa de detalles, y en esos detalles se escribe Māyā Miriga, The Mirage. ¿El espejismo?. 

La película sucede casi enteramente en la casa familiar. Los pocos lugares que no son la casa son un bar que queda al lado y el puente junto al río por el que el padre de la familia pasea por las tardes hablando con un amigo. Es una casa modesta para la cantidad de gente que vive en ella: una familia de tres generaciones. La mayor es la abuela paterna, matriarca ya muy vieja. Luego su hijo, jubilado, y su mujer. Le siguen sus cinco hijos, cuatro varones y una hija menor. Uno de los hijos está casado hace poco, y la esposa vive también con ellos. En algún momento otro hijo, promesa del servicio público (está rindiendo exámenes para ser funcionario) se casa también, y viene con ellos su esposa, aunque sólo por un tiempo: ella pertenece a una clase más alta, y no quiere vivir apretada sirviendo a sus suegros y cuñados como le tocó a su cuñada. En un momento, la esposa joven de la casa tiene un bebé, y ese bebé es a la vez otra mujer y una cuarta generación para ese techo..

Además de todas estas personas, ¿qué tiene la casa? Tiene muchos escritorios, casi tantos como hombres, cada uno con sus libros, relojes, cajones y calendarios. Tiene muchos cuencos de cocina y tablas de lavar. Algunos sillones y sillas, sobre todo una de madera en la galería, donde el padre de la familia se la pasa sentado, hablando a sus hijos y pensando en ellos. Tiene varias camas, unas más grandes (la de las dos –y después tres– parejas de la casa), donde cada uno pasa mucho tiempo echado, hablando con la otra, o se reciben también las visitas: la esposa con su hijita bebé recibe a su suegra, que se lleva a su nieta a jugar; un marido que dormita hasta que su esposa le habla por la ventana abierta. Tiene dos pisos y una terraza desde la que se ve el barrio, y que tiene un camastro donde se juntan los hermanos varones a hablar y a pasar el tiempo sólos, a tocar música, a mirar a los vecinos y vecinas y desde donde –temprano a la mañana, cuando no hay nadie– se ve una niebla tremenda. Tiene, sobre todo, un patio chico pero hermoso, lleno de árboles y plantas y magnolio enorme y florido que hace entender que, aunque la película pasa fines de curso, matrimonios y embarazos, siempre es un poco verano. Hay unos posters rarísimos de niñas rubias con sombreros y vestidos, parecidos a esos calendarios que había en los 90s con dos chiquitos besándose, la nena con sombrero y el nene con una gorra. 

Cada vez que llega un invitado a la casa, ya sean amigos o aplicantes a suegros, alguien trae una bandeja con té y masitas y otro pregunta “¿por qué tanta formalidad?”. Lo cierto es que en la casa la formalidad es el asunto. Māyā Miriga es una película que parece de otra época, que parece de los años 50: una familia que vive de una forma de la que ya no se vivirá más. Todos juntos, haciendo lugar los unos para los otros, arrinconando sus cosas para que la familia crezca y decrezca con su curso natural. Es el momento en que unos decidan irse, otros decidan mudarse solos con sus hijos, otras decidan que casarse con un hombre no significa servir a sus padres y hermanos. Es el momento antes de que un padre se resigne a que sus hijos no tienen por qué compartir sus ideas, su forma de vivir su vida o lo que significa “vivir para los otros”. Es una película de decepciones profundas, pero de baja intensidad. También, de convivencias felices y amores profundos –de parejas pero también de hermanos, madres, cuñadas, amigas– sin estridencia. Dos personajes son sobre todo el balance de este delicado equilibrio de frustración y plenitud: el padre de todos, en su silla, que termina la película sentado jugando con su nieta mientras la cámara se pierde viendo el barrio desde lo alto; la esposa joven, que vive en esa casa y sirve a todo el mundo, que es feliz con su marido, que quiere a sus suegros y cuñados, que siente mucho cariño por su hija pero está triste de que haya nacido mujer, que vaya a tener que servir a la familia de otro, de su marido. Ellos y los suyos son los extremos de esa casa, techo y jardín.


What are a wrestler and a clown in the Russian society after 1905 but before 1917 (Borets i kloun, Boris Barnet; Konstantin Yudin, 1957) by Simon Petri

Notes on Borets i kloun (Boris Barnet; Konstantin Yudin, 1957), a film in which a wrestler and a clown take their chances and end up touring the world, as the spirit of peasantry–pure like the sweep of a scythe on the meadow–prevails. 

What are a wrestler and a clown for Boris Barnet after 1905 but before 1917, what does manifest in them for their spectators, a society of anticipation? Not revolutionary subjects, not men of theory, not embodiments of asceticism or militance, they are not yet the proclamation of the Good News. 

But neither is Boris Barnet, whose cinema is not about the must of change, the shaking of the whole world, whose form does not tear apart wholes. Rather, it heals, unites, melts. Barnet’s cinema takes the shape itself and narrates love at first sight, exaltation, exuberance, like the sparkles on the surface of the sea, the sparkling gaze shared between a giant wrestler, Ivan and an ethereal artiste, Mimi. To give oneself away, to submerge in this kind of love and cinema, requires a certain naïvety, the unconditional belief in beauty, the beauty of muscles, of taintless strength and of weightlessness, of perfect movements. These may not subvert economics and abstractions; but can dissolve greed, envy, boasting, sins from premodern concepts, in which Barnet feels at home. The love at first sight between the wrestler and the artiste subverts the separation of elements; it’s love between the earthy, an unmovable object and the airborne, a figure in constant motion. A tragedy menaces: beauty is crushed by fear, and the strength that could detour the spinning of the Earth is left alone without purpose, exposed to self-destruction, worldly desires, success, fame, revenge. The enemy is not a system, a mechanism, but sadness, shyness, vanity, wickedness, “bad people, bad will”. The enemy are the distractions which try to spoil the pious arms of a peasant. The wrestler is the innocent force yet to be indoctrinated, but already with a “natural” sense for virtues shared by peasantry, orthodoxy and communism, and disregarded by the entertainment industry and competitive sports. 

Barnet’s clown, Anatoli is more peculiar. It’s not the clown of Chaplin – holy, foolish, childlike, powerless, a homeless without family and clear sexual orientations, offering himself to humiliation, to take upon himself and mirror the contempt of the world. Barnet’s clown is sophisticated, witty, evoking the Francophilia of Russian aristocracy, a married father, but at the same time ridiculing the ruling class of pre-revolutionary Russia, turning his audience against the military, against the political leadership. But it’s different to bear the humiliation of the world yourself, like a monk of comedy, and to humiliate those who humiliate, to comically encourage hatred, to turn a grin into a snarl (the closeness of the two is accentuated in Hungarian, grin being vigyor, snarl being vicsor). The most memorable moment of Barnet’s unlikely well-set-up clown is a moment of retirement, the recognition of irony, caricature, this turning of a grin into a snarl as not only futile, but something that works against art, masks, the freedom of performance. All he wished was to be on stage, then he announces that the role of a buffoon became cloying to him. He doesn’t want to end up like Rigoletto; he sees that the distorted mimicry of power still attaches itself to power. 

Another clown, Enrico, envious of Anatoli’s success, cowardly attacks him so he can take his place on stage. And here’s what Barnet values most: not the highfalutin perfection of the great clown, Anatoli, but how the sneaky, untalented Enrico overcomes himself. He arises as a figure of alertness, always suddenly appearing to be an unacknowledged saviour: after a realization of what he has done, a terrible malaise, he dedicates his life to help Ivan and Anatoli. Like the most gratifying, reputedly straight films about the normative sexual drive (L’Atalante and The Searchers being opposing pinnacles of its rise and fall), it treats male friendship, love, the obsessive appreciation of the male body’s possibilities, the unlikely tenderness within machoism as a dialectical condition/accompaniment/substratum of heterosexual commitment. And as 1917 approaches, Enrico also receives political reconciliation. He is the first and only character in the film who addresses another person with the word: tovȃriš.

¿Qué son un luchador y un payaso en la sociedad rusa después de 1905 pero antes de 1917?

Simon Petri

Apuntes sobre Borets i kloun (Boris Barnet; Konstantin Yudin, 1957), una película en la que un luchador y un payaso se arriesgan y acaban recorriendo el mundo, como el espíritu del campesinado (puro como el barrido de una guadaña en el prado) prevalece.

¿Qué son para Boris Barnet un luchador y un payaso después de 1905 pero antes de 1917, qué manifiestan en ellos para sus espectadores, una sociedad de anticipación? Ni sujetos revolucionarios, ni hombres de teoría, ni encarnaciones del ascetismo o de la militancia, no son todavía la proclamación de las Buenas Nuevas.

Pero tampoco lo es Boris Barnet, cuyo cine no trata sobre la necesidad del cambio, la sacudida del mundo entero, cuya forma no destroza totalidades. Más bien, cura, une, derrite. El cine de Barnet toma forma propia y narra el amor a primera vista, la exaltación, la exuberancia, como los destellos en la superficie del mar, la mirada chispeante compartida entre un luchador gigante, Iván, y una artista etérea, Mimi. Entregarse, sumergirse en este tipo de amor y de cine, requiere cierta ingenuidad, la creencia incondicional en la belleza, la belleza de los músculos, de la fuerza inmaculada y de la ingravidez, de los movimientos perfectos. Estos no pueden subvertir la economía y las abstracciones; pero puede disolver la avaricia, la envidia, la jactancia y los pecados de conceptos premodernos, en los que Barnet se siente como en casa. El amor a primera vista entre el luchador y el artista subvierte la separación de elementos; es el amor entre lo terrenal, un objeto inamovible y lo aéreo, una figura en constante movimiento. Una tragedia amenaza: la belleza es aplastada por el miedo, y la fuerza que podría desviar el giro de la Tierra queda sola, sin propósito, expuesta a la autodestrucción, a los deseos mundanos, al éxito, a la fama, a la venganza. El enemigo no es un sistema, un mecanismo, sino la tristeza, la timidez, la vanidad, la maldad, “mala gente, mala voluntad”. El enemigo son las distracciones que intentan estropear las piadosas armas de un campesino. El luchador es la fuerza inocente que aún no ha sido adoctrinada, pero que ya tiene un sentido “natural” de las virtudes compartidas por el campesinado, la ortodoxia y el comunismo, y ignoradas por la industria del entretenimiento y los deportes competitivos.

El payaso de Barnet, Anatoli, es más peculiar. No es el payaso de Chaplin: santo, tonto, infantil, impotente, un vagabundo sin familia y sin orientaciones sexuales claras, que se ofrece a la humillación, para asumir y reflejar el desprecio del mundo. El payaso de Barnet es sofisticado, ingenioso, evoca la francofilia de la aristocracia rusa, un padre casado, pero al mismo tiempo ridiculiza a la clase dominante de la Rusia prerrevolucionaria, volviendo a su audiencia contra los militares, contra los líderes políticos. Pero es diferente soportar uno mismo la humillación del mundo, como un monje de la comedia, y humillar a quienes humillan, fomentar cómicamente el odio, convertir una sonrisita en un gruñido (la cercanía entre ambos se acentúa en húngaro, la sonrisita es vigyor, gruñido siendo vicsor). El momento más memorable del payaso improbablemente bien organizado de Barnet es un momento de retiro, el reconocimiento de la ironía, la caricatura, esa transformación de una sonrisita en un gruñido no sólo como inútil, sino como algo que va en contra del arte, las máscaras, la libertad. de rendimiento. Lo único que deseaba era estar en el escenario, luego anuncia que el papel de bufón le resultaba empalagoso. No quiere acabar como Rigoletto; ve que la imitación distorsionada del poder todavía se adhiere al poder.

Otro payaso, Enrico, envidioso del éxito de Anatoli, lo ataca cobardemente para ocupar su lugar en el escenario. Y esto es lo que Barnet más valora: no la perfección altisonante del gran payaso Anatoli, sino cómo el astuto y sin talento Enrico se supera a sí mismo. Surge como una figura alerta, apareciendo siempre de repente como un salvador no reconocido: después de darse cuenta de lo que ha hecho, de un mal terrible, dedica su vida a ayudar a Iván y Anatoli. Como las películas más gratificantes y supuestamente heterosexuales sobre el impulso sexual normativo (L’Atalante y The Searchers los pináculos opuestos de su ascenso y caída), trata la amistad masculina, el amor, el aprecio obsesivo de las posibilidades del cuerpo masculino, la improbable ternura dentro del ser macho como condición/acompañamiento/sustrato dialéctico del compromiso heterosexual.

Y a medida que se acerca 1917, Enrico recibe una reconciliación política. Es el primer y único personaje de la película que se dirige a otra persona con la palabra: tovȃriš [camaradas].

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